15.11.07

Ciudad Dalila

Me es muy difícil escribir en Buenos Aires. Me dí cuenta hace un tiempo. No me pasa en otra parte. No sé por qué. Intuyo el motivo pero no lo puedo poner en palabras todavía. Cuando me siento frente al teclado en mi casa de Buenos Aires o en un bar, me quedo paralizada. Siempre me parece que hay algo que no hice, alguien que todavía no ví, algo pendiente. Eso, y la cualidad misma de la ciudad, no me permiten reunir mis sentidos en un mismo lugar. Acá mi vida es poco menos que monocorde con chispazos de aventura muy poco frecuentes y, por eso, tan valiosos. En Buenos Aires me transformo en un apuro de caballos desatados, un manojo de ansiedad efervescente, de ganas postergadas, de placer compulsivo y de excesos. Por eso, cuando voy -que es bastante seguido- la paso grandioso pero, un poco, soy otra. No me siento ajena, ni extraña, ni incómoda, al contrario; una parte mía está más a gusto que en cualquier otro lado. Pero siento que sentarme a escribir en Buenos Aires es, al menos, ridículo, inadecuado. Como un tipo que prende el televisor para ver un documental sobre botánica, una mañana de primavera y en medio de un jardín florido. En cambio, me la paso caminando, vagando, discutiendo de política con amigos, arreglando el mundo en las sobremesas de familia, puteando por lo malo aunque no lo sufro, alabando lo bueno aunque lo disfruto de lejos. Un poco de cine con madre o tía niñeras y las librerías de viejo hacen el resto. En primavera, Buenos Aires parece de estreno, reluce, saca chispas, provoca. Tiene tantas historias y personajes para conocer en la calle que es allí donde tengo la necesidad de estar. Descontando a los taxistas -que son toda una raza parlante aparte- sólo en mi barrio, me faltan los dedos de las manos para enumerar anécdotas: la almacenera gallega, el correntino del segundo, la china del super, el ponja de la tintorería, la boliviana de las verduras, el tano de la heladería Venezia, Yina la peruana de los cosméticos, el judío de la lencería, el ruso del cyber. Todos porteños de manual, todos viviendo una vida de guión de cine. Buenos Aires me quita la fuerza, pierdo la tonicidad creativa cuando estoy allí. No se trata de falta de tiempo ni de haraganería. Es ella, la ciudad. Posesiva. Rabiosa. Sabelotodo. Vivelotodo. Ciudad sin tregua, insomne, potente, drogada. No para, no para, no para. Y cuando lo hace, es para verte dar vueltas por el mareo que te provoca su influjo. Buenos Aires es como esos amores fatales que si están demasiado cerca te emboban los sentidos y de los cuales hay que tomar algo de distancia para sobrevivir. Cuando me alejo, la extraño horrores y hasta sufro; pero cuando estoy allí, no soy del todo conciente de mi presencia. Vivo enajeanda. En Buenos Aires soy como Sansón después de la peluquería. Y, claro, la historia no le hace justicia a la chica, pero hay que decir que, sea como sea, el tipo la pasó bomba con Dalila y que, ella y sólo ella, fue el gran amor de su vida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué buen post... Me encantó. Y entiendo.

No es lo mismo, porque se trata de una ciudad destructiva, vital hasta la adrenalina, loca, antigua, surrealista y cruel, pero el DF pertenece a mi categoría "Hay amores que matan". En realidad es la única ciudad en esa categoría para mí. Y uno allí está al borde de la muerte siempre, por lo cual tiene que aprovechar la vida a manos llenas, emborracharse, correr riesgos, huir de terror, fundirse, aniquilarse, tener experiencias místicas, presenciar escenas surrealistas.

Se escribe después, en Guanajuato, en la cima de una montaña. En el DF sólo puede escribirse el testamento propio o una canción de amor dolido para cantarse entre tequilas.

Muy bueno, che.

Cecilia dijo...

Muy bueno Vesna.
Cuándo hablabas de Buenos Aires se me hacía agua la boca, que ciudad!!y que importa que no escribas,esas vivencias te quedarán impresas en el corazón y luego cuando vuelvas aquí nos deleitarás con los más maravillosos relatos.
un beso
ceci