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6.9.12

Alter Ego 1.0: los avatares de Nahuel Maciel


Este pequeño ensayo fue originalmente publicado
en la Revista Replicante. Leerlo de su fuente original tiene la gran ventaja 
de acceder a los muy interesantes comentarios
de algunos lectores sobre el mismo.








Este artículo comenzó siendo una caminata de primavera con un viejo amigo por la rambla de Montevideo. Me propuso escribir el guión cinematográfico sobre la historia que relato a continuación para presentar a los fondos concursables del Instituto Nacional de Cine Argentino. El cuento, de parte de mi amigo, venía con el sabor de la primera mano porque hace casi dos décadas conoció al protagonista. El tema siguió con días febriles de escritura del susodicho guión y la respectiva auto censura antes de ser presentado, entre otras razones, porque parte del suceso ya había salido a la luz en una especie de ensayo documental.

La historia es real. Si no me creen, basta buscar en Internet, si es que confían en todo lo que allí se publica.

I. Entrevista por fax

Buenos Aires. Verano del 91. Arde el asfalto y el humor de los porteños.
Un joven entra a la redacción de El Cronista Comercial, periódico de orientación liberal y circulación nacional. El muchacho no es alto, tiene el rostro manso y una mirada oscura de fiereza mal domesticada. Lleva la tierra en la piel y calza sandalias. Parece no ser consciente de que es portador de una estampa mezcla —valga el pleonasmo— de Che Guevara y ángel caído. Camina lento pero sin timidez.
Golpea la puerta y entra al escritorio del director justo en el momento en que éste mantiene una conversación alterada con la jefa de redacción.
Es una mañana miserable en el periódico. La nota principal del suplemento cultural acaba de hacerse añicos y no hay con qué reemplazarla. Una tapa y una doble es mucho espacio para llenar. Hacen llamadas, barajan soluciones, todas opacas.
Se presenta con la digna humildad de un cacique desterrado. El nombre ayuda al hombre: Nahuel Maciel. Llegado desde el hondo desierto patagónico a las fauces de la gran ciudad. El director puede verificar los datos que acreditan su trayectoria en ascenso a través de las fotocopias de algunas colaboraciones suyas en Le Monde Diplomatique National Geographic, entre otros medios. Es activista en el campo de los derechos humanos e indígenas. Ha participado en campañas y ha sido vocero y orador en actos multitudinarios.
Viene a ofrecer la entrevista que le hizo, por fax, a Mario Vargas Llosa y trae, además, una carta de recomendación de su amigo y mentor Eduardo Galeano. Conoce bien al uruguayo porque tradujo al mapuche una parte de Las venas abiertas de América Latina.
Por lo demás, en la situación en la que están, la llegada de un indio mapuche que trae una larga entrevista al autor de La ciudad y los perros es un regalo de Dios —el cual, como dice el manual, es argentino.
La dirección lo acepta sin muchas más pruebas de vida. Aún no lo saben, pero se convertirá en el nuevo periodista estrella. Como aquellos indígenas guaraníes que tocaban el violín para los jesuitas en Europa, Nahuel Maciel será, por un breve lapso, la curiosidad, el número vivo del ambiente. El aura primitivista que lo rodea sirve para contrastar todavía más el permiso que este niño tiene de meter el dedo en la crema y nata progresista de la cultura latinoamericana.
Las mujeres, muchas de ellas colegas de la redacción, sudan por ganarse su mirada negra y, si es posible, un lugar en su lecho.
Y si el apuro y la oportunidad fueron los motivos de haber obviado el rigor periodístico que obligaba a la redacción a cerciorarse de los datos de aquella primera colaboración, no hay explicaciones contundentes respecto del haber pasado por alto la veracidad de las notas que siguieron. Muchas.
A la entrevista inicial, Nahuel añade reportajes a Carl Sagan, Rigoberta Menchú, Ray Bradbury, Umberto Eco y Gabriel García Márquez, entre otros.
Hay quienes dudan, sobre todo algunos colegas de la redacción. El blanco manto de sospecha estará manchado, sin duda, por una gota de racismo y otra de envidia.
Pero la dirección de El Cronista no se va en pequeñeces. Disfruta sus quince minutos de gloria mirando por encima del hombro a la competencia gráfica local que supura una envidia amarilla y desconfiada.
Nahuel Maciel se vuelve una pequeña celebridad del estrecho pero ruidoso planeta del periodismo porteño. Abandona en parte su talante de nativo con quinientos años de resistencia en la espalda y se deja llevar por los vientos del abanico de los conquistadores.
Por ese entonces también es enviado por El Cronista a seguir el rumor de la existencia del Museo de la Subversión en la provincia de Tucumán. Viaja solo y regresa con documentación escrita y un rollo de fotos tomadas a un escabroso y secreto muestrario militar con galardones de la dictadura, sus infamias y aberraciones. Las imágenes muestran partes humanas cercenadas, rótulos de NN en frascos con órganos, fetos, huesos.
El nombre del diario que da la primicia es catapultado a los cables de agencias internacionales: El Cronista Comercial. Chan.
Días después, el gobernador tucumano Ramón “Palito” Ortega (sí, el que en los 60`cantaba “La felicidad ja ja ja já”) niega la existencia del lugar alegando animosidad opositora en su contra. Los organismos de derechos humanos de la provincia también están azorados y declaran que todo el asunto es un delirio. El Cronista Comercial, que ha hecho volar muchas plumas en el gallinero, de pronto, guarda silencio. No hacerse cargo: Costumbres argentinas, tomo II.
Por esos días, cuando la dirección de El Cronista insinúa la posibilidad de publicar un libro con la tremendamente-larga-qué-pena-que-no-es-más-larga-todavía entrevista al Gabo, Maciel acepta y sugiere para el libro un prólogo de lujo: Eduardo Galeano. No se habla más. Manos a la obra.
En marzo de 1992 Maciel redobla la apuesta de aquella primera entrevista al autor de Cien años de soledad con más material listo para editar entre tapa y tapa.
En la Feria del Libro, y ante un notable público cultural, El Cronista presenta Elogio de la Utopía. El libro del periodista mapuche, íntegramente realizado vía fax, con prólogo de Galeano y doce secciones con introducciones filosóficas de adivinen quién.
Aquel día, ante más de quinientas almas y con gran pompa y emoción, Nahuel lee una carta muy elogiosa de García Márquez hacia esas intervenciones y hacia su persona. No puede negarse que todo es a lo grande en Buenos Aires, la gloria y la vergüenza ajenas.
Dicen que alguien vio que alguien más vio que había visto tal vez, a Eduardo Galeano saludando a Maciel en medio de la gente en la Feria del Libro.
Se dijo también que un colega periodista osó ir más allá de las sospechas iniciales preguntando cómo era posible preguntar y repreguntar tan alegremente y en un texto tan largo… vía fax. O a nadie le convenía escucharlo u optaron por matar al mensajero. Costumbres argentinas, ambas, tomo III.
Hay que decir que el libro ostenta una escritura muy elíptica y mal podada, pero digna. En aquel momento parecía ser una publicación necesaria, urgente. 
El aire fresco de la utopía para una militancia quebrada luego de una dictadura atroz que dejó treinta mil desaparecidos, una primera democracia pusilánime y el menemismo de los noventa que, como un elefante rabioso, terminó de aplastar lo poco bueno, útil y público que quedaba.
No obstante, sucedió lo predecible. Días más tarde, como las fichas de un dominó, las demandas empiezan a caer.
La voz de Galeano suena en el auricular. Denuncia, atónito, que jamás prologó el volumen, que todo es un fraude y que no conoce ni de mentas al tal Maciel.
Créase o no, después de eso, El Cronista publica una última y extensa entrevista central al escritor Juan Carlos Onetti realizada por Nahuel Maciel, aun cuando existía la advertencia de un escritor santafesino que aseguraba que el reportaje era idéntico a otro de la uruguaya María Esther Gillio. 
Días después llega la demanda legal de un tal Mamerto Menapace, abad trapense y escritor de varios libros de cuentos de estilo campestre e intención catequística. La demanda llega junto con las fotocopias de su propia obra de la cual Nahuel Maciel plagió cada palabra. 
Cada palabra, menos una.
Fundida la cera de las alas, Ícaro cae en picada y se estrella en el duro mar de la verdad.
El director del periódico agita la evidencia en su rostro y lo interpela: “Es verdad, todo es un plagio”, dicen que respondió, “uno a veces tiene impulsos que no controla. Como los que se sienten impulsados a matar. La verdad es que no sé por qué hago estas cosas”.
Se ha descubierto el relleno agusanado del pastel. Maciel es el único que marcha al horno, aunque -hay que decirlo- han sido más los que batieron los huevos y añadieron la mantequilla para lubricar un éxito impostor vendido en porciones durante meses y cobrado en efectivo.
Maciel no se defiende, casi como si hubiese llegado un momento esperado. No insiste, no da más explicaciones. Desaparece. Su silencio es estertóreo. Y lo que en Buenos Aires no hace ruido, no existe.
Los responsables del diario, a su tiempo, balbucen explicaciones de lo inexplicable. El de Nahuel Maciel no fue un artículo publicado por error. Su mitomanía vino como anillo al dedo para avalar una vertiginosa carrera periodística en ascenso adobada con la rutilante presentación de un libro a cobrar en cash. Y recordemos que la -relativa- fugacidad del plagiario no fue obra del rigor periodístico del diario sino de la intervención y la denuncia de los autores.
Para resarcimiento de los plagiados, la justicia determinó que era suficiente la quema pública de la edición completa de Elogio de la Utopía (aunque no el ejemplar que tengo en mi estante).
Tiempo después, la demanda legal cursada por Eduardo Galeano es desestimada por la jurisprudencia argentina alegando que aquel prólogo no constituye propiedad literaria digna de protección puesto que no había sido escrito por él, y que tampoco existía defraudación pues no perjudicaba de manera alguna el patrimonio de Galeano.
No es para reírse. Aun cuando este tomo del manual se llame Costumbres argentinas, la justicia en los `90 como broma pesada.
Pero la biografía del que todavía vamos a llamar, un rato más, Nahuel Maciel, no termina aquí.
En 2007 se presenta una especie de documental, un ensayo en tono de burla al colectivo ecologista entrerriano que generó un largo y penoso corte del puente internacional entre Argentina y Uruguay. La protesta fue a propósito de la instalación de una planta de celulosa en el río lindero entre ambos países. Hasta hace unos años fue un conflicto doloroso, con aristas puntiagudas y pendiente de resolución durante mucho tiempo. La película se estrenó, sin éxito alguno, en Uruguay pero no en Argentina.
El realizador, Eduardo Montes-Bradley, tomó la historia de Maciel como eje de su trabajo ya que Nahuel fue uno de los voceros del movimiento a través de su trabajo periodístico en un diario local. Hay que decir que la biografía de Nahuel Maciel fue ridiculizada y utilizada por Montes-Bradley de forma humillante, igual que la de otros personajes, para fundamentar la mirada del realizador. Por lo demás, el filme no aporta información confiable ni de la industria papelera, ni de la ciudadanía que estaba a favor o en contra de la instalación de la misma.

