Y
aunque te estuvieras muriendo,
alguien más estaría muriendo,
a pesar de tu legítimo deseo
de morir un minuto con exclusividad.
Roberto Juarroz
El crepitar de la madera en la
estufa, un café y un mate a la vez, el disco que ya estaba, play again, las
velas diurnas y las flores amarillas. Mundo perfecto.
El acto inercial de repasar las noticias, pasando una portada tras otra,
pinchando algo y leyendo transversal, evitando los editoriales como charcos
después de la lluvia. Nacionales, lo de siempre: penillanura levemente
ondulada, descripción que excede largamente la orogénesis. Compruebo mi cosecha
de titulares de ayer y la reenvío a quien corresponde; me guardo una crónica
implacable de Urwicks sobre trata que ya me hizo llorar la primera vez.
Y el mundo. Las pupilas no descansan. En el tuiter, las imágenes de las bombas
cayendo en la noche de Ankara ya casi han pasado, un hombre frente a un tanque;
me recuerda a Tiananmén pero es Estambul y es justamente lo que dice el
epígrafe; Erdogan hablando a través de facetime, @pictoline que narra en
imágenes la historia del periodista que sobrevivió al terror de Niza, el NY
Times y un Aftermath of Terror on a Scenic Waterfront, view the slideshow now, 1 of 10; un hombre detenido en
San Diego tras asesinar a media docena de homeless, @Trendinalia que arroja
#NoalTerrorismo #Nizza #RogueOne #Turkey #FindingDory, con fecha de
vencimiento de veinticuatro horas; y cientos de posteos sobre las protestas
porteñas por los aumentos y ni una palabra en los diarios del impresentable;
siempre algo de Maradona, Messi o Suárez, y los 40 años, los cinco Tarnopolsky, los
Palotinos, la figura del mártir, esa argamasa de héroe y de víctima.
Es mi trabajo. Entro y salgo del repaso matinal de los diarios. La muerte, los
políticos, la mentira, la desidia, la injusticia milenaria, el estéril voluntarismo, las frases rotas, la mutilación del presente, el futuro ciego.
Perdimos todas las batallas. No
hay justicia, ni redención, ni descanso.
No entiendo cómo llegué a pensar,
durante casi cinco décadas de existencia que era posible cambiar algo. Hubo
un tiempo en que llegué a creer, incluso, que escribir, que mi inclinación por
la literatura, era un insulto a la realidad, una burla al duelo del mundo. Una
frivolidad imperdonable, como quien derrama agua junto a un sediento. Juarroz me da la razón: “Y aunque
pudieras llegar a no hacer nada,
alguien
estaría muriendo, tratando en vano de juntar todos los
rincones, tratando en vano de no mirar fijo a la pared”.
¿Cómo llegué a pensar que
podríamos hacer algo; peor que eso, que yo podía hacer algo?
Culpa de la biografía. De los
cuentos que me quemaron el coco. Aunque seguro que no sólo yo sigue escuchando
a Tonka, desde su estatura de tres años "las bombas caían como semillas de
luz sobre Zagreb". Crecí tratando de imaginar qué se siente ser una niña
que duerme tibiamente entre las sábanas limpias y despierta de pronto, rodeada
de odio y estallido, obligada a dejar todo y cruzar el océano hacia Nunca
Jamás. ¿Puede Peter Pan sufrir por el dolor de la guerra y el exilio de
generaciones que le anteceden?
Por esos declives del zapping me
demoro en“El salto de un pez a
la tierra es más común de lo que se pensaba”.El artículo explica que algunos peces
desafían su modo de vida de manera extrema y saltan fuera del agua. El ignoto
autor del estudio, dice que el comportamiento anfibio ha evolucionado varias
veces y que se ha dado tanto en peces que viven en climas tropicales como en el
frío polar, que comen cosas distintas y viven en agua dulce o salada. Incluso
hay algunos peces que, al borde de la muerte, pueden pasar varias horas
saltando en la zona donde las olas salpican, o que permanecen encastrados en
las grietas de las rocas, administrando la respiración en esa olimpíada
evolutiva, esperando que suba otra vez la marea.
