Una de las
primeras sorpresas de vivir en Montevideo fue el hecho de caminar muy
tranquilamente en cualquier momento y descubrir a Galeano y Benedetti meta
charla y café en el Bacacay. O en el
Brasilero, lugar donde uno podía encontrarlo los lunes. Es que acá todo está cerca. Lo más grande, al alcance de la mano. Por eso a veces es difícil distinguirlo, como es difícil verse uno mismo la punta de la nariz.
Tuve la
suerte de conocerlo personalmente gracias al agua. En 2004 le pedimos permiso
para cambiar las venas por canillas abiertas para el título del
libro, y cuando lo convocamos a presentarlo e ir a Brasil, Galeano nos ofreció su
apoyo generoso e inmediato a la campaña por el derecho público
al agua: “lo que quieran, yo voy adonde digan”.
Un día de
esos posteriores al festejo del plebiscito que ganaron los uruguayos, armamos
una cena porque estaba el Oscar Olivera de Cochabamba, y con Galeano se querían
conocer. Vino acompañado de esa extraordinaria tucumana a la que él le dedicó
la mayoría de sus libros y que le regaló su vigilia y sus sueños. Estaba Hillary también. Hablamos del fervor por Bolivia. Descubrimos que coincidomos ambos en el salar de Uyuni, durante el eclipse total de sol del ´94, en medio de esa nada blanca de horizonte cóncavo, sin planta ni pájaro. Le recordé el centenar de sikuris durante el oscurecimiento total por la mañana, treinta segundos de noche cerrada de repente, pasar del infierno del sol vertical al frío helado y negro en un paréntesis inverosímil, en ese campamento de artistas y locos donde el viento, que no chocaba con nada, no sonaba. Hasta la Nasa estaba, a lo lejos. Le dije que no lo había visto, qué raro. Entonces contó, como confesando, que la noche anterior, había pasado -como yo, como todos- bebiendo y cantando en los fuegos del desierto de sal fosforescente, pero que se había quedado charlando tanto tanto de la vida con Rigoberta Menchú, porque hacía una vida que no se veían, que siguieron de largo la la mona, cada uno en su carpa, y nunca vieron el eclipse.
Tino tenía
tres meses y algo; lo tuvo a upa un rato y se enredaron en una charla de balbuceos: “habla
igual que un diputado chino”. Le
conté que unos meses atrás, cuando me tocó preparar el bolso de nacer, arriba
de las batitas, de la toalla, el corpiño de lactancia, la vaselina y los pañales
XS, puse un libro suyo.
En el
silencio hospitalario, testigo de la primera noche milagrosa junto a mi hijo dormido
en su cunita transparente y el sueño exhausto del padre, abrí el libro y leí un
buen rato. Era el mismo libro que Eduardo había traído de regalo esa noche y
que gentilmente dedicó con chanchito y palabras que hoy volví a buscar.
Esa noche,
no sin bastante vergüenza, le conté que escribo y que hacía largo tiempo garabateaba
una especie de mamotreto acerca de la historia de cómo mi abuela había cruzado
el océano desde los Balcanes tras su esposo, siguiendo la pista de una carta equivocada.
Ahí el tipo
se interesó y sacó una libretita: “Ah, no, pará, ni pienses que te voy a contar
la historia para que transformes en un relato perfecto
de quince líneas lo que a mí me lleva media vida escribir de manera
regular”. Me dijo Helena que Galeano era un cazacuentos y que hacía bien.
No le dije
esa vez que empecé a leer Memoria del Fuego boca arriba en el campo de alfalfa
de Agronomía, con Almendra ladrando alrededor y que pasé toda esa noche sin
dormir, hundida en las geografías, las ilustraciones asombrosas y las historias
de esa América que empezaba a existir para mí. No le dije que al día siguiente yo
no era la misma. Después, vinieron otros, pero Galeano fue el primer cronista
que le contó a mi generación, la perdida, que hace rato que somos un nosotros, que hay un lugar propio desde el cual partir y
al cual volver, hecho de palabras, de historias, de ignominia, de muerte y de dignidad.
Galeano lo decía, Mercedes lo cantaba, dijo Gieco hoy.
No le dije
que un sábado en Buenos Aires, podía distinguirse de cualquier otro día por el
ritual de calentar el agua y cargar el mate y buscar el rincón soleado para
leer la contratapa del Página, sabiendo que ahí estaba, desafiando a los infames
con su palabra clara como el agua. Cuando
me vine, al principio, en Punta Carretas, si en una de esas extrañaba, mi
compañero me sorprendía más de un domingo de mañana con el Página del sábado, que se conseguía en el kiosko de tarde.
De tiempo
somos, empieza diciendo Bocas del Tiempo. Volví a buscar el libro en el estante,
casi diez años después del día que en que di a luz, de esa noche insomne de cambio
de generación, y volví a leer ese primer relato. Tenía entonces un misterioso sentido
que hoy se completa. Gracias Galeano por todo, buen viaje.
El viaje
Orioll Vall, que se
ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer
gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días,
los bebés manotean, como buscando a alguien.
Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al
fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos.
Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por
muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre
dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.
Me levanto un momento para fumar arrumbada en el
ventanuco sobre los techos de Kreuzberg. No hace mucho frío y las
casas tienen calefacción del primer mundo. Me llevo la laptop y el chopito de
tequila 1800 que descubrí escondido en el mueble detrás
de los fideos.
Trato de escribir pero no hay caso. Dejo el teclado y
tomo el cuaderno negro. Las frases parecen ganchos indescifrables.
Lo segundo que se muere cuando se muere alguien amado,
son las palabras. Los tiempos verbales aparecen, de pronto, arbitrariamente
descalificados.
Es, era, fue,
será. Todo entreverado. La muerte no admite el relato en
tanto es el fin del tiempo verbal que lo hacía posible.
En este hecho se comprueba que el pretérito,
siempre es imperfecto, y el presente apenas un tiempo que se nos va de las
manos como la arena de la playa.
