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2.11.11

Baba Lucija

Nació un día trece del año trece. No tuvo madre, apenas padre. Huyó de su casa a los nueve años. Tenía en la mano izquierda, truncada, la línea de la vida; pero saltó sobre ella y decidió sobrevivir.

Fue sirvienta y cocinera, y la primer mujer tornero en su época. Se aplastaba los senos con una faja para no lastimarse en la fábrica y para que los hombres no la vieran como a una mujer. Tenía una belleza maciza, de potranca. El cabello casi blanco de tan rubio y, los ojos, aguijones de un celeste translúcido.

Atravesó la guerra y el océano con tres hijas colgadas. Iba detrás
de una carta que no había sido enviada para ella.

Un día descubrí que Alan Lee había copiado su sonrisa en la ilustración de un libro de seres mitológicos.

Le gustaban las canciones, el helado de durazno, jugar a la quiniela y tomarse una grapita a las once del día con su esposo. Cuando Ivan murió, se tomaba dos: la de siempre y la otra, en honor del difunto.

Entre otros tesoros me legó sus cuchillos centenarios. Uno es largo y de un acero delgado, como una  cimitarra, útil para cortar carne. El otro, muy viejo, es un estilete con mango de guampa y una punta peligrosa. El tercero sirve para separar el hueso de la pulpa; la hoja , casi triangular, tiene apenas unos centímetros de tanto haber pasado por la piedra de afilar.

De la Baba tengo, además, la receta de la sopa de pobre hecha con agua, harina y ajo; el chucrut con sarma y el misterio del café clarividente. Manuscrita en el alma, me dejó la novela de su vida y a esta madre que me parió y que cada vez más, se parece a ella.


Se fue una mañana de Día de Muertos. Dicen que ese día el sol caía a rajatabla sobre el barrio de Agronomía. Que levantó la vista y lo miró de frente, como tantas otras veces cuando se detenía a descansar sobre la azada en el surco.

Pero ese día estaba sentada en un sillón de mimbre en un patio del barrio Agronomía, lejos de Zagreb y de la tierra sembrada.

No era una mujer para estar sentada.


Le dijo a mi madre que ese era un buen día para morir. Por el sol y porque sumaba trece. Y que había que jugarlo. Zivili Baba Lucija.



5.9.11

Too much love will kill you



feliz cumpleaños
amor de mi vida




Oh yes I’m the great pretender
Just laughing and gay like a clown
I seem to be what I’m not, you see,
I’m wearing my heart like a crown
Pretending that you’re
still around.


23.8.11

Sobre dónde poner el alma

mi mesa en el Seddon de 25 de mayo.
Ahora vigila la esquina de Chile y Defensa.


















A veces, escribir no es suficiente.

Cuando el alma está agobiada, furiosa o cargada como un arma, repele el gesto catártico de la escritura y amenaza con aplastar como una mosca cualquier intento de volcarla en un papel. Como el agua, el humor se acomoda en los resquicios, se amontona en los diques de la autocomplacencia, en las drogas y los psiquiatras o desemboca suave en un bar.


Si tenemos suerte, el destino nos concede la gracia de tener uno.

Los boliches de mi vida siempre tienen estantes libres, una alacena, un lugar en el fondo de un cajón para guardar esos trozos de alma que se me desprenden como la piel de los lagartos, escombros que sé que tienen algún sentido -aunque ignoro cuál- y que debo guardar hasta tanto lo comprenda.

En los bares dejé en salvaguarda los deseos que las estrellas fugaces ignoraron sistemáticamente, algún que otro fantasma reincidente, todos los dolores sin consuelo.

El jueves pasado conocí el Museo del Vino llevada por la entusiasta y muy postergada intención de volver a bailar tango. Le pregunté a la profesora si algún día me sería posible relajarme en el vaivén de una milonga sin pensar en qué lado del cuerpo está el peso, olvidando la pisada y el firulete. "Puede suceder -dijo Felicidad, así se llama ella- pero a veces pasan años de años y solo es posible si hay verdadera conexión con el compañero" (Digresión: no fue esta la única indicación técnica con aristas ontológicas de la clase: "tenés que escuchar lo que su cuerpo te dice para poder decidir sobre el tuyo", "ella no tiene ojos en la espalda, no la culpes si se choca con alguien, vos la tenés que cuidar").

Mientras mi alma se acomoda y aprende, disfruto del error, ejercito el músculo del volver a empezar, voy ganando pista.

Un local con una barra, diez mesas, una radio y una maquina de café puede ser un hospital para el espíritu.

¿Tendrán registro los bolicheros de que no se trata solo, ni de lejos, de comer y beber?

Se trata de la sonrisa de gato de Cheshire de Michel del Garní que flota alrededor para hacerte bien; del perfil de Ani que uno no ve pero adivina detrás del aroma a canela y cilantro, de las mejillas de bienvenida de Daniel encendidas como el fuego al fondo de su horno de barro.  ¿Sabrá Jose que una sola de sus décimas, cada línea recitada en una vuelta de sacacorchos, es una pócima curativa? Si ando negativa, Regina me levanta el ánimo mostrándome las pruebas de que todo puede ser y es, de hecho, un poco peor. Edu seguro sí sabe que el filo de su ironía corta en rebanadas la más dura de mis tristezas. Pero tal vez Pamela ya no se acuerde que me salvó la vida, hace veinte años, cuando aquella madrugada sin clientes se sentó a compartir la última medida de Johnnie y me dijo: mirá Caperucita que si una da tanto, un día mete la mano en la canasta y, de pronto, no queda nada.



Yo trato de convencerlos de la superstición de que los bares son salvadores, que redimen a esa porción de humanidad inmolada en los altares de la noche.
Pero, sin excepción, se ríen, no hacen caso. Tienen cosas más importantes entre manos: revisar que haya pan, cerrar la caja, lidiar con un proveedor. A veces me miran como verdaderos amigos que son; otras como los piadosos profesores de un psiquiátrico a una paciente, que no sabe que lo es y alegremente delira, lo cual es probable.
Es poco decir que tengo buena estrella con los bares, el azar y los amigos. No en ese orden, aunque por ahí sí. Sucede cuando los bares se vuelven amigos, los amigos mensajeros del azar y el azar un lugar seguro donde se puede habitar en una noche de soledad.

Echado en una esquina de mis diecisiete persiste el Tigre, sitio al que los varones de 5°B se rateaban y al que el preceptor más bueno del mundo iba a buscar cuando la Directora llamaba a su oficina, porque sabía que no estaban en el colegio. Andy corría como loco las varias cuadras desde ahí al bar (¿dónde podían estar si no?) para traerlos de vuelta. Llevaba en el bolsillo una corbata de repuesto de esas falsas, con elástico, por las dudas.

Años después, con L., nos refugiábamos en el Moliere a leer desenfrenadamente a Borges, a Vallejo y a Cortázar. Por esa época fuimos también feligresas del bar de Guido, que un día cambió de dueño y le pusieron -vaya paradoja- Café de los Ángeles. Explicar esta historia podría llevarme la extensión de una novela.
Sobrevive, aunque solo en mi memoria, el Pernambuco de la Avenida Corrientes donde Ulises Dumont reinaba cada noche en la mesa del centro y en cuyo depósito me ocultaron los mozos, una extraña madrugada de humor negro. Enfrente, el Astral, angosto y habitado por sátiros y faunos jubilados y en el que décadas más tarde imaginé ver entrar, lento como un dromedario, a un Jorge Varlotta que jamás conocí. La Academia y la Opera tuvieron su minuto de gloria cuando cambiar de noviete significaba cambiar rigurosamente de establecimiento, de trago y de género musical.

