Mostrando entradas con la etiqueta autoarqueología. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta autoarqueología. Mostrar todas las entradas

23.8.11

Sobre dónde poner el alma

mi mesa en el Seddon de 25 de mayo.
Ahora vigila la esquina de Chile y Defensa.


















A veces, escribir no es suficiente.

Cuando el alma está agobiada, furiosa o cargada como un arma, repele el gesto catártico de la escritura y amenaza con aplastar como una mosca cualquier intento de volcarla en un papel. Como el agua, el humor se acomoda en los resquicios, se amontona en los diques de la autocomplacencia, en las drogas y los psiquiatras o desemboca suave en un bar.


Si tenemos suerte, el destino nos concede la gracia de tener uno.

Los boliches de mi vida siempre tienen estantes libres, una alacena, un lugar en el fondo de un cajón para guardar esos trozos de alma que se me desprenden como la piel de los lagartos, escombros que sé que tienen algún sentido -aunque ignoro cuál- y que debo guardar hasta tanto lo comprenda.

En los bares dejé en salvaguarda los deseos que las estrellas fugaces ignoraron sistemáticamente, algún que otro fantasma reincidente, todos los dolores sin consuelo.

El jueves pasado conocí el Museo del Vino llevada por la entusiasta y muy postergada intención de volver a bailar tango. Le pregunté a la profesora si algún día me sería posible relajarme en el vaivén de una milonga sin pensar en qué lado del cuerpo está el peso, olvidando la pisada y el firulete. "Puede suceder -dijo Felicidad, así se llama ella- pero a veces pasan años de años y solo es posible si hay verdadera conexión con el compañero" (Digresión: no fue esta la única indicación técnica con aristas ontológicas de la clase: "tenés que escuchar lo que su cuerpo te dice para poder decidir sobre el tuyo", "ella no tiene ojos en la espalda, no la culpes si se choca con alguien, vos la tenés que cuidar").

Mientras mi alma se acomoda y aprende, disfruto del error, ejercito el músculo del volver a empezar, voy ganando pista.

Un local con una barra, diez mesas, una radio y una maquina de café puede ser un hospital para el espíritu.

¿Tendrán registro los bolicheros de que no se trata solo, ni de lejos, de comer y beber?

Se trata de la sonrisa de gato de Cheshire de Michel del Garní que flota alrededor para hacerte bien; del perfil de Ani que uno no ve pero adivina detrás del aroma a canela y cilantro, de las mejillas de bienvenida de Daniel encendidas como el fuego al fondo de su horno de barro.  ¿Sabrá Jose que una sola de sus décimas, cada línea recitada en una vuelta de sacacorchos, es una pócima curativa? Si ando negativa, Regina me levanta el ánimo mostrándome las pruebas de que todo puede ser y es, de hecho, un poco peor. Edu seguro sí sabe que el filo de su ironía corta en rebanadas la más dura de mis tristezas. Pero tal vez Pamela ya no se acuerde que me salvó la vida, hace veinte años, cuando aquella madrugada sin clientes se sentó a compartir la última medida de Johnnie y me dijo: mirá Caperucita que si una da tanto, un día mete la mano en la canasta y, de pronto, no queda nada.



Yo trato de convencerlos de la superstición de que los bares son salvadores, que redimen a esa porción de humanidad inmolada en los altares de la noche.
Pero, sin excepción, se ríen, no hacen caso. Tienen cosas más importantes entre manos: revisar que haya pan, cerrar la caja, lidiar con un proveedor. A veces me miran como verdaderos amigos que son; otras como los piadosos profesores de un psiquiátrico a una paciente, que no sabe que lo es y alegremente delira, lo cual es probable.
Es poco decir que tengo buena estrella con los bares, el azar y los amigos. No en ese orden, aunque por ahí sí. Sucede cuando los bares se vuelven amigos, los amigos mensajeros del azar y el azar un lugar seguro donde se puede habitar en una noche de soledad.

Echado en una esquina de mis diecisiete persiste el Tigre, sitio al que los varones de 5°B se rateaban y al que el preceptor más bueno del mundo iba a buscar cuando la Directora llamaba a su oficina, porque sabía que no estaban en el colegio. Andy corría como loco las varias cuadras desde ahí al bar (¿dónde podían estar si no?) para traerlos de vuelta. Llevaba en el bolsillo una corbata de repuesto de esas falsas, con elástico, por las dudas.

Años después, con L., nos refugiábamos en el Moliere a leer desenfrenadamente a Borges, a Vallejo y a Cortázar. Por esa época fuimos también feligresas del bar de Guido, que un día cambió de dueño y le pusieron -vaya paradoja- Café de los Ángeles. Explicar esta historia podría llevarme la extensión de una novela.
Sobrevive, aunque solo en mi memoria, el Pernambuco de la Avenida Corrientes donde Ulises Dumont reinaba cada noche en la mesa del centro y en cuyo depósito me ocultaron los mozos, una extraña madrugada de humor negro. Enfrente, el Astral, angosto y habitado por sátiros y faunos jubilados y en el que décadas más tarde imaginé ver entrar, lento como un dromedario, a un Jorge Varlotta que jamás conocí. La Academia y la Opera tuvieron su minuto de gloria cuando cambiar de noviete significaba cambiar rigurosamente de establecimiento, de trago y de género musical.

También sobre Corrientes -caminar mucho nunca ha sido mi fuerte-, er mío el café de Liberarte sobre cuyas paredes, una vez, no hace tanto, apoyé el oído para cerciorarme de que la voz del Polaco no hubiese quedado atrapada como el mar adentro de los caracoles.

En Montevideo, en el ángulo del pasaje y Buenos Aires, está el eterno Bacacay, extensión del living de mi alma y espejo del Seddon justo al otro lado de ese mar. Al Seddon lo vi morir y volver a nacer como un fénix y doy fe de que sus cimientos también se sostienen sobre los cascotes de mi corazón hecho pedazos.

Mucho después llegaron el Gallo para Esculapio, segado joven como un poeta tuberculoso y bello, y el café Homero que sigue habitado por el espectro blanco de un bandoneón. Tan lejos y tan cerca, en la asombrosa ciudad de La Paz vuelvo en sueños al Socavón que tiene esculpidos en la entrada un querubín y un demonio porque dicen que, como en las minas, necesitarás la ayuda de dios y del diablo para salir de allí, asunto del que soy testigo, aunque no en un estado del todo lúcido.

Como en cada cielo y cada infierno, el Edén de mis bares tiene un centinela. Un bar caído, un ángel condenado injustamente por un dios incompetente: vigilando la placita, sobre la esquina de Serrano y Honduras, el Taller era la prueba de que seríamos jóvenes por siempre. Mentira. Hace un par de semanas, cuando doble la esquina y levanté la vista, ya no estaba ahí. Ni él ni mi juventud.

