19.10.11

Noche de Lidia

Había una mujer, creo que se llamaba Lidia. Ponele que se llamara así. Yo era chica, tendría diez; la vi pocas veces, no más de tres o cuatro.

Casi nadie veía a Lidia porque vivía de noche.

Escuché a su marido -un tano que trabajaba de albañil para mi viejo en épocas de tierra firme- decirlo de ese modo, vive de noche, con tristeza y con pudor, en la cocina de casa.  Mi padre levantó las cejas y mamá se sacó el delantal y lo hizo un bollo en el hueco del estómago. Los dos guardaron un silencio a tono con la amargura de aquel hombre.

Cuando se fue, mi mamá dijo que Lidia era linda: “Y mirá que es linda ella, eh?”. Como si eso fuera algo que debería jugar a favor, pero no.

Tenían tres hijos. Una chica y dos varones, de once para abajo. Pibes raros. A veces el padre los traía a casa a jugar. Hablábamos poco. Jugaba cada uno en lo suyo. Eran chicos flacos, ojerosos y tenían las uñas sucias de mugre. Se lo dije a mamá y ella me vino con eso de que era obvio porque la madre vivía al revés.

Yo no pregunté más pero entendí que había algo en la vida que estaba muy mal y hacía muy infelices a todos: no dormir.

–¿Y los demás qué hacen?- pregunté.
–Duermen.
–Y ella ¿qué hace de noche?
–Escucha la radio y llama por teléfono.
–¿A la radio llama?  Jamás había escuchado una cosa así.
–Claro  –dijo con un tono de reproche y, creo, un delgado hilo de envidia –llama a Hugo Guerrero Marthineitz.
–¿Y para qué los llama? Yo no salía de mi asombro.
–Y para qué va a ser –mi madre no estaba del todo segura de darme tanta información pero agregó  –para salir en la radio con eso que escribe, poemas serán.

Lidia me fascinó de inmediato. No dormir y escribir: cosas que a mí empezaban a perecerme familiares y misteriosamente magníficas pero que, era evidente, eran de una deshonestidad axiomática y un error de orillas perversas. Por eso me cuidé muy bien de mantener en secreto mi admiración por Lidia. Porque si estaba tan mal no dormir, leer escritos por la radio y hablar con el conductor por teléfono, mucho peor debía de ser el convertirse, con diez años, en partidaria de semejante facinerosa.




Un día fui a jugar a la casa de estos chicos. Vivían en el monoblock 11 frente a la Grafa. Entramos y nos fuimos derecho a jugar al balcón con unos muñequitos Jack que yo había llevado. Los ahogábamos adentro de una palangana con agua y los íbamos salvando con barquitos de papel que, al final, también se hundían dejando el agua cada vez más turbia de pasta deshecha.

El tano leía el diario en camiseta y masticaba escarbadientes.

Yo oteaba el interior de la casa y pedía para ir al baño a cada rato. No es que tuviera ganas. Lo que quería era verla. La puerta de su habitación, junto al baño, estuvo cerrada esa primera vez. Pero la siguiente no. Fue Lidia la que abrió la puerta. Llevaba una bata rosada de matelassé muy raído y con enganches; el pelo largo y negro alborotado y unas uñas de un rojo despampanante. Parecía una actriz encerrada en un manicomio.

Nos saludó a los cuatro con dulzura y a mí, especialmente. “Qué ojos tenés, por dios” dijo, tomándome el mentón con delicadeza y acercando su rostro al mío. Exhalaba un lejano aroma a tabaco. Sus uñas me hicieron cosquillas en el cuello. Giró sobre su eje y se fue a la cocina a preparar un Vascolet mientras nosotros nos íbamos a jugar al cuarto. No me animé a preguntarle nada pero no pude dejar de mirarla como hechizada por encima de la taza.

–¡Mamá –grité como loca al volver a casa
– ya sé qué hace esta señora Lidia a la noche cuando espera que en la radio atiendan el teléfono!
– …
–¡Se pinta las uñas!
–Eso es porque es paraguaya.
La nueva información, que tampoco parecía muy a tono con las buenas costumbres, me trastornó del todo.

