23.8.11

Sobre dónde poner el alma

mi mesa en el Seddon de 25 de mayo.
Ahora vigila la esquina de Chile y Defensa.


















A veces, escribir no es suficiente.

Cuando el alma está agobiada, furiosa o cargada como un arma, repele el gesto catártico de la escritura y amenaza con aplastar como una mosca cualquier intento de volcarla en un papel. Como el agua, el humor se acomoda en los resquicios, se amontona en los diques de la autocomplacencia, en las drogas y los psiquiatras o desemboca suave en un bar.


Si tenemos suerte, el destino nos concede la gracia de tener uno.

Los boliches de mi vida siempre tienen estantes libres, una alacena, un lugar en el fondo de un cajón para guardar esos trozos de alma que se me desprenden como la piel de los lagartos, escombros que sé que tienen algún sentido -aunque ignoro cuál- y que debo guardar hasta tanto lo comprenda.

En los bares dejé en salvaguarda los deseos que las estrellas fugaces ignoraron sistemáticamente, algún que otro fantasma reincidente, todos los dolores sin consuelo.

El jueves pasado conocí el Museo del Vino llevada por la entusiasta y muy postergada intención de volver a bailar tango. Le pregunté a la profesora si algún día me sería posible relajarme en el vaivén de una milonga sin pensar en qué lado del cuerpo está el peso, olvidando la pisada y el firulete. "Puede suceder -dijo Felicidad, así se llama ella- pero a veces pasan años de años y solo es posible si hay verdadera conexión con el compañero" (Digresión: no fue esta la única indicación técnica con aristas ontológicas de la clase: "tenés que escuchar lo que su cuerpo te dice para poder decidir sobre el tuyo", "ella no tiene ojos en la espalda, no la culpes si se choca con alguien, vos la tenés que cuidar").

Mientras mi alma se acomoda y aprende, disfruto del error, ejercito el músculo del volver a empezar, voy ganando pista.

Un local con una barra, diez mesas, una radio y una maquina de café puede ser un hospital para el espíritu.

¿Tendrán registro los bolicheros de que no se trata solo, ni de lejos, de comer y beber?

Se trata de la sonrisa de gato de Cheshire de Michel del Garní que flota alrededor para hacerte bien; del perfil de Ani que uno no ve pero adivina detrás del aroma a canela y cilantro, de las mejillas de bienvenida de Daniel encendidas como el fuego al fondo de su horno de barro.  ¿Sabrá Jose que una sola de sus décimas, cada línea recitada en una vuelta de sacacorchos, es una pócima curativa? Si ando negativa, Regina me levanta el ánimo mostrándome las pruebas de que todo puede ser y es, de hecho, un poco peor. Edu seguro sí sabe que el filo de su ironía corta en rebanadas la más dura de mis tristezas. Pero tal vez Pamela ya no se acuerde que me salvó la vida, hace veinte años, cuando aquella madrugada sin clientes se sentó a compartir la última medida de Johnnie y me dijo: mirá Caperucita que si una da tanto, un día mete la mano en la canasta y, de pronto, no queda nada.



Yo trato de convencerlos de la superstición de que los bares son salvadores, que redimen a esa porción de humanidad inmolada en los altares de la noche.
Pero, sin excepción, se ríen, no hacen caso. Tienen cosas más importantes entre manos: revisar que haya pan, cerrar la caja, lidiar con un proveedor. A veces me miran como verdaderos amigos que son; otras como los piadosos profesores de un psiquiátrico a una paciente, que no sabe que lo es y alegremente delira, lo cual es probable.
Es poco decir que tengo buena estrella con los bares, el azar y los amigos. No en ese orden, aunque por ahí sí. Sucede cuando los bares se vuelven amigos, los amigos mensajeros del azar y el azar un lugar seguro donde se puede habitar en una noche de soledad.

Echado en una esquina de mis diecisiete persiste el Tigre, sitio al que los varones de 5°B se rateaban y al que el preceptor más bueno del mundo iba a buscar cuando la Directora llamaba a su oficina, porque sabía que no estaban en el colegio. Andy corría como loco las varias cuadras desde ahí al bar (¿dónde podían estar si no?) para traerlos de vuelta. Llevaba en el bolsillo una corbata de repuesto de esas falsas, con elástico, por las dudas.

