7.7.13

El enlace


La conversación dura pocos minutos.
Es domingo, mediatarde. Ambos esperamos junto a la caja para pagar y huir del restorán que es un infierno de gente queriendo salir y esperando por entrar. 

Un rato antes, desde mi mesa, me había llamado la atención la pinta aristocrática y distante de aquel hombre mayor, a la cabecera de la gran mesa, con mirada de príncipe distante y abrumado.

Él empieza. No sé qué ve en mí que lo anima a sincerarse. Tampoco sé por qué lo que me cuenta se me clava como una espina que no se quita, la semilla de una fruta atravesada en la garganta; como si me hubieran dado un papelito doblado con un mensaje invisible, encriptado, que no sé a quién debo entregar ni por qué.

-Yo soy del inframundo, soy el enlace.

Eso fue lo que dijo, y agregó: -Si usted supiera, pensaría que soy una porquería, un monstruo.

Le pregunto qué cosa puede ser tan grave, pero no me contesta. 

De repente su aspecto se vuelve frágil, como el de alguien que está a punto de desvanecerse y tiene urgencia por transmitir algo antes. Me extiende la mano pidiendo la mía y se la lleva a medio camino entre ambos. Caigo en la cuenta de que somos dos completos desconocidos, con medio siglo de diferencia, presos de las miradas de la familia que observa con inquietud, algunos desde la puerta y otros desde la mesa ya desvestida.

Debe haber sido un hombre escandalosamente guapo de joven, un dandy. Algo de eso conserva todavía en el cabello ceniciento cortado al filo de la nuca, la polera negra de cachemire, envuelto en un abrigo negro también, de cuero y piel, diseñado para alguien más joven. Se encorva un poco como para esconderse en alguna parte y se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

-Hoy hace un año que Elena se fue; estuvimos casados cincuenta y dos.

La vista se le empaña otra vez. Repite la cifra mirándome no a los ojos, a un punto dentro de mí, más allá de mí.

-A Elena no le corría sangre por las venas, fuego tenía en las venas.

Cuenta que la conoció en un baile en San José; que el salón del club estaba decorado con faroles de papel y lamparitas de colores. Que servían refrescos, garnacha y grapa.

-En aquel entonces yo vendía panteones y ella era modista.

Lo dice como si fuera lo más normal del mundo, y yo lo escucho de la misma manera; hasta parece más animado transportado por su propia memoria a un lugar y un tiempo más dichosos.

-Estaba muy pintada, vea -me dice-, pero bien vestida, aunque llevaba una pollera dos talles menor que el que debía haber usado.

Jura que era la mujer más linda que había visto en su vida y que nunca más vio otra igual aunque hayan pasado los años.

-Fue la casualidad, ¿sabe? Por más que uno se mate buscando el amor o el bienestar, siempre es la casualidad la que nos trae las mejores y las peores cosas.

Me cuenta que su Elena había acompañado a una amiga a la que le iban a presentar a un candidato, cosa que finalmente parece que no sucedió y se quedaron las dos muchachas de florero; y que primero se ocupó de encontrar a alguien que sacara a la amiga de la escena; que la sacó a bailar «así, con el dedo», y que ella aceptó.

-Cuando la vi venir, me pareció que era una ilusión encima de una nube -dice.

Bailaron toda la noche, les dolían los pies pero no querían parar porque si lo hacían «seguro que la vida seguiría su curso, el encargado del club apagaría la música, la empleada empezaría a barrer las serpentinas y a descolgar aquel collar de luces».

Se acordarían siempre de aquella noche inicial e interminable de milongas, tangos y valses mezclados con canciones de moda de Elvis y Billy Holliday. 

Cuenta que a veces, «cuando nos quedamos solos»  -baja la vista, aprieta los labios, corrige el tiempo verbal que la muerte siempre descompone- volvían a enhebrar cada imagen de esa noche, compitiendo por recordar qué canción fue primero y cuál después, quién dijo qué cosa y qué contestó el otro.

