Mostrando entradas con la etiqueta amistad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta amistad. Mostrar todas las entradas

5.8.12

Diario de un avatar VII


Abajo en el valle, el pastizal se mecía como una cabellera. Un lunar avanzaba lento, dibujando un surco hasta convertirse en un ser humano, tal vez un pastor.

Entrecerró la mirada rapaz: sin duda era ella. Aunque al principio le había parecido un pastor, eran los ojos y la mente de águila los equivocados. El corazón de caballo supo quién era aún antes de que se acercara lo suficiente para reconocer su perfil.

Bradamante llegó a pie. «Al menos, no me ha cambiado por otro», se alegró por dentro el hipogrifo. 

Llevaba un cayado en la mano, por eso le pareció un pastor ¿Dónde se ha visto una guerrera apoyada en un bastón? ¿No había recuperado su espada acaso? Pero no parecía herida. Solamente lo usaba para avanzar. Caminaba erguida pero con el paso aletargado y un cansancio infinito, como si cargara sobre los hombros una piedra invisible demasiado pesada hasta para una amazona.

Desapareció un momento de su campo visual; todavía tenía que escalar un poco para llegar a la cima del peñasco.  Se preparó. Se sacudió el lomo, bajó los ojos. Hizo como que picoteaba el pasto entre las piedras buscando un gusano.  No quería que ella lo descubriera alerta y se diera cuenta de que la había estado esperando todo el tiempo.

Había pasado madrugadas enteras en la cima del otero hurgando su presencia entre las sombras.  Durante cuatro lunas y sus fases, mirando el valle negro hasta perder el conocimiento, olfateando a la distancia cada ser vivo hasta cerciorarse de que no se trataba de ella. 

La vio caer al vacío una y mil veces, pero jamás dudó de que hubiera sobrevivido ni que algún día se volverían a encontrar. A veces se despertaba sobresaltado, creyendo reconocer su llegada en cada alteración nocturna,  el blando  roce de las patas de un zorro en la tierra húmeda, el crujido de la lengua de los ratones, el trino de los pájaros hundidos en los álamos.

Bradamante emergió sobre las piedras, a contraluz del atardecer. Por el rabillo del ojo vio que se detenía un momento antes de saltar al refugio de arena entre las rocas. Algo tembló dentro de su pecho de caballo. La figura negra de la amazona se recortaba sobre el cielo anaranjado. 

Cuando sus sandalias tocaron el suelo, tiró el cayado con desprecio hacia un costado. Uno siempre detesta los objetos  que solo fueron útiles para sobrevivir las etapas aciagas. No solo dejan de tener significado sino que nos recuerdan la fragilidad de la que fuimos presas.

Sin mover un solo músculo del rostro Bradamante sonrió con los ojos. Chocó las palmas de las manos, a la vez para quitarse el polvo y para anunciar su llegada. El hipogrifo levantó la vista, sereno, mirándola con indiferencia y sin ferocidad, lo cual es algo casi imposible para la fisonomía de un águila.

-Y bien ¿cómo te las arreglaste sin mí? - preguntó con un dejo de ironía.

-Perfectamente -respondió él-, no he salido a volar seguido, es cierto, pero tampoco nadie ha intentado asesinarme por transportar a una obsesa en salvar damiselas raquíticas o pusilánimes caballeros encerrados en torres que ellos mismos erigieron.

Bradamante suspiró. No quería discutir, estaba más cansada de lo que jamás hubiese creído posible.

-¿Te apetece estirar un poco las alas?

El hipogrifo aguzó los pequeños ojos y dejó que la amazona se aferrara a las plumas de su cuello para montarlo de un salto.

Todo se veía más claro desde arriba, con la brisa en la cara y ella abrazada a su espalda. 

17.7.12

Diario de un avatar IV


La barranca se convertía gradualmente en un socavón vertical y duradero. Ella caía pesada, con los brazos en cruz y la espalda hundida, desde lo más alto hacia lo más profundo, en un intervalo difícil de medir en el tiempo. 


La oscuridad y la velocidad la envolvían.


Iba a morir. Sus pensamientos se precipitaban uno a uno en dirección a la muerte, nítidos como los granos de arena en un reloj. Con cada partícula de minúscula piedra convertida en polvo, Bradamante perdía algo de lo que había sido su existencia hasta entonces.

Cada uno de los seres a los que había salvado. Cada hombre y cada mujer, cada posesión, cada recuerdo. Todo quedaba atrás. El roble de su infancia, la imagen de una hebra de cabello sobre la frente de su madre, su perfil confundido en el vapor de la caldera; la espalda sinuosa de su hermana lavando la ropa en la cisterna; la luz oblicua del ocaso que transforma al océano en una plancha de acero. Aquel caballero de la torre con quien solo tuvo en común el gesto del adiós.

Todo quedaba atrás. Aunque la muerte se hacía esperar, se dijo que tarde o temprano acabaría de una vez. Su cuerpo se desintegraría en el fondo y serviría de alimento para las fieras o de abono. 


Sin embargo, no temía por su vida. ¿Alguna vez lo había hecho? ¿Alguna vez había temido a algo tanto como para quitar su existencia de en medio? ¿Acaso no temía perder nada? Se asombró del pensamiento e hizo una enumeración mental de aquellas cosas que consideraba valiosas. Ya había perdido la inocencia y nada grave sucedió. Perdió su hogar, su padre, el amor de su madre y aún siguió viviendo. No tenía posesiones ni una reputación para perder. No tenía miedo de perder el honor, ni la pasión, ni la vida. No había buscado nada de aquello que tampoco lamentaba perder.

Pero si nada temía ¿acaso tenía algo? Se retrajo bruscamente, provocando una repentina voltereta en el aire que aprovechó para deshacerse de la armadura. Tampoco la necesitaba. El metal, al chocar con las salientes de la gruta produjo una fugaz melodía enclenque y atonal.

Recordó del profeta la historia de los dos que una vez cayeron desde diez mil metros de altura y llegaron vivos al suelo. Dos que montaban una nave como un ave de metal. Durante la caída, uno de ellos se convirtió en ángel; el otro en demonio. Dos entidades de distinta cifra engendrados por la caída. Alas negras, alas blancas. El bien y el mal que al caer se aferran el uno a los pies del otro para sobrevivir.

Pero ella no era un ángel, solamente una amazona, no tenía alas y estaba sola en la caída. «Qué absurdo estar muriendo sin poder hacer nada más que especular sobre ello», se dijo. Y aunque iba a toda velocidad, el completo descontrol que de la situación tenía, la hacía sentir inmóvil y paralizada.