II. Un Robin Hood de las ideas

Lo que hace años me sedujo de la historia de Nahuel Maciel no fue la arista fundamental del derecho a la información, la transparencia y el insoslayable respeto al contrato de lectura con la ciudadanía. Aun cuando la biografía de Maciel es valiosa en moralejas y también su arrepentimiento y la madurez al dar la cara en entrevistas posteriores e, incluso, en la citada película, ni de lejos me atrevo a pensar que es el único caso de plagio, material apócrifo o lisa y llana malversación de fuentes y datos en la prensa argentina y ainda mais. Ni en aquellos años 90` ni ahora, en un contexto político de movimientos singulares en la distribución de la riqueza, con plataformas tectónicas multimedia de pretendida imparcialidad pero con intereses parciales y atados al poder por sórdidos lazos históricos. 
Pero no fue este el carozo de mi apetito por la historia. Mi interés en Nahuel Maciel se encendió con el fósforo de un dato que tal vez ha pasado inadvertido y que mi amigo me contó por primera vez, en aquella caminata por la rambla.
En el libro publicado sobre la entrevista a Gabriel García Márquez, Maciel transcribe cada párrafo del texto del abad Menapace; copia cada palabra menos una, la única palabra de su autoría: donde dice Dios, Nahuel Maciel escribe Utopía. 
Si lo único y verdaderamente importante es la información, la literatura y el pensamiento y no la mano que la escribe, esta reflexión podría terminar aquí mismo. También si, como afirma Valery, la historia de la literatura podría contarse sin mencionar un solo escritor.
¿Sería lícito entonces, dejarse llevar por el declive de cierto ecumenismo creativo, al menos en ciertos ámbitos y géneros?
Confieso que desde el primer momento, y en contradicción con los principios que defiendo, no pude dejar de ver en Maciel a una especie de Robin Hood de las ideas. Un ladrón no exento de picardía empática que engañó a la nobleza para derramar las monedas de la cultura entre el pueblo, sin intención de enriquecerse seriamente.
No voy a atribuirle intenciones que él mismo no ha manifestado pero, en primer lugar, no creo que la voluntad principal del plagiario fuera la de la propia gloria. Esto hace la diferencia entre un mentiroso y un mitómano.
El periodista apócrifo sentía que tenía un rol en la transmisión de un mensaje. Al carecer, aparentemente, de otras herramientas psíquicas y personales, puso su propio cuerpo como pararrayos entre la palabra de los dioses y el destinatario. Y vaya si se quemó.
En segundo lugar, no quiero olvidar que Nahuel Maciel hizo lo propio para engañar a un medio de comunicación que se dejó engatusar para bien del negocio. La mentira no le fue ajena a El Cronista. No hay excusas sustentables para afirmar lo contrario.
En tercer lugar, me resisto a suponer que Nahuel Maciel creyera en la sostenibilidad de su ardid. 
Tampoco parece ser una persona enferma (a menos que alguien me asegure que todos los que poseemos una o varias personalidades en internet no lo somos, también, en parte).
Por último, es improbable sostener que una mente brillante como la de Maciel y una devoción a cierta línea de pensamiento progresista creyera que sus mentiras, en realidad, tendrían patas largas.

