5.8.12

Diario de un avatar VII


Abajo en el valle, el pastizal se mecía como una cabellera. Un lunar avanzaba lento, dibujando un surco hasta convertirse en un ser humano, tal vez un pastor.

Entrecerró la mirada rapaz: sin duda era ella. Aunque al principio le había parecido un pastor, eran los ojos y la mente de águila los equivocados. El corazón de caballo supo quién era aún antes de que se acercara lo suficiente para reconocer su perfil.

Bradamante llegó a pie. «Al menos, no me ha cambiado por otro», se alegró por dentro el hipogrifo. 

Llevaba un cayado en la mano, por eso le pareció un pastor ¿Dónde se ha visto una guerrera apoyada en un bastón? ¿No había recuperado su espada acaso? Pero no parecía herida. Solamente lo usaba para avanzar. Caminaba erguida pero con el paso aletargado y un cansancio infinito, como si cargara sobre los hombros una piedra invisible demasiado pesada hasta para una amazona.

Desapareció un momento de su campo visual; todavía tenía que escalar un poco para llegar a la cima del peñasco.  Se preparó. Se sacudió el lomo, bajó los ojos. Hizo como que picoteaba el pasto entre las piedras buscando un gusano.  No quería que ella lo descubriera alerta y se diera cuenta de que la había estado esperando todo el tiempo.

Había pasado madrugadas enteras en la cima del otero hurgando su presencia entre las sombras.  Durante cuatro lunas y sus fases, mirando el valle negro hasta perder el conocimiento, olfateando a la distancia cada ser vivo hasta cerciorarse de que no se trataba de ella. 

La vio caer al vacío una y mil veces, pero jamás dudó de que hubiera sobrevivido ni que algún día se volverían a encontrar. A veces se despertaba sobresaltado, creyendo reconocer su llegada en cada alteración nocturna,  el blando  roce de las patas de un zorro en la tierra húmeda, el crujido de la lengua de los ratones, el trino de los pájaros hundidos en los álamos.

Bradamante emergió sobre las piedras, a contraluz del atardecer. Por el rabillo del ojo vio que se detenía un momento antes de saltar al refugio de arena entre las rocas. Algo tembló dentro de su pecho de caballo. La figura negra de la amazona se recortaba sobre el cielo anaranjado. 

Cuando sus sandalias tocaron el suelo, tiró el cayado con desprecio hacia un costado. Uno siempre detesta los objetos  que solo fueron útiles para sobrevivir las etapas aciagas. No solo dejan de tener significado sino que nos recuerdan la fragilidad de la que fuimos presas.

Sin mover un solo músculo del rostro Bradamante sonrió con los ojos. Chocó las palmas de las manos, a la vez para quitarse el polvo y para anunciar su llegada. El hipogrifo levantó la vista, sereno, mirándola con indiferencia y sin ferocidad, lo cual es algo casi imposible para la fisonomía de un águila.

-Y bien ¿cómo te las arreglaste sin mí? - preguntó con un dejo de ironía.

-Perfectamente -respondió él-, no he salido a volar seguido, es cierto, pero tampoco nadie ha intentado asesinarme por transportar a una obsesa en salvar damiselas raquíticas o pusilánimes caballeros encerrados en torres que ellos mismos erigieron.

Bradamante suspiró. No quería discutir, estaba más cansada de lo que jamás hubiese creído posible.

-¿Te apetece estirar un poco las alas?

El hipogrifo aguzó los pequeños ojos y dejó que la amazona se aferrara a las plumas de su cuello para montarlo de un salto.

Todo se veía más claro desde arriba, con la brisa en la cara y ella abrazada a su espalda.