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30.1.13

Apuntes para las hadas



















Me levanto un momento para fumar arrumbada en el ventanuco sobre los techos de Kreuzberg. No hace mucho frío y las casas tienen calefacción del primer mundo. Me llevo la laptop y el chopito de tequila 1800  que descubrí escondido en el mueble detrás de los fideos.

Trato de escribir pero no hay caso. Dejo el teclado y tomo el cuaderno negro. Las frases parecen ganchos indescifrables.

Lo segundo que se muere cuando se muere alguien amado, son las palabras. Los tiempos verbales aparecen, de pronto, arbitrariamente descalificados.
Es, era, fue, será. Todo entreverado. La muerte no admite el relato en tanto es el fin del tiempo verbal que lo hacía posible.

En este hecho se comprueba que el pretérito, siempre es imperfecto, y el presente apenas un tiempo que se nos va de las manos como la arena de la playa.

Me sirvo un tequila. Onhe eins, pienso. Increíblemente, cumplo. La nieve, casi fosforescente, se ha depositado sobre las pesadas ramas de los árboles, sobre los coches y las bicicletas recostadas sobre las entradas, los tejados reflejan la luz de la luna y cada tanto un transeúnte atraviesa la madrugada a paso apurado.

A veces se escriben cuadernos enteros, varios tomos, invisibles e indelebles, sin usar una sola palabra.

***

Los niños son sabios y curativos. Cuando lo supo dijo tranquilamente: hay que plantar un sáuco porque es el árbol de las hadas y Katrin es un hada.

***


No le temo a la muerte. Curiosamente compruebo, que la gente que más miedo tiene de morir es la que más miedo de vivir tiene.

No le tengo miedo. Me enoja. Me humilla. Me hace sentir estúpida e impotente, como si algunos se estuvieran burlando de algo alrededor tuyo, y vos te reís también y al rato te das cuenta de que sos el chiste. Obstinación de gallito ciego pegándole al vacío con el palo de escoba.

Vos respirabas un tiempo que, a su modo, era eterno. La mayoría de las elecciones de tu vida fueron tomadas con la absurda e inevitable certeza de que la vida es para siempre, entonces, vale la pena dedicarle todo el tiempo del mundo a las pequeñas cosas.

Tengo tanto que aprender.

Vengo tratando de ejercitar el viejo instinto de la oración, que al contrario de lo que se supone, es hacer silencio para escuchar.  Si lo logro, si logro callarlo todo, tal vez  escuche un día cómo hacer para agradecer el haber vivido parte de la eternidad a tu lado.

***

Los conocí a los dos el mismo día. Pero esa noche yo no tenía ojos más que para un hombre en el club Almagro, noche de tango, de luces cansinas y mujeres vestidas de negro y rojo. “Cuidado con ese hombre”, me dijo en la barra, ya después de un par de tragos y solidaridad de género. Tenía razón. Era para cuidarse. Me casé con él.

Pensábamos envejecer juntos. No es un reproche. Bueno, un poco sí. Ibamos a construir otra casa sobre pilotes en el bosque encantado. Ibamos a criar canas rodeados del viento en los eucaliptus, y las olas rompiendo en la orilla del sueño.

El plan no era complejo; dos cabañas: el que ronca duerme solo (“ya sabes quién”), “habría que trasladar las bibliotecas”, “tener un auto no es necesario”, “es indispensable un auto”, “una bicicleta, seguro” “un seguro de salud y un combo de jubilaciones decentes para comprar vino bueno y los libros, los medicamentos de la edad, mantener la banda ancha". El ejercicio de caminata ida y vuelta a Piriápolis es sin costo. Yo paso, dije. Fui apoyada también en mis objeciones de urbanismo libertario: mal que les pese, haría frecuentes excursiones a Montevideo y Buenos Aires.  Mucho aire puro termina por malhumorarme.

Nada podía fallar. Qué absurdas somos las personas. Todo puede fallar.

***

Aquel sábado, después de un viaje interminable en la agonizante Iberia, llegamos a Berlin con el pequeño Jedi. El cielo, primero rosado, empezó a tornarse saturado de un blanco lechoso como si estuviera por reventar. 