-Bailar con ella era soñar despierto -dice.  

Los dos sonreímos ignorando a la persona, tal vez su hija, que lo urge a terminar la charla desde la puerta del restorán.

-Imagínese, yo no sabía cómo reaccionar, se me acababa el tiempo; hubiese querido casarme al otro día. Lo único que se me ocurrió decirle es "no se pinte tanto señorita, que usted no necesita, y enseguida le pregunté si la podía volver a ver".

Dio dos pasos lentos sin soltar mi mano, como apurando el relato y me contó que esa primera vez se despidieron bien pasada la medianoche, que ella le dijo en qué calles vivía y le dio a entender que no le molestaría que la visitara.

-Dos días después la fui a ver. Primero pasé, como se debe, por la vereda de enfrente y sin mirar.

Ella estaba, pero no sola. La reja de su casa estaba abierta, Elena salía seguida por un joven; se quedaron conversando, así que dobló la esquina y se ocultó de su vista.

-Traté de esconder el ramo de rosas y mantener la frente alta. El hermano no era -dice mirando el piso como si reviviera la amargura de aquel instante ínfimo sucedido hace medio siglo.

Se esforzó por no pasar demasiado rápido para que Elena pudiera verlo y -quién sabe- tal vez llamarlo, ni tampoco caminar muy torpe o lentamente para que, si ella decidía hacerlo sufrir con el desdén que corresponde a una dama, no se quedara con la idea de que tenía razón al ignorar a un tonto.

-Las flores no las quise tirar. Las entreveré en la corona de un muerto cualquiera, al día siguiente, cuando fui a levantar un pedido.Qué culpa tenían aquellas rosas.

En eso, regresa la hija al restorán, se acerca, lo reprende en voz baja. Es amable pero está visiblemente molesta con su padre y entiendo que también conmigo, y no sin cierta razón: el veterano y yo obstruimos el paso para todo el que quiera entrar o salir de la cocina o el baño del local. A nuestro lado se ha amontonado la gente que quiere pero no puede transitar y no se anima a interrumpir.

Él no se inmuta, me toma del codo y me guía hacia la salida.

-Pasé la mitad de mi vida con los muertos, pero nunca nada parece grave hasta que te toca

-¿Y la otra parte? -pregunto-. El contesta con liviandad: -La otra parte la paso leyendo todo lo que me llega a las manos.

Me cuenta que tuvieron cinco hijos, que prosperó, que son cuarenta y cinco en las fiestas.

-Lo que vino después se lo cuento un día, si la casualidad así lo quiere y nos volvemos a encontrar, lo cual sería un placer.

Antes de cruzar la puerta del brazo de su hija, se despide con una inclinación de otro tiempo y las mismas palabras cifradas:

-Yo soy el enlace; gracias, señorita, por escuchar.










22.3.13

Notas al margen de la hoja en blanco


A veces es necesario volver atrás, hasta la encrucijada. Recoger las migajas derramadas en el camino y regresar, lentamente, con la certeza de que retroceder es avanzar.
Quitar una a una las capas de la cebolla. Olvidarse de la punta del ovillo. Dejar de pensar en los ojos de los otros, cada cual con su paisaje en la retina. No pensar en absoluto. Olvidar la mirada soez, obsecuente, del rostro del mundo. Recordar los ojos ardientes del gato.
Y no tener más ambición que un animal, un inocente perro de la calle después de la lluvia, alegremente perdido, husmeando las veredas con más instinto que astucia. Buscar sin esperar. Alimentarse del hambre.
Hay que apagar una a una las luces, recorrer la casa en penumbras, acostumbrar el ojo a la oscuridad infinita del abismo. Confiar solamente en la temblorosa luz de un cirio.
Ante todo, hay que saber abandonar. Subir a la barca silenciosa y alejarse de la orilla.
Recuperar la fe en la locura. Volver a creer en la noche benéfica; quitarse el calzado y caminar sobre el asfalto hasta llegar al césped nocturno cubierto de rocío. Detenerse allí donde la intemperie nos ofrezca cobijo.

