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11.3.15

Invocación inicial

Abro el cierre. Las páginas traslúcidas ceden a las yemas de los dedos ¿Puede recordar un libro la piel de quién recorrió su piel de papel? 

Sé que es necesario buscar y ni siquiera sé cuál es el tiempo, si es ordinario o no. Acudo a san Google: descargar Oficio Divino para Android. Olvídalo. 

Tampoco era muy orientada entonces. Los dos tenían que esperar a que terminara de encontrar las partes. Se me caían las cosas, el libro se cerraba sin querer, se me enredaban las cintas de seda.
A. ponía cara de qué pesada; para S. el incordio parecía encerrar, como casi todas las cosas, cierta inocente comicidad. Secretamente, me gustaba molestar a A., llamar su atención con mi torpeza. Con los ojos a media asta y una paciencia resignada, me quitaba el libro de las manos, me miraba, hacía una mueca de fastidio simulado, ponía la cinta verde en el salterio, el rojo en el propio del tiempo, el blanco en el salmo y los demás. A ver si aprendés de una vez; pero no lo decía. Carraspeaba antes de empezar. 
Dios mío, ven en mi auxilio. Señor date prisa en socorrerme.
No es la memoria la que trae las palabras perdidas, es algo que sigue ahí, misteriosamente disponible. Cierro los ojos. Recupero el vago aroma a incienso y los susurros.
La imagen se desliza desde el vientre del breviario al piso. La alzo. No es una estampita, es una foto. La tomó Ricardo. Ella, sus ojos casi humanos, su hábito marrón. Milagro en blanco y negro, la vimos aparecer juntos en la batea de revelado, una de esas tardes de cuarto oscuro.
En agosto, solían sacarla y dejarla delante de la nave central, del lado izquierdo, con los brazos abiertos abrazando a la gente. Cuando se iban, y solo quedaba yo y la gotera invisible marcaba el tiempo eterno, me iba corriendo poco a poco de mi lugar, deslizando el traste por los listones lustrados del banco -ala izquierda, tercera fila, casi sobre el pasillo- para quedar justísimamente adelante de la mirada de yeso. Así me parecía que de veras Ella me miraba a mí.
Después de muchos años, volví a entrar y no estaba más. Di toda la vuelta, pero nada; solamente la del cuadro, la Laura Vicuña, el San Vito, el pobre y torturado Cristo yacente y los demás viejos conocidos. 
Dijeron que se la habían llevado a otra parte. Así debe ser envejecer: te van sacando las cosas, te las ponen en otro lugar y no te dicen dónde. Me prometí no entrar nunca más a ese templo de la virgen equivocada.
Como entonces, no doy con lo que busco pero una vez más, encuentro lo que necesito,
"La noche no interrumpe
su historia con el hombre,
la noche es tiempo
de salvación”.
Cantan los pájaros de la madrugada. No me molesta este insomnio, este estar en vela; tiene sentido.
Que la fe no es un sentimiento, me dijo una vez, con esa manera de gruñir en vez de hablar; que es un don, se tiene o no se tiene; y si se te pega no se puede evitar; y si no, se pide, y a veces se te da y otras, a aguantarse.
Hoy supe que murió. Pocos días después de cumplir setenta. No tengo tristeza ni ganas de llorar. Como si no sintiera nada. Debe ser como la fe.
Sostener este libro de cuero en las manos hasta el amanecer, es la única forma que tengo de despedirme y decirle qué equivocado que estaba.

4.3.14

La soledad de Diana Prince (o Qué absurdo sería el mundo sin mi hermana)

La pedí. Insistí. Porfiada. Dicen que hice todo lo que estaba a mi alcance. Mandé cartas a los Reyes y sus secuaces, recé todas las noches, se lo pedí a Pipo Pescador por el micrófono, pregunté si venían de semillas y se podían plantar; incluso cuentan que traté de sembrar uno en el jardín de tres por tres que da a la calle:

-¿Qué hacés?
-Planto.
-¿Qué cosa?
-Un hermanito.
-Los hermanitos no se plantan.
-Ah, ¿no?  Entonces ¿qué?

Pensé que me lo negaban por gusto.  Llegó cuando ya casi había perdido las esperanzas.

Como hasta los tres, mal que le pese, era gorda. Una niñita fornida que mordía de lo lindo. Exclusivamente a mí. Avanzaba como R2D2, un tanquecito imparable listo para atacar. A veces también le hincaba el diente al gato, pero el Negro era peludo y tiraba el tarascón; y ella prefería morderme la nariz mientras dormía (yo), o algún miembro desnudo si escribía o dibujaba y no le prestaba atención.