De repente la asaltó la idea del hipogrifo. Vio los ojos negros del águila clavados en los suyos, lo sintió galopar en su interior. Experimentó el dolor intolerable de no ver más el despliegue de sus alas, la nostalgia de ya nunca posar su mano sobre el tibio sudor de su lomo. Jamás volvería a sentir sus articulaciones entre sus piernas al volar, ya no se aferraría a su cuello ni aspiraría su respiración oscura mezclada con la voz del viento.

Tenía que renunciar a él. Una punzada de espanto la atravesó y la obligó a plegarse sobre sí misma como un puño, una brasa extinta que guarda, no obstante, la memoria del fuego en su interior.
  
Se abrazó las piernas y metió la cabeza entre las rodillas.

De algún modo, su cuerpo de mujer sabía en qué posición esperar la muerte y naturalmente formuló el mismo gesto corporal con el que se prepara el feto para un nuevo nacimiento.

Pero a pesar de renunciar a ella con la razón, la idea del hipogrifo no quería irse. La certeza del sufrimiento del animal, de su desaparición, le causó una reacción inesperada. La desestabilizaba y le producía un intenso y desesperado sentimiento de pérdida y el deseo irracional de retenerlo. Como si su propia muerte y su dolor no fueran motivo suficiente para reunir el valor de salvarse.

Defender al hipogrifo, su memoria y su recuerdo, no. Salvar lo que de él pervivía en ella. Le hizo falta la ilusión en la existencia de un animal imposible para desear su propia salvación.

Sonrió al pensar en la absurda bondad y la bravura terca del hipogrifo. «Si yo no creo en él tal vez deje de existir».

Esta vez con determinación, volvió a encogerse sobre sí misma como el blando y ferviente capullo de una rosa. Una rosa que cae.


Se abandonó a la fuerza de gravedad; simplemente como una mujer, dueña de su propia caída. 

Poco a poco, el oscuro despeñadero se fue afinando. Gradualmente se alisaron los bordes hasta convertirse en un túnel vertiginoso de piedra helada y lisa.

Los primero golpes contra las paredes de piedra fueron feroces y le arrancaron alaridos de dolor. La piel sufría, también los huesos y sus engranajes. Pero enseguida, su cuerpo –que ya había comprendido- se amoldó al tamaño cada vez más angosto de la galería vertical. Era una bola humana preservada de la violencia por la misma cualidad cóncava de su organismo. La órbita que su cuerpo delimitaba se hacía amiga de las paredes que, a la vez que la detenían y no sin violencia, la atajaban.

Cuando atravesó el tramo final y su cuerpo hizo contacto con el agua, volvió a estirarse. El golpe líquido le produjo un ardor insoportable pero el rumor de las burbujas y la caricia del agua helada la aliviaron.

La caída había desgastado todo lo inútil, todo lo accesorio, incluso su ropa. Estaba desnuda. La punta de su pie derecho tocó la arena levantando un repentino remolino y contoneando las algas del fondo.

Contuvo la respiración. Flotó deliberadamente hacia la superficie gozando la sensación de estar viva. Apenas llegó, boca abajo, sintió que dos manos le aferraban el talle y la arrastraban hacia la orilla. Dejó que aquellos brazos la sacaran del lago.

No abrió los ojos para ver quién era ni quiso identificarse. La oquedad de los sonidos le hizo pensar en una gruta, no en un lago a la intemperie. 


No tenía fuerzas para nada más que no fuera inspirar y expirar. Se durmió de inmediato y no despertó hasta el tercer día a partir de entonces.

Cuando volvió en sí y abrió los ojos, otra mirada, la más bella y más triste que jamás había visto, la contemplaba junto al fuego de la gruta.





22.6.12

Diario de un avatar III


El relámpago parte en dos el cielo de negro raso y alumbra a los contendientes por un intervalo.

De un lado, Bradamante se yergue montada en el hipogrifo. Es un ser majestuoso de amplias alas negras y el pico afilado del mismo material indestructible que los cascos de caballo. La mujer lo domina, lo obliga a hacer pequeños círculos a un lado y al otro en un signo de infinito que pronto acabará. 

Del otro lado, el mago la espera de pie en la atalaya. Pinabel ríe pérfido y demencial con el arma homicida al costado del cuerpo. 


La espada destila a sus pies una alfombra de sangre.  Ha asesinado a los reyes y sus vasallos, a los hidalgos y las damas del palacio, a sus nodrizas, a los niños, aún a los recién nacidos. De todos ha conservado para sí el avatar, el soplo de vida eterna que hay en cada ser, y los ha arrojado luego al vacío que se yergue tras los cimientos.

Los luchadores son tragados nuevamente por la noche sin luna.

Un trueno se desenrosca lerdo, es la detonación de cien tambores que da inicio a la contienda.  La mujer aprieta los muslos y clava los talones en el abdomen del animal con más apremio que el usual. Casi podría afirmarse que para corroborar su lealtad, desea producirle dolor.

Una agitación y un jadeo recorren el cuerpo afiebrado de Bradamante. El águila advierte, sin embargo,  que esta vez se trata de un salvataje diferente. Aunque ella jamás lo admitirá, aquel caballero encerrado en el punto más alto de la torre no es solamente otra misión que el emperador le ha encomendado a su mejor servidora.

Ella no lo conoce, nunca lo ha visto, pero el animal intuye que la amazona le ha jurado una entrega desmedida, sin reservas y sin pretensiones de posesión. A veces poco importa poseer lo que se ama, sobre todo cuando uno sabe que jamás tendrá un lugar seguro donde conservarlo.

El hipogrifo recibe las señales del organismo de Bradamante por el contacto que tiene con su alma. O tal vez es al revés, nunca lo supo con certeza.  En cierto sentido son el mismo ser: en parte rapaz, en parte corcel y en parte mujer.  Una criatura monstruosa y difícil de entender.

El amor, en su calidad cegadora, la torna tremendamente vulnerable, y a él lo desconcentra.

Lo que de ave rapaz hay en el hipogrifo duda un instante en obedecer la señal de atacar en picada o huir, esconderse, llevársela de allí.  Su lado equino, en cambio, no piensa, nunca razona, pone su cuerpo y su magnífico impulso siempre hacia adelante; estúpido animal con el que le ha tocado compartir la existencia.

La guerrera se aferra a las crines y se abalanza sobre el villano. Del choque de los aceros brotan nuevas centellas a la par de las que el cielo profiere. Lejos del riesgo, con un segundo refucilo del cielo, la silueta del caballero se hace visible, recortada tras la ventana de la torre. El hipogrifo podría jurar que el cautivo observa la batalla con los brazos cruzados.