También sobre Corrientes -caminar mucho nunca ha sido mi fuerte-, er mío el café de Liberarte sobre cuyas paredes, una vez, no hace tanto, apoyé el oído para cerciorarme de que la voz del Polaco no hubiese quedado atrapada como el mar adentro de los caracoles.

En Montevideo, en el ángulo del pasaje y Buenos Aires, está el eterno Bacacay, extensión del living de mi alma y espejo del Seddon justo al otro lado de ese mar. Al Seddon lo vi morir y volver a nacer como un fénix y doy fe de que sus cimientos también se sostienen sobre los cascotes de mi corazón hecho pedazos.

Mucho después llegaron el Gallo para Esculapio, segado joven como un poeta tuberculoso y bello, y el café Homero que sigue habitado por el espectro blanco de un bandoneón. Tan lejos y tan cerca, en la asombrosa ciudad de La Paz vuelvo en sueños al Socavón que tiene esculpidos en la entrada un querubín y un demonio porque dicen que, como en las minas, necesitarás la ayuda de dios y del diablo para salir de allí, asunto del que soy testigo, aunque no en un estado del todo lúcido.

Como en cada cielo y cada infierno, el Edén de mis bares tiene un centinela. Un bar caído, un ángel condenado injustamente por un dios incompetente: vigilando la placita, sobre la esquina de Serrano y Honduras, el Taller era la prueba de que seríamos jóvenes por siempre. Mentira. Hace un par de semanas, cuando doble la esquina y levanté la vista, ya no estaba ahí. Ni él ni mi juventud.

¿Adónde habrán ido a parar los retazos de vida que dejé en sus mesas, adónde los besos furtivos? ¿En qué estante quedaron las trampas, las promesas, los tragos de más? Busqué los graffitis de los baños, pero una mano impecable de pintura los había borrado.

Cuando se muere un bar, cuando un bar se rompe, el alma de quienes le tuvimos devoción se derrama como a través de una tumba rajada.



Y andá a cantarle a Gardel. No hay nada que hacer, los bares no resucitan ni reencarnan ni despiertan con un beso. Si en algún lugar siguen viviendo es en el medio del pecho. Son la escarapela de ese barrio inventado que llevamos puesto.

Ahí es donde, algunas veces, la escritura regresa y es útil para volver a rescatarlos y juntar, del alma, poco a poco los pedazos.



Yo simplemente te agradezco la poesía
que la escuela de tus noches
le enseñaron a mis días.

Cacho Castaña / Polaco Goyeneche


22.7.11

Mientras (y si) amanece por fin

Con los años, mi insomnio y yo cultivamos una relación de solidaria convivencia. No es una amistad elegida.  Se parece, más bien, al apego que nace entre dos condenados a perpetua que viven en la misma celda. La prisión de la noche de encorvados fierros de Borges, que odiaba tener que dormir porque, aunque apretara  fuerte los párpados, el único color que seguía viendo era el amarillo.
A veces, el insomnio se toma semanas y hasta meses de libertad condicional. El ángel negro me deja en paz. Y duermo como una persona normal; envuelta, no obstante, por las manías del té de pasionaria double black, uno o dos libros y una estampita de Santa Melatonina.
Otras veces vuelve, como ahora, con toda la fiereza de un adolescente inoportuno a rociar su adrenalina sobre mis noches. No es algo risueño, ni romántico, ni valioso para un escritor, como muchos suponen o me han dicho y me dicen. Claro, muchas veces lo que se hace es escribir.  Pero si me dan a elegir, como en la canción, prefiero los relatos oníricos que engordan los cuadernos de la mesa de luz.
Con el tiempo de trasnochada, y por pereza, he llegado a ejercitar, incluso, una escritura interior que sucede solo para mí. Relatos enteros que olvidaré, crónicas fugaces escritas en los renglones del cuaderno en blanco de las horas.  Juro que he querido ser  –pero no lo intenté lo suficiente, se ve-  de esas personas  que se levantan bien temprano y con la mente fresca, que hacen abdominales y salen a caminar, que toman café, comen cereal y luego encaran con disciplina y entusiasmo ocho horas de caracteres con espacios a tempo prestissimo. Pero no.  Lo mío es más bien la marcha camión de la vigilia.  Me tocó ser un animal nocturno,  una fiera desaforada y vagabunda, hay veces, o un obeso búho blanco parado en un poste como el que primero escuché y después vi -no me creen- una noche en Solís.
Hubo una época en la que quise saber por qué. Como si un diagnóstico sirviera para algo. Le pregunté a mi vieja y a la amiga con quien compartí el primer apartamento:   ¿Nací insomne o me fui volviendo?  Simplemente no lo recordaba.  Vagamente me veo a mí misma a los quince o dieciséis, soñando despierta y tomando nota, a oscuras, aterrada y febril. Historias con chimpancés colgados de la lámpara, la ventana abierta de la puerta de calle y siempre alguien a punto de entrar, la crónica de las visiones de aquel elfo que se paraba junto a mi cama, un hombre pequeñito y amable, probablemente, tan insomne como yo. Nos mirábamos a los ojos  durante horas hasta que me quedaba dormida; nunca nos dijimos ni una palabra. (No lo volví a ver, pero tengo mis razones –que no voy a explicar ahora- para creer que se trata de un pequeño fauno, de un pariente de Puck, o del mismísimo Robin Goodfellow  de Sueño de una Noche de Verano).
Cuando el sol está a punto de detonar,  en la frontera de la noche de los insomnes urbanos, espera siempre el grito del zorzal o la calandria. Malditos emplumados. Una de las pocas ventajas de  vivir en un piso nueve es que el precoz buen día de estos condenados no llega tan alto. Las gaviotas, en cambio, son gordas discretas.  Y la cadencia del oleaje es un arrullo que me avisa que -algo es algo- tengo dos horas de sueño.
El insomnio que regresó en estas últimas semanas no me molesta. Al contrario, diría que es un buen punto de nuestra relación. Se ve que estamos grandes, que somos pocos y nos conocemos. Convivo con él por la noche, lo dejo hacer, y de día me entrego a esta especie de película que se te queda pegada sobre la piel, una resaca abstemia, un des-velo que me separa un poco de la cosas prácticas y la rutina.
Porque después de muchas noches de insomnio -el que lo vive lo sabe-  aparecen los días clarividentes.  Jornadas en las cuales lo que normalmente hay para ver, lo evidente, desaparece;  y aquello que estaba oculto se ve con claridad.
No gozo de este insomnio pero no lo rechazo como no se reniega de un gran maestro. Sospecho que un día, pronto, volverá a dejarme en paz.
Mientras tanto, agradezco lo que me da: noches sin pensamiento, sin congoja, habitadas por fotos viejas, por imágenes pueriles proyectadas en Super 8 en la pantalla que tengo acá atrás de la frente.  Horas que se proyectan con finales de películas que alguna vez amé y después de amar amé, remendadas con retazos de escritura valiente y sin estufa;  con canciones que creía haber olvidado y han vuelto, no para decirme quien era sino para recordarme quien soy en realidad; buenas noches de insomnio pobladas de rostros que, como los de Eluard, responden a todos los nombres del mundo.