¿Adónde habrán ido a parar los retazos de vida que dejé en sus mesas, adónde los besos furtivos? ¿En qué estante quedaron las trampas, las promesas, los tragos de más? Busqué los graffitis de los baños, pero una mano impecable de pintura los había borrado.

Cuando se muere un bar, cuando un bar se rompe, el alma de quienes le tuvimos devoción se derrama como a través de una tumba rajada.



Y andá a cantarle a Gardel. No hay nada que hacer, los bares no resucitan ni reencarnan ni despiertan con un beso. Si en algún lugar siguen viviendo es en el medio del pecho. Son la escarapela de ese barrio inventado que llevamos puesto.

Ahí es donde, algunas veces, la escritura regresa y es útil para volver a rescatarlos y juntar, del alma, poco a poco los pedazos.



Yo simplemente te agradezco la poesía
que la escuela de tus noches
le enseñaron a mis días.

Cacho Castaña / Polaco Goyeneche


22.7.11

Mientras (y si) amanece por fin

Con los años, mi insomnio y yo cultivamos una relación de solidaria convivencia. No es una amistad elegida.  Se parece, más bien, al apego que nace entre dos condenados a perpetua que viven en la misma celda. La prisión de la noche de encorvados fierros de Borges, que odiaba tener que dormir porque, aunque apretara  fuerte los párpados, el único color que seguía viendo era el amarillo.
A veces, el insomnio se toma semanas y hasta meses de libertad condicional. El ángel negro me deja en paz. Y duermo como una persona normal; envuelta, no obstante, por las manías del té de pasionaria double black, uno o dos libros y una estampita de Santa Melatonina.
Otras veces vuelve, como ahora, con toda la fiereza de un adolescente inoportuno a rociar su adrenalina sobre mis noches. No es algo risueño, ni romántico, ni valioso para un escritor, como muchos suponen o me han dicho y me dicen. Claro, muchas veces lo que se hace es escribir.  Pero si me dan a elegir, como en la canción, prefiero los relatos oníricos que engordan los cuadernos de la mesa de luz.
Con el tiempo de trasnochada, y por pereza, he llegado a ejercitar, incluso, una escritura interior que sucede solo para mí. Relatos enteros que olvidaré, crónicas fugaces escritas en los renglones del cuaderno en blanco de las horas.  Juro que he querido ser  –pero no lo intenté lo suficiente, se ve-  de esas personas  que se levantan bien temprano y con la mente fresca, que hacen abdominales y salen a caminar, que toman café, comen cereal y luego encaran con disciplina y entusiasmo ocho horas de caracteres con espacios a tempo prestissimo. Pero no.  Lo mío es más bien la marcha camión de la vigilia.  Me tocó ser un animal nocturno,  una fiera desaforada y vagabunda, hay veces, o un obeso búho blanco parado en un poste como el que primero escuché y después vi -no me creen- una noche en Solís.
Hubo una época en la que quise saber por qué. Como si un diagnóstico sirviera para algo. Le pregunté a mi vieja y a la amiga con quien compartí el primer apartamento:   ¿Nací insomne o me fui volviendo?  Simplemente no lo recordaba.  Vagamente me veo a mí misma a los quince o dieciséis, soñando despierta y tomando nota, a oscuras, aterrada y febril. Historias con chimpancés colgados de la lámpara, la ventana abierta de la puerta de calle y siempre alguien a punto de entrar, la crónica de las visiones de aquel elfo que se paraba junto a mi cama, un hombre pequeñito y amable, probablemente, tan insomne como yo. Nos mirábamos a los ojos  durante horas hasta que me quedaba dormida; nunca nos dijimos ni una palabra. (No lo volví a ver, pero tengo mis razones –que no voy a explicar ahora- para creer que se trata de un pequeño fauno, de un pariente de Puck, o del mismísimo Robin Goodfellow  de Sueño de una Noche de Verano).
Cuando el sol está a punto de detonar,  en la frontera de la noche de los insomnes urbanos, espera siempre el grito del zorzal o la calandria. Malditos emplumados. Una de las pocas ventajas de  vivir en un piso nueve es que el precoz buen día de estos condenados no llega tan alto. Las gaviotas, en cambio, son gordas discretas.  Y la cadencia del oleaje es un arrullo que me avisa que -algo es algo- tengo dos horas de sueño.
El insomnio que regresó en estas últimas semanas no me molesta. Al contrario, diría que es un buen punto de nuestra relación. Se ve que estamos grandes, que somos pocos y nos conocemos. Convivo con él por la noche, lo dejo hacer, y de día me entrego a esta especie de película que se te queda pegada sobre la piel, una resaca abstemia, un des-velo que me separa un poco de la cosas prácticas y la rutina.
Porque después de muchas noches de insomnio -el que lo vive lo sabe-  aparecen los días clarividentes.  Jornadas en las cuales lo que normalmente hay para ver, lo evidente, desaparece;  y aquello que estaba oculto se ve con claridad.
No gozo de este insomnio pero no lo rechazo como no se reniega de un gran maestro. Sospecho que un día, pronto, volverá a dejarme en paz.
Mientras tanto, agradezco lo que me da: noches sin pensamiento, sin congoja, habitadas por fotos viejas, por imágenes pueriles proyectadas en Super 8 en la pantalla que tengo acá atrás de la frente.  Horas que se proyectan con finales de películas que alguna vez amé y después de amar amé, remendadas con retazos de escritura valiente y sin estufa;  con canciones que creía haber olvidado y han vuelto, no para decirme quien era sino para recordarme quien soy en realidad; buenas noches de insomnio pobladas de rostros que, como los de Eluard, responden a todos los nombres del mundo.

6.7.11

Gata Conga

Con niños que no llegan al año o ciudadanos que mueren de frío a unas cuadras de mi casa,  siento que es casi un insulto dejar rodar esta tristeza por la muerte de Conga, mi gata porteña. Hoy llamaron para contarme que murió ayer a la noche. De vieja nomás. Papá la enterró en el jardín, igual que a casi todos los bichos desde que tengo memoria.
Conga es negra y brillante como la noche más negra. Brava y percherona. Cazadora. Cuando camina, lenta y pesada, los omóplatos puntiagudos le asoman sobre el espinazo como a las panteras (Acabo de escribir lo anterior en presente, error que no quiero corregir).