El doctor Nieri dijo que la niña mordía por cariño.

Una vez, en un saludable reflejo de autodefensa, intenté inculparla mordiéndome con ferocidad a mí misma el brazo y denunciando el hecho ante la autoridad materna con la evidencia de las marcas de los dientes en mi piel amoratada.

Cinco veces mentí en mi infancia y todas me atraparon: esa fue una. A causa de una pelea en la escuela me había roto los incisivos, por eso las marcas de la mordida, en vez de dos rayitas eran dos puntitos, morse delator que provocó el castigo de esa Hipólita, mi madre, y la burla familiar durante años.

No solía jugar con muñecas. Lo mío eran los cuadernos, cualquier porquería legible que llegara a mis manos, los bichos bolita y las rodillas arañadas de trepar, sacar sapos de su agujero con paciencia zen, las carreras de caracoles y autos con cucharita, mirar correr los barquitos de papel en el caudal del desagüe en la vereda después de la lluvia. Fuera de la escuela, andaba bastante sola, o con compinches varones, la amazona de la cuadra.

La única muñeca que pedí, -una Lucy, que traía un disquito y decía Hola Soy Tu Amiga en español y en coreano al apretar un botón en la panza-  llegó una Navidad demasiado tardía. La quise un poco, igual, pero una tarde la puse en fila con otros muñecos, les lavé el pelo con champú y los pelé a todos al ras en una disciplinada peluquería penal.

Años antes que aquella absurda muñeca de plástico, el último día de un febrero no bisiesto, llegó esa milagrosa muñeca de carne y hueso que se dejaba convertir de manera aleatoria en paciente operada de urgencia, niña perdida, princesa muda lista para ser rescatada, perro, cowboy de once pasos, león de domadora, modelo vivo, muerta destripada, policía, clienta en un almacén.  (También pasó por mi peluquería, la pobre; y me sentí culpable cada día hasta que más o menos le empezó a crecer el pelo).

Llegó para redimirme de la tiranía del número impar, del agobio tardío de las muñecas y de la soledad de la Mujer Maravilla.




Como tanto la pedí, la deseé tanto y hasta el nombre le puse, hasta hoy no abandono del todo la idea de que yo inventé a mi hermana.

Me seguía a todas partes, me miraba hacer, con esos ojazos de gato con botas, de un azul oceánico, y una carcajada explosiva que todavía sigue inalterable. Era una niña bastante terca, hay que decir, y tenía esa malevolencia de la cual carecemos los primogénitos. Pero yo la adoraba, le justificaba todo y creía fervientemente que necesitaba mi protección.

De pronto, a los cinco años, se estiró; parecía más grande, y a la vez le empezó a dar miedo todo. Se puso como esos personajes de Tim Burton, puro ojo y ojeras, brazo y piernas largas, con cara de susto, como si cualquier viento fuerte se la pudiera llevar; ni hablar del temor al mar abierto.

Ignoro si mi afición a contar historias terroríficas a los pibes más chicos colaboró en algo con esa traumática etapa de pánico de mi hermana. Es posible. Lo cierto es que su transitorio miedo a la oscuridad combinado con las ganas de hacer pis de madrugada, me obligaban a acompañarla de la mano los cinco metros de la cama al baño, caminando dormida, pero aparentemente útil como ángel de la guarda.

Lejos de subestimarla, le tomé respeto. Tenía un carácter irreductible; era cagona en la diaria, pero valiente en la adversidad. Sus temores nocturnos no le impidieron oficiar de cómplice en un planeado asalto a la farmacia de la esquina, con una secuaz tres años mayor. La operación se realizó con todo éxito. Mientras una -5, femenino, alias Ojitos de Gato con Botas- le pedía ayuda al gordo Geniol que, de rodillas y con ese culazo XXL en alto buscaba el anillito supuestamente perdido de la niña, la otra -8, femenino, alias Speedy- se afanaba los esmaltes, labiales y joyitas de fantasía de las canastas de ofertas del farmacéutico. Brillante. Lástima que las descubrieran días después por ostentar demasiado pronto su botín.

Ibamos a la Agronomía a andar en bici y corretear por los campos de alfalfa con Almendra que ladraba como loca y corría al trencito; yo me trepaba a colectar moras o subía al árbol, el de las vías del lado de acá, que tiene un brazo extendido paralelo al suelo, a contar vagones. Cuando tuve una especie de primer novio, me la endosaban en esas salidas; supongo que para amortiguar el riesgo de algún beso dado con mayor efusividad que la recomendable para la edad.