Recordé a mi vieja y sus descripciones del cielo de Zagreb antes de la nevada. Tal cual.

Dormí más de doce horas. Cuando abrí loso ojos, sobre la ventana del tejado los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Berlin. Efectivamente, como decía Tonka, los copos no caen, oscilan, van haciendo maniobritas en el aire antes de posarse en donde les toque. Un poco como nosotros. Hay que ser muy tonto para ver un solo copo. Lo que vale es la nevada. No pude dejar de pensar en que es la versión europea del mar de fueguitos. Mar de copitos. Kreuzberg nevado es una de las cosas más bellas que uno tiene la suerte de ver en la vida.

Estabas tan presente en esa caminata blanca hasta el parque, con los chiquilines y los trineos. Pensé que dirías, con la acidez que te caracteriza –me niego aún al pretérito imperfecto-  que pronto se iría la nieve y vendría la llovizna, que todo lo convierte en lodo y piedritas. Tal cual, también.
Pensé en que tal vez mañana, cuando te llamara por Navidad, te contaría eso mismo.

Más vale hoy que nunca.

¿Quién nos quita la belleza de la nieve aunque dure un instante?

En eso nos parecemos. En mirar la eternidad de lo fugaz y el lado bueno de las cosas. Oteando el otro lado, pero ninguneándolo un poco para que, el que vale y es bello, dure más, aunque a veces ni siquiera exista.

Y en recurrir a lugares comunes para explicar las cosas.

***

La iglesia que ya no es iglesia se yergue bella y austera en el cruce de calles. Entro y salgo. Igual con la otra. Inútil buscar una iglesia en Berlin para llorar como la gente. Muchas de ellas se han convertido en bares y no quiero caminar más.

Volvemos de la caminata hablando del horrible barro helado que queda después de la nieve; vagaba en mi mente buscando una respuesta, cuando alguien me trajo por azar la referencia de un libro amado  y del cual hablamos largamente hace poco. 

Fue en octubre. Se perfilaba como una de esas largas noches de Jhonnie, pero habías llegado en el barco de las 7 y estábamos agotadas del laburo. Apenas podíamos mantener los ojos abiertos pero no queríamos renunciar a un rato más de charla y pusimos otro disco de Nina.

El clima nos daba permiso para estar afuera y fumar. Qué estás leyendo, siempre fue una forma de retomar el hilván de la conversación abandonada meses atrás. La amistad, cuando es genuina, remienda el tiempo con su aguja y continúa como si nunca se hubiera detenido el tejido de las cosas.

Yo había retomado la lectura de la Invención (nunca le agarraste el gusto a ninguno de los dos, a pesar de mis intenciones) y trataba de explicarte la trama, con ademanes y aspaveintos, en clave de Lost

Vos te atoraste de risa cuando se me ocurrió ilustrarte el asunto diciendo que el protagonista es un venezolano medio loco, medio genio, con cruza de Silvio Rodríguez y Ben Linus. 

“Chavez!” gritaste casi. Nos tapamos la boca con las manos para no despertar a los vecinos con las carcajadas.

Me llevó como media hora contarte la relación entre Linus y Morel, entre Kate, Faustine e Irene. 

Después discutimos acerca de si el amor es necesario para sobrevivir, si se puede amar algo que sabemos que no existe, si puede volver a existir por obra del amor, si la creencia es creadora, si la creación no es en realidad, mera cuestión de fe y la fe, apariencia.

No habías leído el libro ni visto la serie pero usabas la información que te había dado, en mi contra. De pronto estuve atrapada en mi propia isla inventada. Y era tarde y tenía que trabajar.

Tu paciencia para escuchar y reír con los amigos era parte de ese sentido tuyo del infinito y tu inteligencia no descansaría en la esgrima del debate ni siquiera al ver amanecer. 

Esgrimí que es relativamente sencillo destrozar a Bioy usando las razones opuestas para descalificar a Galeano. Pero estaba cantado nomás que esa no era mi noche. Me estabas despedazando. Servimos la última ronda. Fui a buscar dos piedras de hielo.

