28.11.07

Onetto-Levrero: 1, Palas Atenea: 0

Ayer me dispuse a hacer el singular ejercicio del taller de escritura y me pasó algo curioso. La consigna -entiendo que es de las de M.Levrero- dice que hay que sentarse en un sillón y relajarse, e imaginar que uno va paseando por un parque y vislumbra una conversación a través de los árboles. Entonces, uno imagina que se acerca y “descubre”, desde un punto de vista privilegiado, lo que allí ocurre. Ese es el disparador sobre el que hay que escribir. Como buena alumna, yo me senté en mi futón verde, me relajé tanto como me lo permitió la cortadora de pasto del vecino, recorrí el lado este del parque Rodó (con la imaginación) y visualicé enseguida a un par de mujeres hablando detrás de unos árboles, poco antes del lago. Me acerqué y quise curiosear sin ser vista. Se trataba de una niña muy flaca y una anciana vestida de negro sentada en un banco bajito de madera frente a una mesa. Efectivamente, las ví muy bien y empecé a escuchar perfectamente la conversación, de hecho... las reconocí. Se trataba de mi abuela a los nueve años y una gitana, una vidente. Lo que pasa, es que esa escena entre las dos, es un reflejo corregido –no sé cómo llamarlo- de una escena del primer capítulo de la novela en la que trabajo (casi nada estos últimos dos meses, hasta ayer, se verá por qué) escrito en julio de este año. Me dije que no, “no quiero ver esto”, esto “ya lo ví y ya lo escribí” y quiero otra imagen para el taller. Lo que hice, entonces, fue desechar mentalmente la escena, retroceder con la imaginación sobre mis pasos y volver a intentarlo en otro sector del parque. Volví a acercarme a unos árboles y, ¿quiénes estaban?: sí, de nuevo la chica y la vieja. Bajé un telón imaginario, ya casi ofuscada, y volví a intentarlo blandiendo la infructuosa espada de Palas Atenea: ni modo. Aunque quería imaginarme otros personajes detrás del árbol (porque me había propuesto escribir otra cosa y no eso) no pude. (Si alguien ha llegado a esta parte del relato y está aburrido o le parece estúpido –cosa que entiendo perfectamente porque lo es para cualquiera menos para mí-, puede cerrar la página porque ahora viene la parte más ridícula y la más difícil de explicar). Digo que la escena era un reflejo y no un recuerdo (un recuerdo de algo que yo misma escribí), porque, aunque, efectivamente, la niña y la anciana eran las mismas de mi novela y la escena era la correcta –por decirlo de algún modo porque ya la conocía-, el diálogo y el contexto y lo que sucedió después entre las dos mujeres, no era el que yo había escrito más o menos en julio de este año, SINO QUE ERA OTRO. Entonces, se me cruzó la loca idea de que lo que yo estaba experimentando no era otra cosa que la visión de la escena que realmente la niña -no mi abuela sino el personaje de mi abuela de nueve años- y la vieja querían que yo escribiera. Será eso posible? Probablemente no en estos términos, pero, quién sabe. Por las dudas, volví a mi puesto de observación, me concentré en esas dos, paré bien las orejas y la escena pasó ante mis ojos muy naturalmente. Sin mi intervención, sin manipulación creativa de ningún tipo (excepto, claro, el estar relajada en el futón). De pronto, desapareció el parque, estábamos en una carpa gitana al borde de un trigal y era de noche. Cuando abrí los ojos, fui a mi mesa de trabajo, tomé mi cuaderno azul y tuve la apremiente sensación de estar anotando algo que no debía olvidar, como un sueño o algo que viví y no la experiencia de estar creando algo, escribiendo una cosa surgida de mi invención. No es que crea que haya ocurrido algo extraordinario o paranormal, nada de eso. Me acordé -después de escribir- lo que nos dijo una vez la maestra Onetto acerca de la invención y la imaginación. Es la primera vez que de verdad lo comprendo. En ese sentido, tengo la certeza de que la primera versión del capítulo, la de julio, está escrita en base a la invención y este otro texto del taller (usufructuado convenientemente para la novela, je je) surgió de la imaginación, fue descubierto y no inventado; como venido de una parte no del todo mía, casi diría, dictado por los propios personajes. Así me sentí, una escriba al servicio de otros, una especie de testigo. A partir del diálogo entre la chica y la vieja y la visión de la escena, escribí de cero otra vez -y de corrido, como una loca-, el capítulo uno de la novela. Me parece que es el que vale, el que va a quedar y no el otro. Todavía no me animé a borrar el que había escrito en julio, pero creo que es lo que debería hacer, si me animo, después de subir este post.