Pienso de repente que si hace
más de trescientos cincuenta millones de años la existencia de los peces torció
drásticamente la historia de la tierra iniciando el proceso de evolución de los
vertebrados hasta inventar al hombre, podría volver a suceder.
El artículo me infunde una
extraña sensación de que detrás cualquier derrota podría haber una nueva apuesta, sino en la humanidad, en la naturaleza.
Y ahí está, vuelve a suceder, el
Sísifo de la esperanza, la piedra del creer que puede mejorar.
Culpa de la fe. Ese estúpido don
no elegido, el grano de arena que la ostra marina* no puede escupir ni tragar, que no es alimento ni basura, y que transforma en perla, envolviéndola con su propio organismo
hasta la muerte, porque no le queda otra más que proteger ese grano de esperanza oculto, latente, valioso.
*Madera Verde / Mamerto Menapace
23.5.14
Amurados
Artículo publicado en Replicante, en agosto de 2011
En poco tiempo, millones de personas pegamos el salto desde
el mero mail y el chat a otras zonas más complejas
de la comunicación vía internet:
Facebook, Twitter y sucedáneos. La buena
noticia: podemos vincularnos con nuestros lejanos seres queridos, conocer otras
personas, intercambiar información
o encontrar entretenimiento. La mala: la
gran cantidad de tiempo que, de pronto, insume en nuestra vida y la
tangencialidad
y el carácter compulsivo que suele caracterizar el intercambio.
Esta nota trata de este espacio vincular nuevo que aún no comprendemos del
todo, de la adicción y las secuelas que este paradigma de relación social
imprime en nuestra vida.
“¿Cómo? ¿Todavía no estás en
Feisbuc?”.
La frase se la escuché a una de 60 dicha a otra de la misma generación, ambas
esperando a sus nietos en la puerta de una escuela.
No importa la clase social ni la edad, cada vez es más raro estar fuera de las
redes sociales.
Algunos usuarios se entusiasman con los beneficios de la comunicación
horizontal en pos de la divulgación de un emprendimiento, una convocatoria o un
negocio. Otros, en cambio, nos
regodeamos en el placer de tener con quién compartir música o viejas películas,
hallazgos de YouTube, esa bendita
caja de Pandora en la que siempre hay la esperanza de encontrar lo que creíamos
perdido en las brumas del olvido.
Muchos nos abandonamos al tsunami emocional de recuperar el vínculodiario con personas que estaban -ya no-
lejos en el espacio o el tiempo. Hay quienes se entusiasman participando de
campañas o ejercitando el músculo intelectual en debates de índole política o
cultural, o intercambian información o lecturas como figuritas de un preciado
álbum de historia personal. Están los fanáticos de la broma fácil, los
políticos que dicen buenos días desde el Twitter,
los que que desvisten o trasvisten su alma,
los que dictan cátedra, los del lenguaje críptico o hiperbólico, los que
navegan para pescar algún romance.
Como
es mucha la tela para cortar, es indispensable delimitar el retazo que nos
ocupa (la aclaración, por otra parte, podría aplicarse a cualquier tema en el
cual al pararnos en medio perdiéramos de vista los bordes). Por eso, aunque sea
de suma relevancia, no vamos a tratar aquí la democratización de la información
que facilitan las nuevas plataformas, ni lo revolucionario y masivo del
sistema (aunque lo verdaderamente
revolucionario, conservador o, sencillamente, estúpido, es el modo en que la
gente lo utiliza). Tampoco es tema de este ejercicio el retroceso o no del
periodismo clásico en pos de una mayor circulación horizontal de la información
ni la incertidumbre acerca de quién y por qué la produce.
Los párrafos que siguen son un hilván de fotografías recién reveladas y colgadas
de una cuerda. Postales enviadas durante una travesía a través de las redes
sociales, particularmente, en el territorio virtual del Facebook. Muchas de
ellas, si no todas, surgen de apuntes tomados durante semanas y meses -en un principio,
sin sistematicidad alguna- a partir de reflexiones y preguntas propias y de amigos, usuarios regularesoauto diagnosticados adictos al
Facebook.
Pero, ¿qué es lo adictivo? ¿Qué se pone en juego en el acto del intercambio personal
en internet? ¿Cuál es la calidad de las relaciones en esta nueva fábrica de
vínculos? ¿Cuál es el impacto de las redes sociales en nuestra vida cotidiana?
