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22.7.11

Mientras (y si) amanece por fin

Con los años, mi insomnio y yo cultivamos una relación de solidaria convivencia. No es una amistad elegida.  Se parece, más bien, al apego que nace entre dos condenados a perpetua que viven en la misma celda. La prisión de la noche de encorvados fierros de Borges, que odiaba tener que dormir porque, aunque apretara  fuerte los párpados, el único color que seguía viendo era el amarillo.
A veces, el insomnio se toma semanas y hasta meses de libertad condicional. El ángel negro me deja en paz. Y duermo como una persona normal; envuelta, no obstante, por las manías del té de pasionaria double black, uno o dos libros y una estampita de Santa Melatonina.
Otras veces vuelve, como ahora, con toda la fiereza de un adolescente inoportuno a rociar su adrenalina sobre mis noches. No es algo risueño, ni romántico, ni valioso para un escritor, como muchos suponen o me han dicho y me dicen. Claro, muchas veces lo que se hace es escribir.  Pero si me dan a elegir, como en la canción, prefiero los relatos oníricos que engordan los cuadernos de la mesa de luz.
Con el tiempo de trasnochada, y por pereza, he llegado a ejercitar, incluso, una escritura interior que sucede solo para mí. Relatos enteros que olvidaré, crónicas fugaces escritas en los renglones del cuaderno en blanco de las horas.  Juro que he querido ser  –pero no lo intenté lo suficiente, se ve-  de esas personas  que se levantan bien temprano y con la mente fresca, que hacen abdominales y salen a caminar, que toman café, comen cereal y luego encaran con disciplina y entusiasmo ocho horas de caracteres con espacios a tempo prestissimo. Pero no.  Lo mío es más bien la marcha camión de la vigilia.  Me tocó ser un animal nocturno,  una fiera desaforada y vagabunda, hay veces, o un obeso búho blanco parado en un poste como el que primero escuché y después vi -no me creen- una noche en Solís.
Hubo una época en la que quise saber por qué. Como si un diagnóstico sirviera para algo. Le pregunté a mi vieja y a la amiga con quien compartí el primer apartamento:   ¿Nací insomne o me fui volviendo?  Simplemente no lo recordaba.  Vagamente me veo a mí misma a los quince o dieciséis, soñando despierta y tomando nota, a oscuras, aterrada y febril. Historias con chimpancés colgados de la lámpara, la ventana abierta de la puerta de calle y siempre alguien a punto de entrar, la crónica de las visiones de aquel elfo que se paraba junto a mi cama, un hombre pequeñito y amable, probablemente, tan insomne como yo. Nos mirábamos a los ojos  durante horas hasta que me quedaba dormida; nunca nos dijimos ni una palabra. (No lo volví a ver, pero tengo mis razones –que no voy a explicar ahora- para creer que se trata de un pequeño fauno, de un pariente de Puck, o del mismísimo Robin Goodfellow  de Sueño de una Noche de Verano).
Cuando el sol está a punto de detonar,  en la frontera de la noche de los insomnes urbanos, espera siempre el grito del zorzal o la calandria. Malditos emplumados. Una de las pocas ventajas de  vivir en un piso nueve es que el precoz buen día de estos condenados no llega tan alto. Las gaviotas, en cambio, son gordas discretas.  Y la cadencia del oleaje es un arrullo que me avisa que -algo es algo- tengo dos horas de sueño.
El insomnio que regresó en estas últimas semanas no me molesta. Al contrario, diría que es un buen punto de nuestra relación. Se ve que estamos grandes, que somos pocos y nos conocemos. Convivo con él por la noche, lo dejo hacer, y de día me entrego a esta especie de película que se te queda pegada sobre la piel, una resaca abstemia, un des-velo que me separa un poco de la cosas prácticas y la rutina.
Porque después de muchas noches de insomnio -el que lo vive lo sabe-  aparecen los días clarividentes.  Jornadas en las cuales lo que normalmente hay para ver, lo evidente, desaparece;  y aquello que estaba oculto se ve con claridad.
No gozo de este insomnio pero no lo rechazo como no se reniega de un gran maestro. Sospecho que un día, pronto, volverá a dejarme en paz.
Mientras tanto, agradezco lo que me da: noches sin pensamiento, sin congoja, habitadas por fotos viejas, por imágenes pueriles proyectadas en Super 8 en la pantalla que tengo acá atrás de la frente.  Horas que se proyectan con finales de películas que alguna vez amé y después de amar amé, remendadas con retazos de escritura valiente y sin estufa;  con canciones que creía haber olvidado y han vuelto, no para decirme quien era sino para recordarme quien soy en realidad; buenas noches de insomnio pobladas de rostros que, como los de Eluard, responden a todos los nombres del mundo.