Me sirvo un tequila. Onhe
eins, pienso. Increíblemente,
cumplo. La nieve, casi fosforescente, se ha depositado sobre las pesadas ramas
de los árboles, sobre los coches y las bicicletas recostadas sobre las
entradas, los tejados reflejan la luz de la luna y cada tanto un transeúnte
atraviesa la madrugada a paso apurado.
A veces se escriben cuadernos enteros, varios tomos, invisibles
e indelebles, sin usar una sola palabra.
***
Los niños son sabios y curativos. Cuando lo supo dijo tranquilamente: hay que plantar un sáuco porque es el árbol de las hadas y Katrin es un hada.
***
No le temo a la muerte. Curiosamente compruebo, que la
gente que más miedo tiene de morir es la que más miedo de vivir tiene.
No le tengo miedo. Me enoja. Me humilla. Me hace sentir estúpida e
impotente, como si algunos se estuvieran burlando de algo alrededor tuyo, y vos
te reís también y al rato te das cuenta de que sos el chiste. Obstinación de
gallito ciego pegándole al vacío con el palo de escoba.
Vos respirabas un tiempo que, a su modo, era eterno. La
mayoría de las elecciones de tu vida fueron tomadas con la absurda e inevitable
certeza de que la vida es para siempre, entonces, vale la pena dedicarle todo
el tiempo del mundo a las pequeñas cosas.
Tengo tanto que aprender.
Vengo tratando de ejercitar el viejo instinto de la
oración, que al contrario de lo que se supone, es hacer silencio para escuchar.
Si lo logro, si logro callarlo todo, tal
vez escuche un día cómo hacer para
agradecer el haber vivido parte de la eternidad a tu lado.
***
Los conocí a los dos el mismo día. Pero esa noche yo no tenía ojos más
que para un hombre en el club Almagro, noche de tango, de luces cansinas y
mujeres vestidas de negro y rojo. “Cuidado con ese hombre”, me dijo en la
barra, ya después de un par de tragos y solidaridad de género. Tenía razón. Era para cuidarse. Me casé
con él.
Pensábamos envejecer juntos. No es un reproche. Bueno, un
poco sí. Ibamos a construir otra casa sobre pilotes en el bosque encantado. Ibamos
a criar canas rodeados del viento en los eucaliptus, y las olas rompiendo en la
orilla del sueño.
El plan no era complejo; dos cabañas: el que ronca duerme
solo (“ya sabes quién”), “habría que trasladar las bibliotecas”, “tener un auto
no es necesario”, “es indispensable un auto”, “una bicicleta, seguro” “un
seguro de salud y un combo de jubilaciones decentes para comprar vino bueno y
los libros, los medicamentos de la edad, mantener la banda ancha". El ejercicio
de caminata ida y vuelta a Piriápolis es sin costo. Yo paso, dije. Fui apoyada también en mis objeciones de urbanismo
libertario: mal que les pese, haría frecuentes excursiones a Montevideo y
Buenos Aires. Mucho aire puro termina
por malhumorarme.
Nada podía fallar. Qué absurdas somos las personas. Todo puede fallar.
***
Aquel sábado, después de un viaje interminable en la
agonizante Iberia, llegamos a Berlin con el pequeño Jedi. El cielo, primero
rosado, empezó a tornarse saturado de un blanco lechoso como si estuviera por
reventar.
Recordé a mi vieja y sus descripciones del cielo de Zagreb antes de
la nevada. Tal cual.
Dormí más de doce horas. Cuando abrí loso ojos, sobre la
ventana del tejado los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Berlin. Efectivamente,
como decía Tonka, los copos no caen, oscilan, van haciendo maniobritas en el
aire antes de posarse en donde les toque. Un poco como nosotros. Hay que ser
muy tonto para ver un solo copo. Lo que vale es la nevada. No pude dejar de
pensar en que es la versión europea del mar de fueguitos. Mar de copitos. Kreuzberg
nevado es una de las cosas más bellas que uno tiene la suerte de ver en la
vida.
Estabas tan presente en esa caminata blanca hasta el
parque, con los chiquilines y los trineos. Pensé que dirías, con la acidez que
te caracteriza –me niego aún al pretérito imperfecto- que pronto se iría la nieve y vendría la
llovizna, que todo lo convierte en lodo y piedritas. Tal cual, también.
Pensé en que tal vez mañana, cuando te llamara por
Navidad, te contaría eso mismo.
Más vale hoy que nunca.
¿Quién nos quita la belleza de la nieve
aunque dure un instante?
En eso nos parecemos. En mirar la eternidad de lo fugaz y
el lado bueno de las cosas. Oteando el otro lado, pero ninguneándolo un poco
para que, el que vale y es bello, dure más, aunque a veces ni siquiera exista.
Y en recurrir a lugares comunes para explicar las cosas.
***
La iglesia que ya no es iglesia se yergue bella y austera
en el cruce de calles. Entro y salgo. Igual con la otra. Inútil buscar una
iglesia en Berlin para llorar como la gente. Muchas de ellas se han convertido
en bares y no quiero caminar más.
Volvemos de la caminata hablando del horrible barro helado
que queda después de la nieve; vagaba en mi mente buscando una respuesta, cuando
alguien me trajo por azar la referencia de un libro amado y del cual hablamos largamente hace poco.
Fue en octubre. Se
perfilaba como una de esas largas noches de Jhonnie, pero habías llegado en el barco de
las 7 y estábamos agotadas del laburo. Apenas podíamos mantener los ojos
abiertos pero no queríamos renunciar a un rato más de charla y pusimos otro disco
de Nina.
El clima nos daba permiso para estar afuera y fumar. Qué estás leyendo, siempre fue una forma
de retomar el hilván de la conversación abandonada meses atrás. La amistad,
cuando es genuina, remienda el tiempo con su aguja y continúa como si nunca se
hubiera detenido el tejido de las cosas.
Yo había retomado la lectura de la Invención (nunca le
agarraste el gusto a ninguno de los dos, a pesar de mis intenciones) y trataba
de explicarte la trama, con ademanes y aspaveintos, en clave de Lost.
Vos te atoraste de risa cuando se me ocurrió ilustrarte el asunto diciendo que el protagonista es un venezolano medio loco, medio genio, con cruza de Silvio Rodríguez y Ben Linus.