Cuando los viejos se fueron de viaje, disfracé mi sentimiento de abandono detrás de una faceta de anarquía rebelde hacia mis abuelos, un consumo compulsivo de TV hasta el cierre del Padre Lombardero y una sobreprotección a mi hermanita. Pero cuando todo estaba en silencio y el terror y el insomnio eran solamente míos, me gustaba escucharla respirar, ese mantra redondo y protector que fabrican los niños pequeños cuando duermen me tranquilizaba y tomarla de la mano me ayudaba a conciliar el sueño.

El año nuevo que pasamos solas hicimos fiesta en la cocina: hamburguesas y coca cola, chatarra igualita a la del Pumper Nic, pero hecha por mis propias manos. Miramos Rey de Reyes, oteando el reloj cada tanto, pero las doce tardaban en llegar y nos moríamos de sueño. El viejo reloj de loza verde de la cocina siempre tuvo el cristal roto y las manecillas giraban libres y juntaban polvo. Y si adelantamos el tiempo, dijo mi hermana, se subió a un banquito, corrió la manecilla y se hizo el año nuevo, chin chin, el más lindo que recuerdo y el último antes de irme de casa.

Como regalo para sus 18 nos fuimos solas a Mar del Plata, con el único objetivo de ir al Casino y la certeza de que nos convertiríamos en multimillonarias. Por las dudas que fallara el plan, descubrimos que mamá nos había puesto un pan y un salame en el fondo del bolso.

En esa edad, para seguirle el tren a una amiga, quiso ser modelo por un tiempo. Atributos le sobraban. Por esas cosas de mi trabajo ligado entonces a la publicidad, hicimos un book con el mejor productor, el mejor fotógrafo y el maquillador de la más célebre estrella de la tele. La intención de modelar le duró menos que lo que tardaron las fotos en ser reveladas. Pero las imágenes siguen ahí, testimonio de la belleza élfica de mi hermana.

Tiempo después, en medio de una carrera y con dos empleos, dio a luz a un sujeto maravilloso. No paró de estudiar ni de trabajar durante el embarazo. Llegué a contarle trece bondis en un mismo día. Cuando la panza creció, la usaba, echada en el sofá, de atril para las fotocopias.

El día anterior al parto, se habían probado unos disfraces de duende que yo tenía para la presentación a la prensa de un perfume de Avon. Saltaron sobre el sofá, eufóricos, vestidos de dorado con sombreros de punta y cascabeles.

De mañana muy temprano, la radio bajita en el informativo, planchaba yo mi camisa para la cosa con la prensa, y ella viene y me dice, doblada como un junco, me duele la espalda. Le doy un mate sin levantar la vista y le pregunto dónde te duele. Me duele y me para, me duele y me para, es raro, dice.

Desenchufo la plancha y agarro el reloj: regulares cada cuatro. Llamo a papá. Le digo hay que apurarse. El, por no correr riesgos no logra acelerar a más de, yo qué sé, iba lentísimo. Mi hermana en el asiento de atrás, aferrada con una mano a la mano del padre del sujeto maravilloso a punto de nacer, y la otra, atajándose la entrepierna.

Una barrera de tren, dos, agitando un pañuelo por la ventana veía pasar los restoranes cerrados de Corrientes, practicando (yo) la respiración de parto, y exclamando (ella) le estoy tocando la cabeza, y razonando (yo) que, si nos agarraba el tren y no llegábamos al hospital, lo mejor sería parar en un restorán, que es un lugar en el que seguro tienen a) manteles impecables de lavandería, b)agua muy caliente -aunque no sepa bien para qué pero siempre hay en las películas- y, c)un adminículo afilado para cortar un cordón umbilical, acto previo al feliz chillido natal.

No hizo falta. Llegamos a la emergencia y se armó tremendo jaleo. A los pocos minutos de entrar, abrí la puerta vaivén adonde la habían llevado en una camilla y ahí estaban: el joven padre, mi hermana de espaldas, las rodillas flexionadas, alzando al bebé, un renacuajo alargado color morado unido a ella por un grueso piolín como un barrilete.

Como en Hollywood, llegamos al borde mismo del borde mismo de la llegada del sujeto maravilloso, que sigue siendo, hasta hoy, un tipo apurado. Cualidad que lo ha convertido, entre otras cosas, en un golero asombroso, pesadilla de cualquier delantero, que atrapa la pelota con la destreza entrenada de esa prisa por llegar que trae desde nacido.

