15.8.07

Otros puertos

Hoy mi padre nos fue a buscar al puerto. Ahora es así, pero durante los años de mi infancia fue al revés. Apreté la mano de mi hijo al pensar en eso. Cuando las valijas pasaban debajo de la máquina de flecos de goma recordé como un flash todas las veces que fuimos a buscarlo con mi madre. A F. no la tengo puesta en esta escena de la memoria, seguramente se quedaba con alguien porque era chica. Era un puerto distinto a este; el piso y las paredes tenían el color y las muescas del trabajo, no del turismo. Recuerdo una vez, paradas las dos en la dársena, mi madre y yo. Estaba tan nublado que me dolía la vista. El viento me envolvía la cara con el pelo largo. El barco rojo se acercó bufando como un viejo y gigantesco animal prehistórico. Faltaban pocos metros para que tocara los neumáticos apilados del muelle. Instintivamente, dimos un paso atrás, como si dudáramos de que la mole pudiera detenerse sin trepar a tierra. El barco apagó los motores unos segundos antes de atracar. A cada lado de estribor, los marineros lanzaron sogas anchas como brazos para atar el buque en los amarraderos. Concentrada como estaba en la maniobra, no me dí cuenta de que hacía rato que él nos observaba desde la proa. El silbido me despabiló del todo y lo saludé efusivamente con la mano. Llevaba un gorro de lana a rayas y un grueso par de guantes de cuero.

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