18.1.12

Diario de un avatar II

Los verdaderos relatos, los que realmente cuentan, se narran al tiempo y en el orden de quien ha sobrevivido a ellos, no de quien los escucha.





Tiempo antes de conocer al hipogrifo, después de ser expulsada de su hogar, Bradamante caminó durante varios días. Una nueva sensación se instalaba en su organismo: la inquietante y novedosa ausencia de reglas. Cuando el cuerpo y la mente abandonan los mandatos de la familia, las obligaciones aparentemente naturales de la crianza, el cuerpo, primero, siente un vacío absoluto parecido a la orfandad. Bradamante caminaba como un caracol, cuesta abajo, llevada por la inercia haragana del destino, llevando su casa adherida a la piel y nada más.

Eligió el camino del océano; el ritmo de las olas y la profundidad del horizonte la instruyeron en la medida de su propia variable condición y lo insondable de su ser. El añil y el gris plomizo del mar, el púrpura inflamado y el oro del amanecer, le enseñaron la variedad de tonos de su alma. El silencio hizo el resto.  Cuando no se tiene con quien hablar, uno empieza a dialogar consigo mismo.
De alguna manera, el tener el mar a su diestra, sus blandas arenas y sus graves acantilados, la hacían sentir orientada. El mar fue un gran compañero de ruta; un dios tutor de la deidad  que nacía en su oscuridad interior.  «Si el mar acaba en alguna parte -pensaba Bradamante-  también yo voy a llegar algún día. Si el mar no acaba, no hay forma de llegar a ninguna parte».

Su primer viaje tuvo más lunas que soles. Prefería la soledad de la noche. Andar a la luz del día, recorrer puertos, plazas y mercados, hacerse ver, la obligaría a detenerse. Conocer a alguien más, darse a conocer; un escalofrío la atravesaba de solo pensarlo. En lo profundo de su alma sentía que no deseaba cruzar la barrera hacia los demás. No era una niña pero tampoco una mujer; apenas tenía una historia  y no podía demostrar con la experiencia nada de lo que pudiera expresar. No tenía más para mostrar que  su apariencia: una mujer sola y joven, de una belleza taciturna y alejada, frágil, al menos hasta verse obligada a demostrar lo contrario; asunto que representaba en sí mismo una complicación.

De día, elegía el recodo acolchado de algún árbol del bosque o la playa  o el callejón desierto de un pueblo para descansar. La mayor parte del viaje lo hizo sin pensar en nada más que eso: caminar, alimentarse, ocultarse, dormir.
Si tenía hambre comía de la tierra; si pasaba por uno de los tantos pueblos de pescadores se ofrecía para limpiar el establo o la atalaya de la faena;  limpiaba las tripas de los peces al pie de una chalana o ayudaba en la cosecha de manzanas de una granja familiar, lejos del litoral.

Si se encontraba en la situación obligada de socializar para sobrevivir, trataba de conseguir algo más que el mero pan con chicharrón o la cazuela de alubias. Unas monedas, un morral, un saco de sal, unas sandalias.

Una viuda a la cual ayudó a reparar el techo del cobertizo quebrado por un nogal derribado por una tormenta, le pagó con dos pantalones y una camisa de su difunto marido. En otro pueblo, un herrero al cual le negó sus favores más inmediatos pero con quien pasó varios días lustrando el acero de las azadas recién forjadas, le pagó con un cuchillo.

Era una daga filosa como un demonio, labrada con una hendidura en el medio para acelerar el sangrado. Dormía en un estuche de cuero negro. Bradamante no descansó la primera noche que la tuvo en su alforja. La recibió a la vez con sorpresa y familiaridad, a sabiendas de que se la había ganado pero sin estar segura del todo de si era la daga la poseída o era ella la sumisa posesión de aquel arma experta y callada.

Cuando el herrero, que no era malo pero era hombre, la vio alejarse del portal otra vez hacia el camino del bosque, le gritó: Algún día vendrá a ti una espada, un acero que tenga grabado tu nombre; no importa si se ve o no, solo importa que tú sepas que solo tu nombre puede estar destinado a ese filo.


Antes de internarse en la espesura, Bradamante escuchó una vez más la lejana y débil voz del hombre con una última advertencia en la que no creyó necesario reflexionar por creerla, en parte, fruto del despecho inicial: “¡Cuidado con la ciudad!”, le dijo. El herrero no era bueno, pero era un hombre.

Fue necesaria la absoluta soledad de los días que siguen a otros días para que Bradamante descubriera el valor de algunas cosas que llenaran el vacío de lo que su vida había sido hasta entonces. La soledad es una gran maestra. Cruel y bondadosa a la vez.
A la sabrosa e inocente recolección de raíces y frutas silvestres durante jornadas enteras, le siguió  el desagrado de ingerir la naturaleza fresca, y fría y cruda. Siempre fresca, siempre fría, siempre cruda.

Siempre, esa palabra cuya analogía es nunca. Recién en ese escalón negado de su existencia sintió surgir el llamado de la muerte indispensable.

Ese día, en un claro caluroso rodeado de frambuesas, manzanos cargados de frutas crocantes y prados tapizados de arándanos, logró calcular la medida entre el inmenso hambre que tenía y la aversión a quitarle la vida a otro ser. Inventó del hambre el sentido de la palabra muerte. Experimentó por primera vez la potestad de darle un destino al cuchillo, la vileza de agazaparse y esperar, el valor de estrangular, mirando de frente a los ojos honestos de la presa.  Esa fue la primera pero no la única vez que sintió la pequeña vanagloria de matar un conejo y despellejarlo. La crueldad es noble y es un derecho cuando nace de la inocencia.
En el vacío que antes había ocupado la infancia empezó a surgir la mujer; del hueco vacante de las costumbres y los ritos familiares, emergió la eremita y la cazadora; con los maderos de su propia intemperie se construyó un refugio.

