13.12.07

Baba Lucija

Nació un día trece del año trece. No tuvo madre, apenas padre.  Huyó de su casa a los nueve años. Tenía en la mano izquierda, truncada, la línea de la vida; pero saltó sobre ella y decidió sobrevivir.

Fue sirvienta y cocinera, y la primer mujer tornero en su época. Se aplastaba los senos con una faja  para no lastimarse en la tornería y para que los hombres no la miraran. Tenía una belleza maciza, de potranca. El cabello casi blanco de tan rubio y, los ojos, aguijones de un celeste translúcido.

Atravesó la guerra y el océano con tres hijas colgadas. Iba detrás de una carta que no había sido enviada para ella.
Un día descubrí que Alan Lee había copiado su sonrisa en la ilustración de un libro de seres mitológicos. Le gustaba la música, el helado de durazno y una grapita a las once del día.

Entre otros tesoros me legó sus cuchillos centenarios. Uno es largo y de un acero delgado, como un cimitarra, útil para cortar carne. El otro, muy viejo, es un estilete con mango de guampa y una punta peligrosa. El tercero sirve para separar el hueso de la pulpa; la hoja , casi triangular,  tiene apenas unos centímetros de tanto haber pasado por la piedra de afilar.

De la Baba tengo, además, la receta de la sopa de pobre hecha con agua, harina y ajo; el chucrut con sarma y el misterio del café clarividente. Manuscrita en el alma, me dejó la novela de su vida y me regaló a esta madre que me parió que cada vez más, se parece a ella.


Se fue una mañana de Día de Muertos. Dicen que ese día el sol caía a rajatabla sobre el barrio de Agronomía.  Que levantó la vista y lo miró de frente, como tantas otras veces cuando se detenía a descansar sobre la azada en el surco. Pero ese día estaba sentada en un sillón de mimbre en un patio del barrio Agronomía, lejos de Zagreb y de la tierra sembrada. No era una mujer para estar sentada.
Dijo que ese era un buen día para morir. Por el sol y porque sumaba trece.

Mentira la muerte. Hay quienes no se van. Acá está conmigo hoy, tomándose una rakija en el día de su cumpleaños. Zivili Baba Lucija!

11.12.07

Bitácora y fiesta

El pasado 8 de diciembre, día de la Diosa, los talleristas nos encontramos en casa de Gabriela. Hubo buen vino tinto, cosas ricas para comer y charla en abundancia hasta tarde. Yo demoré en llegar porque mi torpeza de automovilista novata se encontró con la ciudad vallada por la Fiesta de las Luces. Nos fuimos presentando, tanteándonos con curiosidad entre nombres y seudónimos; algunos nos veíamos por primera vez. "Vos sos de los miércoles?" "Yo soy virtual" "Yo soy presencial del jueves". Un poco parecíamos los brazos de un pulpo que se dan cuenta, entusiasmados, que forman parte de un mismo organismo vivo. Cuando empezaron los estallidos sordos de los fuegos artificiales, a todos nos dió pereza subir a la terraza. Para qué. Si las luces, la magia y la música estaban allí entre nosotros. Gracias Onetto por la idea y a todos nosotros, por las ganas de festejar un año de trabajo y amistad. Para vichar los artificios de la última Bitácora de los talleres de escritura (al menos, los presenciales) clic aquí.

