17.7.12

Diario de un avatar IV


La barranca se convertía gradualmente en un socavón vertical y duradero. Ella caía pesada, con los brazos en cruz y la espalda hundida, desde lo más alto hacia lo más profundo, en un intervalo difícil de medir en el tiempo. 


La oscuridad y la velocidad la envolvían.


Iba a morir. Sus pensamientos se precipitaban uno a uno en dirección a la muerte, nítidos como los granos de arena en un reloj. Con cada partícula de minúscula piedra convertida en polvo, Bradamante perdía algo de lo que había sido su existencia hasta entonces.

Cada uno de los seres a los que había salvado. Cada hombre y cada mujer, cada posesión, cada recuerdo. Todo quedaba atrás. El roble de su infancia, la imagen de una hebra de cabello sobre la frente de su madre, su perfil confundido en el vapor de la caldera; la espalda sinuosa de su hermana lavando la ropa en la cisterna; la luz oblicua del ocaso que transforma al océano en una plancha de acero. Aquel caballero de la torre con quien solo tuvo en común el gesto del adiós.

Todo quedaba atrás. Aunque la muerte se hacía esperar, se dijo que tarde o temprano acabaría de una vez. Su cuerpo se desintegraría en el fondo y serviría de alimento para las fieras o de abono. 


Sin embargo, no temía por su vida. ¿Alguna vez lo había hecho? ¿Alguna vez había temido a algo tanto como para quitar su existencia de en medio? ¿Acaso no temía perder nada? Se asombró del pensamiento e hizo una enumeración mental de aquellas cosas que consideraba valiosas. Ya había perdido la inocencia y nada grave sucedió. Perdió su hogar, su padre, el amor de su madre y aún siguió viviendo. No tenía posesiones ni una reputación para perder. No tenía miedo de perder el honor, ni la pasión, ni la vida. No había buscado nada de aquello que tampoco lamentaba perder.

Pero si nada temía ¿acaso tenía algo? Se retrajo bruscamente, provocando una repentina voltereta en el aire que aprovechó para deshacerse de la armadura. Tampoco la necesitaba. El metal, al chocar con las salientes de la gruta produjo una fugaz melodía enclenque y atonal.

Recordó del profeta la historia de los dos que una vez cayeron desde diez mil metros de altura y llegaron vivos al suelo. Dos que montaban una nave como un ave de metal. Durante la caída, uno de ellos se convirtió en ángel; el otro en demonio. Dos entidades de distinta cifra engendrados por la caída. Alas negras, alas blancas. El bien y el mal que al caer se aferran el uno a los pies del otro para sobrevivir.

Pero ella no era un ángel, solamente una amazona, no tenía alas y estaba sola en la caída. «Qué absurdo estar muriendo sin poder hacer nada más que especular sobre ello», se dijo. Y aunque iba a toda velocidad, el completo descontrol que de la situación tenía, la hacía sentir inmóvil y paralizada.

De repente la asaltó la idea del hipogrifo. Vio los ojos negros del águila clavados en los suyos, lo sintió galopar en su interior. Experimentó el dolor intolerable de no ver más el despliegue de sus alas, la nostalgia de ya nunca posar su mano sobre el tibio sudor de su lomo. Jamás volvería a sentir sus articulaciones entre sus piernas al volar, ya no se aferraría a su cuello ni aspiraría su respiración oscura mezclada con la voz del viento.

Tenía que renunciar a él. Una punzada de espanto la atravesó y la obligó a plegarse sobre sí misma como un puño, una brasa extinta que guarda, no obstante, la memoria del fuego en su interior.
  
Se abrazó las piernas y metió la cabeza entre las rodillas.

De algún modo, su cuerpo de mujer sabía en qué posición esperar la muerte y naturalmente formuló el mismo gesto corporal con el que se prepara el feto para un nuevo nacimiento.