“Chavez!” gritaste casi. Nos tapamos la boca con las manos para no despertar a
los vecinos con las carcajadas.
Me llevó como media hora contarte la relación entre Linus
y Morel, entre Kate, Faustine e Irene.
Después discutimos acerca de si el amor es
necesario para sobrevivir, si se puede amar algo que sabemos que no existe, si puede volver a existir por obra del amor, si la
creencia es creadora, si la creación no es en realidad, mera cuestión de fe y la fe, apariencia.
No habías leído el libro ni visto la serie pero usabas la información que te había dado, en mi contra. De pronto estuve atrapada en mi propia isla
inventada. Y era tarde y tenía que trabajar.
Tu paciencia para escuchar y reír con los amigos era parte de ese sentido tuyo del infinito y tu inteligencia no descansaría en la esgrima del debate ni siquiera al ver amanecer.
Esgrimí que es relativamente sencillo
destrozar a Bioy usando las razones opuestas para descalificar a Galeano. Pero
estaba cantado nomás que esa no era mi noche. Me estabas despedazando. Servimos
la última ronda. Fui a buscar dos piedras de hielo.
Cuando volví, jugando una última carta, me senté, tomé
el libro y te pedí que escucharas:
“Ya no estoy muerto, estoy
enamorado”.
Voilá. Abriste los ojos, inclinaste la cabeza, estiraste
el brazo y tomaste el ejemplar con los ojos entornados del que acepta cada
derrota como un reto a medida.
Nunca sabré si finalmente leíste
el libro.
Si pudiera pedir una sola cosa, sería una noche más.
***
Como no podía escribir, con las hilachas del asombro de
la palabra ausente, hice una lista minuciosa en el cuaderno negro de las cosas
que no quiero olvidar. Como si enumerarlas pudieran retenerte de algún
modo.
Cosas triviales, los actos más
insignificantes, como cortar un trozo de queso, hablar por celular, o el gesto de recogerte el
cabello en una trenza gruesa.
No voy a escribirlas, no solo porque la lista es más
interminable que la historia de Michael Ende; puedo resumirlas en una
sola.
Lo primero que pensé cuando supe que habías muerto es es no voy a olvidar tus manos. Orgánicas, en movimiento, con la palma abierta para dar y
recibir, pronta para agarrar las causas perdidas. Tus manos indispensables, las de pelear cada día, espada en
alto, lado a lado junto a Bastián Baltasar Bux para salvar Fantasía y curar a
la Emperatriz.
Si alguna vez olvido tus manos, significaría olvidar lo
bello, lo bueno y lo justo que hay en este mundo.
Tus manos sigilosas de dedos,
medianos, sensatos en las dimensiones, las articulaciones como nudos de ramas
jóvenes de cerezo. Las uñas translúcidas, escamas de un pez antiguo, ovaladas y
lisas como la piel de la luna.
Tus manos que lavan los platos con parsimonia, que escriben
con delicadeza y con furia, que levantan banderas de causas perdidas –cuáles si
no-, manos que cambiaron pañales, que acunaron con amor, que cobijaron a las
chicas, manos que les dieron un empujón cómplice de libertad cuando llegó la
hora. Manos dispuestas a sembrar, a cosechar y repartir. A dejar partir. Tu mano en mi hombro.
¿Cómo hacer para soltarte? Espero que tus manos me enseñen el inverosímil ejercicio de decirte adiós.
***
Pero las cosas son
como son.
Tantas veces imprecamos sobre lo establecido. Llegabas
con tu pequeña maleta desde alguna parte del mundo pronta para gastar la
madrugada en charlas de nunca jamás. Uno de los clásicos era por qué no puede ser de otro modo.
Tantas veces en tantos años nos interrogamos, discutimos de política y de historia, apretamos los dientes frente a la injusticia, el dolor, la falta de esperanza de quienes están a la intemperie de la historia.
Yo no sé si lograremos entre lo muchos pocos que somos que algunos sean menos
pobres, que otros sean menos ricos, que seamos todos más sencillos, menos egoístas y
más felices; más buenos, más lúdicos y más niños.
Yo no sé si esta es la puerta o la ventana, si es el camino directo, el atajo o la encrucijada.
Yo no sé si lo lograremos porque es cierto que somos frágiles y porque ellos son los dueños de la pelota y son poderosos.
Yo no sé si podremos. Pero no voy a despedirme del timbre de tu voz recordándome a diario que vale la pena intentarlo.
Este pequeño ensayo fue originalmente publicado en la Revista Replicante. Leerlo de su fuente original tiene la gran ventaja de acceder a los muy interesantes comentarios de algunos lectores sobre el mismo.
Este artículo comenzó siendo una caminata de primavera con un viejo
amigo por la rambla de Montevideo. Me propuso escribir el guión cinematográfico
sobre la historia que relato a continuación para presentar a los fondos
concursables del Instituto Nacional de Cine Argentino. El cuento, de parte de
mi amigo, venía con el sabor de la primera mano porque hace casi dos décadas
conoció al protagonista. El tema siguió con días febriles de escritura del
susodicho guión y la respectiva auto censura antes de ser presentado, entre
otras razones, porque parte del suceso ya había salido a la luz en una especie
de ensayo documental.
La historia es real. Si no me creen, basta buscar en Internet, si es que
confían en todo lo que allí se publica.
I. Entrevista por
fax
Buenos Aires. Verano del 91. Arde el asfalto y el humor de los porteños.
Un joven entra a la redacción de El Cronista Comercial, periódico
de orientación liberal y circulación nacional. El muchacho no es alto, tiene el
rostro manso y una mirada oscura de fiereza mal domesticada. Lleva la tierra en
la piel y calza sandalias. Parece no ser consciente de que es portador de una
estampa mezcla —valga el pleonasmo— de Che Guevara y ángel caído. Camina lento
pero sin timidez.
Golpea la puerta y entra al escritorio del director justo en el momento
en que éste mantiene una conversación alterada con la jefa de redacción.