Partimos del supuesto de que las redes sociales llegan con un formato ideado
para dar (se) permiso, para conceder (se) deseos, para soplar la herida que a
nuestra existencia infringe el sablazo del estilo de vida contemporáneo en las
clases medias occidentales. Esto es, la imposición cultural e inamovible de una
estructura clásica de familia; la postergación de la realización personal en
pos de la supervivencia o el progreso; la rutina y el tedio que nos condena, a
la larga, al ayuno de vínculos significativos; el siempre latente pero paradójicamente
postergado apetito por la belleza.
Como
última advertencia vale aclarar una toma de posición: desde la invención de la
rueda hace seis milenios al contemporáneo “Me
Gusta” de Facebook, es un error pensar que una herramienta tecnológica
viene a instalar necesidades que antes no existían. En este trabajo se parte de la suposición de
que las redes sociales no inventan nada; que, en cambio, interpretan, son emergentes de una época y facilitan el
resurgimiento de formas de vincularnos con nosotros mismos y con los otros.
I–Un millón de amigos
¿Qué necesita cada uno para considerar a otro, un amigo? Alguien en un Murodijo, con razón, que la pregunta tiene tantas respuestas como personas la formulen.
En los vínculos virtuales el perfil de las identidades se conforma con apenas
algunas imágenes, un par de referencias biográficas y algunos comentarios. Mostramos
la punta del iceberg de nuestra forma de vivir y de ver el mundo. Esta configuraciónes suficiente para dejar
sentadas las bases de la afinidad e iniciar una relación. Habrá quien se rasgue
las vestiduras por tamaña frivolidad, pero resulta que la fórmula no es otra
que la aggiornada versión analógica del “¿trabajás
o estudiás?”, proferida tantas veces para hacer contacto en la oscuridad de un boliche o una fiesta, al
amparo de la madrugada.
Dejando de lado a los coleccionistas de contactos –todo un tema aparte que
refiere al asunto borgiano de los abominables espejos que como la cópula
multiplican el número de los hombres, es decir, del propio ego- la primer cuestión es que la red social, de pronto,
nos propone convivir con personas cuyo nombre y foto nos acostumbramos a ver al
pie de la pantalla y con los que cambiamos opiniones.
Amigos cercanos, lejanos, conocidos y desconocidos. Personas que por un
instante nos emocionan, nos enriquecen, nos hacen pensar o reír, nos provocan,
nos enfurecen por su estupidez o nos inspiran sueños eróticos. Sujetos con los
que llegamos a compartir la misma sensibilidad hacia la música, el arte o la
literatura, similar afinidad ideológica o una entrañable hermandad en el sentido
del humor.
La selección de algunos, en la incalculable paleta de gustos, marca las reglas
del juego. Invocando a Bourdieu[1]: por mis gustos me distingo y tengo un rol en el juego y por sus gustos sé para dónde patea el otro. El gusto es la vara sagrada que divide
las aguas. Buen gusto, mal gusto, gusto a poco, mucho gusto. Me gusta. He aquí el campo de batalla
del Facebook. Una cancha delimitada
por la intersección de los gustos y la complicidad. Lo interesante del deporte
depende de los declives, los baches y las proezas de cada atleta. El tamaño de
la apuesta depende del capital simbólico y emocional que cada uno ponga en
juego.
En Facebook se conforman guetos inofensivos, multitudes que observan, apretadas
rondas, círculos de distinción: “All in
all it's just another brick in the wall”. Y si alguien desentona demasiado,
lo quitamos de la vista en el Muro, o lo borramos sin culpa con un solo clic.
A diferencia de la vida real, no hace
falta mucho más para alejar a quienes consideramos o nos consideran imbéciles.
El gusto es el rifle sanitariodel
Facebook. Y disparar puede volverse un inesperado deporte cotidiano.
II.
(No) me gusta cuando callas
En la mayor red social del planeta, el Me Gusta inclusivo, elque habilita y distingue, tiene varias modalidades:aplicar un Me Gusta, comentar, compartir o “robar”
el post para el propio Muro, enviar un mensaje privado o dar un Toque, ese gran enigma semántico.