III. La literatura y el plagio

Como borgiana devota me gusta pensar que la literatura es parte de un gran canto sin fin erigido por todos los artistas de la historia y del cual todos los artistas de todas las épocas abrevan.
El plagio, no obstante no deja de ser un error y un recurso cobarde, absurdo y reprobable.
No me tiren piedras los defensores del derecho de autor, que no a la detracción de este me refiero,  sino a la bienvenida de la circulación cada vez más colectiva del pensamiento, la literatura, la música y los contenidos en general y a los cambios en los parámetros de propiedad intelectual.
Basta con hacer la prueba de sacar en un tris y un solo clic una cuenta en una red social —y pasar cinco minutos o cinco horas, todo depende del estado mental, el objetivo y las ganas de navegar— para dedicarse a dar voz a distintas facetas de la propia personalidad, ser el escritor negro de sí mismo o -y vaya si sucede- replicar el pensamiento de otros como propio.
Avatar, así se llama el nombre de un usuario en Twitter. La piedra que un avatar tira en las redes sociales puede provocar ondas expansivas de intensidad relativa, de acuerdo a su creatividad e imaginación y al número de seguidores que tenga. La mayoría de las personas todavía no comprendió qué significa el Twitter.
Es notable observar la fruición y la furia con la que algunos usuarios denuncian las ideas robadas, recicladas a veces, y devueltas como propias a la red. En otra acepción, son avatares de la red, circunstancias que vale la pena saber antes de colectivizar una idea, un texto o un poema en el mar de la web.
Se trata de aguas virtuales mal iluminadas en las que, por lo demás, es muy fácil tirar la piedra y esconder la mano. Aguas en donde el plagio nada libremente por ser el líquido virtual conductor por excelencia de la electricidad del pensamiento global.
Curiosamente, un avatar es también el nombre que en el hinduismo se le da a la encarnación terrestre de un dios, en particular Visnú, que junto con Brahama y Siva forman la tríada creadora cuyos atributos son la bondad, la pasión y la ignorancia.
La asociación libre tiene su coherencia: Internet es paradigma de creación original de múltiples autores, de intercambio solidario, apasionados lazos virtuales y, también, un propalador divino de la estupidez y la ignorancia.

IV. Errores reales, virtudes virtuales

El gran error de Nahuel Maciel fue intervenir en la historia del pensamiento vía fax.
Su equivocación fue del tipo 1.0. Su insensatez, llegar antes de tiempo a la fiesta de confusión de lenguas en la Torre de Babel de internet. Como el invitado que acude vestido de pingüino a una fiesta de gala y al que siguen recordando, llorando de risa, años después y disfrazados, los mismos invitados de entonces.
El punto no es la mediación tecnológica en sí sino sus consecuencias en el contrato de lectura y el capital simbólico del que da cuenta. Lo que en los 90`escandalizó de Nahuel Maciel y su particular modo de mentir para decir su verdad hoy suele ser pan de todos los días, en el trinar del pajarito de Twitter tanto como en el amplificado clarín del gran diario argentino. 
No con el mismo modus operandi, pero sí con los mismos resultados.
Defiendo la propiedad intelectual y el amparo de la obra cuya creación costó ese 99% de transpiración. 
Pero me pregunto qué es lo propio y lo ajeno en un mundo de creaciones que se repiten y pasan de mano en mano como una antorcha, de avatares e identidades extendidas, un mundo que va demasiado rápido en la línea de tiempo y donde todo se olvida tan fácilmente.
El otro error de Nahuel Maciel fue decir a través del periodismo lo que debería haber intentado a través de la creación literaria. Mentir es condición de la literatura; los escritores somos embusteros por naturaleza.
La escritura altera la rutina de la vida, la enjaeza, le da una dimensión fantástica, absurda u onírica. Por eso escribir es un ejercicio curativo y transformador que puede cambiar la vida.
Apuesto a que un hombre que pudo recrear una ficción de tales dimensiones podrá crear las mismas historias —siempre son las mismas— de su propia mano. Me alegró mucho saber que a esto se dedica actualmente.
Por mi parte, la sola esperanza de tratar de recuperar la propia voz que entonces no llegó a oír y que ahora intentaría conquistar le otorga los cien años de perdón.
Por último, debo decir que el protagonista de esta historia no es mapuche. Que nació en Corrientes y allí fue criado. Nahuel Maciel es, a su vez, un seudónimo, un avatar elegido por el muchacho que fue anotado en el registro civil bajo el nombre de Arquímedes Benjamín.
Algo parecido a lo que sucede con una servidora, Vesna Kostelić. No soy croata aunque es cierto que fui criada por abuelos balcánicos. Desde adolescente utilizo mi segundo nombre y mi segundo apellido para firmar cualquier tipo de intervención literaria. Mi avatar es @bradamante. Al respecto, también debería decir “No sé por qué hago estas cosas”.
Del hombre a quien elijo seguir llamando Nahuel Maciel aprendí que el alter ego de una persona es a veces una forma de ser más fiel a la propia identidad y no a la que impone la cédula, la rutina y la supervivencia. Es el verdadero nombre escondido en el nombre.
A veces los avatares son como esas muñecas rusas, huecas, tramposas y ocultas una dentro de la otra. Hace falta la voluntad de abrirlas una por una para llegar a la verdad. 





25.5.12

En el medio de mi pecho



La patria no me cabe adentro de un mapa.

Su cartografía es apenas un boceto a lápiz, un dibujo concéntrico que empieza en el caracol de las calles de Agronomía, donde la ciudad deviene campo y contar cometas es tan inagotable como contar estrellas. Apenas dos cuadras más allá, en las coordenadas de mi patria, te encontrás con la subida de Malvín, barriada sin fin escrita en los papeles de la arena, poema donde gorrión rima con gaviota. Mi patria tiene la piel multicolor como los cantos rodados de la playa de Solís y las laderas sombrías de la Sierra de las Animas.