Cuando volví, jugando una última carta, me senté, tomé el libro y te pedí que escucharas:

“Ya no estoy muerto, estoy enamorado”.

Voilá. Abriste los ojos, inclinaste la cabeza, estiraste el brazo y tomaste el ejemplar con los ojos entornados del que acepta cada derrota como un reto a medida.

Nunca sabré si finalmente leíste el libro.

Si pudiera pedir una sola cosa, sería una noche más.

***

Como no podía escribir, con las hilachas del asombro de la palabra ausente, hice una lista minuciosa en el cuaderno negro de las cosas que no quiero olvidar. Como si enumerarlas pudieran retenerte de algún modo.  

Cosas triviales, los actos más insignificantes, como cortar un trozo de queso, hablar por celular, o el gesto de recogerte el cabello en una trenza gruesa.

No voy a escribirlas, no solo porque la lista es más interminable que la historia de Michael Ende; puedo resumirlas en una sola.

Lo primero que pensé cuando supe que habías muerto es es no voy a olvidar tus manos. Orgánicas, en movimiento, con la palma abierta para dar y recibir, pronta para agarrar las causas perdidas. Tus manos indispensables, las de pelear cada día, espada en alto, lado a lado junto a Bastián Baltasar Bux para salvar Fantasía y curar a la Emperatriz.

Si alguna vez olvido tus manos, significaría olvidar lo bello, lo bueno y lo justo que hay en este mundo. 

Tus manos sigilosas de dedos, medianos, sensatos en las dimensiones, las articulaciones como nudos de ramas jóvenes de cerezo. Las uñas translúcidas, escamas de un pez antiguo, ovaladas y lisas como la piel de la luna.

Tus manos que lavan los platos con parsimonia, que escriben con delicadeza y con furia, que levantan banderas de causas perdidas –cuáles si no-, manos que cambiaron pañales, que acunaron con amor, que cobijaron a las chicas, manos que les dieron un empujón cómplice de libertad cuando llegó la hora. Manos dispuestas a sembrar, a cosechar y repartir. A dejar partir. Tu mano en mi hombro. 

¿Cómo hacer para soltarte? Espero que tus manos me enseñen el inverosímil ejercicio de decirte adiós.

***
Pero las cosas son como son.

Tantas veces imprecamos sobre lo establecido. Llegabas con tu pequeña maleta desde alguna parte del mundo pronta para gastar la madrugada en charlas de nunca jamás. Uno de los clásicos era por qué no puede ser de otro modo.

Tantas veces en tantos años nos interrogamos, discutimos de política y de historia, apretamos los dientes frente a la injusticia, el dolor, la falta de esperanza de quienes están a la intemperie de la historia.

Yo no sé si lograremos entre lo muchos pocos que somos que algunos sean menos pobres, que otros sean menos ricos, que seamos todos más sencillos, menos egoístas y más felices; más buenos, más lúdicos y más niños.

Yo no sé si esta es la puerta o la ventana, si es el camino directo, el atajo o la encrucijada.

Yo no sé si lo lograremos porque es cierto que somos frágiles y porque ellos son los dueños de la pelota y son poderosos. 

Yo no sé si podremos. Pero no voy a despedirme del timbre de tu voz recordándome a diario que vale la pena intentarlo.