Esa mujer me enseñó todo sobre ser madre;  su hijo -que masticaba mi celular-ladrillo, rompía mis libros y hacía de mí lo que quería-  fue mi primer maestro Jedi, mi Qui-Gon Jinn. Por ese gurí aprendí todas las señas y muestras de los trucos que hay que saber y no están en ningún libro. Por ella supe lo que hace falta para lograr mantener a un ser humano con vida, contento y medianamente civilizado.




Mi hermanita cumple 39. La pequeña caníbal que quería devorarme por amor. La que se hizo obrero de la constru conmigo para limpiar, rasquetear y derrocar décadas de abandono en las paredes y los pisos de mi primer apartamento. La que en cada uno de sus pacientes ve a un ser humano irreemplazable. La primera heredera del elfo de oro del clan ultra secreto. La persona adulta con quien más me río. La que me alcanza los anteojos de ver lo mejor de mí. La que me acompaña cuando meto la pata y me señala el agujero cuando estoy a punto de volver a meterla.

Lloró cada vez que me fui. Y aquí estamos, rompiendo las reglas de la geografía para extender el barrio, esa única patria sin vanagloria. Que dos barrios tengo, como dos besos, uno en cada mejilla del Plata.

La llamo y le digo que prepare la pista para el avión invisible y que tenga a mano el lazo de la verdad porque la charla va para largo y viene de confesiones. Le pido que vaya aprontando el mate, que llego en un rato. Mientras, le escribo estas líneas para recordarle una vez más que yo la inventé, y darle las gracias por creer en mí, y hacerme creer que puedo volver a inventarme todas las veces que quiera.



Montevideo
28.2.14



15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.

5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

9.11.08

El juego de las confesiones

He sido elegida para contar siete cosas sobre mí misma y pasar la posta a otros. Las reglas del juego son las siguientes: - Hay que decir quién te pasó semejante fardo (mi amigo Eleuterio desde su blog http://deseosayunos.blogspot.com/) - Hay que escribir siete cosas sobre uno (es lo que suelo hacer todo el tiempo, pero bue). - Hay que encomendar a otros siete hacer lo mismo. - Hay que avisar a los elegidos a través de un comentario en sus blogs. - Si no se tienen siete amigos con blog, encomendar la tarea a siete desconocidos. Aquí van mis siete confesiones: 1. Recién alrededor de los 40 años, casi 28 después de empezar con el asunto (Ayer escuché la frase en el almacén! Todavía se usa!), aprendí que las hormonas me trastornan de un modo espeluznante durante los períodos menstruales. Más o menos me pasa como al Dr. Jekyll con Mr. Hyde; comprendo que algunos quieran encerrarme, por eso yo misma me retiro todo lo que puedo en los días fatales, así no tengo que pedir tantas disculpas. Todavía me asombra lo mal y poco que las mujeres hemos sido educadas en el conocimiento del propio cuerpo: lo de las hormonas estaba escrito en el aire todo el tiempo, y parece que yo no me enteraba. 2. Me gusta ABBA y disfruto bailando Dancing Queen o Mamma Mía con mi hijo de cuatro años en el living o la cocina, como dos desaforados salidos de un manicomio. En el mismo orden, escucho a Fredy Mercury y canto sus canciones a todo dar en el auto. Me importa un pito que me miren los demás en los semáforos de la rambla. 3. Eso sí, yo no tengo erecciones con ninguna música en particular; no tengo erecciones en absoluto, en realidad. 4. Tengo verdadera experiencia con cuchillos grandes. Sé descajetar un pollo con la precisión de un asesino serial, puedo vérmelas con un cordero (muerto) y no pestañeo a la hora de decapitar a un cochinillo. Hay, al menos, una veintena de fotos para atestiguarlo, imágenes de mí misma en acción que harían vomitar a los vegetarianos. (Lo de las patas de gallina, un poroto!) 5. Si no escribo regularmente me siento deprimida y veo el mundo solamente del lado malo. La escritura para mí es una droga y el síndrome de abstinencia –provocado por el trajín cotidiano, el trabajo, la rutina- es intolerable. 6. Mi otra gran adicción en la vida es cocinar. No es que lo haga muy bien pero cuando cocino me relajo y vuelo de tal modo que me olvido de que, al fin y al cabo, todo se trata de alimentarse. Me gusta cocinar para mis amigos, es mi modo de hacerles una caricia en el alma y dar mi afecto, como quien regala flores o envuelve un paquete en papel de seda. Mi amor le llega a mis amados por el tubo digestivo. 7. Me daría mucho corte y más clase decir que es el queso francés, o la comida india, o las delicias de oriente; sin embargo prefiero entre todas las comidas las milanesas con puré, y entre todas las bebidas, el vino tinto. Un buen cabernet o un malbec argentino bien criado me hacen feliz y me devuelven la fe en la humanidad a partir de la segunda copa. Como última confesión: he tenido, hay que decirlo, noches de fe desmesurada. Espero que les haya gustado esta pequeña colección de confesiones. Le paso la posta a las amigas bloguernautas (a pesar de las reglas del juego, no son siete y eso de los desconocidos no es para mí) y que tomen la posta si les parece divertido, y si no, la dejan pasar y a otra cosa. http://www.adioslevrero.blogspot.com/ http://ula-di-miro.blogspot.com/ http://ahappydisease.blogspot.com/ http://www.solec.blogspot.com/