Es paradigmático, en cambio, el reclamo de muchos de los usuarios de la
plataforma ante la no tan sencilla posibilidad de distinguirse con un No me gusta excluyente. Si así fuera,
sería aburridísimo. Para expresar disgusto en el Facebook no alcanza con un
clic. Una manera usual de excluir al otro es ignorarlo sistemáticamente. Si es
un ser realmente despreciable o fastidioso, su Muro se convertirá muy pronto en
un páramo solitario de tristes mensajes a sí mismo.
Lo interesante es que, para expresar un No
me Gustainclusivo -sin duda el
más apetitoso del hambre de vínculos-, hay que trabajar, poner de uno mismo, pensar
y debatir, decir, al menos una pavada, un emoticón hecho de puntos y corchetes.
Recién entonces la plataforma le da al usuario la opción del dis-gusto.
Pero casi nadie usa el botón Ya no me
gusta. Hacerlo –lo cual no estaría nada mal- supondría que el sujeto se entregó
seriamente a un intercambio: escuchar, argumentar, volver a escuchar, hacer una
devolución, volver a escuchar y, al fin, si no hay consenso, disentir o
disgustarse: ya no me gusta. Pero la
profundidad en las discusiones no es algo, ni de lejos, característico de la
red social.
Por otra parte, los disparos de este juego no son otros que la munición gruesa
de las palabras, lo cual aumenta el riesgo de lesiones, heridas graves y
tarjetas rojas. La palabra escrita dista mucho de la diáfana oralidad, y los
malentendidos y disputas completamente inútiles son el alimento preferido del
monstruo que habita en el centro del Facebook. En esto, quienes dominamos un
poco más la herramienta escrita, tenemos una pequeñísima ventaja. El otro lado
de la moneda es que, confiados en ella, damos rienda suelta a la compulsividad
en el decir, el decir de más y el leer entre líneas discursos que muchas veces
no fueron dichos con la intención que creemos estar escuchando.
¿Qué estás pensando?, propone el
sistema. Las discusiones que se suceden
debajo de una barra de estado nunca son muy largas. ¿Podrían serlo, acaso? Los Muros
no están pensados con la dinámica de un Foro habilitado para construir un
sentido sobre los retazos de sentido de los demás y en el que es posible buscar
un tema, retroceder, retomarlo. (Curiosamente,
en Buenos Aires, y aproximadamente desde los ´80, cuando queremos decir que
alguien pretende ser lo que no es, decimos que hace face. Un book, por otra parte, es el nombre que se le da al catálogo con fines de venta de las top models. No solo, pero también por esa
asociación de ideas, el Facebook me resulta más parecido a un beauty contest que al brainstorming en el que pretendemos
transformarlo).
Algunos debates pueden ser intensos pero suelen ser tangenciales y, sobre todo,
fugaces. Si algo bueno pasó, lo hizo rápidamente. Los intercambios de ideas que
únicamente están atados a los Muros –y no a otros enlaces menos efímeros- son material
descartable. Lastimosamente, las más largas cadenas de comentarios suelen
rondar alrededor de los temas más irrelevantes. Ni más ni menos que como en la
vida misma.
No obstante, la gracia –en sus múltiples y hondos sentidos- del juego está menos en ese Me Gusta superficial anque bipolar, que
en el volcarme por lo que no conozco, por lo desigual. Lo que Me gusta pero me invita al intercambio.
Lo que No me gusta pero me hace ceder
a la tentación de rozar nuestras diferencias, de tocarnos y, a veces, sacarnos
chispas. Lo que me gusta es lo que me completa y no me sobra, dijo una amiga
en su Muro.
Y aunque esta funcionalidad no sea altamente adictiva y, mucho menos, mortal,
es también una dulce droga a la que nos gusta someternos en las redes sociales.
III. Todas las
voces todas
N.B., el amigo más real que tengo en la vida real me dijo, antes de convertirse
en adicto al Facebook, “es lo más
parecido a morirse e irse al infierno: tu pasado, tu presente y tu futuro están
vigentes al mismo tiempo ante tus ojos”.
