9.8.11

Puta ciudad

Sé que en unos días voy a volver a extrañarla. Con el pasar de las semanas la falta de Buenos Aires se siente acá, como un hueco de languidez que no se llena con ningún otro alimento.   
No hablo de la que se muestra evidente a los ojos de pincel de los turistas. Ni a la de los uruguayos, que no son turistas en absoluto, pero que evitan los bordes y se obstinan en ver solo el centro. 
Ni hablo de esa otra que miran sin ver los que andan como sonámbulos en una cinta transportadora programada siempre en el mismo carrusel.
Yo extraño a la ciudad que miro con los ojos del barrio; Agronomía con mirada verde de gansos, de alfalfa y de ovejas, de moras blancas, de trencito y lechuga, de un árbol marcado con iniciales secretas.
La Buenos Aires que extraño es la de la china Lili que toma mate  lavado en vasito de loza, todo el día detrás de la caja registradora, puteando en cantonés a los repartidores de Sancor mientras se quita de la frente un jirón de pelo negro lustrado antes de sonreir y cobrar. 

Es la que queda eternizada en el instante mismo de iniciar la conversación interminable del taxista que me dijo que a Tolkien lo inventó George Lucas; la del mozo demente que entre dientes perjuró que es injusto que Borges haya muerto y entendí qué quiso decir; la del puto que me aseguró que por más que quiera esta ciudad de porquería no te va a soltar de sus garras porque de acá nadie se va nunca.
Es la esquina de Flora a la intemperie, caserita de cilantro y hierbabuena que segó los amores tempranos en Oruro y los volvió a sembrar en Villa Pueyrredón. Es la carnicería de Orestes, orgulloso de un bife de chorizo endemoniado y sangrante que arroja como su corazón en la balanza. Son las empanadas de carne picante cortada a cuchillo de la salteña que logran la hazaña de un minuto de silencio en la ronda de amigos y de Quilmes.
Es el acento decadente y anarquista de un gallego, la cantinela de un tano, que te explican que allá es mejor pero que no volverían ni a ganchos.  

Es poder nombrar las avenidas por sus nombres viejos y no saber que eso es un poder. Es el olor sin humo de los atardeceres de invierno. Son los colores que se usan opuestos y superpuestos como banderas del desparpajo. Es la pareja joven de coreanos con piercing que se detiene a besarse en cada umbral de Palermo. Es el ruso que toca el violín con los ojos cerrados en Corrientes y Rodriguez Peña. Es el Seddon, espejo del Bacacay. Es el mismo Bonafide, pero es otro.
No puedo sentir orgullo de Buenos Aires; no entiendo cómo hay quien puede. Yo la necesito febrilmente, con la terquedad y la ceguera con la que uno se apega a un amor inconveniente, como una piel necesita a otra piel y no sabe por qué, como una medicina.

Buenos Aires está hecha de las confesiones de mi madre, las mismas de siempre y siempre nuevas con dos copas de más; es mi viejo que agradece los tangos en el pendrive para el auto y la bondad de mi hermana que gotea como una canilla regando mi tierra reseca de inocencia. 
Es Amelia que me apunta con el bastón y me recuerda que fue ella quien me dió la primer mamadera; la Nona que asegura que vivió ahí toda la vida; el hombre con babero que pasa por la vereda en su triciclo, eterno niño con un hilo de saliva en las comisuras y la vista perdida, igual que hace veinte años.
Buenos Aires es la ruidosa iglesia que ahora desatanudos pero que antes enmudecía como el buen José en las tardes desiertas de Cristo yacente y Virgen del Carmen.
Es la presencia hechicera de los gatos, esos otros santos que van quedando y que saben que no aprendí a callar ni a mentir ni a pedir perdón, a pesar de todas las copas del mundo.
Es la gente que no veo pero que está suspendida, accesible e inalcanzable, como toda la felicidad que tenemos al alcance de la mano. El amigo de siempre que sonríe piadoso y burlón cuando me escucha decirle el mar; la gente que me insiste no te vayas, por joder y por amor.


Buenos Aires es la inconcebible valentía de buscar Libertador a medianoche cruzando los bosques de Palermo con el paso apretado y las manos en los bolsillos. La Fura en las tripas saciadas de romanos y godos en digestión ("Después de cada tragedia, la gente sigue comiendo"). Solo el viento amenaza en el follaje. Detrás y adelante, las sombras. Borrados los puntos cardinales.
Si en algún instante tuve miedo, las putas me cubrieron con su manto protector. 

Cada tantos metros, un ángel monumental, una bestia de tetas como visiones y piel de fuego a prueba de agostos, espera su presa temblorosa en los autos que pasan. Usan conmigo una sonrisa no laborable y ocultan la piel con inocencia pueril. Cómo quisiera tener un sexo que las necesitara urgente para tener el honor de rozarlas con mi torpeza de mujer común y corriente.

Buenos Aires es no poder escribir ni una sílaba por no poder parar de vivir un instante. No escucho tango en Buenos Aires porque el tango sucede. El folclore pasa delante de mis ojos. El rocanrol suena por intravenosa.



Como otras veces, ya lo sé, iré dejando pasar nomás el hambre de Buenos Aires. Se irá volviendo ayuno. Mientras tanto, la otra orilla me mantiene viva; alimenta con otro alimento otro estómago que tengo. Volveré a tener hambre, y a saciarme. Volveré a ayunar. Me someteré a otras sobredosis. Sobreviviré.

1 comentario:

Maga dijo...

Desde esta otra orilla..., me encanto!
Maga