Bradamante va a luchar hasta el final. Para eso ha sido concebida.  Su amigo lo sabe y es claro que vencerá o morirá junto a ella. No hay más destino que aquel que nos elige.

El animal mitológico rodea al mago, se ladea y echa hacia atrás las formidables alas para permitir la parábola más amplia al filo de la espada de su compañera. Un corte en el rostro y otro en la espalda agrega la sangre de Pinabel a la de los inocentes.

De pronto, el hipogrifo siente una inesperada pérdida de peso. La amazona ha saltado a la atalaya y ahora pelea cuerpo a cuerpo con el enemigo. El caballo se agita pero no ve el peligro. El águila flanquea a los contendientes avivando el aire denso con las alas.

A punto de ser derrotado, Pinabel retrocede, precisa apoyarse en la baranda caliza. Con la espada empuñada a la altura del cuello, la amazona avanza casi sin rozar el suelo para dar fin al malvado.

Un rayo imposible rompe el cielo en pedazos y perfora la piedra; el pináculo de la torre empieza a arder endemoniado. Todo es muy veloz a partir de entonces.

La décima parte de un instante es lo que Bradamante utiliza para mirar hacia el lugar donde permanece el cautivo. Ni el águila ni el caballo sabrán jamás lo que ella vio. Pero ese instante es el mismo tiempo insignificante que Pinabel aprovecha para tomarla de los cabellos y empujarla al precipicio. 

La espalda de Bradamante cruje contra la piedra y su cuerpo gira en una contorsión hacia el vacío.

El hechicero la sostiene del cabello, sobre la nada, solo el tiempo suficiente para lanzar una carcajada.

Lo que sucede después, llevará mucho tiempo comprenderlo. 


La espada de Bradamante cae en la oscuridad y no toca el fondo. El mago abre el puño y la suelta. El hipogrifo se lanza fulminante detrás de ella y con la última pluma negra del ala, rígida como una lanza, arrastra al tirano hacia la muerte.


Pero entonces, en caída libre y con el rugido más feroz que jamás una mujer ha proferido,  la amazona le ordena salvar al hombre en la torre. 


El águila se negará, se partirá en dos su alma, pero es el caballo el que manda. Siempre es el caballo. 

Bradamante cae más pesada todavía por el peso de su armadura y más rápido; su cuerpo desaparece de inmediato hasta convertirse en un punto ciego en el abismo. 

¿Quién puede juzgar el error cuándo es el amor quien lo motiva? ¿Es posible salvar a otro sin pagar el precio de emplazar un abismo insuperable entre el salvador y el salvado?

El hipogrifo piensa en ello mientras transporta al caballero de regreso al pequeño reino al que pertenece. No le preguntará su nombre.  Tampoco será capaz de juzgar si merecía o no el alto precio que se ha pagado por su salvación.



Intuye que Bradamante no morirá con la caída. Las mujeres y los abismos se entienden bien. 

Su parte de caballo seguirá trotando alegremente con el correr de los meses. El otro, su lado de águila, no dejará pasar una sola noche de luna sin sentirse abandonado.

18.1.12

Diario de un avatar II

Los verdaderos relatos, los que realmente cuentan, se narran al tiempo y en el orden de quien ha sobrevivido a ellos, no de quien los escucha.





Tiempo antes de conocer al hipogrifo, después de ser expulsada de su hogar, Bradamante caminó durante varios días. Una nueva sensación se instalaba en su organismo: la inquietante y novedosa ausencia de reglas. Cuando el cuerpo y la mente abandonan los mandatos de la familia, las obligaciones aparentemente naturales de la crianza, el cuerpo, primero, siente un vacío absoluto parecido a la orfandad. Bradamante caminaba como un caracol, cuesta abajo, llevada por la inercia haragana del destino, llevando su casa adherida a la piel y nada más.

Eligió el camino del océano; el ritmo de las olas y la profundidad del horizonte la instruyeron en la medida de su propia variable condición y lo insondable de su ser. El añil y el gris plomizo del mar, el púrpura inflamado y el oro del amanecer, le enseñaron la variedad de tonos de su alma. El silencio hizo el resto.  Cuando no se tiene con quien hablar, uno empieza a dialogar consigo mismo.
De alguna manera, el tener el mar a su diestra, sus blandas arenas y sus graves acantilados, la hacían sentir orientada. El mar fue un gran compañero de ruta; un dios tutor de la deidad  que nacía en su oscuridad interior.  «Si el mar acaba en alguna parte -pensaba Bradamante-  también yo voy a llegar algún día. Si el mar no acaba, no hay forma de llegar a ninguna parte».

Su primer viaje tuvo más lunas que soles. Prefería la soledad de la noche. Andar a la luz del día, recorrer puertos, plazas y mercados, hacerse ver, la obligaría a detenerse. Conocer a alguien más, darse a conocer; un escalofrío la atravesaba de solo pensarlo. En lo profundo de su alma sentía que no deseaba cruzar la barrera hacia los demás. No era una niña pero tampoco una mujer; apenas tenía una historia  y no podía demostrar con la experiencia nada de lo que pudiera expresar. No tenía más para mostrar que  su apariencia: una mujer sola y joven, de una belleza taciturna y alejada, frágil, al menos hasta verse obligada a demostrar lo contrario; asunto que representaba en sí mismo una complicación.

De día, elegía el recodo acolchado de algún árbol del bosque o la playa  o el callejón desierto de un pueblo para descansar. La mayor parte del viaje lo hizo sin pensar en nada más que eso: caminar, alimentarse, ocultarse, dormir.
Si tenía hambre comía de la tierra; si pasaba por uno de los tantos pueblos de pescadores se ofrecía para limpiar el establo o la atalaya de la faena;  limpiaba las tripas de los peces al pie de una chalana o ayudaba en la cosecha de manzanas de una granja familiar, lejos del litoral.

Si se encontraba en la situación obligada de socializar para sobrevivir, trataba de conseguir algo más que el mero pan con chicharrón o la cazuela de alubias. Unas monedas, un morral, un saco de sal, unas sandalias.

Una viuda a la cual ayudó a reparar el techo del cobertizo quebrado por un nogal derribado por una tormenta, le pagó con dos pantalones y una camisa de su difunto marido. En otro pueblo, un herrero al cual le negó sus favores más inmediatos pero con quien pasó varios días lustrando el acero de las azadas recién forjadas, le pagó con un cuchillo.