La recogió P. de la puerta de casa en el 94 y se quedó. Estuvo conmigo muchos años en mi primer dos ambientes de chica sola, el de la calle Conde entre los dos Virreyes. Si habrá visto desfilar, esa gata, comedias bufas, dramas y hasta alguna tragedia real. Después se mudó conmigo y los petates. Estuvimos juntas en las buenas y en las malas. Epocas de apego y de indiferencia mutua. No llegó a cruzar el charco. Se fue quedando. Pero cuando visito la casa de mis viejos y la llamo, me reconoce, cómo no, y se trepa por mi pierna arañando el jean.
"Fulgencia", la llama Tonka, porque nunca perdió el gusto por jugar de igual a igual con peluches o cachorros. La semana pasada, antes de irme, me dijeron que estaba agonizando. Bajé del auto, de camino al Buquebús, un momento nomás, para despedirme. La encontré echada junto a la salamandra con apenas una brasa encendida entre el rescoldo. Cada pata apuntaba a una dirección diferente, como una rosa de los vientos hecha pedazos.
Tonka le estuvo dando vitaminas para que tire un poco más. Cuando entré y la llamé levantó la vista enseguida. La piel pegada al hueso triangular de la cabeza, el pelaje opaco y pringoso.  Las orejas desmesuradas por lo delgada, los ojos desorbitados y cubiertos por un velo gris. Me dí cuenta de que no podía verme ni oírme muy bien porque movía la cabeza confundida como buscando mi presencia. Me agaché y cuando la quise acariciar se descansó un poco en la concavidad de mi mano.
«Gracias gata Conga, gracias negra, por tu amor infinito gata mía, gata buena». Les pedí que dejaran de darle vitaminas, que le dieran permiso para irse nomás.
Piedad y agradecimiento, eso sentí a su lado. Casi la misma disposición que hace falta para creer en dios. Justo en estos días alguien escribió que los gatos son eternos. Ojalá. Significaría que gané un ángel felino, negro y vigilante. Llega justo a tiempo.
Sin embargo, todavía no me puedo despegar el asombro de que un animal tan vigoroso pueda llegar a consumirse así, de pronto, en un manojo de extrema fragilidad y pavura. Pensé en nosotros, en qué hacemos con la vida, que por corta o larga que sea, se acaba un poco cada día. Lo pensé así en plural y también en primera del singular.
Conga era muy vieja. Vivió plenamente cada una de sus vidas.  Se dejó domesticar pero nunca renunció a su ferocidad. Hasta hace poco, le gustaba perseguir bolitas de lana o de papel de cocina. Las agarraba entre las fauces, las manoteaba en el aire y se deslizaba por el piso para atajarlas con total agilidad. 
Piedad y agradecimiento, gata Conga, y un duelo pequeño como una bolita de lana, que no sé bien dónde poner.

23.6.11

Culpable*

La Gorda se agacha sin mirar si viene alguien o no. Se desliza debajo de la persiana boca arriba, con la pereza despreocupada del que está habituado al delito. Hubiera jurado que no, pero su cuerpo pasa como un cisne bajo un puente. Cuando está del otro lado, me da la señal.

Son las dos. A la una en punto la vieja cierra para almorzar y echarse una siesta. En verano no cierra del todo la cortina para que corra el viento y el piso se seque.
Entrar al almacén mientras duerme está absolutamente prohibido. Varias veces la escuché advertirnos de los posibles castigos destinados a quien desobedeciera esa, la única regla estricta que la gorda Susana tiene que cumplir. Su abuela no tiene tiempo para mucho más que mandarla al colegio y tratar de evitar, en lo posible, que siga ensanchándose hasta convertirse en el acorazado Potemkin: “¡Pará! Parecés el acorazado Potemkin”, dice a veces cuando estamos tomando la merienda.
Yo me arrastro como un lagarto, con menos maña y más miedo que mi amiga. Para pasar por debajo pego el cachete a la baldosa. El mármol me enfría la piel. Me llevo puesto el tufo a lavandina del baldeo. Los dedos de la cortina plástica me rozan la espalda y un escalofrío me recorre el espinazo. Atrás quedó el aire ahogado del verano en las veredas, la lentitud de la tarde en los umbrales, el fragor de las chicharras en el follaje de los tilos.
El local está en penumbras. Las estanterías se yerguen más altivas sin la luz de neón. Las aspas del ventilador cortan fetas de sol en la pared. Dos heladeras ronronean. Me sobresalto cuando una de ellas enmudece luego de un repentino eructo de lata. La Gorda agarra fuerte mi mano que suda. Atravesamos el almacén flotando como dos astronautas –talón, planta, punta-, los hombros levantados, el cuello alerta.
De pronto, me paraliza lo que veo del otro lado del local. A través de un breve rectángulo formado por la base del anaquel de los vinos y la puerta entreabierta que da a la vivienda, mi vista enfoca una porción descalza del pie de la vieja. Está echada en el patio sobre una especie de catre o reposera de lona, entre dos filas de apilados cajones vacíos. Agarrotados y bestiales, los dedos de esa única extremidad que veo se quieren amontonar debajo de la tiranía de un pulgar que ostenta una uña pétrea y angular como el pico de un carancho.
La Gorda me da un tirón y me lleva detrás del mostrador de los fiambres. Con mucho cuidado, abre la heladera sosteniendo el pestillo para silenciar el mecanismo de la manija. “Dale, elegí”, susurra. Yo meto la cabeza en el Polo y no dudo en sacar el cilindro de salame –que le paso hacia atrás sin salir ni mirarla- y, después, una mortadela rosada y pecosa que es un sueño. Cuando asomo la cabeza, Susana ya está subida a un banquito frente a la cortadora de fiambre. Gira la manivela del aparato con una destreza y una agilidad que me asombran. La máquina se mueve en absoluto silencio, excepto por un débil silbido, el de la caricia del filo en la carne. Los dedos toman las fetas y las depositan en el papel. Estoy pasmada. Mirá vos. No le conocía esa habilidad a la Gorda. La miro cortar y relojear cada tanto hacia la puerta del local que comunica con la vivienda. Antes de salir, me señala con la vista los sobres de Hellmann´s y agarra al pasar una larga pieza de pan y una Coca.
Salir es fácil, también entrar a mi casa y subir a la terraza.
Mi madre está de espaldas a la escalera. Escucha en la radio un debate sobre ovnis y aplica parsimoniosas puntadas sobre un vestido de novia que, estoy segura, debería haber entregado hace días. La tela se acumula a su diestra como un montón de espuma. Nos escucha pasar, apenas mueve la cabeza hacia el hombro, pero no termina de darse vuelta.
Subimos a la terraza y de ahí, pisando un tacho, a la azotea. Estiradas boca abajo como en una trinchera, vigilamos la calle desierta. Abrimos el pan con las manos y armamos los sándwiches. Salame primero. La Gorda abre el sobre con los dientes y reparte la mayonesa. La crosta me lastima el paladar; me gusta el sabor de la sangre. Comemos victoriosas, sin apetito y en silencio. La Coca caliente se rebalsa al desenroscar al tapa.
“Pensé que no te ibas a animar”, dice, y se quita con el dedo un pedacito de pan de la encía. Yo mastico una sonrisa, levanto las cejas y los hombros a la vez, como si no tuviera importancia.
Todavía no lo sé pero esa noche seré castigada: unos extraterrestres me arrastran de las axilas hacia un altar todo hecho de baldosas monolíticas y me obligan a casarme con la Gorda. Ella me espera vestida de blanco como un super merengue. Lloro y pataleo pero no puedo hacer nada. No puedo moverme ni huir. “Pensé que no te ibas a animar”, me dice la Gorda en el sueño y se ríe, se acerca, más, más y me besa en los labios, me mete la lengua y me muerde. Grito pero de mi boca no quiere salir ningún sonido. El beso me deja un sabor pastoso a mortadela.
Encaramado al altar hay un pájaro, mitad buitre mitad gárgola. Se aferra al borde de la piedra con los garfios. La piel del cuello le cuelga y la aterradora cabeza desnuda se hunde entre las alas. Tiene la mirada malévola, paciente. Se limpia en el mármol el pico de sangre fresca y no me quita los ojos de encima. Es muy parecido al pie de la vieja.