30.7.11

Diez minutos

De no salir ni a la esquina, vengo de bar en bar.
Ayer, en pas de deux,  la vuelta al perro en Ciudad Vieja para terminar donde siempre al borde de un Alamos. Muy cerca, acá en el oído del alma, todavía repican las décimas curativas de José Hernández, no el de Fierro, sino el mozo más buen mozo y poeta mayor con quien cultivo una amistad forjada de a diez minutos de cigarros compartidos a la intemperie.
Hoy, el enjambre del Mercado. Don García a reventar. Andrés sudando la gota gorda al ras del fuego y cinco lugares en la barra. Los alemanes, obedientes, devoran lo que voy pidiendo y cuándo me preguntan qué es esto como un cañito les digo que prueben nomás, que después les cuento.
Ruego que no aparezcan los gauchos que cantan o aquellos otros bipolares  que la van de mariachis a murguistas y a los que más de una vez estuve tentada de pagarles para que se callen. Pero cuando lo veo a lo lejos con la guitarra al revés, colgando y midiendo la pinta de los locales por encima de los lentes, empiezo a desear que se acerque. El Zurdo nunca me recuerda aunque muchas veces le pedí canciones.  Indefectiblemente me mira como si le resultara familiar y después, derrotado, vuelve a preguntarme el nombre a cambio de un piropo. Esta vez es lo mismo. Escucho su voz acá en la nuca: "¿qué te puedo cantar, preciosa?". Sin darme vuelta del todo le pido alguna del Negro Juárez.
Arruga la boca,  dice que la única que sabe es muy triste y señala como excusa al ejército de mandíbulas que piden pan y circo. Me ofrece Naranjo en Flor, Sur. No negocio. Ya mi sábado es en extremo for export.
Se aclara la garganta y empieza a cantar con esa voz inmensa que tiene y que cubre como un manto la batahola del mercado. La canción es bella, pero decir que es triste, es menos que poco. Ni bien empieza me doy cuenta de que el sujeto de la historia no llegará vivo a la última estrofa.  A medida que cunde la voz y la letra transcurre las caras se deforman, la gente para de comer y abre grandes los ojos: “puse rosas negras sobre nuestra cama, sobre su memoria puse rosas blancas”.   Yo bajo la vista para no reirme: como estoy justo al lado, esos doscientos ojos también me apuntan a mí. El Zurdo canta con los ojos cerrados. El encargado nos mira, detenido, con una bandeja de papas fritas, los ojos a media asta y expresión de disgusto. Claro, los tristes comerán menos, pienso, y eso no conviene.
La onda suicida llega hasta el Medio y Medio porque empiezo a ver que desde ahí se estiran algunos cogotes para ver qué pasa. Los alemanes no entienden nada pero sienten que algo se ha suspendido y están atentos. “Yo lo puse todo, vida cuerpo y alma; ella, dios lo sabe, nunca puso nada”. Hay partes de la melodía que no le deben nada a una wagneriana. Y el tipo, como era de esperar, se mata ahí nomás, para no matarla.
Cuando termina, se hace una milésima de segundo de silencio antes del aplauso. El agradece y no se resiste al billete que le pongo en el bolsillo de la camisa. La gente sale del trance y vuelve a lo suyo, pero no es lo mismo. Entonces acerca su cabeza a la mía: “Ahora vení a arreglar el desastre que armaste y ayudá con Peor para el Sol, que no falla”. Mi pobre soprano es un ripio invisible alrededor de esa voz de gruta. Ahora sí, los comensales aplauden y piden otra. Pero él no quiere. Nos confesamos un par de asuntos que uno apenas le contaría a su almohada, me mira a los ojos, me besa la mano, agradece y se va. Apuesto lo que sea a que la próxima vez que me vea, no me reconoce.
Celebro los amores de los bares que duran diez minutos y siempre vuelven a empezar. Si su vigencia se midiera por la intensidad, serían amistades eternas.


Ya en casa,  busco el nombre de aquel tema tan tortuoso googleando los pocos pero dramáticos versos que recuerdo. Del Negro no es, la canta Falcón y se le atribuye, cómo no, a Alberto Cortez.  Como era de esperar le puso Amor Desolado. La versión de youtube -ilustrada por uno de esos espantosos powerpoints que habría que prohibir- no es tan linda como la del Zurdo Darwin. El que quiere la busca o va un día y se la pide. No la pego acá por las dudas, a ver si encima provoco otro incidente.

15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.