19.11.07

Viaje al mundo de Ana

A contrapelo del pronóstico, el sol estuvo de acuerdo con la idea. Tal vez por el sólo acto de nuestra fe en él, porque Ana tiene arreglos especiales con El de Arriba o por ambas cosas a la vez. La charla se escurrió ociosa entre las (finalmente las conozco!) anacauitas y los agapantos, el roble europeo y el americano, las salvias variopintas y las flores de las cuales (ay!) ya olvidé los nombres pero no el perfume y la gracia. "Podría contar la historia de cada una de ellas desde que eran un gajo", me dijo Ana mirando un árbol gigantesco y yo pensaba que si las plantas hablaran tendrían novelas completas para contar de esa familia que al lado de cada semilla plantó un poco de su historia. Estábamos las brujas de los jueves, pero también una corte de caballeros de lujo: el de la voz de gruta, el gigante de ojos azules, el que vino de lejos y el dueño de la comarca que bien podría andar por el mundo con una espada en una mano y una azada en la otra. Y los dos duendes, claro, que correteaban entre los canteros y se iban transformando a gusto, a veces en ballena o en tigre, otras en mono, en gato o inosaurio. La tarde corrió lenta al ritmo del buen vino de las dos orillas, la carne asada y los panqueques celestiales, el mate y el licor fabricado por (y con) Malicia. La literatura de Ana estaba ahí todo el tiempo. Pude comprobar con mis propios ojos que las palomas salen de verdad de las ventanas de la casa anaranjada, que las magnolias de verdad, parecen veleros y que cosechar morrones, visto el tamaño del campo, ciertamente es una tarea capaz de curar el mal de la tristeza. Con los otros ojos, los de adentro, comprobé también que la literatura puede ser una pócima poderosa que a veces se anima a escaparse de los bordes del papel y nos transforma en personajes -casi- tan reales como los que nos visitaron los jueves lluviosos de este año. Ah, sí. En el mundo de Ana eso también es posible.