historia doméstica

Cuando I. se despertó esa mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertida en un moderno electrodoméstico hogareño. Al principio creyó que se trataba de un sueño y que el pinchazo en la cadera era nada más que el nervio ciático que molestaba de vuelta. Pero cuando estiró el brazo - lo que ella todavía creía que era brazo- vio un aparato de cocina de esos que sirven para picar, licuar y batir. En el lugar del hombro tenía una articulación plástica muy estilizada que continuaba en un apéndice metálico rematado por una bocha semicircular con dos cuchillas. I. estaba aturdida; no pensó que fuera imposible que una mujer se convirtiese en robot de cocina así nomás, lo descabellado era que le estuviera sucediendo a ella. Hizo el gesto de tocar a su marido para despertarlo pero temió lastimarlo con las cuchillas afiladas. Entonces quiso levantarse para lavarse la cara. Cuando apoyó los pies descubrió que en lugar de ellos debía incorporarse -no sin cierta dificultad inicial- sobre un tubo de metal encastrado a otro tubo que terminaba en el pico de una aspiradora. La cabeza le resultaba liviana en posición vertical, aunque se bamboleaba un poco y le hacía perder su ya precaria estabilidad. Corrió hasta el baño –más bien, rodó- sobre las ruedas de su pie izquierdo curiosamente transformado en una lustradora de piso, y se miró en el espejo. En vez del rostro y la melena castaña sobre los hombros tenía un balde color celeste, sin mango, claro, para qué, si lo llevaba puesto. En el sitio del vientre había una puerta de vidrio circular en la cual podía colocarse ropa para lavar. Del lado donde debería estar el seno derecho, tenía una libreta con una birome colgada y, del otro, un almanaque con las fechas de cumpleaños, aniversarios y vencimiento de los servicios de agua, luz y teléfono. Nuevamente, intentó llamar a su esposo que aún dormía en la cama matrimonial; pero en vez de su voz, salió el pitido monótono y agudo de una lustradora. De la nuca le habían nacido una serie de cables extensibles multicolores con sus tomas eléctricas –desenchufadas- como un manojo de trenzas rastafaris. Giró un poco por encima del hombro (la bola plástica de la multiprocesadora) para mirarse en el espejo del baño. En la espalda, de un metal opaco muy moderno, colgaban simpáticos percheros. Imaginó que serían útiles para hacer las compras en la feria o cargar la mochila de la escuela de su hijo (la verde con vivos rojos, la de la piscina y la valijita de la merienda). El cambio en su fisonomía era tan abrupto que, en vez de desesperarse, se sentó en el sanitario a pensar –porque el balde le permitía eso, al parecer- qué hacer de ahora en más. Es cierto que en esos días ella se había estado preguntando casi obsesivamente cuál era su verdadera misión en la vida. ¿Ser un ama de casa vocacional a tiempo completo o perseguir la loca pasión que sentía por la escritura? ¿Quedarse encerrada en una vida hecha de pequeños detalles higiénicos o extender las alas de su talento hacia los cielos negros de la creación literaria? Jamás pensó que la respuesta le llegaría de un modo tan brutal. Algún extraño designio se había pronunciado esa noche, uno que le hacía saber de un modo categórico, que su destino era ser madre y esposa devota, preparar almuerzos celestiales y cenas lujuriosas, limpiar la casa hasta dejarla brillante y aireada como la de un sultán. En un gesto típico de ella quiso rascarse la palma derecha con la mano izquierda y casi gritó de alegría cuando vio que allí seguían, en perfecto estado de humanidad, sus cinco dedos de piel blanca y uñas cortas, con el índice mocho de la cicatriz y la alianza de plata en el anular. De lo que ella había sido alguna vez, sólo quedaba esa mano boba, la torpe, la del corazón. Pensó que, en cierta forma, la utilidad de ese miembro era vital para enchufar y poner en marcha sin ayuda externa todos los aparatos que tenía integrados en su nuevo organismo. También -se consoló- podría volver a acariciar a su hijo, saludar de lejos al bus escolar, quitar las malezas del jardín y todo lo que, en fin, puede hacerse con una mano. En eso, su esposo se despertó; pasó de largo junto a ella y siguió hasta la ducha farfullando un buendía enroscado en la lengua. No se había dado cuenta del cambio. A I. no le llamó la atención ni le molestó porque no era la primera vez y porque sabía que los hombres suelen ver solo lo que quieren ver y, el trabajo doméstico, en general, les resulta invisible. Por el solo hecho de que estuviese todo tan claro, I. casi empezó a sentirse a gusto con su destino. Estaba a punto de empezar con las tareas de aquella casa enorme cuando, de pronto, por detrás de la lluvia de la ducha, escuchó el canto de un pájaro en la terraza de su casa. Le pareció un trino diferente, afinado. Rodó sobre el piso de parquet hasta la ventana y allí lo vio, picoteando con fruición los pastitos tiernos de la maceta de los geranios. No era un gorrión ni una gaviota, muy comunes en ese vecindario. Era un canario, un manojito emplumado y nervioso de color amarillo. Por el modo entusiasta y algo tímido de moverse se notaba que el ave gozaba de una libertad repentina, fruto, tal vez, de la puerta mal cerrada de una jaula. Cada tanto, levantaba la cabeza por el borde de la maceta y miraba a los costados como diciendo “aquí estoy, finalmente, quién lo hubiera dicho”. I. se quedó inmóvil en el umbral pensando que al pajarito le asustaría ver a esa especie de armadura viviente con accesorios en la que se había convertido. Pero el ave no se alarmó, al contrario, le dedicó una mirada chiquita y piadosa, y siguió con lo suyo. Entonces algo en ella se desconectó. Inexplicablemente, en vez de seguir el mandato del balde que tenía sobre los hombros, rodó derecho a su escritorio. Cerró la puerta, encendió la computadora y, siempre con la mano izquierda pero con una destreza aumentada por la discapacidad, olvidó toda la mugre y el desorden del mundo y empezó a escribir una historia cualquiera, una que empezaba con un canario amarillo fugado de una jaula.