***

Mi casa era la casa del pueblo, de manual. Todo el día entrando y saliendo vecina. Si alguien hacía torta, convidaba. O milanesas. Y para devolver la atención, te mandaban con la fuente llena de buñuelos o de alfajores de maicena. Cuando mi viejo estaba embarcado, siempre había alguna vecina que se cruzaba a hacerle compañía a mamá.  Durante la temporada en que estábamos solas, solían quedarse de noche hasta tarde.

A mí me mandaban a dormir.

Era así: la vecina tal o cual llegaba cuando yo, supuestamente, ya estaba dormida. No tocaba el timbre. Golpeaba despacito el vidrio de la puerta de calle. Yo escuchaba la sopapa del burlete al abrirse y un soplo de brisa que llegaba hasta mi cuarto.
Se encerraban en la cocina a tomar café o mate y conversaban.
Con la luz apagada y la cabeza a los pies de la cama, forzaba a un nivel imposible el sentido del oído. Las sentía susurrar pero con dos puertas de madera de por medio era misión imposible. Me levantaba en remera y bombacha, pegaba la oreja a la madera: palabras sueltas, poco y nada. Me daba cuenta de que hablaban del novio de una o del marido de la otra o ¡de mi padre! Cada tanto, estallaban en carcajadas. Me quería convertir en mosca. Hacía todo lo posible para no dormir y tratar de escuchar.

Sin embargo todo, todo lo tenía que imaginar.
A veces, harta de intentar al cuete, agarraba la linternita y me ponía a leer debajo de la manta. O escribía enajenada en el cuaderno Gloria tratando de hilvanar retazos de conversaciones que no comprendía. El resto, es decir, casi todo, lo rellenaba con mis propias suposiciones.

Sabía que era realmente tarde cuando el 87 ya no pasaba por la puerta. Entonces, una especie de oficial de policía interior me recordaba que estaba muy, muy cansada y que al otro día había escuela.
Por las mañanas despertarme era tan difícil para mi madre como para mí había sido conciliar el sueño. La culpa no era de nadie porque ella no sabía que yo había estado en vela y a mí me parecía una cuestión inevitable el estar despierta. Iba a la escuela con los ojos llenos de arena y, a veces, me dormía en el pupitre y volvía con una nota en el cuaderno. La vergüenza que todavía me da confesarlo es irracional. No dormir me hacía sentir infractora, desgraciada y mala. Como Lidia.

El tiempo pasó, ya no escribo debajo de la manta. Pero esa es exactamente la sensación que sigo teniendo cuando, a menudo, escucho cantar a esos pájaros infames del amanecer y veo el cuaderno abierto, exhausto, a mi lado.
Empecé a dejar de lidiar con el insomnio, aunque no con mucho éxito ni muy constante, hace varios años, más o menos cuando conocí a Levrero, a sus libros, quiero decir. La Novela Luminosa fue escrita en casi un año entero de noches en vela.
“La gente que no duerme se siente culpable y es aborrecida por los demás”. Bioy registra el lamento de Borges en el bodoque publicado luego de la muerte de ambos.

Me imagino el infame rencor de un escritor ciego que no escribe sino que está obligado a dictar y depender de gente que se va a dormir a las diez. Un infierno. "El universo de esta noche tiene la vastedad del olvido y la precisión de la fiebre", dirá el pobre en uno de sus poemas más bellos y más ciertos.  Dice Bioy también que, para atravesarlo, su amigo pasaba noches enteras recostado con el dial clavado en los tangos de Radio Nacional y el volumen muy bajito para no despertar a su madre.
Por mi parte, y en vistas de que esta temporada de insomnio va para largo, estoy empezando a considerar seriamente dejarme las uñas largas y pintármelas del rojo más brillante que encuentre.

*La obra pertenece a la artista plástica Selva Zabronski.