Mi patria se llama Juan y María, Jonhatan y Jennifer.

Y los chinos Rosa y Mario y Flora, de Oruro a Pueyrredón, Analía la cubana y Cosme el polaco.  Mi patria se llama Ivan y huele a chucrut con sarma, a rakia y ginebra Bols; a Nona la del tuco que ni te cuento, a vino patero, a ristra de ajo y silpancho y rocoto. Tiene los nombres de los avatares de verano que vienen de Berlín, el acento tirando a Bahía, el viento reseco del desierto patagónico, los ojos gitanos que ven el futuro en la borra del café. 

Mi patria, partida al medio por un río como una cicatriz.

Tiempo atrás, la vinieron a buscar de noche los cobardes. Se la llevaron encapuchada, le rompieron los huesos y la dejaron caer desde lo alto de un avión, a merced de la intemperie del terror y la mala memoria. Era peligrosa, mi patria. Llevaba un sueño en las entrañas y era peligrosa.  Por eso idearon un modo de hundirla en el fondo del mar y allí alternó con las algas y los bagres durante años. Pero ellos, los sueños de la patria, tercos y buenos nadadores, salieron a flote. Llegaron a la playa como las botellas al mar de los náufragos, con un mensaje intacto y ensordecedor.
  
Mi patria resucitó al tercer día.

Empezó a moverse lentamente. Se estiró y escupió al polvo el mal aliento de las pesadillas. Primero se hizo un mate. Después se miró al espejo y se dijo, voy a vivir. Y miró a sus enemigos a los ojos. Algunos se escondieron abajo de las piedras y otros permanecen agazapados detrás de ellas, y esperan el momento para saltarle encima. Cuando lo hacen, la patria, que no es tonta ni novata, se defiende. A veces la gana, otras la empata;  termina agotada de esas luchas pero es fuerte y tiene una polenta descomunal.

Mi patria anda más contenta que de costumbre.

Usa ruleros y canta debajo de la ducha. Baila con viejas melodías y hace pogo con las nuevas; canciones que brotan como hongos después de la lluvia, cantadas debajo de un farol, al cordón de la vereda, en el medio de la pampa, con guitarra y bandoneón.  Y se gasta las cuerdas vocales con León y con Jaime; con el Polaco, con el Negro y con don Carlos; con La Negra, Fander y el Darno, con Cabrera, los Redondos y el Flaco.

Mi patria anda de a pie y viene de muy lejos, muy atrás en el tiempo, por eso aunque corre, tarda.

Viene descalza y a la intemperie; se abriga con las banderas raídas. Se ha tomado el trabajo de remendarlas para que vuelvan a flamear. No son banderas nuevas, son nuevos los brazos que las alzan. Son brazos que habían olvidado todo, cómo trabajar, como abrazar, cómo alzar las banderas. Muy de a poco están recuperando la memoria. La patria levanta y agita las banderas para decir aquí estoy, mirá para este lado, la historia pasa por acá. Muchos andan codo a codo con la patria. Otros más atrás o tan adelante que ya se fueron. Qué se le va a hacer.

Todos nosotros hacemos la patria en marcha.

¿Qué país, qué fronteras? Esta patria se derrama de los mapas. El mundo cabe en ella, pero mi patria no cabe en el mundo.  Me tiene a maltraer, sin dormir. La lleno de reproches pero me lleva enamorada.  La siento latir como al corazón en cada paso que falta. La llevo puesta como a mi nombre, en el medio de mi pecho. Como se lleva un talismán, una herida, como se lleva puesto el destino. 





1.9.11

Esta esperanza de miércoles

No es que me moleste la basura, pero es como si hoy alguien hubiera descargado un contenedor entero frente a la Plaza Cagancha, junto a la glorieta. El viento no ayuda, juega nomás. Las bolsas vuelan como palomas de plástico; hay calesitas de hojas, botellas y boletos.
Es temprano. Creo que soy la única en este salón interminable. El mozo me trae el cortado y la medialuna; corro un poco la laptop y la libreta para hacerle lugar y por las dudas.

Recién despiertos, los habitantes de la calle se van acercando al montón de deshechos a buscar algún desayuno. Tres hombres y una mina. Uno viene atrás, rezagado, y no quiere soltar su sobre de dormir; primero lo lleva como una capa, después lo arrastra. Me contagia el bostezo. Se refriega los ojos y camina en zigzag barriendo el cemento; tiene la barba larga y complicada, pero parece un niño sonámbulo tirando de la punta de su frazada tras una pesadilla.

Unos encuentran un pan y otros unas frutas y vuelven al banco. Los observo a través del vidrio del bar. La mujer sacó un cuchillo para pelar una naranja. El cortado caliente y amargo me incendia la garganta.

La Lupe le puso voz a un pensamiento que me anda rondando desde hace semanas: ¿cómo llegamos a esto? No digo a la pobreza, eso se sabe. ¿Cómo fue que nos acostumbramos?

Si alguna vez esperamos o desesperamos, es claro que ya no.

¿Es el dejar de esperar lo que nos ha quitado la furia y la valentía sobre la que cabalgaba nuestra esperanza?


Ahora ha brotado una niña de una bolsa de papas rellena de diarios. Se para y corre a las palomas de verdad. Veo a la gente despertar aterida y húmeda en la calle, arrastrar su humanidad por un pan duro.  Yo observo, tomo mi café y, enseguida, en un rato, voy a escribir algo lindo y cierto y bien pago.

En mi biografía -en relación a los vínculos y las posesiones- dejar de esperar, dejar que los deseos vuelvan a enrollarse y dormirse, ha sido el talismán para encontrar la paz interior y, paradójicamente, hay veces, toparme por azar con aquello que esperaba (Por algún motivo pueril y egoísta, tengo temor de que al confesarlo deje de suceder, sin embargo voy a arriesgarme).

A veces, dejar de esperar es la mejor manera de encontrar.

Pero no puedo renunciar a esta otra esperanza que saca la mano de la basura y dice aquí estoy, te duele porque estoy, no tenés paz porque estoy. Renunciar a esa esperanza es un movimiento inútil de la voluntad porque no depende de ella. Como no es posible conseguirla con solo desearla ni quitármela de encima como un disfraz. La esperanza es un don. Como el amor.


Pero la única manera de lidiar con una esperanza que sigue encendida es hacer algo con ella. Y parece ser que a ella no le alcanza con que yo  ponga un papel en una urna cada tantos años. La esperanza inmóvil quema, duele, se hunde en la carne. Es una brasa encendida que nos incinera por dentro. Como el amor. (Desde la marcha de los Indignados un amigo hizo un cartel con lapiz labial en un trapo: "es amor, y lo llaman revolución").