Es una mañana miserable en el periódico. La nota principal del
suplemento cultural acaba de hacerse añicos y no hay con qué reemplazarla. Una
tapa y una doble es mucho espacio para llenar. Hacen llamadas, barajan
soluciones, todas opacas.
Se presenta con la digna humildad de un cacique desterrado. El nombre
ayuda al hombre: Nahuel Maciel. Llegado desde el hondo desierto patagónico a
las fauces de la gran ciudad. El director puede verificar los datos que
acreditan su trayectoria en ascenso a través de las fotocopias de algunas
colaboraciones suyas en Le Monde Diplomatique y National
Geographic, entre otros medios. Es activista en el campo de los
derechos humanos e indígenas. Ha participado en campañas y ha sido vocero y
orador en actos multitudinarios.
Viene a ofrecer la entrevista que le hizo, por fax, a Mario Vargas Llosa
y trae, además, una carta de recomendación de su amigo y mentor Eduardo Galeano.
Conoce bien al uruguayo porque tradujo al mapuche una parte de Las
venas abiertasde América Latina.
Por lo demás, en la situación en la que están, la llegada de un indio
mapuche que trae una larga entrevista al autor de La ciudad y los
perros es un regalo de Dios —el cual, como dice el manual, es
argentino.
La dirección lo acepta sin muchas más pruebas de vida. Aún no lo saben,
pero se convertirá en el nuevo periodista estrella. Como aquellos indígenas
guaraníes que tocaban el violín para los jesuitas en Europa, Nahuel Maciel
será, por un breve lapso, la curiosidad, el número vivo del ambiente. El aura
primitivista que lo rodea sirve para contrastar todavía más el permiso que este
niño tiene de meter el dedo en la crema y nata progresista de la cultura
latinoamericana.
Las mujeres, muchas de ellas colegas de la redacción, sudan por ganarse
su mirada negra y, si es posible, un lugar en su lecho.
Y si el apuro y la oportunidad fueron los motivos de haber obviado el
rigor periodístico que obligaba a la redacción a cerciorarse de los datos de
aquella primera colaboración, no hay explicaciones contundentes respecto del
haber pasado por alto la veracidad de las notas que siguieron. Muchas.
A la entrevista inicial, Nahuel añade reportajes a Carl Sagan,
Rigoberta Menchú, Ray Bradbury, Umberto Eco y Gabriel García Márquez, entre
otros.
Hay quienes dudan, sobre todo algunos colegas de la redacción. El blanco
manto de sospecha estará manchado, sin duda, por una gota de racismo y otra de
envidia.
Pero la dirección de El Cronista no se va en
pequeñeces. Disfruta sus quince minutos de gloria mirando por encima del hombro
a la competencia gráfica local que supura una envidia amarilla y desconfiada.
Nahuel Maciel se vuelve una pequeña celebridad del estrecho pero ruidoso
planeta del periodismo porteño. Abandona en parte su talante de nativo con
quinientos años de resistencia en la espalda y se deja llevar por los vientos
del abanico de los conquistadores.
Por ese entonces también es enviado por El Cronista a
seguir el rumor de la existencia del Museo de la Subversión en la provincia de
Tucumán. Viaja solo y regresa con documentación escrita y un rollo de fotos
tomadas a un escabroso y secreto muestrario militar con galardones de la dictadura,
sus infamias y aberraciones. Las imágenes muestran partes humanas cercenadas,
rótulos de NN en frascos con órganos, fetos, huesos.
El nombre del diario que da la primicia es catapultado a los cables de
agencias internacionales: El Cronista Comercial. Chan.
Días después, el gobernador tucumano Ramón “Palito” Ortega (sí, el que
en los 60`cantaba “La felicidad ja ja ja já”) niega la existencia del lugar
alegando animosidad opositora en su contra. Los organismos de derechos humanos
de la provincia también están azorados y declaran que todo el asunto es un
delirio. El Cronista Comercial, que ha hecho volar muchas
plumas en el gallinero, de pronto, guarda silencio. No hacerse cargo: Costumbres
argentinas, tomo II.
Por esos días, cuando la dirección de El Cronista insinúa
la posibilidad de publicar un libro con la tremendamente-larga-qué-pena-que-no-es-más-larga-todavía entrevista
al Gabo, Maciel acepta y sugiere para el libro un prólogo de lujo:
Eduardo Galeano. No se habla más. Manos a la obra.
En marzo de 1992 Maciel redobla la apuesta de aquella primera entrevista
al autor de Cien años de soledad con más material listo para editar
entre tapa y tapa.
En la Feria del Libro, y ante un notable público cultural, El
Cronista presenta Elogio de la Utopía. El libro del
periodista mapuche, íntegramente realizado vía fax, con prólogo de Galeano y
doce secciones con introducciones filosóficas de adivinen quién.
Aquel día, ante más de quinientas almas y con gran pompa y emoción,
Nahuel lee una carta muy elogiosa de García Márquez hacia esas intervenciones y
hacia su persona. No puede negarse que todo es a lo grande en Buenos Aires, la
gloria y la vergüenza ajenas.
Dicen que alguien vio que alguien más vio que había visto tal vez, a
Eduardo Galeano saludando a Maciel en medio de la gente en la Feria del Libro.
Se dijo también que un colega periodista osó ir más allá de las sospechas
iniciales preguntando cómo era posible preguntar y repreguntar tan alegremente
y en un texto tan largo… vía fax. O a nadie le convenía escucharlo
u optaron por matar al mensajero. Costumbres argentinas, ambas, tomo
III.
Hay que decir que el libro ostenta una escritura muy elíptica y mal
podada, pero digna. En aquel momento parecía ser una publicación necesaria,
urgente. El aire fresco de la utopía para una militancia quebrada luego de una
dictadura atroz que dejó treinta mil desaparecidos, una primera democracia
pusilánime y el menemismo de los noventa que, como un elefante rabioso, terminó
de aplastar lo poco bueno, útil y público que quedaba.
No obstante, sucedió lo predecible. Días más tarde, como las fichas de
un dominó, las demandas empiezan a caer.
La voz de Galeano suena en el auricular. Denuncia, atónito, que jamás
prologó el volumen, que todo es un fraude y que no conoce ni de mentas al tal
Maciel.