Nada hay más pesado que arrastrar el cuerpo sin vida de aquello que ya no somos. Lo remolcamos hasta que el peso nos rompe los huesos de la nuca. Mientras no hiede, no somos capaces de dejar atrás nuestro propio cadáver irredento.

Sálvate a ti misma, me dijo en un último intento por retenerme. Pero la mujer del otro lado del espejo no sabe que no existe.

Tres días es un tiempo razonable. Hay que resucitar a tiempo antes de morir.




30.1.13

Apuntes para las hadas



















Me levanto un momento para fumar arrumbada en el ventanuco sobre los techos de Kreuzberg. No hace mucho frío y las casas tienen calefacción del primer mundo. Me llevo la laptop y el chopito de tequila 1800  que descubrí escondido en el mueble detrás de los fideos.

Trato de escribir pero no hay caso. Dejo el teclado y tomo el cuaderno negro. Las frases parecen ganchos indescifrables.

Lo segundo que se muere cuando se muere alguien amado, son las palabras. Los tiempos verbales aparecen, de pronto, arbitrariamente descalificados.
Es, era, fue, será. Todo entreverado. La muerte no admite el relato en tanto es el fin del tiempo verbal que lo hacía posible.

En este hecho se comprueba que el pretérito, siempre es imperfecto, y el presente apenas un tiempo que se nos va de las manos como la arena de la playa.

Me sirvo un tequila. Onhe eins, pienso. Increíblemente, cumplo. La nieve, casi fosforescente, se ha depositado sobre las pesadas ramas de los árboles, sobre los coches y las bicicletas recostadas sobre las entradas, los tejados reflejan la luz de la luna y cada tanto un transeúnte atraviesa la madrugada a paso apurado.

A veces se escriben cuadernos enteros, varios tomos, invisibles e indelebles, sin usar una sola palabra.

***

Los niños son sabios y curativos. Cuando lo supo dijo tranquilamente: hay que plantar un sáuco porque es el árbol de las hadas y Katrin es un hada.

***


No le temo a la muerte. Curiosamente compruebo, que la gente que más miedo tiene de morir es la que más miedo de vivir tiene.

No le tengo miedo. Me enoja. Me humilla. Me hace sentir estúpida e impotente, como si algunos se estuvieran burlando de algo alrededor tuyo, y vos te reís también y al rato te das cuenta de que sos el chiste. Obstinación de gallito ciego pegándole al vacío con el palo de escoba.

Vos respirabas un tiempo que, a su modo, era eterno. La mayoría de las elecciones de tu vida fueron tomadas con la absurda e inevitable certeza de que la vida es para siempre, entonces, vale la pena dedicarle todo el tiempo del mundo a las pequeñas cosas.

Tengo tanto que aprender.

Vengo tratando de ejercitar el viejo instinto de la oración, que al contrario de lo que se supone, es hacer silencio para escuchar.  Si lo logro, si logro callarlo todo, tal vez  escuche un día cómo hacer para agradecer el haber vivido parte de la eternidad a tu lado.

***

Los conocí a los dos el mismo día. Pero esa noche yo no tenía ojos más que para un hombre en el club Almagro, noche de tango, de luces cansinas y mujeres vestidas de negro y rojo. “Cuidado con ese hombre”, me dijo en la barra, ya después de un par de tragos y solidaridad de género. Tenía razón. Era para cuidarse. Me casé con él.

Pensábamos envejecer juntos. No es un reproche. Bueno, un poco sí. Ibamos a construir otra casa sobre pilotes en el bosque encantado. Ibamos a criar canas rodeados del viento en los eucaliptus, y las olas rompiendo en la orilla del sueño.