Es Vitamina E, dijo Galeano en la plaza Catalunya, a quien todavía quisiera escucharlo, hablando de lo bien que viene una buena dosis de rebeldía y esperanza.

Habrá que hacer algo urgente porque unos se mueren de frío y otros nos estamos convirtiendo en cenizas.

Y si no, claro, está la opción de hacer, manso y tranquilo, la cola para que te apliquen la inyección diaria de anestesia local.



Ya no te espero
ya estoy regresando solo
de los tiempos venideros
ya he besado cada plomo
con que mato y con que muero
ya se cuándo, quién y cómo.

Ya no te espero
porque de esperarte hay odio
en una noche de novios
en los hábitos del cielo,
en madre de un hijo ciego,
ya soy ángel del demonio.

Silvio Rodríguez

23.8.11

Sobre dónde poner el alma

mi mesa en el Seddon de 25 de mayo.
Ahora vigila la esquina de Chile y Defensa.


















A veces, escribir no es suficiente.

Cuando el alma está agobiada, furiosa o cargada como un arma, repele el gesto catártico de la escritura y amenaza con aplastar como una mosca cualquier intento de volcarla en un papel. Como el agua, el humor se acomoda en los resquicios, se amontona en los diques de la autocomplacencia, en las drogas y los psiquiatras o desemboca suave en un bar.


Si tenemos suerte, el destino nos concede la gracia de tener uno.

Los boliches de mi vida siempre tienen estantes libres, una alacena, un lugar en el fondo de un cajón para guardar esos trozos de alma que se me desprenden como la piel de los lagartos, escombros que sé que tienen algún sentido -aunque ignoro cuál- y que debo guardar hasta tanto lo comprenda.

En los bares dejé en salvaguarda los deseos que las estrellas fugaces ignoraron sistemáticamente, algún que otro fantasma reincidente, todos los dolores sin consuelo.

El jueves pasado conocí el Museo del Vino llevada por la entusiasta y muy postergada intención de volver a bailar tango. Le pregunté a la profesora si algún día me sería posible relajarme en el vaivén de una milonga sin pensar en qué lado del cuerpo está el peso, olvidando la pisada y el firulete. "Puede suceder -dijo Felicidad, así se llama ella- pero a veces pasan años de años y solo es posible si hay verdadera conexión con el compañero" (Digresión: no fue esta la única indicación técnica con aristas ontológicas de la clase: "tenés que escuchar lo que su cuerpo te dice para poder decidir sobre el tuyo", "ella no tiene ojos en la espalda, no la culpes si se choca con alguien, vos la tenés que cuidar").

Mientras mi alma se acomoda y aprende, disfruto del error, ejercito el músculo del volver a empezar, voy ganando pista.

Un local con una barra, diez mesas, una radio y una maquina de café puede ser un hospital para el espíritu.

¿Tendrán registro los bolicheros de que no se trata solo, ni de lejos, de comer y beber?

Se trata de la sonrisa de gato de Cheshire de Michel del Garní que flota alrededor para hacerte bien; del perfil de Ani que uno no ve pero adivina detrás del aroma a canela y cilantro, de las mejillas de bienvenida de Daniel encendidas como el fuego al fondo de su horno de barro.  ¿Sabrá Jose que una sola de sus décimas, cada línea recitada en una vuelta de sacacorchos, es una pócima curativa? Si ando negativa, Regina me levanta el ánimo mostrándome las pruebas de que todo puede ser y es, de hecho, un poco peor. Edu seguro sí sabe que el filo de su ironía corta en rebanadas la más dura de mis tristezas. Pero tal vez Pamela ya no se acuerde que me salvó la vida, hace veinte años, cuando aquella madrugada sin clientes se sentó a compartir la última medida de Johnnie y me dijo: mirá Caperucita que si una da tanto, un día mete la mano en la canasta y, de pronto, no queda nada.



Yo trato de convencerlos de la superstición de que los bares son salvadores, que redimen a esa porción de humanidad inmolada en los altares de la noche.
Pero, sin excepción, se ríen, no hacen caso. Tienen cosas más importantes entre manos: revisar que haya pan, cerrar la caja, lidiar con un proveedor. A veces me miran como verdaderos amigos que son; otras como los piadosos profesores de un psiquiátrico a una paciente, que no sabe que lo es y alegremente delira, lo cual es probable.
Es poco decir que tengo buena estrella con los bares, el azar y los amigos. No en ese orden, aunque por ahí sí. Sucede cuando los bares se vuelven amigos, los amigos mensajeros del azar y el azar un lugar seguro donde se puede habitar en una noche de soledad.

Echado en una esquina de mis diecisiete persiste el Tigre, sitio al que los varones de 5°B se rateaban y al que el preceptor más bueno del mundo iba a buscar cuando la Directora llamaba a su oficina, porque sabía que no estaban en el colegio. Andy corría como loco las varias cuadras desde ahí al bar (¿dónde podían estar si no?) para traerlos de vuelta. Llevaba en el bolsillo una corbata de repuesto de esas falsas, con elástico, por las dudas.

Años después, con L., nos refugiábamos en el Moliere a leer desenfrenadamente a Borges, a Vallejo y a Cortázar. Por esa época fuimos también feligresas del bar de Guido, que un día cambió de dueño y le pusieron -vaya paradoja- Café de los Ángeles. Explicar esta historia podría llevarme la extensión de una novela.
Sobrevive, aunque solo en mi memoria, el Pernambuco de la Avenida Corrientes donde Ulises Dumont reinaba cada noche en la mesa del centro y en cuyo depósito me ocultaron los mozos, una extraña madrugada de humor negro. Enfrente, el Astral, angosto y habitado por sátiros y faunos jubilados y en el que décadas más tarde imaginé ver entrar, lento como un dromedario, a un Jorge Varlotta que jamás conocí. La Academia y la Opera tuvieron su minuto de gloria cuando cambiar de noviete significaba cambiar rigurosamente de establecimiento, de trago y de género musical.

También sobre Corrientes -caminar mucho nunca ha sido mi fuerte-, er mío el café de Liberarte sobre cuyas paredes, una vez, no hace tanto, apoyé el oído para cerciorarme de que la voz del Polaco no hubiese quedado atrapada como el mar adentro de los caracoles.

En Montevideo, en el ángulo del pasaje y Buenos Aires, está el eterno Bacacay, extensión del living de mi alma y espejo del Seddon justo al otro lado de ese mar. Al Seddon lo vi morir y volver a nacer como un fénix y doy fe de que sus cimientos también se sostienen sobre los cascotes de mi corazón hecho pedazos.