6.7.11

Gata Conga

Con niños que no llegan al año o ciudadanos que mueren de frío a unas cuadras de mi casa,  siento que es casi un insulto dejar rodar esta tristeza por la muerte de Conga, mi gata porteña. Hoy llamaron para contarme que murió ayer a la noche. De vieja nomás. Papá la enterró en el jardín, igual que a casi todos los bichos desde que tengo memoria.
Conga es negra y brillante como la noche más negra. Brava y percherona. Cazadora. Cuando camina, lenta y pesada, los omóplatos puntiagudos le asoman sobre el espinazo como a las panteras (Acabo de escribir lo anterior en presente, error que no quiero corregir).

La recogió P. de la puerta de casa en el 94 y se quedó. Estuvo conmigo muchos años en mi primer dos ambientes de chica sola, el de la calle Conde entre los dos Virreyes. Si habrá visto desfilar, esa gata, comedias bufas, dramas y hasta alguna tragedia real. Después se mudó conmigo y los petates. Estuvimos juntas en las buenas y en las malas. Epocas de apego y de indiferencia mutua. No llegó a cruzar el charco. Se fue quedando. Pero cuando visito la casa de mis viejos y la llamo, me reconoce, cómo no, y se trepa por mi pierna arañando el jean.
"Fulgencia", la llama Tonka, porque nunca perdió el gusto por jugar de igual a igual con peluches o cachorros. La semana pasada, antes de irme, me dijeron que estaba agonizando. Bajé del auto, de camino al Buquebús, un momento nomás, para despedirme. La encontré echada junto a la salamandra con apenas una brasa encendida entre el rescoldo. Cada pata apuntaba a una dirección diferente, como una rosa de los vientos hecha pedazos.
Tonka le estuvo dando vitaminas para que tire un poco más. Cuando entré y la llamé levantó la vista enseguida. La piel pegada al hueso triangular de la cabeza, el pelaje opaco y pringoso.  Las orejas desmesuradas por lo delgada, los ojos desorbitados y cubiertos por un velo gris. Me dí cuenta de que no podía verme ni oírme muy bien porque movía la cabeza confundida como buscando mi presencia. Me agaché y cuando la quise acariciar se descansó un poco en la concavidad de mi mano.
«Gracias gata Conga, gracias negra, por tu amor infinito gata mía, gata buena». Les pedí que dejaran de darle vitaminas, que le dieran permiso para irse nomás.
Piedad y agradecimiento, eso sentí a su lado. Casi la misma disposición que hace falta para creer en dios. Justo en estos días alguien escribió que los gatos son eternos. Ojalá. Significaría que gané un ángel felino, negro y vigilante. Llega justo a tiempo.
Sin embargo, todavía no me puedo despegar el asombro de que un animal tan vigoroso pueda llegar a consumirse así, de pronto, en un manojo de extrema fragilidad y pavura. Pensé en nosotros, en qué hacemos con la vida, que por corta o larga que sea, se acaba un poco cada día. Lo pensé así en plural y también en primera del singular.
Conga era muy vieja. Vivió plenamente cada una de sus vidas.  Se dejó domesticar pero nunca renunció a su ferocidad. Hasta hace poco, le gustaba perseguir bolitas de lana o de papel de cocina. Las agarraba entre las fauces, las manoteaba en el aire y se deslizaba por el piso para atajarlas con total agilidad. 
Piedad y agradecimiento, gata Conga, y un duelo pequeño como una bolita de lana, que no sé bien dónde poner.

3.5.11

Sueño de una tarde de verano*

Cuando la oyó reír supo que la amaría a rabiar; supo también que aquel amor desigual no cambiaría de estación. La presintió cruzando en sordina el corredor monolítico del patio. Un trueno exagerado partió en dos las entrañas de la casa anticipando semanas de lluvia intermitente y vertical. Escuchó el tronar de las rodillas junto a su cama pero no abrió los ojos. El compás de su respiración despertó al pájaro en su jaula. Una fiera abrió las fauces para cazar al vuelo su mirada de colibrí. Lo que vino después se repitió otras veces, pero él la recordaría como una única tarde fatua, poblada de visiones: el secreto de su nombre repetido en otro idioma, un mechón pendular en el vaivén de la cópula, el dedo dibujando en su piel un tatuaje de asombrosos caracoles. Cerca de carnaval paró de llover. Sentada sobre su vientre ella era una cebra pintada por el eclipse de sol de las persianas. Hubiera podido escribir mil ficciones sobre aquellos renglones de luz. Hubiese podido viajar kilómetros por esas tetas ínfimas, pechos ingrávidos, de margarita, deshojados una y otra vez en la quimera de la palabra jamás dicha: mucho, poquito. Nada. El verano acabó. Aquella mujer, no. Aún reverbera en su cuerpo longevo. Su risa lo redime, perpetua e imposible, del paso de los años. El hueco que su talle le ha dejado entre las manos lo salva del abismo. Su ausencia es una reliquia que hurga y venera, a veces, en el claustro solitario de la siesta.
*Hoy de tarde encontré este archivo "XXX" solito en una carpeta del viejo disco duro, respaldo de la pc La Gorda, de 2006 (o antes?). La carpeta se llama "cortitos.doc". Creo que es mío. Me trae imágenes propias pero extrañas y dudosas como cuando leo, tiempo después, un sueño que anoté y olvidé; no recuerdo si lo escribí yo, espero que sí. Parece escrito por mí. Como sea, me gustó y me dieron ganas de postearlo.