Pero a pesar de renunciar a ella con la razón, la idea del hipogrifo no quería irse. La certeza del sufrimiento del animal, de su desaparición, le causó una reacción inesperada. La desestabilizaba y le producía un intenso y desesperado sentimiento de pérdida y el deseo irracional de retenerlo. Como si su propia muerte y su dolor no fueran motivo suficiente para reunir el valor de salvarse.

Defender al hipogrifo, su memoria y su recuerdo, no. Salvar lo que de él pervivía en ella. Le hizo falta la ilusión en la existencia de un animal imposible para desear su propia salvación.

Sonrió al pensar en la absurda bondad y la bravura terca del hipogrifo. «Si yo no creo en él tal vez deje de existir».

Esta vez con determinación, volvió a encogerse sobre sí misma como el blando y ferviente capullo de una rosa. Una rosa que cae.


Se abandonó a la fuerza de gravedad; simplemente como una mujer, dueña de su propia caída. 

Poco a poco, el oscuro despeñadero se fue afinando. Gradualmente se alisaron los bordes hasta convertirse en un túnel vertiginoso de piedra helada y lisa.

Los primero golpes contra las paredes de piedra fueron feroces y le arrancaron alaridos de dolor. La piel sufría, también los huesos y sus engranajes. Pero enseguida, su cuerpo –que ya había comprendido- se amoldó al tamaño cada vez más angosto de la galería vertical. Era una bola humana preservada de la violencia por la misma cualidad cóncava de su organismo. La órbita que su cuerpo delimitaba se hacía amiga de las paredes que, a la vez que la detenían y no sin violencia, la atajaban.

Cuando atravesó el tramo final y su cuerpo hizo contacto con el agua, volvió a estirarse. El golpe líquido le produjo un ardor insoportable pero el rumor de las burbujas y la caricia del agua helada la aliviaron.

La caída había desgastado todo lo inútil, todo lo accesorio, incluso su ropa. Estaba desnuda. La punta de su pie derecho tocó la arena levantando un repentino remolino y contoneando las algas del fondo.

Contuvo la respiración. Flotó deliberadamente hacia la superficie gozando la sensación de estar viva. Apenas llegó, boca abajo, sintió que dos manos le aferraban el talle y la arrastraban hacia la orilla. Dejó que aquellos brazos la sacaran del lago.

No abrió los ojos para ver quién era ni quiso identificarse. La oquedad de los sonidos le hizo pensar en una gruta, no en un lago a la intemperie. 


No tenía fuerzas para nada más que no fuera inspirar y expirar. Se durmió de inmediato y no despertó hasta el tercer día a partir de entonces.

Cuando volvió en sí y abrió los ojos, otra mirada, la más bella y más triste que jamás había visto, la contemplaba junto al fuego de la gruta.





6.7.12

Tocar de oído



¿Dónde estará mi pasacasete? Me pregunto y ubico con el puntero de la memoria o la imaginación el rincón del altillo donde está la única caja de zapatos con aquellas primeras atesoradas canciones en cajita. ¿Existe en realidad o solo sobrevive en mi memoria? ¿Mudé la caja en la última mudanza?

No eran mis propios casetes. Eran las canciones de mi madre. Se las fui hurtando de a poco; quedaban en la casa, pero en mi territorio. De noche, muy bajito, cuando leía a mansalva o escribía debajo de la frazada para que no se viera la luz insomne en la rendija, escuchaba música. Tenía unos auriculares parecidos a los que ahora están de moda, grandes y ridículos. Durante mucho pero mucho tiempo, solamente tuve tres casetes para escuchar: uno de Kenny Rogers, otro de los Carpenters y uno de ABBA. En español. Shiquitita dime por qué.

Siglos después, llegó mi primer disco comprado por mí misma: The Joshua Tree. Para entonces, ya estaba totalmente minada por el folclore y contaminada por las canciones de la parroquia. Aquellos salmos y letras de iglesia se sumaban con total ecumenismo musical, junto a Silvio y Charly en la carpeta. (Digresión: nunca reflexioné, sin embargo, el efecto que en mi personalidad, tuvo el haber copiado y cantado tantas veces el estribillo de El Puente.)