Mucho después llegaron el Gallo para Esculapio, segado joven como un poeta tuberculoso y bello, y el café Homero que sigue habitado por el espectro blanco de un bandoneón. Tan lejos y tan cerca, en la asombrosa ciudad de La Paz vuelvo en sueños al Socavón que tiene esculpidos en la entrada un querubín y un demonio porque dicen que, como en las minas, necesitarás la ayuda de dios y del diablo para salir de allí, asunto del que soy testigo, aunque no en un estado del todo lúcido.

Como en cada cielo y cada infierno, el Edén de mis bares tiene un centinela. Un bar caído, un ángel condenado injustamente por un dios incompetente: vigilando la placita, sobre la esquina de Serrano y Honduras, el Taller era la prueba de que seríamos jóvenes por siempre. Mentira. Hace un par de semanas, cuando doble la esquina y levanté la vista, ya no estaba ahí. Ni él ni mi juventud.

¿Adónde habrán ido a parar los retazos de vida que dejé en sus mesas, adónde los besos furtivos? ¿En qué estante quedaron las trampas, las promesas, los tragos de más? Busqué los graffitis de los baños, pero una mano impecable de pintura los había borrado.

Cuando se muere un bar, cuando un bar se rompe, el alma de quienes le tuvimos devoción se derrama como a través de una tumba rajada.



Y andá a cantarle a Gardel. No hay nada que hacer, los bares no resucitan ni reencarnan ni despiertan con un beso. Si en algún lugar siguen viviendo es en el medio del pecho. Son la escarapela de ese barrio inventado que llevamos puesto.

Ahí es donde, algunas veces, la escritura regresa y es útil para volver a rescatarlos y juntar, del alma, poco a poco los pedazos.



Yo simplemente te agradezco la poesía
que la escuela de tus noches
le enseñaron a mis días.

Cacho Castaña / Polaco Goyeneche


16.8.11

De la niebla a la luna

Las copas de los árboles emergen entre la niebla a los costados, allí donde se  supone que está el campo. No es de día ni de noche. Del camino no se ve más que un trozo veloz de pavimento iluminado por los focos delanteros.
Ya se durmieron las cuatro mujeres sentadas adelante –maduras,  cincuenta y cinco pasados, tres rubias y una pelirroja, envueltas en esa pilcha con mucho de negro y dorado que desentona cuando sale el sol-. Más que quedarse dormidas, creo que cayeron fritas. Se la pasaron bromeando con estruendo durante los primeros minutos de viaje. Discutían acerca de si a una mina muy irritable (se referían a una empleada del Buquebús en particular), se le diría mal servida en Buenos Aires y en Montevideo mal atendida, o si es al revés. Las variaciones entre uno y otro concepto provocaban la carcajada de las cuatro. Algunos pasajeros ejercen sobre ellas esa censura visual tan nuestra, otros sonreímos y miramos para otro lado.  Juraría que llevan varias botellas puestas, que compraron una de esas promociones de dos días de joda en Montevideo, tres estrellas, todo incluido. Apuesto a que siguieron derecho de la milonga al bus, de aquí al barco y, al llegar, directo a una oficina pública, a la dirección de una escuela secundaria o a la cama, alegando con voz ronca al teléfono tremendo ataque de hígado que, probablemente, se convierta en realidad con el transcurso de las horas. Por el momento, una de ellas ha empezado a roncar suavemente.
La neblina es sólida todavía. El bus avanza con cautela como un ciego tanteando el camino.  El ronroneo del motor me invita a cerrar los ojos. Por la comisura se me escapa una lágrima que no es de pena, es la arena de ese reloj que marca los siglos que hace que duermo mal y me lija los párpados por dentro. 
El aparato de aire acondicionado escupe una correntada tibia que confunde y esparce los hedores de los pasajeros; los que estamos, los que viajaron antes que nosotros y antes que ellos. Despojos adheridos al tapizado, sustancias entre las rendijas de metal de las ventanas, mugre disimulada por un desodorante de ambientes barato.
Detrás de los cristales el campo y las pocas casas aparecen muy lentamente. La niebla se extiende ahora al ras del pasto; unos caballos y unas vacas flotan sin extremidades, los hocicos hundidos en la bruma.
Me vuelvo a ajustar los auriculares y oprimo play sin sacar la mano del bolsillo. “Oh, yeah, I´m calling you”, la voz traversa de Aznar me atraviesa como un escalofrío. 
Me entrego al raro privilegio de dejar pasar el tiempo.
Asumiría alegremente la condena perpetua de viajar escuchando música. Música, un lápiz y una libreta. Si hubiera nacido varón tal vez sería viajante (no entiendo por qué, pero no hay mujeres en el oficio);  un hombre introvertido y gris que gastara la vida recorriendo kilómetros desde  Buenos Aires a Corrientes, de Rosario y Fray Bentos a Salto, Rivera y Treinta y Tres. Ida y vuelta, cien, mil idas y vueltas con mi valijita. De pronto recuerdo que alguien me dijo una vez que los viajantes conocen del país solamente la senda que recorren y que, casi siempre, es la misma toda la vida.
¿Se aprenderán los paisajes de memoria? ¿Todos los rebaños y todos los campos sembrados? ¿Cada molino, cada farol y cada rancho? ¿Se alojarán siempre en los mismos hoteles y los extrañarán siendo ancianos, como uno añora de viejo el olor de las almohadas de la infancia? De pronto, ser viajante me parece una mierda;  un infierno en el cual moverse es la forma implacable y paradójica de estar petrificado (pienso en anotar esto último en la libreta pero me da pereza y me digo que, de todos modos, no es gran cosa).
En cambio, me deslizo un poco más buscando la concavidad del asiento. La mujer que está a mi lado no se sacó el abrigo y ocupa más lugar del que le corresponde. El cálido vaho verde de un mate recién empezado, que adivino en el asiento de atrás pero no veo, me toca la nariz y las ganas se convierten en saliva. 
Pienso en las personas que conozco y en las que no, la mayoría debe estar despertando en este momento, en camas distintas de ciudades diferentes. Las caras arrugadas e hinchadas de sueño, el aliento rancio, el cabello pegado al sudor. En todos los casos,  el siseo del gas en la cocina calentando la pava o la caldera, según sea la orilla que le haya tocado en suerte al mate.
Parece que la niebla insiste, pero no, son las ventanas empañadas. Abro un redondel con la mano. Detrás del vidrio los verdes aparecen al fin, deslumbrantes, lustrados por el rocío. El día arremete: “Mi corazón es de río y ha salido más el sol”, me dice al oído la canción como si supiera.
Durante un buen trecho un cable de alta tensión subraya, paralelo, la línea del horizonte. Cosas de pais lisito. Pronto entraremos en el camino de las palmeras y enseguida llegaremos a Colonia.
Aunque ya se hizo de día y sé que es inútil tratar de dormir, cierro de nuevo los ojos:  necesito recuperar algo que dejé en la noche anterior. Vuelvo a sus fauces para traer de vuelta la visión de la luna poniente, hace una hora y algo, en el taxi camino a Tres Cruces. Explotó ante mí justo al doblar a la derecha desde la Rambla hacia Propios. Lástima no poder compartir un recuerdo tan exagerado con alguien más, culpa de la hora.
Tengo al menos este pequeño truco de cerrar los ojos para rescatarla solo para mí: inmensa, una luna absorta y estriada como la pupila de un cíclope, asomada por encima de los pinos del cementerio del Buceo. 