31.12.10

Existe

En su cama. Yo a la cabecera, él a los pies, cada uno leyendo su libro. Me lo pregunta derecho viejo, sin chance alguna de postergar la cosa, de huir por la tangente :
Mamá, vos sos Papá Noel, sí o no?
Levanto un poco el libro abierto para esconder la cara y la mueca, para darme una milésima de segundo de descuento, para responder sin tartamudear . Mamápapánoelmamápapánoelmamá... no pienso nada de nada, las palabras reverberan en círculos concéntricos como al tirar una piedra en un lago. De pronto sé que es un antes y un después, una línea de tiza en la rayuela del camino. Nadie te enseña. Escuchaste anécdotas de otros, juzgaste unas respuestas mejores que otras, te imaginaste vagamente qué harías; sin embargo, por alguna razón, estás completamente sola y sos la única, la primer madre o el primer padre del mundo en responder. Con el dedito me obliga a bajar el libro y mostrar la cara. Nos conocemos bien; la inteligencia emocional de este chico arremete como el Halcón Milenario, a la velocidad de la luz. Supongo que al descubrir mi expresión ya sabe la respuesta pero igual repite la pregunta. Y entonces sucede. Las palabras están ahí, guardadas prolijamente en un cajón que no sabía que existía, listas para decirlas por primera vez, para estrenarlas como un vestido nuevo: una vez que sepas la verdad no vas a ser el mismo de antes porque vas a poder elegir si creer o no. Se lo digo a él a la vez que me lo estoy diciendo a mí. Aprendo al mismo tiempo que enseño. No es la primera vez que me pasa en estos seis años de crianza, pero sí es la primera vez que me doy cuenta tan crudamente. Es claro que no se trata solamente del viejo de traje rojo que baja por la chimenea y deja regalos a cambio de ilusiones. Le pregunto si de veras quiere saber. El usa los ojos para asentir, como el que ha tomado la decisión mucho antes. Se acomoda frente a mí, las piernas huesudas cruzadas, apoyándose en sí mismo, el codo en la rodilla y el mentón sobre el puño. Entonces le cuento. Cruzo el umbral. Sí, tu papá y yo... los regalos. Comienza el interrogatorio, los detalles ineludibles: qué hacemos con las cartas (“se guardan en una caja como tesoros y no se pueden volver a ver hasta, por lo menos, los 20”), dónde escondemos los paquetes, si todo el rollo de subir a la terraza para ver si viene a las 12 es para poner los regalos. Mientras contesto (confieso), en otro plano, me recuerdo o me imagino –a veces creo que es lo mismo- a mí misma, bastante más grandulona, en el momento de saber. Estaba armando el árbol con Tonka, picando algodón con los dedos para hacer nieve y colocarla sobre las ramas de plástico. Pienso en mis padres cuando eran niños, en mis abuelos, en las épocas en las que Papá Noel traía manzanas lustradas y muñecas de trapo en vez de legos o playmobiles. Se me cruza la imagen del sueño que una vez me contó un amigo: trepaba a una duna con su hijo pequeño de la mano, pasaban junto a un montón de huesos que eran los de su padre y más adelante, su hijo se soltaba de la mano y cruzaba un alambrado que él no podía atravesar, y entonces su hijo lo dejaba atrás. Se volvió una costumbre: casi todas las noches, después de leer un rato, nos gusta quedarnos charlando otro poquito con la luz apagada, antes de dormir. Hablamos de todo. Es nuestro momento. Me lo dice susurrando, casi en secreto, pero con esa determinación que él tiene a veces: Ma, ahora que sé la verdad, quiero seguir creyendo. Yo también hijo, yo también quiero creer, lo digo en voz alta, le doy un beso y le digo ahora dormite, querés.
Con ese credo, esa esperanza y estos amores quiero cruzar hacia el nuevo año. Felicidad para todos. Aguanten Los Reyes.

26.10.09

No te salves

Las banderas nos peinaban al pasar. Termo y mate. Mi hijo agitando una espada de luz, con los cachetes tricolor y colgado de los hombros del padre. Poco a poco nos fuimos colando entre la gente hasta trepar a la explanada circular frente al Hotel NH. Sobre el puerto caía un sol monumental y translúcido, contrastado de banderas y siluetas negras trepadas al farallón de la rambla. Sin euforia, nos sentíamos felices de estar ahí. "Sublime el sueño que me dejó, en el lugar justo donde estoy", parecía decirnos la brisa de ese mar. Hace un año atrás, cruzando la Plaza Matriz, pasé frente a una de las primeras mesitas destinadas a recolectar las firmas para plebiscitar la anulación de la ley de Caducidad. Yo no estaba de acuerdo con el plebiscito sino con la anulación parlamentaria, sin embargo, instantáneamente me dispuse a firmar. Fue un acto instintivo, casi a la vez que me daba cuenta de que no podía hacerlo porque soy extranjera. “Bueno, no sos tan extranjera, pero solo firman uruguayos”, me dijo la militante con una sonrisa de premio consuelo. Aunque ayer no votamos, igual que todos, nos comimos las uñas a la espera de los resultados. Mandamos y recibimos frenéticos mensajes. Cruzamos los dedos. Como Galeano repetimos el Abracadabra de la contratapa de Brecha: “envía tu fuego hasta el final”. Es que hay dolores que nos desdibujan las fronteras y, tanto ayer como hoy nos sentimos del lado de adentro de este nosotros hecho de pena, de rabia y de esperanza. Porque como también repite Galeano -y parece que tampoco lo entendimos esta vez-, es un error confundir domicilio con identidad. Ya no me acuerdo quién fue el que me mandó ese primer mensaje diciendo que la primera vuelta no, pero que la ley de Caducidad ya estaba casi segura. No fui la única, estallaron varias euforias en cadena festejando con los celulares en alto, marca en el orillo de estos tiempos electorales. Hoy creo que no fue solo por la altura del vuelo anticipado que las alas quemadas y el pavimento en la cara fueron más duros y ardientes. Las cifras en pantalla gigante de la televisión nos mostraban que una vez más, las mayorías decidían soberanamente perpetrar la injusticia -y aunque estábamos esperando la salida del Pepe desde hacía dos horas- no sentimos más deseos de estar allí. Caminando a contracorriente, encaramos la vuelta. Tampoco fuimos los únicos. No hay nada peor que vivir creyendo que no es posible cambiar nada. Ni siquiera una ley declarada anticonstitucional por todos los poderes del Estado, y que además viola varios tratados internacionales. En el plebiscito del 89, el pueblo uruguayo, aplastado todavía por el pulgar de la dictadura decidió amputarle al Estado de derecho su potestad de hacer justicia ante los crímenes cometidos por los militares. Pero ayer, ¿a qué le teníamos miedo? ¿A que algo cambie? Aunque no soy uruguaya también soy huérfana política de una generación que fue presa del mismo Cóndor. Acá nomás, del otro lado del charco, borraron del mapa a toda una posteridad de dirigentes. Toda una generación de jóvenes comprometidos asesinados. Algunos de mis amigos, mayores que yo, siendo muy jóvenes dejaron sus años más fértiles en las cárceles de la dictadura argentina y/o uruguaya. Fueron perseguidos, torturados y privados de su libertad. Otros, muchísimos, sufrieron una tortura distinta pero demoledora, obligados a desterrarse de su tierra para salvar la vida. Muchos no sobrevivieron. Fueron asesinados por los mismos militares que, amparados en la impunidad, hoy caminan a nuestro lado por la rambla, que van al cine y hacen la cola en el Devoto. Ensañados con sus mentes, desaparecieron sus cuerpos, robaron sus bienes, fueron detrás de sus amigos y de sus familiares. Son asesinos. Se robaron a los hijos de sus víctimas. Aún cuando creo que no se debería haber plebiscitado una ley que podría haber sido anulada por ambas mayorías parlamentarias, está claro que el militante común del Frente Amplio en su mayoría, puso su voto para anularla. No fue suficiente. A estas horas, y solo con los votos observados pendientes de revisión al plebiscito de anulación de la Ley de Caducidad le hubieran faltado dos puntos para haber sido aprobada. Cómo deben estar festejando los impunes. Sin el apoyo claro y explícito de candidatos y dirigentes de la izquierda, tampoco fue suficiente –por poco, por tan poquito- el trabajo de los militantes que dejaron el alma -casi sin apoyo y sin presupuesto, un trabajo heróico- para llevar esta causa a las urnas. ¿Hubiera cambiado el resultado con un mensaje claro y en voz alta de Mujica, de Astori, de Tabaré, de los ministros y referentes políticos de izquierda? Estoy segura. Me duele horrible decirlo pero creo que al Frente no le interesa juzgar a los criminales de la dictadura. Así como es claro que, con sus luces y sus sombras, es el gobierno con mayor vocación distributiva y promotora de derechos que ha tenido Uruguay en los últimos cien años. Pero no les interesa juzgar a los responsables de la desaparición y asesinato de los padres de Macarena Gelman, de Martina, Soledad y Valentín, de los hermanos Julien, del padre de Verónica, de Mariana Zaffaroni o Valentina Chavez, entre tantos otros. No les interesa. Si no, hubieran apoyado la anulación de la ley con énfasis. O mejor, no les interesa, porque de lo contrario, ni siquiera hubiera existido el plebiscito. No les interesa hacer justicia por aquellos que dieron la vida por un país y una América Latina como la que a este gobierno de centroizquierda el pueblo le ha dado la oportunidad de empezar a construir. En la marcha del 20 de octubre, mi hijo de 5 años me preguntó por qué estábamos ahí caminando, forrados de pegotines y globos rosados. Yo misma me asombré de lo clara que puede ser la verdad cuando uno quiere que sea clara: Mirá -le contesté- hace tiempo, acá, en Argentina y en otros países, unos ricachones y muchos militares se organizaron para tomar el poder de prepo. Muchísimos jóvenes se opusieron y entonces los mataron y escondieron sus cuerpos porque creían que sin cuerpo no los iban a agarrar. Después los militares hicieron una ley para que no los pudieran juzgar. “Qué vivos”, me dijo Tino, y agregó, “claro, entonces, si sacamos la ley, vamos a poder mandar a los policías malos a la cárcel y saber dónde escondieron los cuerpos de los chicos”. Lo han dicho las Madres de la plaza, girando como locas alrededor del mismo eje: mientras existan ciudadanos desaparecidos, hay un crimen que se sigue perpetrando ante nuestros ojos, un crimen que sigue vigente, flagrante, y criminales peligrosos que están sueltos. Ayer perdimos una gran oportunidad para hacer justicia. No la única, pero la más certera. Habrá que tragarse la amargura (hoy me es imposible, mañana será otro día) y el desaliento y seguir buscando el modo. Tal vez, cuando a fin de mes gane el Pepe, como es tan espontáneo y apasionado, por ahí nos da una sorpresa, un regalito de Navidad. (Esto se lo escuché decir ayer, alegremente, a una señora vestida de rojo, azul y blanco). O quedará en manos de los jueces, caso por caso. O de la justicia argentina o la chilena. Pero ya no, lamentablemente, en manos de la ciudadanía uruguaya. No te salves No te quedes inmóvil al borde del camino no congeles el júbilo no quieras con desgano no te salves ahora ni nunca no te salves no te llenes de calma no reserves del mundo sólo un rincón tranquilo no dejes caer los párpados pesados como juicios no te quedes sin labios no te duermas sin sueño no te pienses sin sangre no te juzgues sin tiempo pero si pese a todo no puedes evitarlo y congelas el júbilo y quieres con desgano y te salvas ahora y te llenas de calma y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo y dejas caer los párpados pesados como juicios y te secas sin labios y te duermes sin sueño y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas entonces no te quedes conmigo. Mario Benedetti 1920 -2009