Créase o no, después de eso, El Cronista publica una última y extensa
entrevista central al escritor Juan Carlos Onetti realizada por Nahuel Maciel,
aun cuando existía la advertencia de un escritor santafesino que aseguraba que
el reportaje era idéntico a otro de la uruguaya María Esther
Gillio.
Días después llega la demanda legal de un tal Mamerto Menapace, abad
trapense y escritor de varios libros de cuentos de estilo campestre e intención
catequística. La demanda llega junto con las fotocopias de su propia obra de la
cual Nahuel Maciel plagió cada palabra. Cada palabra, menos una.
Fundida la cera de las alas, Ícaro cae en picada y se estrella en el
duro mar de la verdad.
El director del periódico agita la evidencia en su rostro y lo
interpela: “Es verdad, todo es un plagio”, dicen que respondió, “uno a veces tiene
impulsos que no controla. Como los que se sienten impulsados a matar. La verdad
es que no sé por qué hago estas cosas”.
Se ha descubierto el relleno agusanado del pastel. Maciel es el único
que marcha al horno, aunque -hay que decirlo- han sido más los que batieron los
huevos y añadieron la mantequilla para lubricar un éxito impostor vendido en
porciones durante meses y cobrado en efectivo.
Maciel no se defiende, casi como si hubiese llegado un momento esperado. No
insiste, no da más explicaciones. Desaparece. Su silencio es estertóreo. Y lo
que en Buenos Aires no hace ruido, no existe.
Los responsables del diario, a su tiempo, balbucen explicaciones de lo
inexplicable. El de Nahuel Maciel no fue un artículo publicado por
error. Su mitomanía vino como anillo al dedo para avalar una vertiginosa
carrera periodística en ascenso adobada con la rutilante presentación de un
libro a cobrar en cash. Y recordemos que la -relativa- fugacidad del plagiario no fue obra del
rigor periodístico del diario sino de la intervención y la denuncia de los
autores.
Para resarcimiento de los plagiados, la justicia determinó que era
suficiente la quema pública de la edición completa de Elogio de la
Utopía (aunque no el ejemplar que tengo en mi estante).
Tiempo después, la demanda legal cursada por Eduardo Galeano es
desestimada por la jurisprudencia argentina alegando que aquel prólogo no
constituye propiedad literaria digna de protección puesto que no había sido
escrito por él, y que tampoco existía defraudación pues no perjudicaba de
manera alguna el patrimonio de Galeano.
No es para reírse. Aun cuando este tomo del manual se llame Costumbres
argentinas, la justicia en los `90 como broma pesada.
Pero la biografía del que todavía vamos a llamar, un rato más, Nahuel
Maciel, no termina aquí.
En 2007 se presenta una especie de documental, un ensayo en tono de
burla al colectivo ecologista entrerriano que generó un largo y penoso corte del
puente internacional entre Argentina y Uruguay. La protesta fue a propósito de
la instalación de una planta de celulosa en el río lindero entre ambos países.
Hasta hace unos años fue un conflicto doloroso, con aristas puntiagudas y pendiente de
resolución durante mucho tiempo. La película se estrenó, sin éxito alguno, en
Uruguay pero no en Argentina.
El realizador, Eduardo Montes-Bradley, tomó la historia de Maciel como
eje de su trabajo ya que Nahuel fue uno de los voceros del movimiento a través de
su trabajo periodístico en un diario local. Hay que decir que la biografía de Nahuel Maciel fue ridiculizada y utilizada por Montes-Bradley de forma humillante, igual que la de
otros personajes, para fundamentar la mirada del realizador. Por lo demás, el
filme no aporta información confiable ni de la industria papelera, ni de la
ciudadanía que estaba a favor o en contra de la instalación de la misma.
II. Un Robin Hood de
las ideas
Lo que hace años me sedujo de la historia de Nahuel Maciel no fue la
arista fundamental del derecho a la información, la transparencia y el insoslayable
respeto al contrato de lectura con la ciudadanía. Aun cuando la biografía de Maciel es valiosa en moralejas y también su
arrepentimiento y la madurez al dar la cara en entrevistas posteriores e,
incluso, en la citada película, ni de lejos me atrevo a pensar que es el único
caso de plagio, material apócrifo o lisa y llana malversación de fuentes y
datos en la prensa argentina y ainda mais. Ni en aquellos años 90` ni ahora, en un contexto
político de movimientos singulares en la distribución de la riqueza, con plataformas tectónicas multimedia de pretendida imparcialidad pero con intereses parciales y atados al poder por sórdidos lazos históricos.
Pero no fue este el carozo de mi apetito por la historia. Mi interés en Nahuel Maciel se encendió con el fósforo de
un dato que tal vez ha pasado inadvertido y que mi amigo me contó por primera vez, en aquella caminata por la rambla.
En el
libro publicado sobre la entrevista a Gabriel García Márquez, Maciel transcribe cada
párrafo del texto del abad Menapace; copia cada palabra menos una, la única palabra de
su autoría: donde dice Dios, Nahuel Maciel escribe Utopía.
Si lo único y verdaderamente importante es la información, la literatura
y el pensamiento y no la mano que la escribe, esta reflexión podría terminar
aquí mismo. También si, como afirma Valery, la historia de la literatura podría
contarse sin mencionar un solo escritor.
¿Sería lícito entonces, dejarse llevar por el declive de cierto
ecumenismo creativo, al menos en ciertos ámbitos y géneros?
Confieso que desde el primer momento, y en contradicción con los
principios que defiendo, no pude dejar de ver en Maciel a una especie de Robin
Hood de las ideas. Un ladrón no exento de picardía empática que engañó a la
nobleza para derramar las monedas de la cultura entre el pueblo, sin intención
de enriquecerse seriamente.
No voy a atribuirle intenciones que él mismo no ha manifestado pero, en
primer lugar, no creo que la voluntad principal del plagiario fuera la de la
propia gloria. Esto hace la diferencia entre un mentiroso y un mitómano.