*Este relato forma parte del libro 22 Mujeres, editado por Irrupciones Grupo Editor (Montevideo, abril de 2012)


25.8.10

Apostillas a una receta

Sentada a la mesa de la cocina espero su respuesta como un caballo la señal de largada. Tengo el lápiz en la mano y un pedazo de papel adelante, el cuerpo inclinado sobre la mesa esperando que Tonka, de pie, empiece a dictar. Hago pequeños círculos en el papel, garabatos, mosquitas de tinta, no nerviosa, pero sí atenta; pedirle cualquier receta a mi madre –y tan luego ésta- es como consultar el oráculo de Delfos o sentarse a aguardar que el Dalai Lama transmute un pan de manteca en un lingote de titanio; sucede, pero lleva su tiempo. Levanta la vista, sus ojos de un celeste translúcido buscan los ingredientes en algún lugar suspendido entre el techo y mi cabeza. El gesto grave, las yemas de los diez dedos apoyadas apenas sobre la superficie de la mesa como animales agazapados a punto de saltar. No es una exageración decir que se trata de un momento histórico en la genealogía familiar: ha llegado la hora de apuntar la receta legendaria. La hemos probado cien veces y la centésima es la mejor; la que piden los amigos, los yernos y los ex, las consuegras y las ex consuegras para un cumpleaños, las compañeras de yoga para el fin de año, los vecinos cualquier rato y hasta algún conocido lejano, con la caradurez y la impunidad que da la gula. Ella siempre y a todos nos da el gusto; va a buscar lo que le falta a lo de los chinos y se pone a batir y a amasar. Al fin, empiezan a gotear las palabras, dichas con un carraspeo inicial y en el mismo tono de un conjuro: “Doscientos gramos de harina leudante; si no hay leudante, usar harina común; una cucharadita de bicarbonato; otra de Royal y una pizca de sal”. Su mirada medio sargentona busca la mía para cerciorarse: “anotaste sal? No te olvides la sal; una siempre olvida la sal en las tortas”. Sal en las tortas y en el café a la turca: la marca en el orillo de los Kostelich (y la cebolla, pero eso es otro cuento). Ella va contando, mechando alguna anécdota en el medio, algún recuerdo, una variante, "mamá le ponía canela en vez de cascarita"; yo escucho y escribo todo. Sin dejar de verla veo a la baba Lucija, vieja y luminosa, a mi hermana y a mí misma, con una trencita finísima y blanca, con los hombros y las caderas anchas, percheronas, los ojos chiquitos y vivos por el peso de los párpados, las manos como el mapa de un tesoro perdido. ¿Tendré las manos de mi madre cuando envejezca?, pienso mientras escribo de corrido ingredientes, artes y chismes, en automático como queriendo capturar -si pudiera, ay, si pudiera- la fonética suspendida entre los renglones. (Pensé en grabarla, no lo niego; luego abominé de mi propia codicia de querer quedarme con todo, secuestrar letra y música de su voz; algo en mí no quiso conservar más de la cuenta en la memoria; así es como se crían los ídolos que tanto cuesta romper después, por la ambición de conservarlo todo; por la pretensión de ganarle a la muerte con algún truco pueril que solo serviría para embalsamar, no para devolver la vida. No, una receta hay que anotarla y punto). “Y con la masa que sobra de los recortes del molde, hacés galletitas; las ponés en el horno y aprovechás el último calorcito para que se terminen de hacer. Y ya está”. Hasta ahora, jamás hice la mitológica torta de ricota de Tonka, no solo porque no soy cortesana del reino de los dulces, sino porque este es aún el tiempo de mi madre, no es mi tiempo. (Pensaba lo mismo el otro día, hincada sobre las plantas, podando a destajo cada arbusto, cerco y arbolito, con la sangre fría de un samurái y la brutalidad de un asesino serial; mi madre, en cambio, dedo verde, lo hace con tanto amor, parsimonia y talento, hablándoles y acariciando las hojas una por una; lo mío es apenas un gesto haragán de mantenimiento sin el cual las pobres plantas no sobrevivirán el verano; pero ya me llegará el tiempo a mí también, me digo). Alguna vez, cuando ella no esté -dentro de mucho pero mucho tiempo, una eternidad- y cuando el teléfono no sirva para pedirle las recetas, voy a abrir este cuaderno y a seguir con el índice las líneas que fui copiando. Y voy a sacar los huevos un rato antes para que se templen, y voy a tamizar la harina y tener la sal a la vista para no olvidarla, y haré galletitas con los restos de masa y también voy a agregar como una pócima ("¿de veras mamá solo era eso?”) el secreto-de-los-secretos de la torta de ricota el cual, por supuesto, únicamente será revelado a la próxima o próximo en la posta generacional. A la noche, llamo a mi hermana: “¿Sabés? Hoy anoté la receta de la torta de ricota de mamá”. Y porque entiende, me dice: “Uy, pero qué día nena”.

15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.