22.7.08

Las alas del regreso

En Montevideo nos recibió una tormenta extrovertida que sacudió las persianas durante toda la noche e hizo volar las sillas de plástico de la terraza. De algún modo está bien terminar este viaje hacia el verano del Primer mundo con la alerta meteorológica del Tercero. Mientras desempacaba las infinitas maletas y formaba una montañita de ropa sucia que pronto se convirtió en una cordillera, pensaba en todo lo que quise registrar durante el viaje y no hice. No por falta de tiempo; por exceso de vivencias. No siquiera llegué a tomar notas como en los primeros días. Claro, están las fotos, las charlas, los trocitos de recuerdo.
Son cosas triviales, gestos del viaje, retazos coloridos que el tiempo irá deshilachando con el roce de la rutina. Algunos son muy graciosos. Es el caso del estacionamiento para perros del Ikea, el macromercado de diseño alemán, que vimos con Eleuterio y que no podíamos creer; o los cuervos furiosos escarbando la basura y las cigüeñas apoltronadas en las chimeneas como señoras obesas. Es ese libro colectivo que parece el vestigio del Muro rasgado de dibujos, huellas y graffitis y ese otro muro invisible que todavía existe entre los locales y los inmigrantes. Son las alas de la Sieguesäule, la angelota dorada de mis amores que escucha los pensamientos inconexos de los que viajan en los trenes; y son las alas de gasa y brillantina de una niña de cuatro años, el pelo rubio casi blanco, saltando descalza en la hierba con risa de gotitas. A veces me parece que hay textos que se escriben no sobre el papel ni sobre el teclado. Hay algunos que se cifran en el cuerpo y en la propia sombra. Son los autógrafos que nos dejan en la piel las miradas anónimas de los que pasaron junto a nosotros en el viaje, garabatos de historias de las que robamos un instante nada más. Algunos de ellos –el perfil de una casa con el número 13, la mirada del hombre de la bicicleta en Checkpoint Charlie, el gesto de la empleada ferroviaria en un andén mirando la luna llena tras la torre negra- volverán a aparecer en sueños, distorsionados, agigantados. Tal vez de ese modo tengan una segunda oportunidad de ser registrados en el cuaderno verde. Otros se perderán, como me voy perdiendo yo misma. Cuando no me escribo, ni me anoto, ni me miro. Mientras me voy dejando volver, mientras me dejo pasar.