Era una daga filosa como un demonio, labrada con una hendidura en el medio para acelerar el sangrado. Dormía en un estuche de cuero negro. Bradamante no descansó la primera noche que la tuvo en su alforja. La recibió a la vez con sorpresa y familiaridad, a sabiendas de que se la había ganado pero sin estar segura del todo de si era la daga la poseída o era ella la sumisa posesión de aquel arma experta y callada.

Cuando el herrero, que no era malo pero era hombre, la vio alejarse del portal otra vez hacia el camino del bosque, le gritó: Algún día vendrá a ti una espada, un acero que tenga grabado tu nombre; no importa si se ve o no, solo importa que tú sepas que solo tu nombre puede estar destinado a ese filo.


Antes de internarse en la espesura, Bradamante escuchó una vez más la lejana y débil voz del hombre con una última advertencia en la que no creyó necesario reflexionar por creerla, en parte, fruto del despecho inicial: “¡Cuidado con la ciudad!”, le dijo. El herrero no era bueno, pero era un hombre.

Fue necesaria la absoluta soledad de los días que siguen a otros días para que Bradamante descubriera el valor de algunas cosas que llenaran el vacío de lo que su vida había sido hasta entonces. La soledad es una gran maestra. Cruel y bondadosa a la vez.
A la sabrosa e inocente recolección de raíces y frutas silvestres durante jornadas enteras, le siguió  el desagrado de ingerir la naturaleza fresca, y fría y cruda. Siempre fresca, siempre fría, siempre cruda.

Siempre, esa palabra cuya analogía es nunca. Recién en ese escalón negado de su existencia sintió surgir el llamado de la muerte indispensable.

Ese día, en un claro caluroso rodeado de frambuesas, manzanos cargados de frutas crocantes y prados tapizados de arándanos, logró calcular la medida entre el inmenso hambre que tenía y la aversión a quitarle la vida a otro ser. Inventó del hambre el sentido de la palabra muerte. Experimentó por primera vez la potestad de darle un destino al cuchillo, la vileza de agazaparse y esperar, el valor de estrangular, mirando de frente a los ojos honestos de la presa.  Esa fue la primera pero no la única vez que sintió la pequeña vanagloria de matar un conejo y despellejarlo. La crueldad es noble y es un derecho cuando nace de la inocencia.
En el vacío que antes había ocupado la infancia empezó a surgir la mujer; del hueco vacante de las costumbres y los ritos familiares, emergió la eremita y la cazadora; con los maderos de su propia intemperie se construyó un refugio.

Recorrió varios pueblos, sus gentes y sus lugares. La mayor parte de las veces, trataba de no dejarse ver. Precisaba estar alerta, pero no lo sabía. Si se ocultaba de las miradas curiosas de los vecinos no era por precaución o por miedo, sino por cierta fobia de ser nombrada en boca de otro; ella, que aún no había forjado su nombre en ninguna espada.

Para poder vivir, comerciaba con lo que tenía: un metro setenta de cuerpo y espíritu dispuesto a todo y preparado para nada. O casi nada. Sabía caminar, sabía hacer fuego y sabía cazar.  Sabía limpiar, callar y desaparecer. Pasaba por un pueblo y pedía comida en la primer casa o posada, con la mansedumbre y la dignidad de quien jamás le negaría la mitad de su pan a otro. Sin embargo, la vida era más empinada y más cruel que la corteza del roble en el que había crecido. Y la caída, más dolorosa.


En la ciudad, la mujer que no es madre o esposa o monja, es puta. Puede que no lo sepa al nacer, pero tarde o temprano alguien se lo hará saber.

Bradamante estaba alegremente agotada ese atardecer. Ya de lejos vio balancearse el cartel de la taberna en cuya madera ya no se distinguía el nombre pero sí el burdo grabado de un cordero.  Entró a la taberna con el último rayo de sol; su sombra, tan larga, se posó sobre la cabeza inclinada de un ebrio en la última mesa. Se hizo un instante de atento silencio en el momento en que atravesó el umbral. Se sentó sin mirar, en un lugar apartado e hizo un gesto con la cabeza hacia la barra. La posadera se acercó sin apuro y con una media sonrisa. Era una mujer de caderas generosas y con piel de un brillo sebáceo y verdoso, sin edad; se acercó con las manos en la cintura y le dedicó una mirada impúdica y meticulosa, como si estuviera tasando el precio de una res.
Le preguntó si quería trabajar. Bradamante se interesó: “¿Y qué puedo hacer?”. Inclinándose hacia atrás, la risotada de la mujer sonó como una campana de llamada para los clientes alrededor. Todos entendieron, solo algunos apoyaron la moción con el gesto. Con un dedo amable y firme, Bradamante apartó de sus senos la caricia cubierta de pulseras baratas de la posadera. Antes de retirarla del todo, la mano de la mujer dibujó un espiral en la piel de su escote;  garabato invisible que ella siguió sintiendo durante un rato todavía, como una marca fantasma.

“Si no hay trabajo que pueda hacer, al menos habrá una cerveza y un pan con grasa; eso puedo pagarlo”, dijo sin sonreír y sin dudar.

Después de comer y beber, un sopor y un cansancio impostergable le cayeron encima como un yunque. Dejó sobre la mesa las tres monedas y salió al fresco de la calle, unos pocos metros cerca de la entrada, se sentó sobre un umbral de piedra. Se sentía tan cansada que cualquier lugar era bueno. Escondió la cabeza entre los brazos y rodó cuesta abajo en un sueño profundo y ciego, cuyo último pensamiento fue la haragana pregunta de cómo haría para huir de allí antes del amanecer. No soñó con su casa ni con su cama; se encaramó como un gato al firme sostén del roble, colgada y leve, abrazada en sueños a un ser inexistente pero cierto.
La mano de un hombre que le aferraba las piernas, otro que la inmovilizaba rodeando su pecho con todo un brazo,  una garra obscena en la entrepierna y uno más, con su flamante cuchillo en la garganta, la despertaron de golpe.

Era la vida real. Luchó como pudo contra ella y, al final, solo pensó en los tonos y lo profundo del mar. No supo si fue su mano la que arrebató la daga o fue la empuñadura de metal labrado la que al fin encontró su mano. Sin poder evitar nada de lo horrible del destino, salvó su vida. Dos de los atacantes se perdieron en el callejón desierto. El hombre que la sostenía por detrás, quedó tendido debajo de ella con el cuello rasgado y una expresión eternamente sorprendida. La sangre del extraño le cubría los hombros como un manto real.