5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

11.8.09

Ausencia

No hubo ni un solo día sin su nombre en estos años de olvido. Lo que alguna vez fue su abstracción, se fue convirtiendo en una ausencia maciza, cotidiana, parlante. Me habla desde un hueco ciego, como un ventrílocuo, y me dice qué hacer, cómo multiplicarme en la vida sin su mirada-espejo. De pronto me sorprendo preguntándome qué pensaría de tal o cual cosa, qué diría en equis situación, la cara que pondría si, el gesto, si no. Y lo veo, clarito, pasando por detrás de mi frente como una película. Sin embargo, su presencia no es. Es su fantasma el que me mueve a control remoto. Ni siquiera es el que es hoy (ignoro por completo su paradero, señas particulares o aficiones) ni el que fue ayer, que es historia. Lo se. Es inverosímil. Cómico. Inevitable. No lo amo ni volveré a amarlo. Pero cada día de mi vida, esa ausencia que lleva su nombre, se despierta conmigo y se enciende aquí, en el plexo solar, como un apéndice, un tumor. Como una antena.

7.8.09

Cinco años

Cinco años atrás, a esta misma hora la vida me llevaba meta y salga de la bañera. Si lo pienso, me parece oler el romero sobre el vapor del agua caliente; después, me duermo y me despiertan de pronto las contracciones, no muy dolorosas ni alarmantes, pero bien molestas (el dolor todavía no es suficiente para suponer que ESAS son las verdaderas contracciones, las famosas, las intransmitibles. Aquellas, las primeras, son "otra cosa, algo previo"). Enseguida, como buena alumna, voy a buscar reloj, anotador y lápiz. Naaa, falta. Los retortijones infames vienen una vez por hora, y cuando retroceden, abandonarme a la modorra es agradable. Como ahora, dejan de importarme los tiempos verbales: pasado, presente; todo es futuro, por venir. Dejo de anotar. Leer un rato. El Palacio de la Luna, me acuerdo bien. Sueeeño. Dolor. Sueeño. Dolor. A eso de las 3 am., sacudo a R. del hombro porque la masacre en la tripa, sumada a los ronquidos –los estoy escuchando ahora mismo y no es un deja vu- es tortura lisa y llana. Entre las 3 am. y las 6 me siento en el living con un reloj a tomarme el tiempo. Ahh, si hubiera existido el sms, sé de un par de amigas a las que no hubiese dejado dormir.
Todavía es de noche pero una resolana asoma por encima de los techos. Ya no me es posible dormir entre un amasijo y el otro. A las 6.30 despierto a R. y le pido que llamemos a la partera o al médico o al hombre araña. En algún momento alguien llama a Sarita, la partera, y ella resuelve que nos vemos en la clínica a las 8. Una dulce, Sarita, eso pienso yo, parada en ese lugar intermedio del umbral del dolor, sin entrar todavía. A las 7, R. llama a un taxi urgente y le pide por favor a la operadora que mande a una mujer “porque son más precavidas al manejar”. Cuando me entero del pedido, me pongo a llorar -literalmente- de solo pensar cuánto se podría tardar en encontrar a una mujer taxista en Buenos Aires y a esa hora. Ya me veía yo, pariendo en el paliere. Igual, no culpo a R.; era una mañana extravagante. Y estaba recién despierto. Y yo hice cosas peores ese día. Bolsito, listo. A las 7 y media de la mañana, nos subimos al taxi –no se si es varón o mujer; creo que varón-; estoy enferma de dolor. A partir de ahí, los recuerdos son claros, indelebles, pero muy fragmentados. Como un cristal roto en mil pedazos; cada uno refleja una parte de la historia. Ha llovido o hay humedad en la avenida Santa Fe. La fresca, como le dicen. Las llantas silban al frenar. La calle parece lustrada. Un sol rojo sobre el asfalto brillante. Recuerdo que pensé: voy a recordar esto. Llegamos enseguida, pero a mí me parece una eternidad. Hace frío, creo, pero si fuera por mí me desnudo ahí mismo en la puerta de la Suizo Argentina. Me incendio. R. me ayuda a bajar del taxi y me deja -no más de 10 segundos- sola, parada, abrazada, amarrada a una columna, para ir a buscar una silla de ruedas. Lo odio por dejarme sola. Lo odio por no dejarme sola. Lo odio por la silla de ruedas y por ofrecerme el brazo. No es en el segundo piso. Y eso que pregunté como tres veces la semana anterior. Otra vez al ascensor, al quinto. Ocho de la mañana en punto; soy un desastre, tengo los pelos parados, huelo a adobo de romero, me agarro la panza y grito, me lamento, por el pasillo; nada me avergüenza, no tengo pudor, soy impune. No puedo precisar el lugar del dolor. Soy el dolor. Sarita la partera, aparece. Pantalón negro, pelo largo y negro y lacio, uñas pintadas, maquillaje. Parece una modelo madura y yo una fiera suelta, rabiosa, desgreñada. Sarita hace un gesto como de que estoy exagerando. Cuando lo percibo, siento instintos asesinos. Me llevan a una salita. Salita, Sarita. Está Enrique. El Doc. Era el ginecólogo pero se transformó en obstetra. El hombre con las manos más grandes que he visto (y no sólo he visto). Todos parecen saber lo que hacen. Es el momento más descontrolado de mi vida. No tengo timón. Me muero de dolor. No puedo pensar. Todo lo que leí en esos libros editados en España, el parto sin miedo, el contacto con el centro y la respiración, el contro. Qué control ni control, pindonga control. Por nada del mundo, quiero estar dormida. Lo digo. "No quiero que me duerman y no quiero que me duela!". Me incorporo al grito de "Peridural!". Nadie me contesta. Se que estoy algo paranoica. Ni modo. En la camilla. Me siento atada. Estoy atada? Camisas verdes. Barbijos. Ojitos que van y vienen. Gran reloj frente a mí. Las 9. El que entra ahora, con gorrita verde y camisón, me parece conocido: es mi esposo. Me toma la mano, la amasa, le pego y me desligo de ella. La vuelvo a agarrar, la estrujo. Pido, exijo, !peridural!. Tengo que sentarme en una posición rara para que me la den. Una posición que no me sale. Me recuesto, el dolor cede, cede, cede. Alguien me dice: Pujá! Madre, pujá! (Esa soy yo? Madre, mirá vos, es la primera vez que respondo al título.) Hago fuerza y vuelve a doler como el carajo. Qué hice para merecer esto? Saco el pujo y parece que no alcanza. No lo voy a lograr. Grito. Sarita me dice, no grites así, mujer! Se sube a la camilla en cuatro patas, me aplasta la panza, me em-puja. No me gusta, no me gusta nada. Cómo me va a aplastar la panza? Me pellizca la pierna sobre la baranda de metal. Le pego en un brazo. No me la devuelve -faltaba más- pero me agarra las muñecas. La detesto. Podría matar a esa burra en este intstante sin ningún remordimiento. Debajo del pantalón verde hospital, le veo los tacos aguja. Demonio. Siento como si cortaran una telita gruesa de jean. Criiic. Escucho, Sale! Sale! Y un Ploop. Y ya no duele más. De pronto, se acaba, ni rastro del dolor. Qué curioso. Estoy medio mareada, entontecida, borracha. Y entonces lo veo, el cuerpito de sapo azul, dulce y baboso, alguien lo pone en mi panza y trepa por mi vientre; es un camaleón escalando hacia las tetas que caen a los dos lados como grandes banderas sin viento. Le alcanzo una. Puñito y trompa que prueba, abre grande. Yo no sé cómo se hace, pero él mama con la destreza del que ha hecho lo mismo siempre; perito en teta, maestro. Ya no soy el dolor, lo sé: desde este instante soy la leche. Casquete de pelo miserable con islas peladas. Olor a sangre y fluido. El padre nos abraza y llora y besa. Ahora lo puedo ver. El hijo, resbaloso y gris, ajeno a todo lo que no sea teta. No ama, mama. Y así fue. Podría contarlo de cien maneras distintas. Es un recuerdo con capas y capas. Esta es una. Hoy, hace cinco años. Mi Valentín.