4.12.07

Homero en la bolsa

Yo tenía doce, mi hermana casi seis. Mis viejos se habían ido de viaje a Europa en barco. De repente, de un día para el otro, nos encontramos viviendo con la nona y el nono. A veces también venía a cuidarnos la hermana de mi abuela, la tía J., enfermera, solterona, de risa fácil y bolsillo generoso con mis caprichos. Vivimos con ellos un par de meses; el viaje no había sido planeado así, pero el barco de mis padres quedó fondeado en el puerto varios días y no llegaron a casa hasta después de Navidad. Aquel no fue un tiempo de libertad, era puro libertinaje. No recuerdo haber extrañado a mis padres pero no sé si es así o es que la memoria, para preservar la autoestima, suprime cierta clase de episodios dolorosos. Sí recuerdo, en cambio, dormirme en la cama grande, con la flaca de la mano, chiquita ella, andaba siempre despeinada y con la cara sucia porque mamá no estaba para hacer la colita. Todo era un relajo. Si no quería ir a la escuela, no iba. Me dormía cada noche con el televisor encendido hasta que hablaba el cura y pitaba la señal de ajuste. Mis padres jamás me hubiesen dejado. Comíamos lo que queríamos, si no teníamos ganas, no nos bañábamos; pero no había estado de infracción ni reprimenda; yo era una especie de dictador omnipotente, una escolar maquiavélica y arbitraria contra la cual mis abuelos no podían hacer nada. Teníamos dos gatos. Una gata blanca, llamada La Gata, que tenía un ojo celeste y el otro verde, y Homero, un enorme gato, albino también, huesudo y cabezón, de pelo tan corto que se le veía la piel transparente. Homero era viejo y manso, maullaba ronco como un gangster reblandecido, casi no se le oía; un gato muy educado, excepto porque adoraba mear donde no debía. Un día, la tía J. vino de visita con mi madrina Coca. Me dijeron que buscara la bolsa de las compras, que íbamos de paseo con Homero. A mi debe haberme resultado divertido llevar al gato en la bolsa. Fuimos para el lado de la facultad de Agronomía, era de tarde, nochecita más bien, verano. Ellas conversaban y yo lo llevaba con la manija al hombro. Homero se había acomodado muy orondo en el pliegue inferior de la bolsa de plástico a rayas, tan dócil era, tanta confianza me tenía. No sé cuántas cuadras caminamos, pero me dolían los pies y pedía por volver. De pronto la tía J. me dijo, "juguemos, dale vueltas". "Calesita!", dijo con su voz chillona. Yo lo hamaqué un poco, todavía me parecía cómico verlo perder estabilidad o, al menos, eso creo; pero entonces ella me dijo "dejá, yo lo hago". La estoy viendo. La tía J. giraba como loca con la bolsa agarrada con las dos manos, se curvaba en un ángulo agudo y la hacía volar casi horizontal de tan rápido que iba. La Coca se reía, "dale más, dale más!", decía. A través del tejido de la bolsa ví los ojos aterrados de Homero. Creo que recién entonces entendí. Grité para que parara, pero ya era tarde. Cuando la tía J. paró en seco y dejó la bolsa en la vereda, Homero salió disparado a toda velocidad, cruzó la avenida en zig zag, mareado, borracho, en pánico. Me habían llevado para perder a mi gato meón, al bueno de Homero, y yo no me avivé hasta el final. Me lancé detrás de él pero no lo pude detener. Corrí de vuelta a casa, lloraba, las viejas quedaron atrás, "ya se te va a pasar", me dijo la tía J, "este gato no jode más". Ahora que lo pienso, no sé si mi veta de tirana resentida con la tercera edad durante ese tiempo de orfandad, no fue más que una respuesta impotente a la tortura moral que me aplicaron obligándome a abandonar a mi gato. No sé tampoco dónde habrá ido a parar la culpa que habré sentido en ese momento. Ni recuerdo tampoco haber acusado a la tía J. cuando llegaron mis padres. O tal vez lo hice, pero no tengo registro de que haya habido castigo para la torturadora. Aquello fue en diciembre. Nunca más lo volví a ver. Ni siquiera volví a ver a un gato parecido. Ayer lo soñé, me miraba sin rencor desde una medianera. Movía la cola finita. Perdón, Homero. A veces no nos damos cuenta cuando dejamos que otros nos hagan perder lo importante, hasta que es demasiado tarde.