Calling you / Pedro Aznar / A solas con el mundo, 2010:
http://grooveshark.com/s/Calling+You/3lF0xn?src=5

13.8.11

Lo que pegué en el Feisbuc y decenas de lerdos que no lo leyeron ahora me piden explicaciones y hacen tremendas escenas por mail, skype y sms

(3/8/2011)
En unas horas cruzo el charco -que por suerte no es la Estigia sino el Plata-, esa costura marrón que hace de nosotros los retazos de un mismo abrigo. 

Corro a besar su otra mejilla, uno de mis dos amores fatales, mi Buenos Aires querida.
Cuando vuelva, algunas cuestiones palaciegas y otras muy de pueblo, me van a complicar el seguir manteniendo abierta la pestaña del Feisbuc. Y sí, a veces hay que poner a dormir ciertas cosas para despertar otras.
En esta, mi pequeña porción de la red casi no hay amigos a los que no haya visto con mis propios ojos y tocado con mis propias manos.  Es cierto que, en muchos casos, eso fue del otro lado del mundo o hace un cuarto de siglo. Pero tratándose de redes sociales el tiempo y el espacio –esos que antes fueron inamovibles tiranos- son apenas las hilachas sueltas del destino.
Porque somos pocos y nos conocemos, les debo estas líneas a modo de 
hasta pronto, miren que no me morí, volveré y seré millones, o al menos cien, la cuestión es sumar.
Gracias por compartir este espacio. Gracias por hacerme pensar, reír y llorar. Los vínculos que aquí creamos son reales; lo que no existe es la histeria de quitarle el cuerpo y el alma a la vida.
No dejen que los muros se queden sin canciones. No dejen que dejen de hacerse preguntas. (Si tienen ganas de compartirlas, que sea vía mail, a la antigua.  Abrazos, palabras y otras materias primas de la felicidad se reciben por la misma ventanilla).
Recuerden regar las flores que a veces insisten en brotar entre las grietas de los muros.  No se amarguen ni se empeñen en borrar los grafitis que no vale la pena siquiera mirar. Sigamos volando bajo. Así tendremos más chances de descubrir en el barro las piedras preciosas que la vida nos regala. No aceptemos imitaciones por más brillantes que parezcan. Que cada uno se apure a compartir su porción de maravilla.
Nos vemos en alguna esquina de Montevideo o Buenos Aires, en algún bar, vino de por medio o a la intemperie, con un mate; con lluvia o con sol. A no olvidar que la única existencia que vale la pena es la que se vive con los cincos sentidos. Como me enseñaron a decir hace poco (al fin y al cabo todo se trata de eso, de aprender): Namasté.


Les dejo la más linda canción de estos meses.





PS: ¿Lo que de veras me provoca síndrome de abstinencia?: Compartir con otros el asombro por la música.

9.8.11

Puta ciudad

Sé que en unos días voy a volver a extrañarla. Con el pasar de las semanas la falta de Buenos Aires se siente acá, como un hueco de languidez que no se llena con ningún otro alimento.   
No hablo de la que se muestra evidente a los ojos de pincel de los turistas. Ni a la de los uruguayos, que no son turistas en absoluto, pero que evitan los bordes y se obstinan en ver solo el centro. 
Ni hablo de esa otra que miran sin ver los que andan como sonámbulos en una cinta transportadora programada siempre en el mismo carrusel.
Yo extraño a la ciudad que miro con los ojos del barrio; Agronomía con mirada verde de gansos, de alfalfa y de ovejas, de moras blancas, de trencito y lechuga, de un árbol marcado con iniciales secretas.
La Buenos Aires que extraño es la de la china Lili que toma mate  lavado en vasito de loza, todo el día detrás de la caja registradora, puteando en cantonés a los repartidores de Sancor mientras se quita de la frente un jirón de pelo negro lustrado antes de sonreir y cobrar. 

Es la que queda eternizada en el instante mismo de iniciar la conversación interminable del taxista que me dijo que a Tolkien lo inventó George Lucas; la del mozo demente que entre dientes perjuró que es injusto que Borges haya muerto y entendí qué quiso decir; la del puto que me aseguró que por más que quiera esta ciudad de porquería no te va a soltar de sus garras porque de acá nadie se va nunca.
Es la esquina de Flora a la intemperie, caserita de cilantro y hierbabuena que segó los amores tempranos en Oruro y los volvió a sembrar en Villa Pueyrredón. Es la carnicería de Orestes, orgulloso de un bife de chorizo endemoniado y sangrante que arroja como su corazón en la balanza. Son las empanadas de carne picante cortada a cuchillo de la salteña que logran la hazaña de un minuto de silencio en la ronda de amigos y de Quilmes.
Es el acento decadente y anarquista de un gallego, la cantinela de un tano, que te explican que allá es mejor pero que no volverían ni a ganchos.  

Es poder nombrar las avenidas por sus nombres viejos y no saber que eso es un poder. Es el olor sin humo de los atardeceres de invierno. Son los colores que se usan opuestos y superpuestos como banderas del desparpajo. Es la pareja joven de coreanos con piercing que se detiene a besarse en cada umbral de Palermo. Es el ruso que toca el violín con los ojos cerrados en Corrientes y Rodriguez Peña. Es el Seddon, espejo del Bacacay. Es el mismo Bonafide, pero es otro.
No puedo sentir orgullo de Buenos Aires; no entiendo cómo hay quien puede. Yo la necesito febrilmente, con la terquedad y la ceguera con la que uno se apega a un amor inconveniente, como una piel necesita a otra piel y no sabe por qué, como una medicina.