Así que eso era, finalmente, aquello de lo que tanto había oído hablar. Un tesoro codiciado que se alojaba en medio de sus piernas. Así que solo era eso. No era tan importante. Lo hubiera entregado de buen ánimo a cambio de una mirada amable, un trago y una buena historia o una canción que la hiciese reír. «Qué placer puede haber en hurtar algo que podrías conquistar?»
De repente, los ojos rojos del conejo degollado entre sus manos se le aparecieron como un consuelo, una explicación y un espejo. Se sintió tonta y vulnerable. Los odiosos pájaros del amanecer empezaban a chillar.
Corrió a tientas; ebria de asco y cubierta de mugre y sudor, calle abajo, hacia el mar. Se dejó caer de espaldas en la orilla. Las olas leves y heladas se llevaban gradualmente la sangre.  No toda era la del hombre que había matado.
La sal que la penetraba y la ungía por dentro le producía infinito dolor en la piel rasgada.  Así, echada boca arriba en la palma del océano comprendió que lo que duele, a veces también cura.  La primer parte del viaje había terminado.

27.12.11

Diario de un avatar I

I

A la hora del crepúsculo todo él se encendía del mismo color escarlata. Gradualmente su perfil se apagaba en la turbia ceniza para morir a los ojos de todos, confundido en el negro de la noche.  Con el amanecer el roble renacía como un fénix; otra vez verde, frondoso y habitado por el murmullo de las aves.
Aquel árbol me tendía su brazo solemne y me alzaba un par de metros del suelo cada vez que yo se lo pedía. No me gustaba compartirlo. Elegía las horas desiertas de la tarde o esperaba que los otros niños se alejaran para montarlo.

El deseo de estar a solas con él, hundida en su perfume, es una de las primeras señales en las que me reconozco como una persona de naturaleza solitaria.

El grueso brazo del roble no servía para balancearse. Recién en el extremo del leño principal las ramas empezaban a volverse más delgadas y flexibles hasta acariciar la tierra con las hojas.


El tronco, paralelo al suelo, era un trono macizo lustrado durante dos siglos por el trasero de cientos de niños. Era un árbol eterno. Sin embargo, en aquel entonces, cuando pensaba que tenía veinte veces mi edad,  no me parecía ni él tan viejo, ni yo tan joven. Veinte no es un número tan importante.

Yo me refugiaba en él no para vigilar la casa sino para ocultarme de ella.


Mi hogar nunca fue una guarida. Jamás tuve un espacio allí que remotamente fuera mío. El movimiento de las mujeres, así como sus pausas, estaban regulados por las necesidades de los hombres.  Las habitaciones tenían ojos que veían lo que no habías hecho y el tiempo de ocio era algo vergonzoso, como la menstruación o la inteligencia, que debía der escondido aún a fuerza de mentiras.

Mejor que ser es parecer, decía mi madre, que siempre vio con amargura cómo su hija mayor se desentendía de las maneras y los afeites de las muchachas de su edad y cómo rechazaba un candidato tras otro, demoliendo así las aspiraciones de ascenso social de la familia. 


El día que cumplí quince, el notario del pueblo vino a pedir mi mano. Yo ni siquiera lo había visto de frente alguna vez; solo el perfil de cera blanca y nariz afilada, un domingo en la iglesia. 

A él y a mi padre les grité en la cara que jamás me casaría. Quiso darme un golpe pero me escurrí en medio de ambos y subí al roble. No bajé hasta el otro día, con el estómago pegado a la espalda y la decisión inamovible marcada en la cara.

No hubo bofetada.

Mi padre tardó ese día y el siguiente en amputar la rama. Nunca más ninguno de nosotros viviría lo suficiente para verla crecer de nuevo. Ni siquiera el roble mismo duraría tanto. Nunca más niños, ni juegos, no más escondite ni secretos.

Pero  el árbol parecía de fierro. Con cada golpe del arma saltaban centellas y el cuerpo menudo de mi padre rebotaba tambaleante hacia atrás. La madera rugió al desmayarse, rumorosa, en la hierba. La carne del árbol se abrió en una herida blanca llevándose parte del tronco. Los pájaros chillaron todos a la vez y huyeron despavoridos.

No lloré ni me moví.

A los pocos segundos, mi padre dejó caer el hacha al costado del cuerpo. Desde lejos podía ver su pecho que subía y bajaba, loco de cansancio y de furia. Giró la cabeza para mirarme a los ojos: no había más que desconcierto en los suyos. Se tomó el pecho como si fuera a buscar el pañuelo. Entonces, suavemente, se hincó primero de rodillas, y luego cayó de frente, muerto en el lecho de hojas muertas.

Ese día aprendí que ningún lugar es seguro si una vez te arrebataron los rincones de la infancia.
Por eso me fui. No sólo porque mi madre me echó a patadas, arrojándome solamente un atado de ropa que no quise llevar.

Cómo aprendí a usar las armas y a defenderme, a luchar y ser una guerrera, es parte de otra historia que no se contará en este momento.
Solo diré que un día, de un modo extraño, el árbol volvió a mí.


Caía la tarde detrás del peñasco que me servía de guarida. Tal vez por eso cuando lo vi venir, pensé en el roble de mi infancia que se incendiaba al atardecer. Por ese entonces, ya tenía varios enemigos de los cuales defenderme y me puse alerta.

Aquel animal mitad águila y mitad caballo descendió haciendo un círculo rojo y me miró de frente.  Nunca había visto un hipogrifo de cerca. Bajé la vista ante la fiereza de su mirada. 


Era un ser descomunal. Las alas parecían de acero. Exhalaba un vaho violento y arcaico. El olor me mareó un poco y casi pierdo el equilibrio. Resopló al comprobar su poder sobre mi pequeña estatura. 
Me afiancé al suelo abriendo un poco las piernas; el hipogrifo produjo una breve nube de polvo con los cascos para recobrar mi atención y desalentar cualquier intención ofensiva. 


Acaso alguna vez descubra por qué hice lo que hice, teniendo en cuenta que estaba aterrada: dí un paso al frente y extendí el brazo hasta tocar su cabeza con el dorso de mi mano. 

El temblor de su cuerpo se transmitió al mío.

Entonces, el hipogrifo extendió una de las alas y se inclinó un poco. Me invitaba a subir. Aquel animal podía terminar con mi vida pero lo cierto es que me ofrecía el cuello, su parte más blanda y más frágil. En la entrega desmedida y en la terquedad nos reconocimos iguales desde ese instante. 
También yo, si hubiese querido, podría haberlo rematado con un solo golpe de espada. Pero pegué un salto y me abracé a él con fuerza casi al mismo tiempo en que se elevaba sobre una nebulosa de tierra y de hojas y salía disparado como una furia.