Una día, tirado en Navarro y Artigas, me encontré un casete de los Bee Gees. Original, atenti, no grabado. Miracolo. Tenía la cinta enroscada y flácida; hizo falta pegarle un pedacito con scotch y rebobinarlo con la bic varias veces para un lado y para el otro. Quedó como nuevo.

Mucho después llegaron las primeras canciones propias. Elegidas. Llegadas, varias, por obra y gracia de los novietes melómanos. Había quienes tenían doble casetera y te la prestaban para copiar. El detalle, no menor, era juntar la guita para comprar los casetes Bosch, que venían en un plástico de a tres y eran carísimos.  

“Y por qué no buscabas la canción en yutube o en el gugle y ta, la copiabas y ta”, pregunta mi hijo. No se lo puede imaginar. Realmente, este tipo, con su magnífica inteligencia 2.0 de siete años no puede encontrar la operación, la ruta mental para concebir la existencia de la música sin internet.

Mientras conversamos y copiamos letras de la web, tararea: “I say hello you say goodbye…” (Acá está diciendo hola qué tal no, ma?). Pero no pierde el hilo y me vuelve a preguntar cómo era antes lo de las letras.

Sus interrupciones me dan tiempo para pisar el acelerador del De Lorean hacia el pasado.


Siento el aroma a tinta de la vieja carpeta henchida de letras, borroneada; los lamparones verdes de apoyar el mate sobre las páginas como pétalos locos. Los dibujos en el margen –yo repetía frenéticamente una mujer adentro de una gota de agua, herencia y plagio de una publicidad de Casa de Troya, según creo- y cruces corazones iniciales, tonos encima de tonos, va con fa o va con re menor?, tachados y vueltos a escribir. Olor a canciones. Olor a amor. Devoción. Fiebre de aprender las letras, primer sendero más o menos bizarro de la poesía. 
Llegó a ponerse tan obesa la carpeta que apenas podía guardarla en el forro de la guitarra, forzando el cierre que un día se falseó.

Tenía un grabador chatito marca Braun. Lo heredé o alguien me lo regaló usado, no me puedo acordar. La tapa se levantaba así, clic, con el play nomás; ponías el casete y te preparabas para anotar lo más rápido posible. Play, sop, play, stop. Rewind, stop, play, stop. Si era en castellano, fácil. Si era en inglés, copiabas por fonética.

Las canciones a veces quedaban registradas en frases sin sentido, repetidas hasta el infinito del error, con inocencia y con la fe puesta en supuestas licencias poéticas hechas para rimar.

Yo cantaba con convicción y, guiada por el cuaderno, que no me deja mentir, le hacía decir a Reyes “Junto al estero del bajo, lo encontré tendido casi al espiar. Repetía el furzio sin entender qué clase de nombre -tal vez un animalito?- era la paicarrita que le dio su amor al tipo del tango. Del wincofón copié íntegro Permiso -Larralde recitaba clarito, por suerte-  pero se ve que nunca revisé y me quedó clavado el “les debo advertir que son muchos los que  callan y por temor a la biaba comen en las pavadas churrascos de agua caliente”.

Era más difícil, mucho más, copiar del wincofon porque no te dejaban correr la pua hacia atrás para que el disco no se rayara. Que me pasó, me pasó. Me tuvieron lejos del aparato por un buen tiempo.

La otra era copiar de la radio. Un arte, ponerle el stop justito antes de que empezara la voz del locutor para cagarte la fruta con un anuncio. El virtuosismo no era lo nuestro, alcanzaba con escuchar.

La mayoría de los que nos criamos tarareando folclore o tango, lo hicimos por la sencilla razón de que no había otra. No había una militancia ni una industria de la cultura musical para niños. Ni siquiera en la escuela. Y aunque María Elena y Leda estaban ahí, prendidas al corazón, mi sempiterna maestra de música, la señorita Josefina -una mujer muy bajita y muy tímida- nos hacía ensayar las canciones patrias una y otra vez hasta el punto de que llegaras a detestar a San Martín, al Sargento Cabral y a Alfonsina. Punto. Era rarísimo que te compraran un disco solo para vos. Yo, privilegiada, tuve -y eso de muy chica- el disco amarillo de Pipo, las Ardillitas y Bárbara y Dick.