4.6.09

Digresiones al mamotreto

Mi “monstruo del ropero” no es la página en blanco sino todo lo cotidiano y trivial que en ella podría escribir y por vanidad, pereza o invalidez anímica, no escribo. Pero eso, además de los dos o tres libros, en la mesa de luz está la que llamo la libreta del momento en donde van a parar las cosas que escribo cuando no escribo. Sobre ella hay un librito verde de hojas pardas con una lapicera atada al lomo para que no se escape. Es el cuaderno de sueños. La costumbre de llevar un diario onírico se la debo -entre tanto que ya le debo- a la gran maestra y amiga Gabriela Onetto. Cuando lo sugirió, hace años, rechacé la idea casi con una burla porque “no es para mí, yo jamás me acuerdo de los sueños”. Sin embargo me equivoqué desde el primer intento. De pronto, algo hizo clic. Con el cuaderno al lado, empecé a recordar mis sueños detalladamente y me sorprendí a mí misma anotando historias sicodélicas, con olores, sonido y en colores. Tampoco era del todo cierta mi afirmación sobre eso de no recordar nunca los sueños. Había olvidado que, años atrás, después de haber tenido el peor trancazo literario de mi vida –que duró años-, empecé a hacer unos ejercicios matinales de escritura a partir de la orientación de Julia Cameron en “El camino del artista”, libro que en su momento me recomendó efusivamente mi querido Eleuterio. El libro parece insustancial, bobo y conductista, pero no lo es (Bueno, en realidad, sí es un poco conductista, pero funcionó conmigo, que estaba moribunda, en términos de impulso creativo). Para decirlo sencillamente, Cameron propone escribir durante doce semanas, tres páginas diarias (ni una más ni una menos) “en automático”, e incluye una consigna semanal de reflexión sobre el proceso creativo o la indagación personal y biográfica del sujeto. En aquel entonces yo estaba tan seca por dentro y alejada de mi voz que encarar esas tres páginas en blanco antes de despertarme del todo, calentar el agua del mate o lavarme los dientes me costaba sangre y sudor. Cuando agoté todos los recuerdos y las descripciones, después de llenar páginas enteras con un “no se me ocurre nada, no se me ocurre nada”, fue que empecé a anotar algunos sueños. De hecho, durante esas sinuosas semanas transitando el “camino del artista” (no llegué a la número doce) es cuando empecé a buscar información en la web y “accidentalmente” descubrí a Levrero y a su corte feérica, con lo cual volví a ser yo misma, y en eso estamos. Pero, volviendo, en realidad, es desde el diario onírico “oficial” sugerido por la Onetto que convivo familiarmente con el gusano nocturno de mi inconciente. A veces, me perfora con las mismas obsesiones y otras se descuelga con imágenes sorprendentes que jamás se le ocurrirían al aburridísimo superyó con el que me ha tocado cargar. Durante los primeros tiempos de cacería de sueños yo estaba tan entusiasmada que anotaba cada miserable cosa, cada pequeña imagen o hilacha de recuerdo que la vigilia me permitía atrapar. Después fui cultivando el hábito de separar los sueños merecedores de salir a flote de las remakes, por llamarlas de alguna manera. En general, trato de anotarlos en el momento porque varias veces, al despertar en medio la noche con un sueño vívido, juré que jamás podría olvidarlo y seguí durmiendo. Pero como siempre, en contacto con el mundo conciente, la arena onírica se escurre entre los dedos de Orfeo. La mayoría de las veces, para no molestar a mi compañero con la luz de la lámpara, el ruido del papel y el ras-ras del lápiz, manoteo el cuadernito y me voy a escribir al baño. Escribo sentada en la tapa del inodoro con los ojos semicerrados para no despertarme del todo (Porque bucear en el inconciente, fantástico, pero no a costa de abrirle la jaula a la temible fiera del insomnio. Ya volveré a ser insomne y disfrutarlo como antes: cuando sea una anciana y no me haga falta despertarme tan temprano, vestir a un niño que se mueve como un pulpo vivo y preparar la vianda y dos mochilas). Bajando de las ramas, dos cosas más sobre el asunto de anotar los sueños. Hace un par de meses me puse a leer el cuaderno verde: ¡Recuerdo muy poco de lo que está escrito! Hay sueños cortos y largos, párrafos prolijos y otros que casi no se entienden (deben ser los que escribí medio dormida); hay dibujos y varias notas marginales. Hay muchos sueños recurrentes con animales salvajes que me atacan (varios tigres, dos serpientes, un oso polar -debe ser que voy por la segunda temporada de Lost- y un perro negro que entra en mi mundo onírico como Pancho por su casa) o peor, las fieras atacan a alguien que quiero. De estos, casi no tengo registro conciente, como si fueran sueños de otro. Hay historias de “perderse” encuentros con vivos y muertos o con gente que conozco y no veo hace tiempo. Hay sueños que sin duda alguna son encuentros con personas que ya no están y son maravillosos. Tengo varios sueños con mi hijo, algunos son terroríficos y verlos por escrito me ha puesto los pelos de punta. Pero hay algunos sueños -o a veces solo imágenes- que se dejan ver, pero no directamente, como esos libros de ilustraciones en 3D que aparecen después de quedarte bizco con los ojos llorosos frente a una página hecha de arabescos de colores. Regresar a esta clase de sueños me hace sentir extraña, como si entrara en terreno prohibido; como si pasara por un complejo deja vú. Al recorrerlos con la lectura tengo la sensación de que hay algo más, que son una llave a otra dimensión, son una pista, un llamado. No estoy hablando de nada sobrenatural, por si existiera alguna duda. Y tampoco lo digo –aunque es verdad- porque esta última clase de sueños hechos de recortes, pedacitos y repeticiones son una ofrenda de lujo para el altar del analista. Son sueños misteriosos, oscuros, incómodos. Están ahí, disponibles como la punta de un ovillo para un gato. Dicen quienes lo conocieron, que Mario Levrero afirmaba que se puede escribir una novela entera detrás de una imagen onírica suficientemente inquietante. Incluso creo que alguna de las tres novelas de la trilogía involuntaria fue escrita a partir de un disparador onírico. Probablemente, El Lugar. Hace unos meses, también, tuve el placer de leer una maravillosa antología inédita de relatos tejidos a partir de los sueños de su autora. No es casual –pero tampoco deliberado- que los pocos miserables posts de este blog en los últimos meses huelan todos, a cosa onírica. Muchos sueños y algunas notas sueltas, casi siempre mentando el rastro de un sueño mal escondido; es lo único que escribí a diario durante estos meses “que no escribo”. De nuevo, le debo a la tenacidad del inconciente el retorno a la escritura festiva y placentera. Parece que hace bien soñar para estar despierta. Que sean estas líneas una forma de volver a decirle buen día al blog abandonado y el relatito que sigue -fruto de un sueño que, curiosamente, me aterrorizó- un primer intento de espabilarme.