Sus músculos y las articulaciones vibraban entre mis piernas desnudas. Hundí la nariz en las plumas del cogote; en el olor oscuro y ácido del animal se hacía presente el perfume primitivo de toda la naturaleza. En él reconocí la fragancia del árbol de mi infancia y, junto a ella, mi propia esencia.


Nos sumergimos en el cielo color vino, cada vez más alto y más lejos del mundo.

Ya no tenía miedo. Ni de las fieras, ni del pasado, ni de mí. Un par de alas me elevaban del cielo. Sin embargo, nunca había estado más aferrada a mis raíces.


(continúa)

*Ilustración de Gustav Dore - Ariostos, Orlando Furioso

13.8.11

Lo que pegué en el Feisbuc y decenas de lerdos que no lo leyeron ahora me piden explicaciones y hacen tremendas escenas por mail, skype y sms

(3/8/2011)
En unas horas cruzo el charco -que por suerte no es la Estigia sino el Plata-, esa costura marrón que hace de nosotros los retazos de un mismo abrigo. 

Corro a besar su otra mejilla, uno de mis dos amores fatales, mi Buenos Aires querida.
Cuando vuelva, algunas cuestiones palaciegas y otras muy de pueblo, me van a complicar el seguir manteniendo abierta la pestaña del Feisbuc. Y sí, a veces hay que poner a dormir ciertas cosas para despertar otras.
En esta, mi pequeña porción de la red casi no hay amigos a los que no haya visto con mis propios ojos y tocado con mis propias manos.  Es cierto que, en muchos casos, eso fue del otro lado del mundo o hace un cuarto de siglo. Pero tratándose de redes sociales el tiempo y el espacio –esos que antes fueron inamovibles tiranos- son apenas las hilachas sueltas del destino.
Porque somos pocos y nos conocemos, les debo estas líneas a modo de 
hasta pronto, miren que no me morí, volveré y seré millones, o al menos cien, la cuestión es sumar.
Gracias por compartir este espacio. Gracias por hacerme pensar, reír y llorar. Los vínculos que aquí creamos son reales; lo que no existe es la histeria de quitarle el cuerpo y el alma a la vida.
No dejen que los muros se queden sin canciones. No dejen que dejen de hacerse preguntas. (Si tienen ganas de compartirlas, que sea vía mail, a la antigua.  Abrazos, palabras y otras materias primas de la felicidad se reciben por la misma ventanilla).
Recuerden regar las flores que a veces insisten en brotar entre las grietas de los muros.  No se amarguen ni se empeñen en borrar los grafitis que no vale la pena siquiera mirar. Sigamos volando bajo. Así tendremos más chances de descubrir en el barro las piedras preciosas que la vida nos regala. No aceptemos imitaciones por más brillantes que parezcan. Que cada uno se apure a compartir su porción de maravilla.
Nos vemos en alguna esquina de Montevideo o Buenos Aires, en algún bar, vino de por medio o a la intemperie, con un mate; con lluvia o con sol. A no olvidar que la única existencia que vale la pena es la que se vive con los cincos sentidos. Como me enseñaron a decir hace poco (al fin y al cabo todo se trata de eso, de aprender): Namasté.


Les dejo la más linda canción de estos meses.





PS: ¿Lo que de veras me provoca síndrome de abstinencia?: Compartir con otros el asombro por la música.

15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.

5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

15.9.09

Al borde de la primavera

Lo planeamos hace tiempo y al final se armó: fin de semana de escritura en Solís. No faltó ni una. Nueve musas. Nueve reinas. Ligeras de equipaje y consignas preestablecidas, asistimos al encuentro con papel y lápiz, (o laptop), una caja de buen vino y las ganas volver a enhebrar el hilo de la escritura. El sol acompañó, ensayando una primavera anticipada. Llegamos, nos acomodamos, algunas ya desde el viernes. El sábado, cada cual se había apropiado sigilosamente de su rincón. Un rato de esos, levanto la vista ensimismada de mi propia pantalla y las veo, esparcidas por la vegetación como enanos de jardín. Una, estirada en una lona entre el castaño y las azaleas, otra en la hamaca bajo la palmera riendo sola frente a la hoja de papel o dormitando encima del cuaderno en la terraza; cerca del naranjo, al rayo del sol, una en la reposera, mirando concentrada a un punto fijo más allá del cerco de jazmines. Hubo también, el par que prefirió antes que nada el amparo de la estufa a leña y el futón. Yo me quedé en el quincho, gentilmente oscuro para la pantalla y no tan a la intemperie. De a poco, fui vichando primero un par de capítulos, fotos, información y me pude ir reencontrando con el proyecto de la novela postergado, sin pena ni gloria, desde hacía más de dos meses. Cerca del mediodía y después de un par de horas intensas de concentración, me pasó algo raro. Estaba mirando unas fotos de wikipedia que guardé hace tiempo para trabajar un tramo de la historia y lo que vi me comprometió tanto emocionalmente, tanto me sumergí a bucear en el argumento, que empecé a sentir primero un mareo leve, después, mucho asco, y cuando me paré a buscar agua, ya era tarde y tuve que correr al baño a vomitar (¡!). Quienes me conocen desde la adolescencia, saben que –sin bulimia de por medio, al menos sin diagnóstico- yo solía ser una chica de arcada fácil. Nervios, ansiedad, parciales, amores rotos: yo bajaba la pelota vomitando. No es nada elegante ni glamoroso, ya sé, pero qué le voy a hacer, no lo puedo evitar. Por interpósita ayuda de mi analista, San Carlos V., dejé de expulsar mis problemas de un modo tan -por llamarlo de algún modo- naturalista. Hacía muchísimo tiempo que no me pasaba y jamás, que yo recuerde, me había pasado en maniobras (o descarrilamientos) con la escritura. El encuentro del fin de semana me sirvió, entre otras cosas, para darme cuenta que, a veces, los obstáculos de un proyecto literario pueden no ser de orden externo (falta de tiempo, mucho trabajo, poca intimidad) aunque a simple vista así parezca. Puede ser que ese estar trancado, en blanco venga más de cuestiones viscerales (y en mi caso no es metáfora!) del proyecto mismo, de la relación del autor con el proyecto. Siempre, de algún modo, nos escribimos o nos tachamos a nosotros mismos. Claro, se puede escribir más tangencialmente y no tocar fondo, mirar de reojo y no arrojarse vértigo del abismo. Tengo decenas de páginas muy bien escritas de ese modo. No es que sean una porquería, pero son letras muertas, inventos intelectuales (una porquería, sí). No me interesan. Es más, aunque nunca había encarado un proyecto de tan largo aliento y esta novela me está costando mucho más sudor del que imaginaba (los vanidosos y autosuficientes caemos de más alto) cuando me toque el glorioso momento de corregir todo el mamotreto, sospecho que estos lindos textos bien escritos, serán puestos de nuevo en el asador o irán a parar a la papelera de reciclaje. (Por ahora me dan un poco de pena y ahí quedan, como muestra de que el infierno (literario) también está empedrado de buenas intenciones). En fin, todo esto tan importante gracias a que me di (nos dimos) el permiso de dedicarle a la escritura tanto tiempo como a las otras cosas importantes de la vida: la familia, el amor, el trabajo. Bien a tono con la época del año, el equinoccio de primavera, momento en el cual la noche se iguala al día, para luego ir retrocediendo ante la temporada más fértil del año. Restaría decir, para terminar esta breve crónica, que quedaron defraudados aquellos (compañeros y amigos, varones, casualmente) que manifestaron sus dudas acerca de si la célebre locuacidad y espíritu fiestero del grupo B&T sería más tentadora que la introspección creativa y el aparente silencio de la letra. Pues, no. Tal como cuento aquí, hubo recreos ruidosos y corrieron las botellas de Alamos malbec junto al fuego la noche del sábado; pero el resto del tiempo fue pura maravilla creativa (y alguna siesta larga). Habrá que mejorar, para la próxima, la capacidad de compartir y leer lo escrito bajo la sombra de los eucaliptus, pero podemos festejar un muy buen primer tramo de la experiencia que nos habíamos propuesto. Próxima estación: equinoccio de otoño.