El plan no era complejo; dos cabañas: el que ronca duerme solo (“ya sabes quién”), “habría que trasladar las bibliotecas”, “tener un auto no es necesario”, “es indispensable un auto”, “una bicicleta, seguro” “un seguro de salud y un combo de jubilaciones decentes para comprar vino bueno y los libros, los medicamentos de la edad, mantener la banda ancha". El ejercicio de caminata ida y vuelta a Piriápolis es sin costo. Yo paso, dije. Fui apoyada también en mis objeciones de urbanismo libertario: mal que les pese, haría frecuentes excursiones a Montevideo y Buenos Aires.  Mucho aire puro termina por malhumorarme.

Nada podía fallar. Qué absurdas somos las personas. Todo puede fallar.

***

Aquel sábado, después de un viaje interminable en la agonizante Iberia, llegamos a Berlin con el pequeño Jedi. El cielo, primero rosado, empezó a tornarse saturado de un blanco lechoso como si estuviera por reventar. 

Recordé a mi vieja y sus descripciones del cielo de Zagreb antes de la nevada. Tal cual.

Dormí más de doce horas. Cuando abrí loso ojos, sobre la ventana del tejado los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Berlin. Efectivamente, como decía Tonka, los copos no caen, oscilan, van haciendo maniobritas en el aire antes de posarse en donde les toque. Un poco como nosotros. Hay que ser muy tonto para ver un solo copo. Lo que vale es la nevada. No pude dejar de pensar en que es la versión europea del mar de fueguitos. Mar de copitos. Kreuzberg nevado es una de las cosas más bellas que uno tiene la suerte de ver en la vida.

Estabas tan presente en esa caminata blanca hasta el parque, con los chiquilines y los trineos. Pensé que dirías, con la acidez que te caracteriza –me niego aún al pretérito imperfecto-  que pronto se iría la nieve y vendría la llovizna, que todo lo convierte en lodo y piedritas. Tal cual, también.
Pensé en que tal vez mañana, cuando te llamara por Navidad, te contaría eso mismo.

Más vale hoy que nunca.

¿Quién nos quita la belleza de la nieve aunque dure un instante?

En eso nos parecemos. En mirar la eternidad de lo fugaz y el lado bueno de las cosas. Oteando el otro lado, pero ninguneándolo un poco para que, el que vale y es bello, dure más, aunque a veces ni siquiera exista.

Y en recurrir a lugares comunes para explicar las cosas.

***

La iglesia que ya no es iglesia se yergue bella y austera en el cruce de calles. Entro y salgo. Igual con la otra. Inútil buscar una iglesia en Berlin para llorar como la gente. Muchas de ellas se han convertido en bares y no quiero caminar más.

Volvemos de la caminata hablando del horrible barro helado que queda después de la nieve; vagaba en mi mente buscando una respuesta, cuando alguien me trajo por azar la referencia de un libro amado  y del cual hablamos largamente hace poco. 

Fue en octubre. Se perfilaba como una de esas largas noches de Jhonnie, pero habías llegado en el barco de las 7 y estábamos agotadas del laburo. Apenas podíamos mantener los ojos abiertos pero no queríamos renunciar a un rato más de charla y pusimos otro disco de Nina.

El clima nos daba permiso para estar afuera y fumar. Qué estás leyendo, siempre fue una forma de retomar el hilván de la conversación abandonada meses atrás. La amistad, cuando es genuina, remienda el tiempo con su aguja y continúa como si nunca se hubiera detenido el tejido de las cosas.

Yo había retomado la lectura de la Invención (nunca le agarraste el gusto a ninguno de los dos, a pesar de mis intenciones) y trataba de explicarte la trama, con ademanes y aspaveintos, en clave de Lost

Vos te atoraste de risa cuando se me ocurrió ilustrarte el asunto diciendo que el protagonista es un venezolano medio loco, medio genio, con cruza de Silvio Rodríguez y Ben Linus. 

“Chavez!” gritaste casi. Nos tapamos la boca con las manos para no despertar a los vecinos con las carcajadas.

Me llevó como media hora contarte la relación entre Linus y Morel, entre Kate, Faustine e Irene. 

Después discutimos acerca de si el amor es necesario para sobrevivir, si se puede amar algo que sabemos que no existe, si puede volver a existir por obra del amor, si la creencia es creadora, si la creación no es en realidad, mera cuestión de fe y la fe, apariencia.