Rafaella Carrá, Sesto, Iglesias, Nino Bravo, los Olimareños, Figeroa Reyes, Gardel, Goyeneche, Cafrune, la Negra, el Varón, eran la música de todos. Sencillamente, no teníamos edad, como Gigliola Cinquetti, para tener discos propios. Escuchabas lo que escuchaban los grandes; heredabas letra y música.

Los oídos de mi infancia se cocinaron en la olla adobada por la voz de mi madre. Ay, Perales. Una no entendía por qué la vieja lloraba de ese modo. Detenía lo que estaba haciendo. Se quedaba con la mirada clavada en algún lugar de la pared del reloj pero como si no hubiera reloj. Paraba de cocinar, se amuraba de espaldas a la mesada de la cocina y con el borde del delantal (“¿Y cómo es él / En qué lugar se enamoró de ti / De dónde es? / A qué dedica el tiempo libre), se limpiaba una lágrima y se corregía el rimmel. Pregúntale por qué.

Levantabas la vista de los deberes y eras testigo de las garras misteriosas de la canción. Por alguna razón, el instinto o el pudor te indicaban que no hacía falta copiar las letra de esas canciones; las aprendías por repetición, como un mantra, y las cantabas al voleo nomás, pegadizas y desgarradoras, con suficiente información para un futuro garantizado de análisis lacaniano y constelaciones familiares.

Este fin de semana, después de postergaciones y excusas de índole inimaginable para un niño, cumplo con mi promesa de ayudarlo a armar su propia carpeta de canciones. La hacemos a la antigua, una por una, escuchando, eligiendo, pero con la facilidad y la velocidad de los nuevos tiempos: google, youtube, música.com e impresora láser. Cuando terminamos con los Beatles, me pide que le busque unas de Mateo y Notevagustar, del Cuarteto, de Charly, de Maia, de Fabi, de los Redondos y Divididos, de León y del Flaco. Y la del mundo que le falta un tornillo y esa zamba que tenés en el celular, también, imprimimelás todas, que un día las voy a querer cantar”.

Domingo. Ya estoy con la mitad de la masa neuronal en los dilemas del laburo que me espera en unas horas. Todavía resta la faena de hacer la mochila, sacarle punta a los lápices, firmar el cuaderno, armar el bolso de deporte, el de piscina y la merienda. Y el baño y lavarse los dientes y leer al menos un capítulo. Otra vez se me hizo tarde, me cacho.

Bajamos la escalera a los tumbos, medio bailando, moviendo el culo -Cleo cleo patra la reina del Nilo, Cleo cleo patra, la reina del twist-, locos de felicidad y muertos de hambre.

Termino descongelando la milanesa que sana y salva, y cortando una ensalada fresca de lechuga y cebolla. Me abro una botellita de cerveza mientras controlo la sartén. No hablamos. Dice la música.

La laptop en la mesada, Beatles a todo dar. Absorto, hojea sus letras recién cosechadas. Las lee con el asombro inmortal de las primeras veces.  Pone un título, organiza las páginas como le parece, busca otra canción en la playlist, anota alguna cosa que no llego a ver en el margen de Help.

Una nueva carpeta de canciones empieza a respirar. A pesar de los años y la aparatotecnia, la historia, milagrosamente, se repite: la cocina, la canción, la herencia de la música casera. 

Agarro mi Pilsen, tomo del pico. Como mi vieja, pero sin reloj y sin Perales, me amuro de espaldas a la mesada y tarareo con él: “Es-con-de-me en tu memoria, quiero vivir, quiero vivir”

Y cierro los ojos. Sigo copiando canciones en un cuaderno invisible que tengo adentro. Escucho crecer a mi hijo.