9.7.08

Berlinesas V

Hace años sueño con visitar el museo Pergamon de Berlín. Ayer, con la venia de los dioses, mi amiga K. y yo cruzamos el puente hacia la isla de los Museos y nos perdimos por cuatro horas en la muestra Babylon, Mith and Truth. Ya en la entrada, el altar de Pergamon y los frisos de la puerta de Ishtar te quitan el aliento. Parte del recorrido revela el mito de Nabucodonosor, el rey más cruel de Babilonia y el paralelismo de su destino con el de quien se autodenominara su heredero, Sadamm Hussein. En una sala hay una performance hecha con aquellas famosas tapas de los diarios del día que lo atraparon (imágenes rasgadas con brillantina y pegadas al paspartú que las sostiene con el semen del artista!). Según la leyenda, el profeta Daniel había anunciado la ruina del monarca y la destrucción del reino debido al pecado y la infidelidad de Babilonia. Paradójicamente, la profecía se ha cumplido para ambos Nabucodonosores quienes terminaron en un agujero del desierto, con la barba larga y mugrienta y comiendo alimañas. De hecho, las fotos de los diarios y los cuadros de Durero se parecen bastante. Y el rostro de los Nabucodonosores inspiran en uno y otro caso, un miedo y una piedad irracionales. El tono modulado de un guía Ignacio en los auriculares me llevó a la siguiente sala. Su voz nos recordaba también que uno de los nombres de New York es The new Babylon. Luego pasamos a una sala dedicada a la torre de Babel y la megalomanía humana expresada en las grandes torres de la era moderna: Eiffel, la torre de Tokio, el edificio Chrysler y otras que no conozco... Luego, imágenes apocalípticas de la destrucción de la torre en el imaginario de pintores y artistas. Fascinadas, mi amiga y yo dimos la vuelta alrededor del lugar, nos pusimos a mirar detrás de las mamparas de yeso pensando que si no estaban en la sala de las torres era porque seguramente les habrían dedicado una sala individual, pero no: aunque los curadores de la muestra decidieron mostrar a Sadamm como el monstruo Nabucodonosor, a New York como la nueva Babilonia y a las torres del siglo XX como sucesoras de la primera y derribada Babel, no hay una sola referencia a las Torres Gemelas. No es increíble? Semejante esfuerzo de producción en todo lo demás y al final te tratan de estúpida. Igual, todo el resto -las reliquias, el mito de Semiramis, el código de Hamurabi, el poema de Gilgamesh- justifican con creces la visita. La muestra del Pergamon termina con uno de los mitos clásicos, el de la confusión de lenguas. Al pasar por esta última sala no pude dejar de sonreír de costado asociando lo que estaba viendo con mi agobiante semestre laboral y pensando especialmente en mi socia que ahora mismo y del otro lado del océano, termina con las traducciones de un sitio web. Se trata de una performance en la cual el artista Timm Ulrich hace la siguiente demostración de confusión de lenguas: él toma un texto inicial en alemán sobre la definición de la palabra traducción y va traduciendo este texto de un idioma a otro pasando por 52 traductores oficiales en distintas lenguas (!!) hasta volver al alemán. El resultado es paradigmático: un texto coherente, pero con un significado completamente diferente y opuesto! Tip del primer mundo. Ya no solo se trata del uso intensivo de bicicletas, el vegetarianismo militante o el riguroso reciclaje de la basura en tres bolsitas diferentes. Los berlineses son gente que está en la vanguardia Bio. Bio es una de las palabras que más aparece en las calles de Berlin: Bio verduras, Bio bebidas -soda, jugos, café-, restaurantes que ofrecen Bio-breakfast. Hay Bio Cosmética, Moda Bio Textil, Bio farmacias. Hay pequeños y grandes almacenes en cada barrio –y hasta ví un supermercado enorme- con una oferta exclusiva para quienes eligen el bio consumo. Todo se ve sano, natural, intocado por la mano de la producción masiva. También, hay que decirlo, los precios Bio son más caros. Con todo lo bueno y progre de ser tan sano, está visto que mi tercermundismo endémico no me permite disfrutar del todo la onda verde. El yogur sin esencia de vainilla me parece agrio y con sabor a levadura, las barras de cereal sin azúcar agregada se estiran –y saben- como chicle usado, el café sin torrar ni tostar es flojito y anodino, el biovino es como vino reducido con agua. Me da vergüencita confesarlo en medio de tanta salud, pero definitivamente hay un gen dentro de mí decidido a suicidarse en un mar de aromatizantes, tinturas y conservantes.

5.7.08

Berlinesas IV

Debería jurar sobre los Santos Evangelios pero en esta casa de numerosas bibliotecas no encuentro ninguno, así que: Juro sobre este ejemplar de Harry Potter II que no comeré más que un (1) pancito berlinés Broetchen por día. Tiene que funcionar o, entre este pan celestial y la cerveza de trigo, voy a volver rodando al Río de la Plata. Ayer a la noche fuimos a ver a L. que actúa en una obra de Teatro: Lado B. La hacen en un viejo complejo fabril junto al Río Spree, decadente, magnífico, llueve afuera y adentro, me encantó. La obra era en alemán, por supuesto. Justo estoy leyendo las Conversaciones con Levrero; en una parte ML dice que cuando una obra literaria o una película te gusta mucho, ya no importa el argumento sino la forma de contarlo, y eso es el motivo del disfrute. Pude experimentar muy bien esto en la obra de teatro de L. pues la forma es lo único que pude entender. Y funcionó, de hecho me gustó mucho. En casa de B&B dormimos en el altillo. Un espacio amplísimo -mi amigo Eleuterio diría "un salón de 15!"- con pisos de madera clara y grandes ventanales. Precioso. Podría vivir en esta pecera de altura. No me hace falta más espacio. Además, logré conectarme a la red inhalámbrica. Qué más puedo pedir? Lo malo es que a mayor conexión, mayor consulta de mails y más tentación de vichar la casilla laboral. Meto la nariz y las malas noticias llegan. Procuro leer con distancia las novedades de trabajo. Trato que el malestar estomacal que me provocó este primer semestre de contrato con esta gente, sea solo un cosquilleo que desaparece cuando me rasco. Gloriosas vacaciones. (A la noche soñaré con la pobre Gaby que quedó al mando del timón de este viaje fantasma por un mes más) Tip del Primer Mundo: más sobre bicis. En algunas esquinas de Berlín hay bicicletas públicas estacionadas. Es decir, vos pagás por X horas a través de tu celular y podés usar la bici y dejarla tirada en cualquier lugar que se te ocurra. Sí, digo bien. No están dentro de una jaula con cerrojo, ni en un local con alarma ni hay un tipo al lado cuidando. Las bicis están estacionadas en las esquinas.