El periodista apócrifo sentía que tenía un rol en la transmisión de un
mensaje. Al carecer, aparentemente, de otras herramientas psíquicas y
personales, puso su propio cuerpo como pararrayos entre la palabra de los
dioses y el destinatario. Y vaya si se quemó.
En segundo lugar, no quiero olvidar que Nahuel Maciel hizo lo propio
para engañar a un medio de comunicación que se dejó engatusar para bien del
negocio. La mentira no le fue ajena a El Cronista. No hay excusas
sustentables para afirmar lo contrario.
En tercer lugar, me resisto a suponer que Nahuel Maciel creyera en la
sostenibilidad de su ardid. Tampoco parece ser una persona enferma (a menos que
alguien me asegure que todos los que poseemos una o varias personalidades en
internet no lo somos, también, en parte).
Por último, es improbable sostener que una mente brillante como la de Maciel y una devoción a cierta línea de pensamiento progresista creyera que
sus mentiras, en realidad, tendrían patas largas.
III. La literatura
y el plagio
Como borgiana devota me gusta pensar que la literatura es parte de un
gran canto sin fin erigido por todos los artistas de la historia y del cual
todos los artistas de todas las épocas abrevan.
El plagio, no obstante no deja de ser un error y un recurso cobarde, absurdo y
reprobable.
No me tiren piedras los defensores del derecho de autor, que no a la detracción
de este me refiero, sino a la
bienvenida de la circulación cada vez más colectiva del pensamiento, la
literatura, la música y los contenidos en general y a los cambios en los
parámetros de propiedad intelectual.
Basta con hacer la prueba de sacar en un tris y un solo clic una
cuenta en una red social —y pasar cinco minutos o cinco horas, todo depende del
estado mental, el objetivo y las ganas de navegar— para dedicarse a dar voz a
distintas facetas de la propia personalidad, ser el escritor negro de sí mismo
o -y vaya si sucede- replicar el pensamiento de otros como propio.
Avatar, así se llama el nombre de un usuario en Twitter. La piedra que un
avatar tira en las redes sociales puede provocar ondas expansivas de intensidad
relativa, de acuerdo a su creatividad e imaginación y al número de seguidores
que tenga. La mayoría de las personas todavía no comprendió qué significa el Twitter.
Es notable observar la fruición y la furia con la que algunos usuarios
denuncian las ideas robadas, recicladas a veces, y devueltas como propias a la
red. En otra acepción, son avatares de la red, circunstancias que
vale la pena saber antes de colectivizar una idea, un texto o un poema en el
mar de la web.
Se trata de aguas virtuales mal iluminadas en las que, por lo demás, es
muy fácil tirar la piedra y esconder la mano. Aguas en donde el plagio nada
libremente por ser el líquido virtual conductor por excelencia de la
electricidad del pensamiento global.
Curiosamente, un avatar es también el nombre que en el hinduismo se le
da a la encarnación terrestre de un dios, en particular
Visnú, que junto con Brahama y Siva forman la tríada creadora cuyos atributos
son la bondad, la pasión y la ignorancia.
La asociación libre tiene su coherencia: Internet es paradigma de
creación original de múltiples autores, de intercambio solidario, apasionados
lazos virtuales y, también, un propalador divino de la estupidez y la ignorancia.
IV. Errores reales, virtudes virtuales
El gran error de Nahuel Maciel fue intervenir en la historia del
pensamiento vía fax.
Su equivocación fue del tipo 1.0. Su insensatez, llegar antes de tiempo
a la fiesta de confusión de lenguas en la Torre de Babel de internet. Como el invitado que
acude vestido de pingüino a una fiesta de gala y al que siguen recordando,
llorando de risa, años después y disfrazados, los mismos invitados de entonces.
El punto no es la mediación tecnológica en sí sino sus consecuencias en
el contrato de lectura y el capital simbólico del que da cuenta. Lo que en los
90`escandalizó de Nahuel Maciel y su particular modo de mentir para
decir su verdad hoy suele ser pan de todos los días, en el
trinar del pajarito de Twitter tanto como en el amplificado clarín del gran
diario argentino. No con el mismo modus operandi, pero sí con
los mismos resultados.
Defiendo la propiedad intelectual y el amparo de la obra cuya creación
costó ese 99% de transpiración. Pero me pregunto qué es lo propio y lo ajeno en
un mundo de creaciones que se repiten y pasan de mano en mano como una
antorcha, de avatares e identidades extendidas, un mundo que va demasiado
rápido en la línea de tiempo y donde todo se olvida tan fácilmente.
El otro error de Nahuel Maciel fue decir a través del periodismo lo que
debería haber intentado a través de la creación literaria. Mentir es condición
de la literatura; los escritores somos embusteros por naturaleza.
La escritura altera la rutina de la vida, la enjaeza, le da una
dimensión fantástica, absurda u onírica. Por eso escribir es un ejercicio
curativo y transformador que puede cambiar la vida.
Apuesto a que un hombre que pudo recrear una ficción de tales
dimensiones podrá crear las mismas historias —siempre son las mismas— de su
propia mano. Me alegró mucho saber que a esto se dedica actualmente.
Por mi parte, la sola esperanza de tratar de recuperar la propia voz que entonces no llegó a
oír y que ahora intentaría conquistar le otorga los cien años de perdón.
Por último, debo decir que el protagonista de esta historia no es mapuche.
Que nació en Corrientes y allí fue criado. Nahuel Maciel es, a su vez, un
seudónimo, un avatar elegido por el muchacho que fue anotado en el registro
civil bajo el nombre de Arquímedes Benjamín.
Algo parecido a lo que sucede con una servidora, Vesna Kostelić. No soy
croata aunque es cierto que fui criada por abuelos balcánicos. Desde adolescente utilizo mi
segundo nombre y mi segundo apellido para firmar cualquier tipo de intervención
literaria. Mi avatar es @bradamante. Al respecto, también debería decir “No sé por qué hago estas cosas”.
Del hombre a quien elijo seguir llamando Nahuel Maciel aprendí que
el alter ego de una persona es a veces una forma de ser más
fiel a la propia identidad y no a la que impone la cédula, la rutina y la
supervivencia. Es el verdadero nombre escondido en el nombre.