5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

11.8.09

Ausencia

No hubo ni un solo día sin su nombre en estos años de olvido. Lo que alguna vez fue su abstracción, se fue convirtiendo en una ausencia maciza, cotidiana, parlante. Me habla desde un hueco ciego, como un ventrílocuo, y me dice qué hacer, cómo multiplicarme en la vida sin su mirada-espejo. De pronto me sorprendo preguntándome qué pensaría de tal o cual cosa, qué diría en equis situación, la cara que pondría si, el gesto, si no. Y lo veo, clarito, pasando por detrás de mi frente como una película. Sin embargo, su presencia no es. Es su fantasma el que me mueve a control remoto. Ni siquiera es el que es hoy (ignoro por completo su paradero, señas particulares o aficiones) ni el que fue ayer, que es historia. Lo se. Es inverosímil. Cómico. Inevitable. No lo amo ni volveré a amarlo. Pero cada día de mi vida, esa ausencia que lleva su nombre, se despierta conmigo y se enciende aquí, en el plexo solar, como un apéndice, un tumor. Como una antena.

7.8.09

Cinco años

Cinco años atrás, a esta misma hora la vida me llevaba meta y salga de la bañera. Si lo pienso, me parece oler el romero sobre el vapor del agua caliente; después, me duermo y me despiertan de pronto las contracciones, no muy dolorosas ni alarmantes, pero bien molestas (el dolor todavía no es suficiente para suponer que ESAS son las verdaderas contracciones, las famosas, las intransmitibles. Aquellas, las primeras, son "otra cosa, algo previo"). Enseguida, como buena alumna, voy a buscar reloj, anotador y lápiz. Naaa, falta. Los retortijones infames vienen una vez por hora, y cuando retroceden, abandonarme a la modorra es agradable. Como ahora, dejan de importarme los tiempos verbales: pasado, presente; todo es futuro, por venir. Dejo de anotar. Leer un rato. El Palacio de la Luna, me acuerdo bien. Sueeeño. Dolor. Sueeño. Dolor. A eso de las 3 am., sacudo a R. del hombro porque la masacre en la tripa, sumada a los ronquidos –los estoy escuchando ahora mismo y no es un deja vu- es tortura lisa y llana. Entre las 3 am. y las 6 me siento en el living con un reloj a tomarme el tiempo. Ahh, si hubiera existido el sms, sé de un par de amigas a las que no hubiese dejado dormir.
Todavía es de noche pero una resolana asoma por encima de los techos. Ya no me es posible dormir entre un amasijo y el otro. A las 6.30 despierto a R. y le pido que llamemos a la partera o al médico o al hombre araña. En algún momento alguien llama a Sarita, la partera, y ella resuelve que nos vemos en la clínica a las 8. Una dulce, Sarita, eso pienso yo, parada en ese lugar intermedio del umbral del dolor, sin entrar todavía. A las 7, R. llama a un taxi urgente y le pide por favor a la operadora que mande a una mujer “porque son más precavidas al manejar”. Cuando me entero del pedido, me pongo a llorar -literalmente- de solo pensar cuánto se podría tardar en encontrar a una mujer taxista en Buenos Aires y a esa hora. Ya me veía yo, pariendo en el paliere. Igual, no culpo a R.; era una mañana extravagante. Y estaba recién despierto. Y yo hice cosas peores ese día. Bolsito, listo. A las 7 y media de la mañana, nos subimos al taxi –no se si es varón o mujer; creo que varón-; estoy enferma de dolor. A partir de ahí, los recuerdos son claros, indelebles, pero muy fragmentados. Como un cristal roto en mil pedazos; cada uno refleja una parte de la historia. Ha llovido o hay humedad en la avenida Santa Fe. La fresca, como le dicen. Las llantas silban al frenar. La calle parece lustrada. Un sol rojo sobre el asfalto brillante. Recuerdo que pensé: voy a recordar esto. Llegamos enseguida, pero a mí me parece una eternidad. Hace frío, creo, pero si fuera por mí me desnudo ahí mismo en la puerta de la Suizo Argentina. Me incendio. R. me ayuda a bajar del taxi y me deja -no más de 10 segundos- sola, parada, abrazada, amarrada a una columna, para ir a buscar una silla de ruedas. Lo odio por dejarme sola. Lo odio por no dejarme sola. Lo odio por la silla de ruedas y por ofrecerme el brazo. No es en el segundo piso. Y eso que pregunté como tres veces la semana anterior. Otra vez al ascensor, al quinto. Ocho de la mañana en punto; soy un desastre, tengo los pelos parados, huelo a adobo de romero, me agarro la panza y grito, me lamento, por el pasillo; nada me avergüenza, no tengo pudor, soy impune. No puedo precisar el lugar del dolor. Soy el dolor. Sarita la partera, aparece. Pantalón negro, pelo largo y negro y lacio, uñas pintadas, maquillaje. Parece una modelo madura y yo una fiera suelta, rabiosa, desgreñada. Sarita hace un gesto como de que estoy exagerando. Cuando lo percibo, siento instintos asesinos. Me llevan a una salita. Salita, Sarita. Está Enrique. El Doc. Era el ginecólogo pero se transformó en obstetra. El hombre con las manos más grandes que he visto (y no sólo he visto). Todos parecen saber lo que hacen. Es el momento más descontrolado de mi vida. No tengo timón. Me muero de dolor. No puedo pensar. Todo lo que leí en esos libros editados en España, el parto sin miedo, el contacto con el centro y la respiración, el contro. Qué control ni control, pindonga control. Por nada del mundo, quiero estar dormida. Lo digo. "No quiero que me duerman y no quiero que me duela!". Me incorporo al grito de "Peridural!". Nadie me contesta. Se que estoy algo paranoica. Ni modo. En la camilla. Me siento atada. Estoy atada? Camisas verdes. Barbijos. Ojitos que van y vienen. Gran reloj frente a mí. Las 9. El que entra ahora, con gorrita verde y camisón, me parece conocido: es mi esposo. Me toma la mano, la amasa, le pego y me desligo de ella. La vuelvo a agarrar, la estrujo. Pido, exijo, !peridural!. Tengo que sentarme en una posición rara para que me la den. Una posición que no me sale. Me recuesto, el dolor cede, cede, cede. Alguien me dice: Pujá! Madre, pujá! (Esa