3.7.08

Berlinesas III

Desayuno con trucha ahumada, salame italiano, jugo de tomate, café expresso y pan caliente… Ah, Berlín. Me hago un mate con Canarias, después, para digerir todo y para evitar el síndrome de abstinencia rioplatense. Anoche, con B&B (B-ella y B-él), los amigos que nos alojan, recordamos la época en la que nos conocimos. Hace casi quince años, en Buenos Aires. Los alemanes llegaron de visita con sus mochilas gigantescas y sus ganas de devorarse la ciudad. Y se quedaron a vivir en nuestros corazones. Recuerdo que llegué a pedir días en el trabajo para disfrutar de esas visitas. Nos quedábamos hablando hasta la madrugada. Empezábamos y terminábamos en la misma noche una botella de ginebra. Cantábamos Silvio y Pablo como condenados y respetábamos boquiabiertos de admiración a aquel o aquella que en una guitarreada ofrecía una versión punteada de Ojalá. Ellos de chinelas canadienses, nosotros de alpargatas; ellos de colores, nosotros de gris; ellos nudistas por el living, nosotros con traje de baño entero. Los alemanes eran guapísimos y más de una vez en aquellos años, nos ocupamos de “defenderlos” de las garras de alguna chiruza enamoradiza. Los alemanes eran nuestros solamente. Amigos del alma. Fue mi amiga G. quien nos presentó con B-él. B. se alojaba en su casa y G. le dijo: “Ahora va a venir Vesna, está muy deprimida y con mal de amores y se va a emborrachar; va a ser muy divertido”. Parece que así fue, yo no me acuerdo.
Tip del Primer Mundo: Berlin no solamente es una ciudad prolijamente surcada por bici-sendas sino que hay… semáforos para bicicletas!! Son como mini semáforos, están debajo de los grandes para automóviles y el verde antes que el verde de los autos, para que pasen las bicis.

1.7.08

Berlinesas I

Llegamos ayer. El aire estival nos abrazó al bajar del avión. Eramos una montaña de ropa de invierno colgada e inservible. Mi suegro nos buscó en el aeropuerto para dejarnos el auto pero huyó antes de que lográramos invitarlo a almorzar. (Es buena persona, pero sus pocas emociones se expresan de manera fugaz: cuando voy a darle un beso él ya sacó la cara y me quedo besando el aire; cuando mi mano va a dar el apretón él ya quitó la suya y quedo con la mano extendida como pidiendo limosna. Mi suegro es un fast-emotion guy. En el trayecto Madrid-Berlin hubo un incidente muy europeo. Delante de nosotros había una pareja de niños afrodescendientes muy simpáticos; ella de cinco y él de no más de ocho. Terminaron jugando con Tino. Los niños viajaban solos, con un cartelón colgado del cuello. La azafata españolísima ubicó entre ellos a otro joven de catorce, que viajaba con sus padres. Ante nuestro pedido de que no separara a los hermanitos y de mala gana, la azafata sacó al chico blanco de en medio y lo sentó en el asiento de al lado. En el aire presurizado flotaba un olor a sobaco impresionante. Lo primero que pensé -conociendo el paño- es “algún gallego o algún alemán no se bañó esta mañana”. Parece que la azafata de Iberia, entre otros, pensó otra cosa porque al rato vino y le dijo al adolescente blanco: “Shielo, si te molesta estar aquí sentado, te puedo buscar otro shitio”. Bienvenidos a Europa, la pura.