A veces los avatares son como esas muñecas rusas, huecas, tramposas y
ocultas una dentro de la otra. Hace falta la voluntad de abrirlas una por una
para llegar a la verdad.
No es que me moleste la basura, pero es como si hoy alguien hubiera descargado un contenedor entero frente a la Plaza Cagancha, junto a la glorieta. El viento no ayuda, juega nomás. Las bolsas vuelan como palomas de plástico; hay calesitas de hojas, botellas y boletos.
Es temprano. Creo que soy la única en este salón interminable. El mozo me trae el cortado y la medialuna; corro un poco la laptop y la libreta para hacerle lugar y por las dudas.
Recién despiertos, los habitantes de la calle se van acercando al montón de deshechos a buscar algún desayuno. Tres hombres y una mina. Uno viene atrás, rezagado, y no quiere soltar su sobre de dormir; primero lo lleva como una capa, después lo arrastra. Me contagia el bostezo. Se refriega los ojos y camina en zigzag barriendo el cemento; tiene la barba larga y complicada, pero parece un niño sonámbulo tirando de la punta de su frazada tras una pesadilla.
Unos encuentran un pan y otros unas frutas y vuelven al banco. Los observo a través del vidrio del bar. La mujer sacó un cuchillo para pelar una naranja. El cortado caliente y amargo me incendia la garganta.
La Lupe le puso voz a un pensamiento que me anda rondando desde hace semanas: ¿cómo llegamos a esto? No digo a la pobreza, eso se sabe. ¿Cómo fue que nos acostumbramos?
Si alguna vez esperamos o desesperamos, es claro que ya no.
¿Es el dejar de esperar lo que nos ha quitado la furia y la valentía sobre la que cabalgaba nuestra esperanza?
Ahora ha brotado una niña de una bolsa de papas rellena de diarios. Se para y corre a las palomas de verdad. Veo a la gente despertar aterida y húmeda en la calle, arrastrar su humanidad por un pan duro. Yo observo, tomo mi café y, enseguida, en un rato, voy a escribir algo lindo y cierto y bien pago.
En mi biografía -en relación a los vínculos y las posesiones- dejar de esperar, dejar que los deseos vuelvan a enrollarse y dormirse, ha sido el talismán para encontrar la paz interior y, paradójicamente, hay veces, toparme por azar con aquello que esperaba (Por algún motivo pueril y egoísta, tengo temor de que al confesarlo deje de suceder, sin embargo voy a arriesgarme).
A veces, dejar de esperar es la mejor manera de encontrar.
Pero no puedo renunciar a esta otra esperanza que saca la mano de la basura y dice aquí estoy, te duele porque estoy, no tenés paz porque estoy. Renunciar a esa esperanza es un movimiento inútil de la voluntad porque no depende de ella. Como no es posible conseguirla con solo desearla ni quitármela de encima como un disfraz. La esperanza es un don. Como el amor.
Pero la única manera de lidiar con una esperanza que sigue encendida es hacer algo con ella. Y parece ser que a ella no le alcanza con que yo ponga un papel en una urna cada tantos años. La esperanza inmóvil quema, duele, se hunde en la carne. Es una brasa encendida que nos incinera por dentro. Como el amor. (Desde la marcha de los Indignados un amigo hizo un cartel con lapiz labial en un trapo: "es amor, y lo llaman revolución").
Es Vitamina E, dijo Galeano en la plaza Catalunya, a quien todavía quisiera escucharlo, hablando de lo bien que viene una buena dosis de rebeldía y esperanza.
Habrá que hacer algo urgente porque unos se mueren de frío y otros nos estamos convirtiendo en cenizas.
Y si no, claro, está la opción de hacer, manso y tranquilo, la cola para que te apliquen la inyección diaria de anestesia local.
Ya no te espero ya estoy regresando solo de los tiempos venideros ya he besado cada plomo con que mato y con que muero ya se cuándo, quién y cómo.
Ya no te espero porque de esperarte hay odio en una noche de novios en los hábitos del cielo, en madre de un hijo ciego, ya soy ángel del demonio. Silvio Rodríguez
Las banderas nos peinaban al pasar. Termo y mate. Mi hijo agitando una espada de luz, con los cachetes tricolor y colgado de los hombros del padre. Poco a poco nos fuimos colando entre la gente hasta trepar a la explanada circular frente al Hotel NH. Sobre el puerto caía un sol monumental y translúcido, contrastado de banderas y siluetas negras trepadas al farallón de la rambla. Sin euforia, nos sentíamos felices de estar ahí. "Sublime el sueño que me dejó, en el lugar justo donde estoy", parecía decirnos la brisa de ese mar. Hace un año atrás, cruzando la Plaza Matriz, pasé frente a una de las primeras mesitas destinadas a recolectar las firmas para plebiscitar la anulación de la ley de Caducidad. Yo no estaba de acuerdo con el plebiscito sino con la anulación parlamentaria, sin embargo, instantáneamente me dispuse a firmar. Fue un acto instintivo, casi a la vez que me daba cuenta de que no podía hacerlo porque soy extranjera. “Bueno, no sos tan extranjera, pero solo firman uruguayos”, me dijo la militante con una sonrisa de premio consuelo. Aunque ayer no votamos, igual que todos, nos comimos las uñas a la espera de los resultados. Mandamos y recibimos frenéticos mensajes. Cruzamos los dedos. Como Galeano repetimos el Abracadabra de la contratapa de Brecha: “envía tu fuego hasta el final”. Es que hay dolores que nos desdibujan las fronteras y, tanto ayer como hoy nos sentimos del lado de adentro de este nosotros hecho de pena, de rabia y de esperanza. Porque como también repite Galeano -y parece que tampoco lo entendimos esta vez-, es un error confundir domicilio con identidad.Ya no me acuerdo quién fue el que me mandó ese primer mensaje diciendo que la primera vuelta no, pero que la ley de Caducidad ya estaba casi segura. No fui la única, estallaron varias euforias en cadena festejando con los celulares en alto, marca en el orillo de estos tiempos electorales. Hoy creo que no fue solo por la altura del vuelo anticipado que las alas quemadas y el pavimento en la cara fueron más duros