Años después, con L., nos refugiábamos en el Moliere a leer desenfrenadamente a Borges, a Vallejo y a Cortázar. Por esa época fuimos también feligresas del bar de Guido, que un día cambió de dueño y le pusieron -vaya paradoja- Café de los Ángeles. Explicar esta historia podría llevarme la extensión de una novela.
Sobrevive, aunque solo en mi memoria, el Pernambuco de la Avenida Corrientes donde Ulises Dumont reinaba cada noche en la mesa del centro y en cuyo depósito me ocultaron los mozos, una extraña madrugada de humor negro. Enfrente, el Astral, angosto y habitado por sátiros y faunos jubilados y en el que décadas más tarde imaginé ver entrar, lento como un dromedario, a un Jorge Varlotta que jamás conocí. La Academia y la Opera tuvieron su minuto de gloria cuando cambiar de noviete significaba cambiar rigurosamente de establecimiento, de trago y de género musical.

También sobre Corrientes -caminar mucho nunca ha sido mi fuerte-, er mío el café de Liberarte sobre cuyas paredes, una vez, no hace tanto, apoyé el oído para cerciorarme de que la voz del Polaco no hubiese quedado atrapada como el mar adentro de los caracoles.

En Montevideo, en el ángulo del pasaje y Buenos Aires, está el eterno Bacacay, extensión del living de mi alma y espejo del Seddon justo al otro lado de ese mar. Al Seddon lo vi morir y volver a nacer como un fénix y doy fe de que sus cimientos también se sostienen sobre los cascotes de mi corazón hecho pedazos.

Mucho después llegaron el Gallo para Esculapio, segado joven como un poeta tuberculoso y bello, y el café Homero que sigue habitado por el espectro blanco de un bandoneón. Tan lejos y tan cerca, en la asombrosa ciudad de La Paz vuelvo en sueños al Socavón que tiene esculpidos en la entrada un querubín y un demonio porque dicen que, como en las minas, necesitarás la ayuda de dios y del diablo para salir de allí, asunto del que soy testigo, aunque no en un estado del todo lúcido.

Como en cada cielo y cada infierno, el Edén de mis bares tiene un centinela. Un bar caído, un ángel condenado injustamente por un dios incompetente: vigilando la placita, sobre la esquina de Serrano y Honduras, el Taller era la prueba de que seríamos jóvenes por siempre. Mentira. Hace un par de semanas, cuando doble la esquina y levanté la vista, ya no estaba ahí. Ni él ni mi juventud.

¿Adónde habrán ido a parar los retazos de vida que dejé en sus mesas, adónde los besos furtivos? ¿En qué estante quedaron las trampas, las promesas, los tragos de más? Busqué los graffitis de los baños, pero una mano impecable de pintura los había borrado.

Cuando se muere un bar, cuando un bar se rompe, el alma de quienes le tuvimos devoción se derrama como a través de una tumba rajada.



Y andá a cantarle a Gardel. No hay nada que hacer, los bares no resucitan ni reencarnan ni despiertan con un beso. Si en algún lugar siguen viviendo es en el medio del pecho. Son la escarapela de ese barrio inventado que llevamos puesto.

Ahí es donde, algunas veces, la escritura regresa y es útil para volver a rescatarlos y juntar, del alma, poco a poco los pedazos.



Yo simplemente te agradezco la poesía
que la escuela de tus noches
le enseñaron a mis días.