Buenos Aires está hecha de las confesiones de mi madre, las mismas de siempre y siempre nuevas con dos copas de más; es mi viejo que agradece los tangos en el pendrive para el auto y la bondad de mi hermana que gotea como una canilla regando mi tierra reseca de inocencia. 
Es Amelia que me apunta con el bastón y me recuerda que fue ella quien me dió la primer mamadera; la Nona que asegura que vivió ahí toda la vida; el hombre con babero que pasa por la vereda en su triciclo, eterno niño con un hilo de saliva en las comisuras y la vista perdida, igual que hace veinte años.
Buenos Aires es la ruidosa iglesia que ahora desatanudos pero que antes enmudecía como el buen José en las tardes desiertas de Cristo yacente y Virgen del Carmen.
Es la presencia hechicera de los gatos, esos otros santos que van quedando y que saben que no aprendí a callar ni a mentir ni a pedir perdón, a pesar de todas las copas del mundo.
Es la gente que no veo pero que está suspendida, accesible e inalcanzable, como toda la felicidad que tenemos al alcance de la mano. El amigo de siempre que sonríe piadoso y burlón cuando me escucha decirle el mar; la gente que me insiste no te vayas, por joder y por amor.


Buenos Aires es la inconcebible valentía de buscar Libertador a medianoche cruzando los bosques de Palermo con el paso apretado y las manos en los bolsillos. La Fura en las tripas saciadas de romanos y godos en digestión ("Después de cada tragedia, la gente sigue comiendo"). Solo el viento amenaza en el follaje. Detrás y adelante, las sombras. Borrados los puntos cardinales.
Si en algún instante tuve miedo, las putas me cubrieron con su manto protector. 

Cada tantos metros, un ángel monumental, una bestia de tetas como visiones y piel de fuego a prueba de agostos, espera su presa temblorosa en los autos que pasan. Usan conmigo una sonrisa no laborable y ocultan la piel con inocencia pueril. Cómo quisiera tener un sexo que las necesitara urgente para tener el honor de rozarlas con mi torpeza de mujer común y corriente.

Buenos Aires es no poder escribir ni una sílaba por no poder parar de vivir un instante. No escucho tango en Buenos Aires porque el tango sucede. El folclore pasa delante de mis ojos. El rocanrol suena por intravenosa.



Como otras veces, ya lo sé, iré dejando pasar nomás el hambre de Buenos Aires. Se irá volviendo ayuno. Mientras tanto, la otra orilla me mantiene viva; alimenta con otro alimento otro estómago que tengo. Volveré a tener hambre, y a saciarme. Volveré a ayunar. Me someteré a otras sobredosis. Sobreviviré.

22.7.11

Mientras (y si) amanece por fin

Con los años, mi insomnio y yo cultivamos una relación de solidaria convivencia. No es una amistad elegida.  Se parece, más bien, al apego que nace entre dos condenados a perpetua que viven en la misma celda. La prisión de la noche de encorvados fierros de Borges, que odiaba tener que dormir porque, aunque apretara  fuerte los párpados, el único color que seguía viendo era el amarillo.
A veces, el insomnio se toma semanas y hasta meses de libertad condicional. El ángel negro me deja en paz. Y duermo como una persona normal; envuelta, no obstante, por las manías del té de pasionaria double black, uno o dos libros y una estampita de Santa Melatonina.
Otras veces vuelve, como ahora, con toda la fiereza de un adolescente inoportuno a rociar su adrenalina sobre mis noches. No es algo risueño, ni romántico, ni valioso para un escritor, como muchos suponen o me han dicho y me dicen. Claro, muchas veces lo que se hace es escribir.  Pero si me dan a elegir, como en la canción, prefiero los relatos oníricos que engordan los cuadernos de la mesa de luz.
Con el tiempo de trasnochada, y por pereza, he llegado a ejercitar, incluso, una escritura interior que sucede solo para mí. Relatos enteros que olvidaré, crónicas fugaces escritas en los renglones del cuaderno en blanco de las horas.  Juro que he querido ser  –pero no lo intenté lo suficiente, se ve-  de esas personas  que se levantan bien temprano y con la mente fresca, que hacen abdominales y salen a caminar, que toman café, comen cereal y luego encaran con disciplina y entusiasmo ocho horas de caracteres con espacios a tempo prestissimo. Pero no.  Lo mío es más bien la marcha camión de la vigilia.  Me tocó ser un animal nocturno,  una fiera desaforada y vagabunda, hay veces, o un obeso búho blanco parado en un poste como el que primero escuché y después vi -no me creen- una noche en Solís.
Hubo una época en la que quise saber por qué. Como si un diagnóstico sirviera para algo. Le pregunté a mi vieja y a la amiga con quien compartí el primer apartamento:   ¿Nací insomne o me fui volviendo?  Simplemente no lo recordaba.  Vagamente me veo a mí misma a los quince o dieciséis, soñando despierta y tomando nota, a oscuras, aterrada y febril. Historias con chimpancés colgados de la lámpara, la ventana abierta de la puerta de calle y siempre alguien a punto de entrar, la crónica de las visiones de aquel elfo que se paraba junto a mi cama, un hombre pequeñito y amable, probablemente, tan insomne como yo. Nos mirábamos a los ojos  durante horas hasta que me quedaba dormida; nunca nos dijimos ni una palabra. (No lo volví a ver, pero tengo mis razones –que no voy a explicar ahora- para creer que se trata de un pequeño fauno, de un pariente de Puck, o del mismísimo Robin Goodfellow  de Sueño de una Noche de Verano).
Cuando el sol está a punto de detonar,  en la frontera de la noche de los insomnes urbanos, espera siempre el grito del zorzal o la calandria. Malditos emplumados. Una de las pocas ventajas de  vivir en un piso nueve es que el precoz buen día de estos condenados no llega tan alto. Las gaviotas, en cambio, son gordas discretas.  Y la cadencia del oleaje es un arrullo que me avisa que -algo es algo- tengo dos horas de sueño.
El insomnio que regresó en estas últimas semanas no me molesta. Al contrario, diría que es un buen punto de nuestra relación. Se ve que estamos grandes, que somos pocos y nos conocemos. Convivo con él por la noche, lo dejo hacer, y de día me entrego a esta especie de película que se te queda pegada sobre la piel, una resaca abstemia, un des-velo que me separa un poco de la cosas prácticas y la rutina.
Porque después de muchas noches de insomnio -el que lo vive lo sabe-  aparecen los días clarividentes.  Jornadas en las cuales lo que normalmente hay para ver, lo evidente, desaparece;  y aquello que estaba oculto se ve con claridad.
No gozo de este insomnio pero no lo rechazo como no se reniega de un gran maestro. Sospecho que un día, pronto, volverá a dejarme en paz.
Mientras tanto, agradezco lo que me da: noches sin pensamiento, sin congoja, habitadas por fotos viejas, por imágenes pueriles proyectadas en Super 8 en la pantalla que tengo acá atrás de la frente.  Horas que se proyectan con finales de películas que alguna vez amé y después de amar amé, remendadas con retazos de escritura valiente y sin estufa;  con canciones que creía haber olvidado y han vuelto, no para decirme quien era sino para recordarme quien soy en realidad; buenas noches de insomnio pobladas de rostros que, como los de Eluard, responden a todos los nombres del mundo.