9.11.08

El juego de las confesiones

He sido elegida para contar siete cosas sobre mí misma y pasar la posta a otros. Las reglas del juego son las siguientes: - Hay que decir quién te pasó semejante fardo (mi amigo Eleuterio desde su blog http://deseosayunos.blogspot.com/) - Hay que escribir siete cosas sobre uno (es lo que suelo hacer todo el tiempo, pero bue). - Hay que encomendar a otros siete hacer lo mismo. - Hay que avisar a los elegidos a través de un comentario en sus blogs. - Si no se tienen siete amigos con blog, encomendar la tarea a siete desconocidos. Aquí van mis siete confesiones: 1. Recién alrededor de los 40 años, casi 28 después de empezar con el asunto (Ayer escuché la frase en el almacén! Todavía se usa!), aprendí que las hormonas me trastornan de un modo espeluznante durante los períodos menstruales. Más o menos me pasa como al Dr. Jekyll con Mr. Hyde; comprendo que algunos quieran encerrarme, por eso yo misma me retiro todo lo que puedo en los días fatales, así no tengo que pedir tantas disculpas. Todavía me asombra lo mal y poco que las mujeres hemos sido educadas en el conocimiento del propio cuerpo: lo de las hormonas estaba escrito en el aire todo el tiempo, y parece que yo no me enteraba. 2. Me gusta ABBA y disfruto bailando Dancing Queen o Mamma Mía con mi hijo de cuatro años en el living o la cocina, como dos desaforados salidos de un manicomio. En el mismo orden, escucho a Fredy Mercury y canto sus canciones a todo dar en el auto. Me importa un pito que me miren los demás en los semáforos de la rambla. 3. Eso sí, yo no tengo erecciones con ninguna música en particular; no tengo erecciones en absoluto, en realidad. 4. Tengo verdadera experiencia con cuchillos grandes. Sé descajetar un pollo con la precisión de un asesino serial, puedo vérmelas con un cordero (muerto) y no pestañeo a la hora de decapitar a un cochinillo. Hay, al menos, una veintena de fotos para atestiguarlo, imágenes de mí misma en acción que harían vomitar a los vegetarianos. (Lo de las patas de gallina, un poroto!) 5. Si no escribo regularmente me siento deprimida y veo el mundo solamente del lado malo. La escritura para mí es una droga y el síndrome de abstinencia –provocado por el trajín cotidiano, el trabajo, la rutina- es intolerable. 6. Mi otra gran adicción en la vida es cocinar. No es que lo haga muy bien pero cuando cocino me relajo y vuelo de tal modo que me olvido de que, al fin y al cabo, todo se trata de alimentarse. Me gusta cocinar para mis amigos, es mi modo de hacerles una caricia en el alma y dar mi afecto, como quien regala flores o envuelve un paquete en papel de seda. Mi amor le llega a mis amados por el tubo digestivo. 7. Me daría mucho corte y más clase decir que es el queso francés, o la comida india, o las delicias de oriente; sin embargo prefiero entre todas las comidas las milanesas con puré, y entre todas las bebidas, el vino tinto. Un buen cabernet o un malbec argentino bien criado me hacen feliz y me devuelven la fe en la humanidad a partir de la segunda copa. Como última confesión: he tenido, hay que decirlo, noches de fe desmesurada. Espero que les haya gustado esta pequeña colección de confesiones. Le paso la posta a las amigas bloguernautas (a pesar de las reglas del juego, no son siete y eso de los desconocidos no es para mí) y que tomen la posta si les parece divertido, y si no, la dejan pasar y a otra cosa. http://www.adioslevrero.blogspot.com/ http://ula-di-miro.blogspot.com/ http://ahappydisease.blogspot.com/ http://www.solec.blogspot.com/

15.9.08

El día después

Mesa de la cocina de casa en la mañana de ayer, después de la fiesta de mi cumpleaños número 40. Mi pregunta, queridos bloguernautas, es: ¿En qué se quedó pensando el muñeco de la torta?

