22.9.12

Receta para cualquier domingo

Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Miguel Hernández


Por más ingenuas que parezcan, las cebollas no son hortalizas fáciles. Se ofrecen como esas campesinas virginales -ceden a una caricia y se dejan quitar una o dos capas de pollera-  pero no es tan sencillo conquistar su mayor virtud.
Me acerco a la canasta debajo de la ventana y tomo, de todas, una. Me gana el malhumor al verificar en el vaho, la implacable evidencia de que –pasa con las personas y con las cebollas- otra vez compré un kilo de lindas por fuera y buenas para nada por dentro.
Apoyo el bulbo en el patíbulo; no está podrida pero ya no tiene la turgencia de un vegetal joven.  La miro con desidia como a esas mosquitas muertas. Una vez más no me equivoco al presumir que el tajo de acero dejará a la vista el centro verde rodeado por una virola marrón que indica el paso prostibulario y obsceno por el frigorífico.
Lo mismo sucede con la siguiente, más grande, y con otra, mediana y engañosa hasta la médula.  No llego a embocar esta última arrojada con desprecio al tacho de basura. El hedor ácido queda suspendido en el aire y los ojos se me nublan.
Un rencor irracional me gana cuando las cebollas parecen lo que no son. Antes no me pasaban estas desgracias.  Tenía un trabajo en el cual flotaba más o menos libremente a lo largo del tiempo; cumplía sí, un tiempo riguroso, de entrega casi siempre desmesurada porque no puedo con mi genio, pero era la dueña del reloj.  Podía trabajar hasta la madrugada pero me organizaba para ir los viernes al puesto de Leo, arrancaba una bolsa y procedía a tomarme el tiempo para elegir las frutas, las lechugas, las cebollas. 
Extraño ese instante de escudriñarlas, ponerlas debajo de la nariz y dejar que la memoria olfativa arroje su anzuelo hacia el pasado. Tal vez volvería a pescar la imagen de una anciana cosiendo a la luz de un farol de querosene; la radio de onda corta zumbando en un idioma incógnito y, a su lado, la niña, con los pies descalzos que cuelgan, el lazo rojo casi a punto de descolgarse de la trenza de todo el día, devorando cebollas con crema y pan y mirándose en el trozo triangular de un espejo roto que siempre está sobre la mesa.
A las cebollas, las elijo medianas, de piel oscura y firmes al tacto. Sin brote. Las buenas cebollas, cerradas en su casco marrón, no tienen más que un desganado y lejano aroma a polvo y a granero cerrado.  Al alzarlas cerca de la nariz uno experimenta la frescura de la tierra fértil, la calidez humilde de cualquier atardecer, la promesa de un pan ardido en la lumbre. Una buena cebolla despierta el deseo suave de la manteca y el crepitar del aceite esperando por ella en la sartén.
Las cebollas viejas, en cambio, aunque no se vean mal, tienen urgencia por ser descubiertas y emanan el efluvio amargo del tiempo que se les acaba. Sus capas fantasmales permanecen separadas unas de otras, la carne porosa como los huesos de las ancianas, el corazón hueco y reblandecido de las señoras presumidas.
Antes, como dije, solía elegirlas con esa dedicación que siempre es recompensada en la tabla de picar. Ahora no tengo tiempo para bobadas como elegir cebollas.  Tomo una bolsa de red completa en la que sé que habrá vírgenes mezcladas con zorras engañadoras, y me atengo a las consecuencias con una desilusión anticipada y esa indiferencia urbana hacia el propio despilfarro.
No obstante mi decepción, la cuarta que corto  -una cebollita alargada y de cutis liso y opaco- está simplemente apta para servir al apetito.
Corto con el cuchillo el brote de la cabeza, otro corte limpio en la base y otro más, longitudinal de lado a lado para sacar con los dedos la primer y segunda capa, junto con la tela que como una gasa las separa de las demás. La miro un instante, desnuda e inocente sobre la madera.  De los extremos sangra una leche astringente. No es una cebolla perfecta pero no la desecho, la doy por buena, y si no fuera porque se trata de un reflejo orgánico, diría que su entrega me emociona.
La parto al medio, la fileteo sin reproches, giro el punto cardinal y la vuelvo a cortar, ahora en finísimos cubos. 
El cuchillo danza feliz sobre la tabla. Una vez que la arroje sobre el aceite, ella y yo habremos olvidado que no era lo suficientemente fresca para una ensalada. 
Temblará en la sartén, regalando el aroma de una muerte servicial a la espera del ají y la carne que se suman. El ajo, totalitario, llegará al final, poderoso patrón de la última palabra, con la complicidad del laurel y el vino impune ahogando al proscenio en un silencio que apenas dura.
Los tomates, imbéciles e irreverentes, llegan en patota y se apropian de todos los aromas y los sabores. En la hornalla de al lado, el agua bulle eficaz y recibe los fideos.
La sal, la pimienta, el orégano. Nada conserva su cifra. Ningún ingrediente es lo que era después del fuego. Todo es pasado ante la inmanencia de la salsa.
Todo excepto el hambre, que evocará agradecido a aquella cebolla buena e imperfecta -la única posible- y solo durante el breve tiempo que tarde en desaparecer, también él, saciado bajo el manto de la siesta.



2 comentarios:

Eleuterio dijo...

Encantáronme las referencias al ajo y a los tomates. Son tal cual. El ajo puede ser prepotente, pero he conseguido ajos pre adolescentes que son suaves, cuyo tallo se puede comer y los dientes son blanditos. Su sabor es mucho más amable.

Y de la tragedia de los tomates insípidos no se ha escrito lo suficiente aún.

omar enletrasarte dijo...

me pareció interesante y entretenida su lectura
saludos