La configuración de las redes sociales nos permiten ser coleccionistas de
personas. Tener, sin mayores problemas, la fantasía de pertenecer a un grupo
que supera el tiempo, la distancia, el grupo etario y social y otras variables
menos definitivas pero que se articulan de un modo diferente fuera de la red:
el estado civil, la orientación política, la profesión.
El roce con el otro puede ser insignificante. Hay siempre una presencia
latente, agazapada. A veces, en el silencio de la noche, cuando veo aparecer
tres, cinco, diez pequeños globos de diálogo rojos sobre el ícono de un mundito
azul, me siento un poco como Damiel, Cassiel o Rafaela sentados en la estatua
de la Siegessäule sobre Berlín escuchando
los pensamientos de la humanidad. Si se aguza el oído, se pueden oír los
devaneos de las personas en la soledad de sus hogares, en la soledad de unos
pasos sobre el empedrado, en la soledad del bus lleno de gente. Esas
conversaciones internas ven la luz por un instante, son ofrendas fugaces a
otros ángeles urbanos caídos, fantasmas taciturnos que también están solos,
suspendidos en esa franja del blanco y negro, separados de la manzana roja y
jugosa de la vida real.
En ese umbral confortable de ver sin ser visto, de escuchar sigilosamente y estar
no estando, a salvo, del lado inmaterial de los ángeles, está la adicción.
IV. El
caballero inexistente
En la novela homónima de la trilogía de
Calvino[2] hay un legionario que no existe pero cree que existe; la voz sale de
la armadura del caballero Agilulfo como de una gruta porque la armadura está vacía.
No obstante, Agilulfo es el primero en levantarse al amanecer y se dedica a
lustrar su armazón hasta que el brillo de su yelmo ciega al mismísimo sol. Es
el más valiente en la batalla. Jamás retrocede. Los principios que lo guían son
inquebrantables. Los demás lo siguen, lo admiran. Su condición es digna del
elogio -léase Me gusta- del mismísimo
Carlomagno. Pero, atención: su presencia es tan verosímil que casi llegamos a
olvidar que el hidalgo Agilulfo no existe, que se mantiene en pie gracias al acero
de su voluntad y la creencia de los otros.
La repetición minuciosa de las mismas cosas, los idénticos pequeños detalles de
su forma de ser y hacer las cosas, lo convencen de su presencia en el mundo. Por
eso –y solo por eso- Agilulfo no es un cretino. Es noble y leal. No miente:
cree en su existencia porque cree fervientemente en los protocolos que la
confirman.
A veces sucede que en las redes sociales,
la materia que forma al amigo, así
sea un desconocido o una compañera de escuela que no vemos hace dos décadas, está
formada por la armadura de los pocos datos que delinean su perfil, unos vagos
comentarios y un par de gustos.
El resto, la mayor parte de la sustancia de ese otro, suele convertirse en carne por obra y gracia de nuestras
proyecciones, nuestra fantasía y nuestra voluntad. Cuántos nos hemos preguntado
alguna vez como el Mario Levrero de La
Novela Luminosa echado en la cama junto a su amada: “¿este vínculo es cierto o lo
estoy imaginando todo?”. La duda no
es fortuita, porque necesito que ese otro
sea tal y como lo imagino. No importa que, efectivamente, lo sea porque la
tangencial relación con ese amigo o amiga no es real, no tiene impacto en mi
vida (¿no es real?, ¿no tiene impacto?). Eso queremos creer.
Cuando nos damos cuenta de que la huella de ese otro virtual deja una marca real en nuestra vida, pasan dos cosas: o
enloquecemos de euforia y ansiedad -como si nos diéramos cuenta de que vivimos
con un fantasma- o, paranoicos, empezamos a quitar amigos compulsivamente de la
lista hasta verificar que cada uno de los nombres tiene un sentido. Tal vez Facebook hubiera salvado a Levrero al
demostrarle que no estaba solo, que varios millones de personas viven
alimentando conexiones íntimas, invisibles, aparentemente ilusorias, de un alto
grado de espiritualidad.