Cacho Castaña / Polaco Goyeneche


16.8.11

De la niebla a la luna

Las copas de los árboles emergen entre la niebla a los costados, allí donde se  supone que está el campo. No es de día ni de noche. Del camino no se ve más que un trozo veloz de pavimento iluminado por los focos delanteros.
Ya se durmieron las cuatro mujeres sentadas adelante –maduras,  cincuenta y cinco pasados, tres rubias y una pelirroja, envueltas en esa pilcha con mucho de negro y dorado que desentona cuando sale el sol-. Más que quedarse dormidas, creo que cayeron fritas. Se la pasaron bromeando con estruendo durante los primeros minutos de viaje. Discutían acerca de si a una mina muy irritable (se referían a una empleada del Buquebús en particular), se le diría mal servida en Buenos Aires y en Montevideo mal atendida, o si es al revés. Las variaciones entre uno y otro concepto provocaban la carcajada de las cuatro. Algunos pasajeros ejercen sobre ellas esa censura visual tan nuestra, otros sonreímos y miramos para otro lado.  Juraría que llevan varias botellas puestas, que compraron una de esas promociones de dos días de joda en Montevideo, tres estrellas, todo incluido. Apuesto a que siguieron derecho de la milonga al bus, de aquí al barco y, al llegar, directo a una oficina pública, a la dirección de una escuela secundaria o a la cama, alegando con voz ronca al teléfono tremendo ataque de hígado que, probablemente, se convierta en realidad con el transcurso de las horas. Por el momento, una de ellas ha empezado a roncar suavemente.
La neblina es sólida todavía. El bus avanza con cautela como un ciego tanteando el camino.  El ronroneo del motor me invita a cerrar los ojos. Por la comisura se me escapa una lágrima que no es de pena, es la arena de ese reloj que marca los siglos que hace que duermo mal y me lija los párpados por dentro. 
El aparato de aire acondicionado escupe una correntada tibia que confunde y esparce los hedores de los pasajeros; los que estamos, los que viajaron antes que nosotros y antes que ellos. Despojos adheridos al tapizado, sustancias entre las rendijas de metal de las ventanas, mugre disimulada por un desodorante de ambientes barato.
Detrás de los cristales el campo y las pocas casas aparecen muy lentamente. La niebla se extiende ahora al ras del pasto; unos caballos y unas vacas flotan sin extremidades, los hocicos hundidos en la bruma.
Me vuelvo a ajustar los auriculares y oprimo play sin sacar la mano del bolsillo. “Oh, yeah, I´m calling you”, la voz traversa de Aznar me atraviesa como un escalofrío. 
Me entrego al raro privilegio de dejar pasar el tiempo.
Asumiría alegremente la condena perpetua de viajar escuchando música. Música, un lápiz y una libreta. Si hubiera nacido varón tal vez sería viajante (no entiendo por qué, pero no hay mujeres en el oficio);  un hombre introvertido y gris que gastara la vida recorriendo kilómetros desde  Buenos Aires a Corrientes, de Rosario y Fray Bentos a Salto, Rivera y Treinta y Tres. Ida y vuelta, cien, mil idas y vueltas con mi valijita. De pronto recuerdo que alguien me dijo una vez que los viajantes conocen del país solamente la senda que recorren y que, casi siempre, es la misma toda la vida.
¿Se aprenderán los paisajes de memoria? ¿Todos los rebaños y todos los campos sembrados? ¿Cada molino, cada farol y cada rancho? ¿Se alojarán siempre en los mismos hoteles y los extrañarán siendo ancianos, como uno añora de viejo el olor de las almohadas de la infancia? De pronto, ser viajante me parece una mierda;  un infierno en el cual moverse es la forma implacable y paradójica de estar petrificado (pienso en anotar esto último en la libreta pero me da pereza y me digo que, de todos modos, no es gran cosa).
En cambio, me deslizo un poco más buscando la concavidad del asiento. La mujer que está a mi lado no se sacó el abrigo y ocupa más lugar del que le corresponde. El cálido vaho verde de un mate recién empezado, que adivino en el asiento de atrás pero no veo, me toca la nariz y las ganas se convierten en saliva. 
Pienso en las personas que conozco y en las que no, la mayoría debe estar despertando en este momento, en camas distintas de ciudades diferentes. Las caras arrugadas e hinchadas de sueño, el aliento rancio, el cabello pegado al sudor. En todos los casos,  el siseo del gas en la cocina calentando la pava o la caldera, según sea la orilla que le haya tocado en suerte al mate.
Parece que la niebla insiste, pero no, son las ventanas empañadas. Abro un redondel con la mano. Detrás del vidrio los verdes aparecen al fin, deslumbrantes, lustrados por el rocío. El día arremete: “Mi corazón es de río y ha salido más el sol”, me dice al oído la canción como si supiera.
Durante un buen trecho un cable de alta tensión subraya, paralelo, la línea del horizonte. Cosas de pais lisito. Pronto entraremos en el camino de las palmeras y enseguida llegaremos a Colonia.
Aunque ya se hizo de día y sé que es inútil tratar de dormir, cierro de nuevo los ojos:  necesito recuperar algo que dejé en la noche anterior. Vuelvo a sus fauces para traer de vuelta la visión de la luna poniente, hace una hora y algo, en el taxi camino a Tres Cruces. Explotó ante mí justo al doblar a la derecha desde la Rambla hacia Propios. Lástima no poder compartir un recuerdo tan exagerado con alguien más, culpa de la hora.
Tengo al menos este pequeño truco de cerrar los ojos para rescatarla solo para mí: inmensa, una luna absorta y estriada como la pupila de un cíclope, asomada por encima de los pinos del cementerio del Buceo. 