soy yo? Madre, mirá vos, es la primera vez que respondo al título.) Hago fuerza y vuelve a doler como el carajo. Qué hice para merecer esto? Saco el pujo y parece que no alcanza. No lo voy a lograr. Grito. Sarita me dice, no grites así, mujer! Se sube a la camilla en cuatro patas, me aplasta la panza, me em-puja. No me gusta, no me gusta nada. Cómo me va a aplastar la panza? Me pellizca la pierna sobre la baranda de metal. Le pego en un brazo. No me la devuelve -faltaba más- pero me agarra las muñecas. La detesto. Podría matar a esa burra en este intstante sin ningún remordimiento. Debajo del pantalón verde hospital, le veo los tacos aguja. Demonio. Siento como si cortaran una telita gruesa de jean. Criiic. Escucho, Sale! Sale! Y un Ploop. Y ya no duele más. De pronto, se acaba, ni rastro del dolor. Qué curioso. Estoy medio mareada, entontecida, borracha. Y entonces lo veo, el cuerpito de sapo azul, dulce y baboso, alguien lo pone en mi panza y trepa por mi vientre; es un camaleón escalando hacia las tetas que caen a los dos lados como grandes banderas sin viento. Le alcanzo una. Puñito y trompa que prueba, abre grande. Yo no sé cómo se hace, pero él mama con la destreza del que ha hecho lo mismo siempre; perito en teta, maestro. Ya no soy el dolor, lo sé: desde este instante soy la leche. Casquete de pelo miserable con islas peladas. Olor a sangre y fluido. El padre nos abraza y llora y besa. Ahora lo puedo ver. El hijo, resbaloso y gris, ajeno a todo lo que no sea teta. No ama, mama. Y así fue. Podría contarlo de cien maneras distintas. Es un recuerdo con capas y capas. Esta es una. Hoy, hace cinco años. Mi Valentín.

24.8.08

Canciones para salir a flote

El masaje de las letras en la yema de los dedos. El fuego encendido. La gata que se prolonga en el sofá; su breve organismo dormido y atento. La casa, que hace silencio para dejar hablar a la noche. Cruje la estufa su respiración de fuego. Un ronquido distante conduce al dormidor a su cuna sin recuerdos. Queda atrapado un pedazo de viento en las sábanas hinchadas de intemperie. La oscuridad se acumula sin destino de amanecer. La noche insomne se embaraza de historias. Escribir, como respirar hondo. Buscar un ritmo en ese jadeo de palabras que entran y salen de los pulmones de la mente. Los olores duermen, apenas el humo del cigarro está despierto. Los dedos se abandonan densos sobre el teclado, se alargan hurgando esa otra musculatura transversal arraigada en el inconciente. Tal vez así, en esta especie de ejercicio ciego y automático se tense el músculo atrofiado de mi alma. Se fatiga a mi lado una vela. A lo lejos, el mar, que no necesita de nadie y sin embargo, espera. ** Alguien envenenó a Platero. Si encuentran al cretino, díganle que falló. Que no hay forma de matar aquello que se ha amado hasta la locura. ** Un poco por probar voy a seguir buscándote en estas líneas. Así, puestas una al lado de la otra, forman un lazo que te tiro. Pero la cuerda se balancea, frígida y húmeda sobre el acantilado. No hay nadie que la agarre, ni siquiera por jugar; no hay quien quiera ser salvado. Tu reposo me deja sin consuelo. Tu libertad se desentiende de mí. Me dice que debo buscarte en otros lados, tal vez en otros abismos u otros cielos; los rostros todavía desconocidos que alguna vez me devolverán el amparo de tu mirada. ** Las vacas del mar han iniciado su temporada de pastoreo. Estoy aquí, inmóvil en el desamparo de mi cuarto pero navego con ellas. Me prendo a la aleta de plata de una enorme reina vaca, su tenso vientre se sumerge y me hundo. Las rocas gritan su coro de espuma. De las ubres de esta antigua especie me alimento de canciones hechas para salir a flote.

25.3.08

Notas junto a un sueño

Ya no lo recuerdo. Sólo guardo algunos gestos descoloridos como recortes de una revista vieja. El resto es un borrón, apenas un perfil o un tono de voz que me hace girar la cabeza en un centro comercial o una librería de Buenos Aires, muy de vez en cuando. No es que lo haya olvidado. Eso sería absurdo. Pero el dejar de amarlo, siglos después de dejar de verlo, fue al costo de la ceguera de su recuerdo físico, de las anécdotas y las sensaciones que, encadenadas o superpuestas, permitirían rearmar la historia. Sin embargo, algunos de sus gestos, los más inocuos o los más resistentes, curiosamente, no se esfumaron del todo. Hay, en orden de aparición, el hueco de su nuca casi oculto tras una llovizna mal recortada de cabellos lacios y negros. Su mano derecha marcando el compás sobre la mesa con una lapicera de plástico transparente. Cerca del meñique la tabla de madera lustrada hace un ovillo más oscuro, un nudo como un ojo hundido que mira. Está la curva irreal de sus labios dormidos, el límite impreciso entre el cuero del reloj y la piel de la muñeca; la mueca de estar leyendo, con el gesto derretido y lúgubre, las ojeras que ocupan la mitad de la cara. Está ese relámpago suyo en los ojos al pronunciar algo -quién sabe qué-; su expresión distraída detrás del vidrio de un bar; la manera cómica de girar sobre sus talones un viernes al mediodía; la cadenita con la cruz pegada al sudor del pecho lampiño en una noche de luna y pampa. Nada más. Pienso. Rebusco. Más nada. Fragmentos. Son como esos objetos que intentamos ordenar de vez en cuando. Caben en la palma de una mano. Alguna vez fueron partes funcionales de algo más grande, ahora son cositas sobre un estante. Como no sabemos dónde ponerlas ni nos atrevemos a tirarlas, las volvemos a dejar sobre la alacena para que junten más polvo. Tal vez, me digo, si juntara los pedazos… Pero, es inútil. Hay cosas que no se deben reparar. Como tratar de pegar con La gotita los mil trozos de una taza rota. Siempre quedan esquirlas de loza, fracciones perdidas que dejan rendijas diminutas por las que podría filtrarse, gota a gota, la vida entera.