En el Caballero Inexistente de Calvino hay al menos otro personaje que interesa
al zoológico de las redes sociales. Se trata de Gurdulú, escudero de Agilulfo;
un sujeto que sí existe pero que no sabe
que existe. Y como desconoce su propia existencia se identifica con todo
aquello que ve: cree que es una pera al ver rodar por el prado los frutos de un
peral, se cree rey al ver pasar revista a Carlomagno. Me recuerda a tantos de
nosotros, usuarios de las redes sociales, los seguidores de, los que no saben –hasta que lo descubren y ahí sucede
la magia- que tienen tanta existencia
para ofrecer.
¿Qué provoca más movimiento interior, el vacío o la plenitud? Los muros de Facebook están habitados por Agilulfos
y Gurdulús. Aunque muy pocos quisiéramos admitir que a veces, en la vida o en
la red, vivimos como armaduras vacías o no sabemos quiénes somos en realidad. La red social nos habilita y nos motiva a
completarnos unos a otros, a seguir y ser seguidos con devoción; a
rellenar, a veces, lo inexistente con la cabal materia de nuestra fantasía.
En el movimiento hacia lo que no soy y quiero ser, y lo que el otro no es y
quiero que sea, en esa maravillosa operación de supervivencia de la voluntad,
también está la adicción de las redes sociales.
V. La enamorada
del Muro
¿De qué sustancias químicas se componen los
deseos? ¿Cuál es el motor que lo pone en marcha y lo mantiene encendido? ¿Qué
hace que personas a las que no conocemos en absoluto excepto por una cantidad limitada
de caracteres, se vuelvan deseables?
El deseo, como el gusto o el apetito, no se teje de abstracciones ni
enunciados. El deseo es algo primitivo. Deleuze afirma que uno nunca desea a
una persona sino al paisaje que la envuelve. Uno desea el paisaje que ve
reflejado en la mirada ajena. Esa mirada está amueblada de pensamientos, de viejas
canciones, de palabras y de silencios que pueden ser tan densos como la corporeidad.
Pero no se trata de una naturaleza muerta. En el centro de ese paisaje está,
sobre todo, uno mismo, transformado e
incluido en la mirada del otro. El lente
miope de la cotidianeidad convierte a las personas que nos rodean, -amigos,
familia, pareja y a nosotros mismos- en personas sin paisaje. Nos volvemos
invisibles por el hechizo de la costumbre.
Así como un alcohólico no bebe porque desea la bebida ni un escritor escribe febril
porque desea la escritura, deseamos a una persona para crearnos un nuevo lugar
en el mundo, real o imaginario, una región distinta, una zona liberada.
Deseamos al otro por esa zona del nosotros hecha de planicies visibles e
iluminadas, pero mucho más lo deseamos por los sombríos socavones llenos de
presagios que ese nosotros supone. El valor de esa operación interior del deseo
en movimiento es incalculable y a veces no importa qué tan real sea el
destinatario. Lo que importa es el viaje a esa nueva geografía.
La recuperación del propio deseo es lo más adictivo de las redes sociales. Y,
hay que advertirlo, nadie con una cuenta en Facebook, libertad para elegir y
tiempo para robarle al día o la noche, está libre de una sobredosis.
VI. I want to believe
Desde el ´93, cada martes durante 8 años, el canal Fox ponía los X Files.
Éramos varios los acólitos del cínico y sufrido –infalible fórmula
seductora- agente Fox Mulder y. otros tantos. los que se ratoneaban con el
cerebro hiperdesarrollado de la astuta -y robusta, para qué negarlo- Dana
Scully. En la saga, los agentes enfrentan cantidad de casos de abducción,
misterios paranormales y experimentos del FBI.
Mulder y Scully se admiran mutuamente y son capaces de dar la vida el uno por
el otro, se cuidan, se aman en silencio, con ternura y haraganería. En cada
minuto de la serie se mantiene, tensa, la cuerda del erotismo. Cuando la fibra
amenaza con romperse y el auditorio está por colgarse del ventilador de techo
de los nervios, la agonía amorosa entre
Mulder y Scully se derrama, no en una buena cama con resortes como debe ser, sino
en el inmaculado lecho de la ironía:
Chris Carter, el dueño del kiosco de los
deseos insatisfechos y los aliens, lo sabía perfectamente. Aquello que mantenía
inamovible la columna de fieles no eran ni las conspiraciones de la CIA, ni la
telepatía, ni el cáncer negro, ni las clonaciones, ni los zombis, ni las
posesiones de vientres fertilizados por extraterrestres o los monstruos salidos
de los sumideros. No. Lo que nos tuvo en vilo durante más de 500 capítulos fue
la dulce y dolorosa tensión de ese único beso que Mulder y Scully no se daban.