Calling you / Pedro Aznar / A solas con el mundo, 2010:
http://grooveshark.com/s/Calling+You/3lF0xn?src=5

13.8.11

Lo que pegué en el Feisbuc y decenas de lerdos que no lo leyeron ahora me piden explicaciones y hacen tremendas escenas por mail, skype y sms

(3/8/2011)
En unas horas cruzo el charco -que por suerte no es la Estigia sino el Plata-, esa costura marrón que hace de nosotros los retazos de un mismo abrigo. 

Corro a besar su otra mejilla, uno de mis dos amores fatales, mi Buenos Aires querida.
Cuando vuelva, algunas cuestiones palaciegas y otras muy de pueblo, me van a complicar el seguir manteniendo abierta la pestaña del Feisbuc. Y sí, a veces hay que poner a dormir ciertas cosas para despertar otras.
En esta, mi pequeña porción de la red casi no hay amigos a los que no haya visto con mis propios ojos y tocado con mis propias manos.  Es cierto que, en muchos casos, eso fue del otro lado del mundo o hace un cuarto de siglo. Pero tratándose de redes sociales el tiempo y el espacio –esos que antes fueron inamovibles tiranos- son apenas las hilachas sueltas del destino.
Porque somos pocos y nos conocemos, les debo estas líneas a modo de 
hasta pronto, miren que no me morí, volveré y seré millones, o al menos cien, la cuestión es sumar.
Gracias por compartir este espacio. Gracias por hacerme pensar, reír y llorar. Los vínculos que aquí creamos son reales; lo que no existe es la histeria de quitarle el cuerpo y el alma a la vida.
No dejen que los muros se queden sin canciones. No dejen que dejen de hacerse preguntas. (Si tienen ganas de compartirlas, que sea vía mail, a la antigua.  Abrazos, palabras y otras materias primas de la felicidad se reciben por la misma ventanilla).
Recuerden regar las flores que a veces insisten en brotar entre las grietas de los muros.  No se amarguen ni se empeñen en borrar los grafitis que no vale la pena siquiera mirar. Sigamos volando bajo. Así tendremos más chances de descubrir en el barro las piedras preciosas que la vida nos regala. No aceptemos imitaciones por más brillantes que parezcan. Que cada uno se apure a compartir su porción de maravilla.
Nos vemos en alguna esquina de Montevideo o Buenos Aires, en algún bar, vino de por medio o a la intemperie, con un mate; con lluvia o con sol. A no olvidar que la única existencia que vale la pena es la que se vive con los cincos sentidos. Como me enseñaron a decir hace poco (al fin y al cabo todo se trata de eso, de aprender): Namasté.


Les dejo la más linda canción de estos meses.





PS: ¿Lo que de veras me provoca síndrome de abstinencia?: Compartir con otros el asombro por la música.

9.8.11

Puta ciudad

Sé que en unos días voy a volver a extrañarla. Con el pasar de las semanas la falta de Buenos Aires se siente acá, como un hueco de languidez que no se llena con ningún otro alimento.   
No hablo de la que se muestra evidente a los ojos de pincel de los turistas. Ni a la de los uruguayos, que no son turistas en absoluto, pero que evitan los bordes y se obstinan en ver solo el centro. 
Ni hablo de esa otra que miran sin ver los que andan como sonámbulos en una cinta transportadora programada siempre en el mismo carrusel.
Yo extraño a la ciudad que miro con los ojos del barrio; Agronomía con mirada verde de gansos, de alfalfa y de ovejas, de moras blancas, de trencito y lechuga, de un árbol marcado con iniciales secretas.
La Buenos Aires que extraño es la de la china Lili que toma mate  lavado en vasito de loza, todo el día detrás de la caja registradora, puteando en cantonés a los repartidores de Sancor mientras se quita de la frente un jirón de pelo negro lustrado antes de sonreir y cobrar. 