3.9.08

Pantalla grande, el regreso

El domingo, por primera vez, fuimos al cine con Tino. Fue una larga espera la mía; no digo que no haya ido durante cuatro años, pero con la llegada de un niño a mi vida, esperaba ver multiplicadas mis posibilidades cinéfilas gracias a la estupenda pantalla infantil de este milenio. En cambio, ví pasar los fabulosos estrenos de Pixar y Disney, uno tras otro, postergados ante el espanto de mi hijo a la oscuridad y al volumen amplificado. (Hubo un intento en el CCE que no pasó de los créditos iniciales y otra vez, hace un año más o menos, fuimos a ver El Arca de Noé; cuando apareció el tigre –uno más bien domesticado- mi hijo me dijo aterrorizado “vamonós de acá!”. Hice de todo: alquilé películas y, si le gustaban, le explicaba que eso es cine, pero en chiquito; un día -no me enrogullezco pero es cierto- en el colmo de mi pasión devenida en violencia emocional, amenacé: “y bueh, me voy a tener que buscar otro nene que me acompañe”. Por respuesta, recibí un indolente “Bueno, andá y a mí dejame con los Backyardigans y Bob el constructor”. “Es chiquito, ya le va a gustar, al fin y al cabo es hijo mío”, me decía a mí misma y otra voz, desde mi cerebro límbico replicaba: “Sí, pero cuándo, cuándo?!”). Este domingo, espiando detrás del diario abierto y como tantas otras veces, le pregunté: “no querés ir al cine a ver a WALL-E, el robotito que se enamora?”. Después de un silencio llegó el “sí”, que no sería desaprovechado por mi compañero y por mí. Mi hijo es un romántico: si es de amor y de máquinas, dale que va. La espera tuvo su recompensa, porque por esas cosas de la propuesta cinéfila montevideana, la película no figuraba en la matinée de ningún shopping, solo la ponían en el Maturana, un viejo cine de barrio sobre la calle Agraciada. Después de vagar un rato por la Tristán Narvaja, haciendo tiempo, nos fuimos derecho a la función de las 16.30. El declive de la sala inmensa y casi vacía nos empujó suavemente. Nos dejamos las camperas puestas porque adentro estaba más frío que afuera y nos acomodamos en silencio como si fuera una iglesia. Las sillas de madera, la pantalla grande al fondo y un escenario amplísimo, apto para un número escolar de fin de año. Entonces, volví atrás; otra vez estaba sentada en las butacas duras del cine Aconcagua de mi barrio. En el Maturana, como en aquel, una radio local sonaba en los parlantes mientras el comienzo de la película se postergaba indefinidamente hasta que llegaran más niños. No estaba, en cambio, el gato gris obeso que caminaba de un lado a otro del escenario con la misión de cazar posibles ratones. En el Aconcagua era común que el gato -que era gata y con el tiempo fue sumando su cría a las funciones- se te sentara en las rodillas en medio de la película, y no era nada raro tampoco salir con alguna picadura de pulga un sábado de doble función en continuado. En aquella sala con olor a galletitas Manón y a Rodhesia conocí a la Cenicienta, a Bambi y Dumbo -cuyas biografías no eran muy diferentes ni menos terribles que los cuentos de pos guerra que me contaba mi abuela croata; así quedé-. Ahí mismo me quemé el cerebro con las historias siempre huérfanas de Andrea del Boca, crucé la pantalla con la Rosa Púrpura, ahí toqué los dedos alargados de ET y salí a leer a Borges como condenada después de ver El Nombre de la Rosa. Fue en el Aconcagua donde corrí con Carrozas de Fuego y lloré toda una tarde en continuado con “Ladislao, estás ahí?", "A tu lado, Camila”. Por eso también, esa primer tarde en el vientre del cine Maturana fue un regalo inesperado. Tino esperaba mirando todo. “Estoy nervioso”, me dijo, y me leyó la mente. Unos gurises más grandes, achicaban la espera corriendo por el pasillo central y haciendo sonar el tambor del piso de madera bajo la alfombra. Una madre joven que había venido con los suyos y los de varias vecinas, repartía botellas de jugo y hacía circular una bolsita de supermercado gorda de pochocho casero, que acá llaman Pop. Nosotros tres nos fuimos devorando el nuestro antes de empezar. La función largó casi media hora después de lo que decía el diario. Cuando apareció la lampara saltarina de los estudios Pixar, Tino se acomodó en mis rodillas y no quitó la vista de la pantalla, embobado, durante toda la película. Su perfil boquiabierto se recortaba sobre el fondo iluminado. Podía sentir su respiración agitada contra mi pecho en los momentos de suspenso; de pronto me agarraba las manos para que le tape los oídos en la parte de las explosiones y la música triunfal. WALL-E y su amada robot salvaron al mundo tomados de sus manos de lata, las luces se encendieron y fuimos saliendo, de la mano también, nosotros tres. Mi compañero y yo estábamos contentos, con esa alegría misteriosa que tienen las primeras veces de todas las cosas. Le preguntamos a Tino si le había gustado. Nos miró con cara de qué pregunta y contestó: “Claro! Pero estoy un poco mareado!” "Claro, es el cine, hijo, es el cine".