2.6.09

Camino al andar

He aquí un párrafo bastante claro acerca de la clase de propuesa con la que me encontré hace años a través de J. Cameron y su libro, (efusivamente recomendado por mi amigo F) el cual, por cierto, no está destinado solo a escritores sino a todo aquel que necesite crear para sentirse bien: "No pienses en hacer “lo que deberías” hacer. Trata de hacer lo que te atrae; piensa en el misterio y no en la maestría. Aunque hayas hecho una obra de arte realmente espantosa, puede tratarse de un eslabón necesario hacia tu próximo trabajo. Demos lugar al artista juvenil para que intente, se equivoque y vuelva a intentar. Recordemos que en la naturaleza toda pérdida tiene un significado. Lo mismo para nosotros. Bien usado, un fracaso puede ser el abono que nutra en éxito de la siguiente estación creativa. La maduración y la cosecha son procesos a largo plazo y no una receta rápida. La creatividad nunca ha sido sensata. ¿Por qué habría de serlo? ¿Por qué tú deberías ser sensato? 
A lo largo del tiempo, lo que un artista necesita es entusiasmo, no disciplina. La ansiedad es un combustible: podemos usarla para escribir, para pintar, para trabajar con ella. Como artista mi autoestima proviene de realizar mi trabajo. No necesito ser rica pero necesito mucho aliento. No puedo permitir que mi vida intelectual o emocional se estanquen, o mi trabajo sufrirá. Mi vida y mi temperamento sufrirán: si no puedo crear me pongo de mal humor. Una cólera verdadera brota cuando sentimos que parientes o amigos bien intencionados interfieren en un nivel que impide la continuación de nuestro arte: reaccionamos como si se tratara de un asunto de vida o muerte y en verdad lo es. El arte es una acción del alma y no del intelecto. El proceso de creación es un proceso de entrega y no de control". El Camino del Artista Julia Cameron (1992) (Ed. Troquel)

20.10.08

Obras son amores

El último post de este blog tiene casi un mes y medio de antigüedad. No es que no haya vida después de los 40, tampoco se trata de falta de tiempo porque por el momento estoy felizmente desocupada y además, el mandato del reloj es siempre relativo cuando uno de veras quiere hacer determinada cosa. A ver. A cierto desaliento por la escritura provocada por la reciente lectura poco piadosa de mi propio trabajo, se ha sumado el hecho de que septiembre y octubre forman parte de una etapa del año plagada de pequeñas cosas triviales para hacer, obligaciones nimias pero obligaciones al fin. Pulguitas de la vida cotidiana, casi invisibles de tan mínimas, tanto, que cuando al fin te las sacás de encima y mirás para atrás, te parece que no hiciste nada. La otra razón posible de las telas de araña del blog es que me dediqué a devorar los varios libros que recibí de regalo de cumpleaños. Literalmente, fue un mes con una pila de preciosos libros esperando por mí en la mesa de luz (Qué suerte tengo, qué suerte, gracias amigos!). Empecé bien, con Oso de Trapo de Horacio Cavallo; seguí mejor, con la maravillosa y oscura prosa de la Trías en La Azotea, (una monstrua ya desde chica, me declaro su fan ferviente). Luego, como digestivo digamos, en tres noches acabé con Un Hombre en la Oscuridad de Auster (que a pesar de haber abandonado ese amateurismo y la frescura de los primeros libros y sus últimas novelas son casi del tipo fast food literario, igual recibe toda la incondicionalidad de mi amor de lectora). En algún lugar -que ahora no encuentro- hice una anotación destinada al blog sobre el efecto de la lectura correlativa de estos tres libros los cuales, curiosamente, tienen todos un narrador -o alguno de ellos- encerrado entre cuatro paredes. Había escrito algo que me parecía interesante sobre el hecho de poner las palabras en movimiento desde la parálisis física o síquica, liberar el relato desde el encierro no en una torre de marfil sino en el desván de la memoria, era algo sobre confesar las historias desde nuestro lugar más inconfesable. Ni modo; no sé donde anoté todo eso que estaba bastante bien -no está en el cuaderno verde, ni en el azul, ni en el negrito- y así el blog quedó sin la única nutrición de la que pude haber sido capaz. El caso es que seguí después con el Diario de la Galera de Imre Kertesz (tengo que ir a ver si se escribe así) y a pesar de que empezaba a gustarme, lo dejé pendiente a las pocas páginas. Es que durante las dos primeras noches de lectura, otro libro, la edición de Siruela de La Ciudad Sitiada me interrumpía desde la mesa de luz con los ojos a media asta de la Lispector que me miraba como diciendo “¿A que te tiento más que este anciano centroeuropeo de prosa profunda y reflexiva?”. La pura verdad. Ahí estoy ahora, navegando en la barca Clarice, que es tan familiar y sin embargo te lleva a siempre a puertos impensados. Hay que decir que en la mesa de luz reposan además, el Libro de la Vida de Santa Teresa, que agarro cada tanto y suelto y no puedo terminar de leer (lo voy a guardar para la jubilación creo) y, desde hace medio año o más, el mamotreto del Borges de Bioy. Lo ataco casi siempre muy tarde, como para cerrar los ojos con una sonrisa sobre alguno de los diálogos ácidos de estos dos cretinos irreverentes de la literatura argentina dedicados a defenestrar sin culpa a sus contemporáneos, para beneplácito de las generaciones venideras. (Se me ocurre que sería buena idea transcribir acá alguno de los mejores pasajes del mamotreto, una de esas bombitas de mal olor contra Sábato, García Marquez, Quiroga o Zorrilla. Próximamente...) No voy a seguir pero, como si esto fuera poco, la semana pasada pasé por las mesas de la feria del libro y vendían ejemplares muy baratos, algunos al precio de un paquete de fideos. Compré cuatro y la pilita de la mesa de luz volvió a elevarse con dos promesas de Hemingway que no había leído, uno más de Nabokov -autor recetado hace tiempo por mi amigo Eleuterio- y una novelita de Bioy que ni siquiera sabía que existía. (También me llevé -pero no a precio de oferta- El Sótano, un cuento infantil aterrador que Levrero escribió para niños y a mi hijo le fascinó y otro con ilustraciones muy lindas de Vero Leite). El caso es que tengo letra para toda la primavera y el verano; la sola idea me provoca un placer irracional y mezquino.