Un beso siempre al borde del presentimiento, un beso perfecto instalado en el
por-venir.
Se dice que hasta hubieron manifestaciones de seguidores de los X Files -gente
prosaica sin sentido lúdico ni resto para la fantasía- frente a la casa de Carter.
Le exigían con todo y pancartas, que
hiciera algo acerca del maldito beso. El tipo, muy hábil, sabía que la serie y
sus finanzas dependían de ello y, en más de una oportunidad hizo trampa con
algunos memorables capítulos de besos
falsos: o Scully tenía un ataque de amnesia cósmica y olvidaba que él la
había besado, o Mulder no era él sino su clon, o todo había sido un sueño.
Besos de engaña pichanga. Foja cero. A la semana siguiente, los protagonistas
seguían arrastrando la nostalgia del amor no consumado y, mientras tanto, resolvían
algún que otro misterio. El recurso literario se usó muchas veces después de
los X Files, pero en su momento, el truco tuvo su costado novedoso.
¿Qué es más poderosa, la esperanza de un beso o el beso mismo? ¿Qué es más
cautivante, la certeza o el presentimiento? El poeta ebrio tiene su opinión
formada: no hay nostalgia peor que añorar
lo que nunca jamás sucedió.
Ahora, vuelva a leer todo lo anterior pero olvídese de los ovnis y mueva los
argumentos a las relaciones humanas de afinidad en las redes sociales. Ahí
descubrirá la naturaleza de la más deliciosa y perversa de todas las adicciones
del Facebook. VII. El planeta invisible
“No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una
sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella”, afirma Borges en su Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Allá
por el año 94, bauticé mi primer cuenta de mail con ese nombre: tlon, seguido de la arroba -que costaba
encontrar en el teclado- y signada por el nombre de un pequeño servidor casi
artesanal.
Hoy, la red social más grande del mundo es, cómo dudarlo, ese planeta en sí
mismo. Un mundo sin accidentes orográficos ni abismos. Un orbe redondo y rumoroso.
Hasta las instituciones, los ministerios, los organismos públicos o privados
están obligados a ponerse a la misma altura que todos los demás. Todos eligen,
nadie gobierna; excepto la deliciosa tiranía de la adicción. Los usuarios somos
una llama unida a otras, pocas o muchas sin vocación de fogata. El mar de fueguitos de Galeano, pero al
revés.
El Facebook es ese laberinto separado por muros y calles laterales, una
anarquía de Estadosindividuales,
un infinito planeta en donde cada uno es dueño de una porción de mapa, y en
donde los mapas solo sirven para perderse alegremente. Es una ciudad, una más,
la más colosal de las ciudades invisibles de Calvino, en donde cada uno posee
la partitura de una estrofa de esa gran canción de las tribus de Chatwin, la
letanía interminable y atonal del planeta.
¿Adónde
va todo ese universo de ideas, de filosofía barata, de estupideces, de amores y
rencores? ¿En qué fuego se cuece tanta carne puesta en el asador? ¿Cuál es el
servidor que contiene el alma y la vida de 500[3] millones de personas?
Somos nosotros y no una oficina de
Palo Alto los servidores de esta nuestra Matrix de pantalla plana. Somos los
anfitriones y los esclavos del fragmento de maravilla que nos toca, que nos
cambia en algo la vida, que nos quema por dentro, nos ilumina o nos quiebra.
Una de estas cosas, o todas a la vez.
Como en las redes sociales, las cosas en Tlön tienen también la inevitable
tendencia a desaparecer y a perder los
detalles cuando los habitantes de esa región las olvidan. Los Muros pasan en videoclip, los temas de inaplazable tratamiento son suplantados por otros, los pensamientos circulan veloces hacia ninguna parte. Es imposible
asirlos, se van como arena entre las manos. Y con ellos, se nos va la vida y el tiempo.