4.8.07

Dos más del cardumen

Hoy llovió todo el día, pausadamente, sin parar. Como sigo sola con mi hijo, encerrados en casa, decidimos ir al cine, comer papas fritas, comprar cotillón para su cumpleaños y un par de bombachas para mí, porque las que tengo están o muy viejas o me quedan grandes. Menejé toda la rambla bajo la lluvia. Los parabrisas no servían. Tino y yo éramos como Nemo y su padre nadando en el Océano. Me sentí extrañamente bendecida por un ser superior al ver que en el estacionamiento del shopping había un solo lugar disponible y yo estaba frente a él. Primero subimos a comer algo (papas fritas y una hamburguesa, yo sólo tomé un helado). Para el cine, estábamos tarde; creo que Tino estaba feliz de haber perdido la función; se hace el valiente -un agrandadito como la madre- pero ví terror en sus ojos cuando me preguntó si en Shrek había "dibus malos". Después, nos paramos en un pasillo lateral y nos dejamos llevar. Tuve que alzar a mi hijo porque como es petiso, casi se queda enredado en el vaivén de los pies de la gente. Hubiera sido todo mucho más cómodo en patines, como cuando era adolescente e iba a patinar sobre hielo. Los pretendientes te tomaban la mano y te arrastraban, te sentías un poco como la protagonista de castillos de hielo. Si hoy hubiéramos tenido patines, nos hubiéramos dejado llevar por los codos, sin hacer fuerza, casi flotando sobre el aire azucarado del shopping. Pero no, esta tarde fue una odisea para mi fobia a las multitudes. Paso lento, codazos, parar donde no quería, seguir de largo cuando tenía que doblar. Tufo a perfume importado de vieja, tapado de piel de viuda y sombrerito de viuda mezclado con olor a hamburguesa, alfombra sucia de polvo, lana, cartón, caramelos de leche, plantas de plástico y ropa nueva en grandes bandejas de liquidación. El olor del shopping se te pega en el cerebro. Y el ruido, al menos a mí, me atonta por algunas horas, como una droga. Papeles arrugados, risas disonantes, cajas registradoras, máquinas de café, agua de la fuente, gente que busca gente, reproches de parejas cansadas de estar juntas, niños hartos de parejas cansadas de estar juntas. Quise parar en la tienda de libros, pero una señora se llevó a mi hijo colgado de la cartera; él agitaba su manito como si se lo tragara un ciclón. Después de rescatarlo, fue imposible volver sobre mis pasos hacia la librería. Y yo? Yo era la santa impoluta del consumismo y la vorágine? La virgen santa y su niño regordete paseando arrogantes y benevolentes por el palacete del pecado? Pues, no. Entramos a la tienda de cotillón y gastamos bastante dinero en globos, (ahora tenemos globos hasta el cumpleaños de 15 de Tino), guirnaldas, parches de pirata (qué bueno, no tengo que fabricarlos) y papel para las invitaciones. Me compré tres bikinis nuevas y dos jeans (dos!). (No son jeans nuevos ni los compré en el shopping, sino en el second hand de enfrente, el que está en García Cortinas). Además, tomamos un chocolate caliente y un brownie, a medias. Compramos chicles. Me costó encontrar el coche en el estacionamiento; no sabía si lo había dejado en el nivel ciervo o conejo; pero caminamos tranquilos los dos, lejos de la gente, con el aire fresco que entraba al final del túnel, con olor a cemento, a llantas y a lluvia. Volvimos a casa callados, por la rambla. Seguía lloviendo. Hicimos el trayecto de vuelta escuchando dos temas de Sabina y Brindis por Pierrot.