Y el blog, abandonado. Y la novela que apenas se movió cuatro o cinco paginitas mal escritas y desalmadas, vacías de alma. Ni diario, ni un relatito de mala muerte, ni siquiera un cadáver exquisito por jugar, no escribí nada en casi dos meses. Leer es más fácil, más placentero y divertido. (No es que escribir sea una obligación; la escritura es una necesidad casi física, una droga que me mantiene con vida, como la insulina a un diabético; es que esta especie de síndrome de abstinencia de la escritura me pone, hay días, de un ánimo tristísimo, otros me lleva el sentimiento de frustración y otros, ando con un humor de hiena que hace imposible a cualquier cristiano vivir conmigo).

Un escritor (era el mismo Borges?) decía que para escribir hay que poder renunciar al placer de la lectura (horror!) y algo de eso hay, algo de eso hay...

Y mejor publico esto así como está y con cualquier título, porque ya me está pereciendo que para qué, que es una estupidez, que no vale la pena.

5.7.08

Berlinesas IV

Debería jurar sobre los Santos Evangelios pero en esta casa de numerosas bibliotecas no encuentro ninguno, así que: Juro sobre este ejemplar de Harry Potter II que no comeré más que un (1) pancito berlinés Broetchen por día. Tiene que funcionar o, entre este pan celestial y la cerveza de trigo, voy a volver rodando al Río de la Plata. Ayer a la noche fuimos a ver a L. que actúa en una obra de Teatro: Lado B. La hacen en un viejo complejo fabril junto al Río Spree, decadente, magnífico, llueve afuera y adentro, me encantó. La obra era en alemán, por supuesto. Justo estoy leyendo las Conversaciones con Levrero; en una parte ML dice que cuando una obra literaria o una película te gusta mucho, ya no importa el argumento sino la forma de contarlo, y eso es el motivo del disfrute. Pude experimentar muy bien esto en la obra de teatro de L. pues la forma es lo único que pude entender. Y funcionó, de hecho me gustó mucho. En casa de B&B dormimos en el altillo. Un espacio amplísimo -mi amigo Eleuterio diría "un salón de 15!"- con pisos de madera clara y grandes ventanales. Precioso. Podría vivir en esta pecera de altura. No me hace falta más espacio. Además, logré conectarme a la red inhalámbrica. Qué más puedo pedir? Lo malo es que a mayor conexión, mayor consulta de mails y más tentación de vichar la casilla laboral. Meto la nariz y las malas noticias llegan. Procuro leer con distancia las novedades de trabajo. Trato que el malestar estomacal que me provocó este primer semestre de contrato con esta gente, sea solo un cosquilleo que desaparece cuando me rasco. Gloriosas vacaciones. (A la noche soñaré con la pobre Gaby que quedó al mando del timón de este viaje fantasma por un mes más) Tip del Primer Mundo: más sobre bicis. En algunas esquinas de Berlín hay bicicletas públicas estacionadas. Es decir, vos pagás por X horas a través de tu celular y podés usar la bici y dejarla tirada en cualquier lugar que se te ocurra. Sí, digo bien. No están dentro de una jaula con cerrojo, ni en un local con alarma ni hay un tipo al lado cuidando. Las bicis están estacionadas en las esquinas.

3.7.08

Berlinesas III

Desayuno con trucha ahumada, salame italiano, jugo de tomate, café expresso y pan caliente… Ah, Berlín. Me hago un mate con Canarias, después, para digerir todo y para evitar el síndrome de abstinencia rioplatense. Anoche, con B&B (B-ella y B-él), los amigos que nos alojan, recordamos la época en la que nos conocimos. Hace casi quince años, en Buenos Aires. Los alemanes llegaron de visita con sus mochilas gigantescas y sus ganas de devorarse la ciudad. Y se quedaron a vivir en nuestros corazones. Recuerdo que llegué a pedir días en el trabajo para disfrutar de esas visitas. Nos quedábamos hablando hasta la madrugada. Empezábamos y terminábamos en la misma noche una botella de ginebra. Cantábamos Silvio y Pablo como condenados y respetábamos boquiabiertos de admiración a aquel o aquella que en una guitarreada ofrecía una versión punteada de Ojalá. Ellos de chinelas canadienses, nosotros de alpargatas; ellos de colores, nosotros de gris; ellos nudistas por el living, nosotros con traje de baño entero. Los alemanes eran guapísimos y más de una vez en aquellos años, nos ocupamos de “defenderlos” de las garras de alguna chiruza enamoradiza. Los alemanes eran nuestros solamente. Amigos del alma. Fue mi amiga G. quien nos presentó con B-él. B. se alojaba en su casa y G. le dijo: “Ahora va a venir Vesna, está muy deprimida y con mal de amores y se va a emborrachar; va a ser muy divertido”. Parece que así fue, yo no me acuerdo.
Tip del Primer Mundo: Berlin no solamente es una ciudad prolijamente surcada por bici-sendas sino que hay… semáforos para bicicletas!! Son como mini semáforos, están debajo de los grandes para automóviles y el verde antes que el verde de los autos, para que pasen las bicis.