No habías leído el libro ni visto la serie pero usabas la información que te había dado, en mi contra. De pronto estuve atrapada en mi propia isla inventada. Y era tarde y tenía que trabajar.

Tu paciencia para escuchar y reír con los amigos era parte de ese sentido tuyo del infinito y tu inteligencia no descansaría en la esgrima del debate ni siquiera al ver amanecer. 

Esgrimí que es relativamente sencillo destrozar a Bioy usando las razones opuestas para descalificar a Galeano. Pero estaba cantado nomás que esa no era mi noche. Me estabas despedazando. Servimos la última ronda. Fui a buscar dos piedras de hielo.

Cuando volví, jugando una última carta, me senté, tomé el libro y te pedí que escucharas:

“Ya no estoy muerto, estoy enamorado”.

Voilá. Abriste los ojos, inclinaste la cabeza, estiraste el brazo y tomaste el ejemplar con los ojos entornados del que acepta cada derrota como un reto a medida.

Nunca sabré si finalmente leíste el libro.

Si pudiera pedir una sola cosa, sería una noche más.

***

Como no podía escribir, con las hilachas del asombro de la palabra ausente, hice una lista minuciosa en el cuaderno negro de las cosas que no quiero olvidar. Como si enumerarlas pudieran retenerte de algún modo.  

Cosas triviales, los actos más insignificantes, como cortar un trozo de queso, hablar por celular, o el gesto de recogerte el cabello en una trenza gruesa.

No voy a escribirlas, no solo porque la lista es más interminable que la historia de Michael Ende; puedo resumirlas en una sola.

Lo primero que pensé cuando supe que habías muerto es es no voy a olvidar tus manos. Orgánicas, en movimiento, con la palma abierta para dar y recibir, pronta para agarrar las causas perdidas. Tus manos indispensables, las de pelear cada día, espada en alto, lado a lado junto a Bastián Baltasar Bux para salvar Fantasía y curar a la Emperatriz.

Si alguna vez olvido tus manos, significaría olvidar lo bello, lo bueno y lo justo que hay en este mundo. 

Tus manos sigilosas de dedos, medianos, sensatos en las dimensiones, las articulaciones como nudos de ramas jóvenes de cerezo. Las uñas translúcidas, escamas de un pez antiguo, ovaladas y lisas como la piel de la luna.

Tus manos que lavan los platos con parsimonia, que escriben con delicadeza y con furia, que levantan banderas de causas perdidas –cuáles si no-, manos que cambiaron pañales, que acunaron con amor, que cobijaron a las chicas, manos que les dieron un empujón cómplice de libertad cuando llegó la hora. Manos dispuestas a sembrar, a cosechar y repartir. A dejar partir. Tu mano en mi hombro. 

¿Cómo hacer para soltarte? Espero que tus manos me enseñen el inverosímil ejercicio de decirte adiós.

***
Pero las cosas son como son.

Tantas veces imprecamos sobre lo establecido. Llegabas con tu pequeña maleta desde alguna parte del mundo pronta para gastar la madrugada en charlas de nunca jamás. Uno de los clásicos era por qué no puede ser de otro modo.

Tantas veces en tantos años nos interrogamos, discutimos de política y de historia, apretamos los dientes frente a la injusticia, el dolor, la falta de esperanza de quienes están a la intemperie de la historia.

Yo no sé si lograremos entre lo muchos pocos que somos que algunos sean menos pobres, que otros sean menos ricos, que seamos todos más sencillos, menos egoístas y más felices; más buenos, más lúdicos y más niños.

Yo no sé si esta es la puerta o la ventana, si es el camino directo, el atajo o la encrucijada.

Yo no sé si lo lograremos porque es cierto que somos frágiles y porque ellos son los dueños de la pelota y son poderosos. 

Yo no sé si podremos. Pero no voy a despedirme del timbre de tu voz recordándome a diario que vale la pena intentarlo.