Es la que queda eternizada en el instante mismo de iniciar la conversación interminable del taxista que me dijo que a Tolkien lo inventó George Lucas; la del mozo demente que entre dientes perjuró que es injusto que Borges haya muerto y entendí qué quiso decir; la del puto que me aseguró que por más que quiera esta ciudad de porquería no te va a soltar de sus garras porque de acá nadie se va nunca.
Es la esquina de Flora a la intemperie, caserita de cilantro y hierbabuena que segó los amores tempranos en Oruro y los volvió a sembrar en Villa Pueyrredón. Es la carnicería de Orestes, orgulloso de un bife de chorizo endemoniado y sangrante que arroja como su corazón en la balanza. Son las empanadas de carne picante cortada a cuchillo de la salteña que logran la hazaña de un minuto de silencio en la ronda de amigos y de Quilmes.
Es el acento decadente y anarquista de un gallego, la cantinela de un tano, que te explican que allá es mejor pero que no volverían ni a ganchos.  

Es poder nombrar las avenidas por sus nombres viejos y no saber que eso es un poder. Es el olor sin humo de los atardeceres de invierno. Son los colores que se usan opuestos y superpuestos como banderas del desparpajo. Es la pareja joven de coreanos con piercing que se detiene a besarse en cada umbral de Palermo. Es el ruso que toca el violín con los ojos cerrados en Corrientes y Rodriguez Peña. Es el Seddon, espejo del Bacacay. Es el mismo Bonafide, pero es otro.
No puedo sentir orgullo de Buenos Aires; no entiendo cómo hay quien puede. Yo la necesito febrilmente, con la terquedad y la ceguera con la que uno se apega a un amor inconveniente, como una piel necesita a otra piel y no sabe por qué, como una medicina.

Buenos Aires está hecha de las confesiones de mi madre, las mismas de siempre y siempre nuevas con dos copas de más; es mi viejo que agradece los tangos en el pendrive para el auto y la bondad de mi hermana que gotea como una canilla regando mi tierra reseca de inocencia. 
Es Amelia que me apunta con el bastón y me recuerda que fue ella quien me dió la primer mamadera; la Nona que asegura que vivió ahí toda la vida; el hombre con babero que pasa por la vereda en su triciclo, eterno niño con un hilo de saliva en las comisuras y la vista perdida, igual que hace veinte años.
Buenos Aires es la ruidosa iglesia que ahora desatanudos pero que antes enmudecía como el buen José en las tardes desiertas de Cristo yacente y Virgen del Carmen.
Es la presencia hechicera de los gatos, esos otros santos que van quedando y que saben que no aprendí a callar ni a mentir ni a pedir perdón, a pesar de todas las copas del mundo.
Es la gente que no veo pero que está suspendida, accesible e inalcanzable, como toda la felicidad que tenemos al alcance de la mano. El amigo de siempre que sonríe piadoso y burlón cuando me escucha decirle el mar; la gente que me insiste no te vayas, por joder y por amor.


Buenos Aires es la inconcebible valentía de buscar Libertador a medianoche cruzando los bosques de Palermo con el paso apretado y las manos en los bolsillos. La Fura en las tripas saciadas de romanos y godos en digestión ("Después de cada tragedia, la gente sigue comiendo"). Solo el viento amenaza en el follaje. Detrás y adelante, las sombras. Borrados los puntos cardinales.
Si en algún instante tuve miedo, las putas me cubrieron con su manto protector. 

Cada tantos metros, un ángel monumental, una bestia de tetas como visiones y piel de fuego a prueba de agostos, espera su presa temblorosa en los autos que pasan. Usan conmigo una sonrisa no laborable y ocultan la piel con inocencia pueril. Cómo quisiera tener un sexo que las necesitara urgente para tener el honor de rozarlas con mi torpeza de mujer común y corriente.

Buenos Aires es no poder escribir ni una sílaba por no poder parar de vivir un instante. No escucho tango en Buenos Aires porque el tango sucede. El folclore pasa delante de mis ojos. El rocanrol suena por intravenosa.



Como otras veces, ya lo sé, iré dejando pasar nomás el hambre de Buenos Aires. Se irá volviendo ayuno. Mientras tanto, la otra orilla me mantiene viva; alimenta con otro alimento otro estómago que tengo. Volveré a tener hambre, y a saciarme. Volveré a ayunar. Me someteré a otras sobredosis. Sobreviviré.