15.11.07

Ciudad Dalila

Me es muy difícil escribir en Buenos Aires. Me dí cuenta hace un tiempo. No me pasa en otra parte. No sé por qué. Intuyo el motivo pero no lo puedo poner en palabras todavía. Cuando me siento frente al teclado en mi casa de Buenos Aires o en un bar, me quedo paralizada. Siempre me parece que hay algo que no hice, alguien que todavía no ví, algo pendiente. Eso, y la cualidad misma de la ciudad, no me permiten reunir mis sentidos en un mismo lugar. Acá mi vida es poco menos que monocorde con chispazos de aventura muy poco frecuentes y, por eso, tan valiosos. En Buenos Aires me transformo en un apuro de caballos desatados, un manojo de ansiedad efervescente, de ganas postergadas, de placer compulsivo y de excesos. Por eso, cuando voy -que es bastante seguido- la paso grandioso pero, un poco, soy otra. No me siento ajena, ni extraña, ni incómoda, al contrario; una parte mía está más a gusto que en cualquier otro lado. Pero siento que sentarme a escribir en Buenos Aires es, al menos, ridículo, inadecuado. Como un tipo que prende el televisor para ver un documental sobre botánica, una mañana de primavera y en medio de un jardín florido. En cambio, me la paso caminando, vagando, discutiendo de política con amigos, arreglando el mundo en las sobremesas de familia, puteando por lo malo aunque no lo sufro, alabando lo bueno aunque lo disfruto de lejos. Un poco de cine con madre o tía niñeras y las librerías de viejo hacen el resto. En primavera, Buenos Aires parece de estreno, reluce, saca chispas, provoca. Tiene tantas historias y personajes para conocer en la calle que es allí donde tengo la necesidad de estar. Descontando a los taxistas -que son toda una raza parlante aparte- sólo en mi barrio, me faltan los dedos de las manos para enumerar anécdotas: la almacenera gallega, el correntino del segundo, la china del super, el ponja de la tintorería, la boliviana de las verduras, el tano de la heladería Venezia, Yina la peruana de los cosméticos, el judío de la lencería, el ruso del cyber. Todos porteños de manual, todos viviendo una vida de guión de cine. Buenos Aires me quita la fuerza, pierdo la tonicidad creativa cuando estoy allí. No se trata de falta de tiempo ni de haraganería. Es ella, la ciudad. Posesiva. Rabiosa. Sabelotodo. Vivelotodo. Ciudad sin tregua, insomne, potente, drogada. No para, no para, no para. Y cuando lo hace, es para verte dar vueltas por el mareo que te provoca su influjo. Buenos Aires es como esos amores fatales que si están demasiado cerca te emboban los sentidos y de los cuales hay que tomar algo de distancia para sobrevivir. Cuando me alejo, la extraño horrores y hasta sufro; pero cuando estoy allí, no soy del todo conciente de mi presencia. Vivo enajeanda. En Buenos Aires soy como Sansón después de la peluquería. Y, claro, la historia no le hace justicia a la chica, pero hay que decir que, sea como sea, el tipo la pasó bomba con Dalila y que, ella y sólo ella, fue el gran amor de su vida.

6.11.07

J, el poeta

J. tiene once. Desde que era bebé, tenía la sonrisa límpida que seguirá teniendo cuando cumpla ochenta. Es un tipo fenomenal. Es el que me enseñó a ser mamá siendo tía, el que me devolvió el misterio del juego infinito y el sentido de la palabra incondicional. Cuando cumpla doce, va a recibir un colgante muy especial, uno que fue forjado cuando él estaba en la panza y no conocíamos su carita. El colgante es un duende de plata o de oro, ha sido Puck, el de Sueño de una Noche de Verano y ha sido Frodo, el de los Anillos. Es el mismo colgante que llevamos I y yo, y que llevarán todos nuestros hijos cuando cumplan doce años. J. cree que I. y yo sabemos a ciencia cierta el significado que tiene recibir ese colgante. Pero no es así. El significado del colgante, como el de las cosas más importantes de la vida, se va formando mientras la vida se vive. Porque lo quiero a rabiar, me doy el permiso de transcribir el poema que J. me mandó ayer, creo que el primero de su cosecha (aunque en narrativa, ya tiene muy aplaudidos antecedentes). amor silencioso daria almas, vidas x vos si solo te dieras cuenta que me enkanta tu voz daria almas, vidas x vos si me dieras una mirada cuando astamos en la parada daria almas vidas x vos si solo t dieras cuenta que yo gusto de vos.

Los zapatos

El ha dejado sus zapatos en la sala, junto a la puerta de entrada. Han quedado así nomás, un poco ladeados, bizcos, con las puntas apoyadas en el vidrio del ventanuco.
Todavía conservan la humedad caliente de sus pies. Son buenos zapatos de hombre, hechos de cuero color café. Naves robustas atracadas a una orilla; algo deslucidas, exhaustas, vencidas por el tiempo y el camino. Pero son buenos zapatos y todavía no se rinden.
El los ha dejado en la sala al entrar, a la usanza de los extranjeros. Tienen la panza muy abierta, ensanchada por sus pies de fauno, rasgadas las punteras por sus pezuñas.
Ahora sus zapatos miran hacia afuera, aburridos, hacen tiempo. Ven pasar la gente, los coches, los gatos, las doñas que vuelven de la feria, los niños que salen de la escuela.
Es verdad, normalmente son solo zapatos. Pero así como están, en la sala, con las narices pegadas al vidrio, me parecen las dos cabezas de una fiera. Una que espera, paciente y feroz, para llevárselo lejos de aquí.