Recorrió varios pueblos, sus gentes y sus lugares. La mayor parte de las veces, trataba de no dejarse ver. Precisaba estar alerta, pero no lo sabía. Si se ocultaba de las miradas curiosas de los vecinos no era por precaución o por miedo, sino por cierta fobia de ser nombrada en boca de otro; ella, que aún no había forjado su nombre en ninguna espada.

Para poder vivir, comerciaba con lo que tenía: un metro setenta de cuerpo y espíritu dispuesto a todo y preparado para nada. O casi nada. Sabía caminar, sabía hacer fuego y sabía cazar.  Sabía limpiar, callar y desaparecer. Pasaba por un pueblo y pedía comida en la primer casa o posada, con la mansedumbre y la dignidad de quien jamás le negaría la mitad de su pan a otro. Sin embargo, la vida era más empinada y más cruel que la corteza del roble en el que había crecido. Y la caída, más dolorosa.


En la ciudad, la mujer que no es madre o esposa o monja, es puta. Puede que no lo sepa al nacer, pero tarde o temprano alguien se lo hará saber.

Bradamante estaba alegremente agotada ese atardecer. Ya de lejos vio balancearse el cartel de la taberna en cuya madera ya no se distinguía el nombre pero sí el burdo grabado de un cordero.  Entró a la taberna con el último rayo de sol; su sombra, tan larga, se posó sobre la cabeza inclinada de un ebrio en la última mesa. Se hizo un instante de atento silencio en el momento en que atravesó el umbral. Se sentó sin mirar, en un lugar apartado e hizo un gesto con la cabeza hacia la barra. La posadera se acercó sin apuro y con una media sonrisa. Era una mujer de caderas generosas y con piel de un brillo sebáceo y verdoso, sin edad; se acercó con las manos en la cintura y le dedicó una mirada impúdica y meticulosa, como si estuviera tasando el precio de una res.
Le preguntó si quería trabajar. Bradamante se interesó: “¿Y qué puedo hacer?”. Inclinándose hacia atrás, la risotada de la mujer sonó como una campana de llamada para los clientes alrededor. Todos entendieron, solo algunos apoyaron la moción con el gesto. Con un dedo amable y firme, Bradamante apartó de sus senos la caricia cubierta de pulseras baratas de la posadera. Antes de retirarla del todo, la mano de la mujer dibujó un espiral en la piel de su escote;  garabato invisible que ella siguió sintiendo durante un rato todavía, como una marca fantasma.

“Si no hay trabajo que pueda hacer, al menos habrá una cerveza y un pan con grasa; eso puedo pagarlo”, dijo sin sonreír y sin dudar.

Después de comer y beber, un sopor y un cansancio impostergable le cayeron encima como un yunque. Dejó sobre la mesa las tres monedas y salió al fresco de la calle, unos pocos metros cerca de la entrada, se sentó sobre un umbral de piedra. Se sentía tan cansada que cualquier lugar era bueno. Escondió la cabeza entre los brazos y rodó cuesta abajo en un sueño profundo y ciego, cuyo último pensamiento fue la haragana pregunta de cómo haría para huir de allí antes del amanecer. No soñó con su casa ni con su cama; se encaramó como un gato al firme sostén del roble, colgada y leve, abrazada en sueños a un ser inexistente pero cierto.
La mano de un hombre que le aferraba las piernas, otro que la inmovilizaba rodeando su pecho con todo un brazo,  una garra obscena en la entrepierna y uno más, con su flamante cuchillo en la garganta, la despertaron de golpe.

Era la vida real. Luchó como pudo contra ella y, al final, solo pensó en los tonos y lo profundo del mar. No supo si fue su mano la que arrebató la daga o fue la empuñadura de metal labrado la que al fin encontró su mano. Sin poder evitar nada de lo horrible del destino, salvó su vida. Dos de los atacantes se perdieron en el callejón desierto. El hombre que la sostenía por detrás, quedó tendido debajo de ella con el cuello rasgado y una expresión eternamente sorprendida. La sangre del extraño le cubría los hombros como un manto real.


Así que eso era, finalmente, aquello de lo que tanto había oído hablar. Un tesoro codiciado que se alojaba en medio de sus piernas. Así que solo era eso. No era tan importante. Lo hubiera entregado de buen ánimo a cambio de una mirada amable, un trago y una buena historia o una canción que la hiciese reír. «Qué placer puede haber en hurtar algo que podrías conquistar?»
De repente, los ojos rojos del conejo degollado entre sus manos se le aparecieron como un consuelo, una explicación y un espejo. Se sintió tonta y vulnerable. Los odiosos pájaros del amanecer empezaban a chillar.
Corrió a tientas; ebria de asco y cubierta de mugre y sudor, calle abajo, hacia el mar. Se dejó caer de espaldas en la orilla. Las olas leves y heladas se llevaban gradualmente la sangre.  No toda era la del hombre que había matado.
La sal que la penetraba y la ungía por dentro le producía infinito dolor en la piel rasgada.  Así, echada boca arriba en la palma del océano comprendió que lo que duele, a veces también cura.  La primer parte del viaje había terminado.