¿Tenemos el poder de elegir sobre nuestro retazo de maravilla? La decisión
oscila, pendular, entre la adicción del deseo pendiente o la piel del deseo. Es
nuestra la mano que pone leña al fuego y mantiene encendida esa pequeña llama
de belleza aun sabiendo que es efímera. Es nuestra la decisión de ser un
ladrillo más en la pared o saltar olímpicamente los muros. Las redes sociales pueden ser un techo estrellado para nuestro
desamparo -lo cual en sí es perfecto- o un simulador de lo que podemos ser y
hacer con nuestro mundo interior en la vida
real.
Podemos seguir escuchando los susurros por encima de todo, cerca de los seres
celestiales y la eternidad o elegir el camino de Damiel y dejar caer la
armadura que nos sostiene, solamente para sentir el crepitar de la manzana roja
y fresca en la boca. Nadie más que nosotros mismos tiene la soberanía de elegir
entre el romántico estertor de una carcasa vacía o el toque de un ángel amigo
con una sonrisa en 4D.
Los platos de la balanza se equilibran y en la palma de la mano están esos
gramos de plomo que la inclinan suavemente. No hay juicios sobre qué lado de la
vida elegir porque ambos son, a su manera, valiosos. Pero quisiera no olvidar
que tenemos el poder de hacer crecer una flor verdadera de una semilla
imaginaria.
En las redes sociales, como en el Tlön de Borges, el contrapeso que podríamos
poner para que la belleza y la amistad existan en toda su dimensión puede ser
ínfima, pero decisiva: “es clásico el
ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se
perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las
ruinas de un anfiteatro”.
Amurado / de Julio Sosa / Carlos Gardel
Ilustración: Los Muros de Jericó cayendo, de Gustavo Doré.
[1][1]
“La Distinción, Criterio y Bases Sociales del gusto”, Pierre Bourdieu, 1988, Edit. Taurus.
Era un terreno mediano hilvanado por un cerco de vides. Se extendía a la sombra de árboles antiguos y algunos frutales: un manzano elegante de frutas pequeñas y salvajes; un árbol de higos almibarados y ramas retorcidas.
Eva cargó la cesta de frutas y la calzó en el hueco de sus caderas de madre de muchos. Cruzó frente al hombre sin mirarlo, sonriendo por dentro.Le gustaba pasar así frente a él. Llevaba su cuerpo como un don, no como un arma. Caminaba como si no supiera que estaba desnuda.
El estaba echado bajo un cedro, aparentemente dormido; un nudo de carne en el nudo de las raíces.
Delante de los pasos de Eva el ocaso hizo desaparecer las sombras. Se acercó sigilosamente. Las plantas de sus pies silbaron sobre el césped.
El abrió los ojos aún antes de tenerla en su campo visual.El sexo oscuro de Eva desprendía un olor orgánico y fugaz al cual no sabía resistirse. Eva usaba ese poder sin culpa y sin crueldad.
Cuando le dio la espalda sintió el hilo viscoso en la entrepierna y el calor de sus ojos clavados como una flecha entre las nalgas. A poco de inclinarse de rodillas sobre el resquicio de piedra para dejar la canasta, lo tendría encima. Detuvo su aliento cuando sintió el de él en la nuca.
Se inclinó un poco más, se aferró a la piedra con una mano. Dejó que un brazo le apresara el vientre y el otro, los senos.Sintió su sexo entrando por detrás, como otras veces; se deslizaba suave como una delgada canoa sobre la superficie de un lago.
Eva se derramó antes. De la garganta un lamento ahogado y ronco desató una nube de golondrinas.
Después, quedaron uno junto al otro, cubiertos de sudor, esperando que la respiración regresara a su cauce. Muy de a poco también volvieron los grillos.
-Paraíso terrenal, pongámosle así a este lugar, dijo Eva y suspiró hondo.
-¿Y crees que a él le va a hacer gracia el nombre?
No terminaron la conversación. Se quedaron dormidos, llevados por el declive del placer y el sopor de la noche. Ninguno sintió la mordida. Ninguno, la baba fría de la serpiente atravesando la desnudez. Pasaron sin darse cuenta del sueño a la muerte.
Así los encontró Adán la mañana siguiente, cuando volvió de cazar cargado de animales muertos.