23.2.08

Arqueología del insomnio (apuntes a la salida del sol)

I.
Soy insomne. Al menos desde los quince, tal vez antes. Sencillamente, me cuesta apagarme, bajar el interruptor, parar los motores. Relaciono mi insomnio con la genética –a mi mamá le cuesta pegar el ojo- y con la mala educación del sueño en mi primera infancia. Esto último agravado por dos cuestiones biográficas: la curiosidad incontrolable que yo tenía por mantenerme despierta y tratar de escuchar desde mi cuarto las reuniones de mis padres con sus amigotes o el delicioso morbo sufriente al escucharlos discutir en la madrugada. (El otro día vi un fragmento del documental de Berliner, en el que él se confiesa insomne irredento y le reclama a su madre en cámara por no haberlo educado en el buen dormir, además el tipo se ha convertido en un obsesivo con los horarios de sueño de su bebé, etc. Me pareció decadente pero me sentí identificada).
La otra madre de mis desvelos es la lectura, claro. Soy del club (de grande descubrí que somos legión) de los que usaban una linterna bajo la frazada para leer hasta altas horas de la noche. Para no ser descubierta, interrumpida o reprimida en el final de una novela, podía sudar dos horas debajo de la manta y terminar con tortícolis por todo el día siguiente. Ahí me pregunto qué fue primero, si el huevo o la gallina, el insomnio o la literatura.
II
No sé cómo hacía para rendir en la escuela. Y eso que no era mala alumna, al contrario, de mediocre para arriba. Quién sabe, con un buen descanso en esa etapa germinal de mi formación, tal vez hubiese sido un genio, una pequeña maravilla infantil. El caso es que, ya con quince, aparezco en las fotos con una expresión flemática y unas ojeras del siglo XIX muy a tono con la que ineludiblemente sería mi temprana vocación por la escritura. Era la época de ir a la Agronomía con mi perra Almendra y hundirme boca arriba en el campo de alfalfa a leer a Borges, Hesse, Tolkien; y de noches enteras con Lorca, Poe, Teresa de Avila, San Juan de la Cruz. Dormir era pecado mortal. Parafraseando a la santa, podría ilustrar esta etapa de mi vida con “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no… leo” (!).
III
Probé de todo, valeriana, melatonina, pasionaria, ramas de lavanda, digitopuntura, meditación, yoga, sexo, tecito “Duérmete!”, plidex. El té, que tiene pasionaria, en dosis doble, creo que me ayuda, al menos forma parte del rito personal de “finalmente, tenés que ir a la cama y dormir, carajo!” (habría que abrir un capítulo aparte sobre las manías del insomne y aquellas otras ejercidas meticulosamente para conciliar el sueño). Pero, si realmente quiero dormir, si debo hacerlo por razones de vida o muerte, tengo que tomar un somnífero del estilo Rivotril para arriba. (Tengo que pensar la palabra del medicamento porque siempre la confundo con Rivendel, la tierra élfica de Tolkien. Una vez, incluso, dejé perplejo a un farmacéutico).
Entonces, con la pildorita blanca, caigo como una piedra al fondo de un lago, sin cansancio ni sueños; sin disfrutar nada de lo disfrutable del dormir, amanezco igual de embotada que si hubiese dormido poco y con algún brazo o la cara aplastada y con surcos por estar toda la noche en la misma posición, no diría descansando, sino recuperándome del knock out químico. (Por eso no uso Rivotril desde hace años, aunque no lo descarto del todo para alguna época crítica en la cual necesite imperiosamente dormir temprano).
En estas últimas semanas, encima, estoy durmiendo muy, muy tarde y a veces me despierto con la primera luz del alba. Siento los párpados de papel de lija y empiezo a experimentar, aún sin levantarme, una especie de mareo que arrastro toda la jornada. Durante el día necesito hablar en voz muy baja y moverme con lentitud, como si estuviera en “modo de ahorro de energía”.
Ni hablar del estado en el que quedo si la cena anterior estuvo regada con más de dos copas de vino o más de dos puchos. Pero sobrevivo. He descubierto que soy fuerte. Ya no es usual que me angustie al paso de las horas de desvelo, salvo en esas ocasiones en las que soy yo la que está más sombría que la noche. Y, aunque me gustaría aprender a dormir un poco mejor, no sé si cambiaría mi condición desvelada por la de una mañanera corredora de la rambla; esas con expresión brillante en los ojos, las que tienen la piel de nácar y las respuestas rápidas antes del mediodía.
IV
Recién ahora, a los cuarenta años, casi, y con un hijo de tres, empiezo a reconciliarme con mi naturaleza noctámbula. Ayer, por ejemplo, me quedé leyendo hasta las 2 (una biografía espléndida de C. Lispector). Hoy me desperté a las 6 de la mañana porque no podía seguir durmiendo. En la madrugada había un corro de voces e imágenes rondando alrededor de mí. Como los pensamientos en la cabeza de Damiel y Cassiel. Impresiones, escenas que me parece que soñé o que simplemente están ahí ante mis ojos, que suceden con mi protagonismo pero sin mi voluntad, como una vida paralela.
Así es como estoy durmiendo las últimas semanas, para la mierda.
Durante todo el año pasado en el cual me dediqué exclusivamente al trabajo literario, no digo que mi sueño mejoró, pero mejoró mi relación con el insomnio. Por primera vez desde mi adolescencia, dejé que mi insomnio me mostrara su lado fructífero y benefactor.
Es distinto desvelarse por la noche sabiendo que, al otro día, habrá la posibilidad de seguir trabajando en la simiente de un relato nacido al borde de la vigilia y con una siesta de por medio, que la realidad inminente de tener que estar bien descansada para funcionar, andar veloz en tacos, parecer inteligente y convencer de ello a un grupo de expertos en traje y corbata con gerundios infames en inglés del estilo Leveraging, Fostering, Strengthening, Promoting, Improving. Es ingrato.
V
Estos primeros meses del año me tienen a mal traer. No escribo (no tengo el espacio, el ocio y la energía espiritual que necesito) ergo, no estoy bien, ergo, duermo peor que nunca. (Estoy escribiendo esto, casi en forma automática, como un experimento de exorcismo).
Cuando escribo, bien o mal, duermo mejor. O bien, mis insomnios son de mejor calidad. Si no escribo, duermo pésimo y los insomnios son de terror.
Me levanto malhumorada y todo el tiempo siento que debería estar haciendo otra cosa. Me la paso pidiendo disculpas por tratar mal a los que quiero. No soy yo la que está en mí sino un personaje de la galería de los pusilánimes, una sustituta que me fastidia con su parálisis mental.
Este estar fuera de lugar, cansada y enajenada, me contamina el ánimo aún en aquellas cosas que me gusta muchísimo hacer y que me son vitales: estar con mi hijo, cocinar, charlar con R, estar en la casa de la playa. Adoro todo esto, pero no puedo disfrutarlo plenamente si no escribo. Es así, no se cómo funciona, pero es así.
He llegado a pensar que para mí, escribir, no se trata de vocación. Que no tiene nada que ver con un acto estético o algún imperativo de orden espiritual. Que poner el alma en un papel es una necesidad orgánica, una tendencia de carácter obsesivo, arraigada vaya a saber en qué oscuros pasajes psíquicos de mi infancia, mi ego o mi aparato neurológico.
Tal vez, debería empezar a considerar la escritura como una droga.
Así sería más franca conmigo misma y podría elegir curarme, dejarme consumir por ella o morir de sobredosis.
Y dormir, en paz, al fin, por más de ocho horas.