y ardientes. Las cifras en pantalla gigante de la televisión nos mostraban que una vez más, las mayorías decidían soberanamente perpetrar la injusticia -y aunque estábamos esperando la salida del Pepe desde hacía dos horas- no sentimos más deseos de estar allí. Caminando a contracorriente, encaramos la vuelta. Tampoco fuimos los únicos. No hay nada peor que vivir creyendo que no es posible cambiar nada. Ni siquiera una ley declarada anticonstitucional por todos los poderes del Estado, y que además viola varios tratados internacionales. En el plebiscito del 89, el pueblo uruguayo, aplastado todavía por el pulgar de la dictadura decidió amputarle al Estado de derecho su potestad de hacer justicia ante los crímenes cometidos por los militares. Pero ayer, ¿a qué le teníamos miedo? ¿A que algo cambie? Aunque no soy uruguaya también soy huérfana política de una generación que fue presa del mismo Cóndor. Acá nomás, del otro lado del charco, borraron del mapa a toda una posteridad de dirigentes. Toda una generación de jóvenes comprometidos asesinados. Algunos de mis amigos, mayores que yo, siendo muy jóvenes dejaron sus años más fértiles en las cárceles de la dictadura argentina y/o uruguaya. Fueron perseguidos, torturados y privados de su libertad. Otros, muchísimos, sufrieron una tortura distinta pero demoledora, obligados a desterrarse de su tierra para salvar la vida. Muchos no sobrevivieron. Fueron asesinados por los mismos militares que, amparados en la impunidad, hoy caminan a nuestro lado por la rambla, que van al cine y hacen la cola en el Devoto. Ensañados con sus mentes, desaparecieron sus cuerpos, robaron sus bienes, fueron detrás de sus amigos y de sus familiares. Son asesinos. Se robaron a los hijos de sus víctimas. Aún cuando creo que no se debería haber plebiscitado una ley que podría haber sido anulada por ambas mayorías parlamentarias, está claro que el militante común del Frente Amplio en su mayoría, puso su voto para anularla. No fue suficiente. A estas horas, y solo con los votos observados pendientes de revisión al plebiscito de anulación de la Ley de Caducidad le hubieran faltado dos puntos para haber sido aprobada. Cómo deben estar festejando los impunes.Sin el apoyo claro y explícito de candidatos y dirigentes de la izquierda, tampoco fue suficiente –por poco, por tan poquito- el trabajo de los militantes que dejaron el alma -casi sin apoyo y sin presupuesto, un trabajo heróico- para llevar esta causa a las urnas. ¿Hubiera cambiado el resultado con un mensaje claro y en voz alta de Mujica, de Astori, de Tabaré, de los ministros y referentes políticos de izquierda? Estoy segura. Me duele horrible decirlo pero creo que al Frente no le interesa juzgar a los criminales de la dictadura. Así como es claro que, con sus luces y sus sombras, es el gobierno con mayor vocación distributiva y promotora de derechos que ha tenido Uruguay en los últimos cien años. Pero no les interesa juzgar a los responsables de la desaparición y asesinato de los padres de Macarena Gelman, de Martina, Soledad y Valentín, de los hermanos Julien, del padre de Verónica, de Mariana Zaffaroni o Valentina Chavez, entre tantos otros. No les interesa.Si no, hubieran apoyado la anulación de la ley con énfasis. O mejor, no les interesa, porque de lo contrario, ni siquiera hubiera existido el plebiscito. No les interesa hacer justicia por aquellos que dieron la vida por un país y una América Latina como la que a este gobierno de centroizquierda el pueblo le ha dado la oportunidad de empezar a construir. En la marcha del 20 de octubre, mi hijo de 5 años me preguntó por qué estábamos ahí caminando, forrados de pegotines y globos rosados. Yo misma me asombré de lo clara que puede ser la verdad cuando uno quiere que sea clara: Mirá -le contesté- hace tiempo, acá, en Argentina y en otros países, unos ricachones y muchos militares se organizaron para tomar el poder de prepo. Muchísimos jóvenes se opusieron y entonces los mataron y escondieron sus cuerpos porque creían que sin cuerpo no los iban a agarrar. Después los militares hicieron una ley para que no los pudieran juzgar. “Qué vivos”, me dijo Tino, y agregó, “claro, entonces, si sacamos la ley, vamos a poder mandar a los policías malos a la cárcel y saber dónde escondieron los cuerpos de los chicos”.
Lo han dicho las Madres de la plaza, girando como locas alrededor del mismo eje: mientras existan ciudadanos desaparecidos, hay un crimen que se sigue perpetrando ante nuestros ojos, un crimen que sigue vigente, flagrante, y criminales peligrosos que están sueltos.Ayer perdimos una gran oportunidad para hacer justicia. No la única, pero la más certera. Habrá que tragarse la amargura (hoy me es imposible, mañana será otro día) y el desaliento y seguir buscando el modo. Tal vez, cuando a fin de mes gane el Pepe, como es tan espontáneo y apasionado, por ahí nos da una sorpresa, un regalito de Navidad. (Esto se lo escuché decir ayer, alegremente, a una señora vestida de rojo, azul y blanco). O quedará en manos de los jueces, caso por caso. O de la justicia argentina o la chilena. Pero ya no, lamentablemente, en manos de la ciudadanía uruguaya. No te salves
No te quedes inmóvilal borde del caminono congeles el júbilono quieras con desganono te salves ahorani nuncano te salvesno te llenes de calmano reserves del mundosólo un rincón tranquilono dejes caer los párpadospesados como juiciosno te quedes sin labiosno te duermas sin sueñono te pienses sin sangreno te juzgues sin tiempo
pero sipese a todono puedes evitarloy congelas el júbiloy quieres con desganoy te salvas ahoray te llenas de calmay reservas del mundosólo un rincón tranquiloy dejas caer los párpadospesados como juiciosy te secas sin labiosy te duermes sin sueñoy te piensas sin sangrey te juzgas sin tiempoy te quedas inmóvilal borde del caminoy te salvasentoncesno te quedes conmigo.
Mario Benedetti1920 -2009