29.3.08

Sala de espera

Cuatro personas esperaban sentadas en los sillones de falso cuero blanco enfrentados como puntos cardinales. Se ignoraban educadamente como si no quisieran contagiarse ni siquiera con la mirada. Un hilo de música funcional hilvanaba la espera de todos. Yo entré y fui directo a la recepción; pero la había visto antes aún de entrar, calcado su rostro en el reflejo del mío sobre el vidrio blindado de la puerta. Ella se frotaba las manos, no digo, con inquietud, era otra cosa, y las volvía a poner sobre las rodillas. Miraba a un punto imaginario en el suelo, un poco más allá de la punta de sus zapatos y volvía a hacer aquello de las manos. Quién sabe por qué, yo, que venía de la calle pensando en nada e iba allí por otra cosa, empecé a preguntarme cuál sería la espera desesperada de aquella muchacha. Fue una flecha de piedad lanzada por el arco de su espalda erguida y altanera, y el gesto cóncavo y triste que lleva siempre una mujer derrotada. No, no siempre, quise decir esa mujer, en ese instante. Fue un picotazo al adentro y sentí de inmediato una culpa insignificante al comprender que ella necesitaba un auxilio que yo podía pero no iba a darle, porque no se estila andar por la vida empuñando una varita o una palabra salvadora o una daga para terminar de una vez con todo. Quise ignorarla porque yo venía a otra cosa, eso lo dije, pero mientras hablaba con la secretaria, no pude evitar prestar atención a esa urgencia de frotarse las manos como si estuviera esperando que un genio apareciera de una lámpara invisible. De pronto, sin dejar de hablar lo que yo hablaba y sin dejar de escuchar las indicaciones monocordes del otro lado de la mesa de fórmica, me ví a mí misma hace veinte años, en una sala parecida pero sin luz de la mañana colada entre las persianas, sin sillones de cuero ni otros ni secretaria. Me traje y me distraje en mi derrota. No dejé ni un momento de hacer mis preguntas operativas, incluso devolví una o dos sonrisas y atendí las explicaciones; sin embargo, era yo esta vez restregándome las manos en una espera desesperada, veinte años atrás, como si jamás hubiese salido de allí, como si en dos décadas no hubiese estado mirando otra cosa que aquel punto en mi mente, justo delante de mis zapatos. Y por extraño que parezca, en ese paréntesis obligado de la memoria, adiviné la cara de oprobio de los otros tres esperadores cuando en unos instantes yo me pusiera en cuclillas justo enfrente de los ojos de la joven, cuando moviera mi cuerpo para instalarme en el centro de su pensamiento; y presentí su desconcierto -y su alivio?- cuando le tomara las manos y le preguntara, como si hiciera falta, te puedo ayudar. Hay imperativos del alma que nadie te impone y que nadie puede impedir que te veas obligado a cumplir. La secretaria extendió entonces el papel para que yo lo tomara, lo apoyó sobre la mesa de fórmica para que pusiera en él mi firma y yo, que quise asirlo pero sucedió lo de aquella brisa a mis espaldas que lo hizo volar. Y entonces me dediqué a atraparlo aplaudiendo en la nada, persiguiendo la hoja leve y oscilante que se estacionaba en el piso encerado y yo detrás, y la hoja que aún insistía obstinada en patinar un poco más, separada del piso por un colchón de aire ínfimo, disparada limpiamente hacia la sala de espera, hasta que pude atraparla en un malabarismo ridículo y un malambo absurdo y certero. Y cuando me agaché y me extendí hacia el papel, en cuclillas, justo frente al sillón vacío, no tuve que darme vuelta para saber que era ella la que había provocado la brisa, la que había decidido no esperar más, dejar de tolerar; la que había huido, en fin, corriendo o caminando; quién sabe cómo hacen los demás para salir. En verdad, solamente queda el recuerdo de lo propio y el vaivén de la puerta entreabierta de las salas de espera de nuestra biografía.

25.3.08

Notas junto a un sueño

Ya no lo recuerdo. Sólo guardo algunos gestos descoloridos como recortes de una revista vieja. El resto es un borrón, apenas un perfil o un tono de voz que me hace girar la cabeza en un centro comercial o una librería de Buenos Aires, muy de vez en cuando. No es que lo haya olvidado. Eso sería absurdo. Pero el dejar de amarlo, siglos después de dejar de verlo, fue al costo de la ceguera de su recuerdo físico, de las anécdotas y las sensaciones que, encadenadas o superpuestas, permitirían rearmar la historia. Sin embargo, algunos de sus gestos, los más inocuos o los más resistentes, curiosamente, no se esfumaron del todo. Hay, en orden de aparición, el hueco de su nuca casi oculto tras una llovizna mal recortada de cabellos lacios y negros. Su mano derecha marcando el compás sobre la mesa con una lapicera de plástico transparente. Cerca del meñique la tabla de madera lustrada hace un ovillo más oscuro, un nudo como un ojo hundido que mira. Está la curva irreal de sus labios dormidos, el límite impreciso entre el cuero del reloj y la piel de la muñeca; la mueca de estar leyendo, con el gesto derretido y lúgubre, las ojeras que ocupan la mitad de la cara. Está ese relámpago suyo en los ojos al pronunciar algo -quién sabe qué-; su expresión distraída detrás del vidrio de un bar; la manera cómica de girar sobre sus talones un viernes al mediodía; la cadenita con la cruz pegada al sudor del pecho lampiño en una noche de luna y pampa. Nada más. Pienso. Rebusco. Más nada. Fragmentos. Son como esos objetos que intentamos ordenar de vez en cuando. Caben en la palma de una mano. Alguna vez fueron partes funcionales de algo más grande, ahora son cositas sobre un estante. Como no sabemos dónde ponerlas ni nos atrevemos a tirarlas, las volvemos a dejar sobre la alacena para que junten más polvo. Tal vez, me digo, si juntara los pedazos… Pero, es inútil. Hay cosas que no se deben reparar. Como tratar de pegar con La gotita los mil trozos de una taza rota. Siempre quedan esquirlas de loza, fracciones perdidas que dejan rendijas diminutas por las que podría filtrarse, gota a gota, la vida entera.

7.8.07

Hoy, hace tres años

Hoy me desperté a la madrugada. No pude volver a dormirme por un par de horas. Estaba inquieta, daba vueltas en la cama en un duermevela insólito. Sentía una especie de terror sin nombre, pero no podía asociarlo con la imagen de ninguna pesadilla. Justo antes de volver a dormirme, Tino se despertó sobresaltado; fui hasta su cama. Me preguntó si estábamos en casa. Le contesté que sí, y me pidió que lo llevara a la cama grande. (No es muy común en él, en realidad, duerme toda la noche en su cama). Hoy, cuando abrí los ojos a la mañana y saludé a mi hijo en su tercer cumpleaños, me di cuenta de que me había despertado exactamente en el momento en el cual, tres años antes, comenzaba con el trabajo de parto. En ese momento, mi compañero y yo no vivíamos en nuestra casa de Montevideo, sino en un departamento prestado en Buenos Aires unos días antes de nacer el crío. Raro? No creo. A veces me parece que el cuerpo tiene una memoria paralela, más aguda que la memoria de la mente. Como si la piel, los huesos, los músculos recordaran las sensaciones en las que estuvieron muy comprometidos. A propósito, recuerdo ahora un relato sobre esta experiencia. Un texto que quiero mucho, no tanto por su calidad como por el proceso importante que significó trabajar en él. Es un trabajo surgido del maravilloso taller de Mitología y Escritura de G. Onetto. Voy a ver si logro pegarlo acá para compartirlo. Se llama Mae.