10.8.07

Recuerdos de un camaleón

Estoy esperando a que el Henna haga efecto con un plástico en la cabeza y una toalla alrededor. Después, me toca terminar de forrar el baúl de pirata y cocinar la carne para los burritos. (Aunque podría descongelar el locro. Hay suficiente para un ejército de mutantes hambrientos; lo pensaré mientras cambio de color). Al menos no me pica. Tengo aproximadamente 15 minutos más de espera. No estoy muy segura de cómo va a quedar el color; se supone que, efectivamente, me voy a deshacer de las canas por unas semanas, detrás de unos reflejos castaños parecidos a los míos. Eso dijo la empleada de la farmacia. Le creí, aunque ella misma tenía un espantoso color anaranjado. La duda sigue ahí, enroscada en mi cabeza como la toalla. Lo que pasa es que la mezcla de Henna –es la segunda vez que uso esta, la anterior usé otra marca- no se veía castaña en el pote de vidrio al mezclarla con agua hirviendo. Era de un verde musgo, casi fosforescente. Acerqué mi nariz y realmente olía a verdín o a esos líquenes de los bosques que se reproducen al pie de los pinos. Me pregunto si el pelo me va a quedar de ese color. No es que tenga temor, sonará raro, pero no me preocupa que el pelo quede, por ejemplo, fucsia. Si no me gusta, me lo corto a la nuca como en el ´91. Me acuerdo de aquella vez, fue cuando terminé mi relación con P. Necesitaba un cambio. Y creo que también, necesitaba expresar mi sufrimiento interior de manera visible, cruenta. Cortarme la melena de hada de medio metro fue un acto de violencia. Fue arrancarme la feminidad estúpida, ponerle corte al duelo, acabar con la ilusión de una vez. Me acuerdo que, entonces, cuando salí de la peluquería, caminando por Santa Fe, sentía la falta de peso, el hueco en la espalda. Recuerdo también que disfruté con cada una de las exclamaciones de espanto de los conocidos cuando me vieron casi pelada. Y, desde ya, fue glorioso ver la cara que puso P. cuando me vió. Sus ojos decían: “¿Por qué me hiciste esto? ¿Ese cabello no era tuyo, creció ante mis ojos todo este tiempo, no te pertenece, como todo el resto, es mío”. Mejor me voy a sacar el Henna. Ya voy con cinco minutos de retraso y no tengo planeado cortarme el pelo esta vez. P.S.: Uno, no es mi color, pero tampoco quedó verde. Es de un castaño más claro en las puntas que en la raíz; me hacer acordar a un pastor irlandés que tenía mi tía Olga, al que llamaban Fleco. Al acercarme al sol de la ventana, ví mi imagen reflejada en el dibujo de Luisa Lane. Juraría que mi nuevo color vira un poco al rojo. Pero el efecto sólo se ve en el reflejo del vidrio de ese cuadrito, no en el espejo. Veremos. Dos, me quedo con la opción de los burritos que se comen con las manos más fácilmente y no hay que lavar cazuelas.

4.8.07

Dos más del cardumen

Hoy llovió todo el día, pausadamente, sin parar. Como sigo sola con mi hijo, encerrados en casa, decidimos ir al cine, comer papas fritas, comprar cotillón para su cumpleaños y un par de bombachas para mí, porque las que tengo están o muy viejas o me quedan grandes. Menejé toda la rambla bajo la lluvia. Los parabrisas no servían. Tino y yo éramos como Nemo y su padre nadando en el Océano. Me sentí extrañamente bendecida por un ser superior al ver que en el estacionamiento del shopping había un solo lugar disponible y yo estaba frente a él. Primero subimos a comer algo (papas fritas y una hamburguesa, yo sólo tomé un helado). Para el cine, estábamos tarde; creo que Tino estaba feliz de haber perdido la función; se hace el valiente -un agrandadito como la madre- pero ví terror en sus ojos cuando me preguntó si en Shrek había "dibus malos". Después, nos paramos en un pasillo lateral y nos dejamos llevar. Tuve que alzar a mi hijo porque como es petiso, casi se queda enredado en el vaivén de los pies de la gente. Hubiera sido todo mucho más cómodo en patines, como cuando era adolescente e iba a patinar sobre hielo. Los pretendientes te tomaban la mano y te arrastraban, te sentías un poco como la protagonista de castillos de hielo. Si hoy hubiéramos tenido patines, nos hubiéramos dejado llevar por los codos, sin hacer fuerza, casi flotando sobre el aire azucarado del shopping. Pero no, esta tarde fue una odisea para mi fobia a las multitudes. Paso lento, codazos, parar donde no quería, seguir de largo cuando tenía que doblar. Tufo a perfume importado de vieja, tapado de piel de viuda y sombrerito de viuda mezclado con olor a hamburguesa, alfombra sucia de polvo, lana, cartón, caramelos de leche, plantas de plástico y ropa nueva en grandes bandejas de liquidación. El olor del shopping se te pega en el cerebro. Y el ruido, al menos a mí, me atonta por algunas horas, como una droga. Papeles arrugados, risas disonantes, cajas registradoras, máquinas de café, agua de la fuente, gente que busca gente, reproches de parejas cansadas de estar juntas, niños hartos de parejas cansadas de estar juntas. Quise parar en la tienda de libros, pero una señora se llevó a mi hijo colgado de la cartera; él agitaba su manito como si se lo tragara un ciclón. Después de rescatarlo, fue imposible volver sobre mis pasos hacia la librería. Y yo? Yo era la santa impoluta del consumismo y la vorágine? La virgen santa y su niño regordete paseando arrogantes y benevolentes por el palacete del pecado? Pues, no. Entramos a la tienda de cotillón y gastamos bastante dinero en globos, (ahora tenemos globos hasta el cumpleaños de 15 de Tino), guirnaldas, parches de pirata (qué bueno, no tengo que fabricarlos) y papel para las invitaciones. Me compré tres bikinis nuevas y dos jeans (dos!). (No son jeans nuevos ni los compré en el shopping, sino en el second hand de enfrente, el que está en García Cortinas). Además, tomamos un chocolate caliente y un brownie, a medias. Compramos chicles. Me costó encontrar el coche en el estacionamiento; no sabía si lo había dejado en el nivel ciervo o conejo; pero caminamos tranquilos los dos, lejos de la gente, con el aire fresco que entraba al final del túnel, con olor a cemento, a llantas y a lluvia. Volvimos a casa callados, por la rambla. Seguía lloviendo. Hicimos el trayecto de vuelta escuchando dos temas de Sabina y Brindis por Pierrot.