20.10.08

Obras son amores

El último post de este blog tiene casi un mes y medio de antigüedad. No es que no haya vida después de los 40, tampoco se trata de falta de tiempo porque por el momento estoy felizmente desocupada y además, el mandato del reloj es siempre relativo cuando uno de veras quiere hacer determinada cosa. A ver. A cierto desaliento por la escritura provocada por la reciente lectura poco piadosa de mi propio trabajo, se ha sumado el hecho de que septiembre y octubre forman parte de una etapa del año plagada de pequeñas cosas triviales para hacer, obligaciones nimias pero obligaciones al fin. Pulguitas de la vida cotidiana, casi invisibles de tan mínimas, tanto, que cuando al fin te las sacás de encima y mirás para atrás, te parece que no hiciste nada. La otra razón posible de las telas de araña del blog es que me dediqué a devorar los varios libros que recibí de regalo de cumpleaños. Literalmente, fue un mes con una pila de preciosos libros esperando por mí en la mesa de luz (Qué suerte tengo, qué suerte, gracias amigos!). Empecé bien, con Oso de Trapo de Horacio Cavallo; seguí mejor, con la maravillosa y oscura prosa de la Trías en La Azotea, (una monstrua ya desde chica, me declaro su fan ferviente). Luego, como digestivo digamos, en tres noches acabé con Un Hombre en la Oscuridad de Auster (que a pesar de haber abandonado ese amateurismo y la frescura de los primeros libros y sus últimas novelas son casi del tipo fast food literario, igual recibe toda la incondicionalidad de mi amor de lectora). En algún lugar -que ahora no encuentro- hice una anotación destinada al blog sobre el efecto de la lectura correlativa de estos tres libros los cuales, curiosamente, tienen todos un narrador -o alguno de ellos- encerrado entre cuatro paredes. Había escrito algo que me parecía interesante sobre el hecho de poner las palabras en movimiento desde la parálisis física o síquica, liberar el relato desde el encierro no en una torre de marfil sino en el desván de la memoria, era algo sobre confesar las historias desde nuestro lugar más inconfesable. Ni modo; no sé donde anoté todo eso que estaba bastante bien -no está en el cuaderno verde, ni en el azul, ni en el negrito- y así el blog quedó sin la única nutrición de la que pude haber sido capaz. El caso es que seguí después con el Diario de la Galera de Imre Kertesz (tengo que ir a ver si se escribe así) y a pesar de que empezaba a gustarme, lo dejé pendiente a las pocas páginas. Es que durante las dos primeras noches de lectura, otro libro, la edición de Siruela de La Ciudad Sitiada me interrumpía desde la mesa de luz con los ojos a media asta de la Lispector que me miraba como diciendo “¿A que te tiento más que este anciano centroeuropeo de prosa profunda y reflexiva?”. La pura verdad. Ahí estoy ahora, navegando en la barca Clarice, que es tan familiar y sin embargo te lleva a siempre a puertos impensados. Hay que decir que en la mesa de luz reposan además, el Libro de la Vida de Santa Teresa, que agarro cada tanto y suelto y no puedo terminar de leer (lo voy a guardar para la jubilación creo) y, desde hace medio año o más, el mamotreto del Borges de Bioy. Lo ataco casi siempre muy tarde, como para cerrar los ojos con una sonrisa sobre alguno de los diálogos ácidos de estos dos cretinos irreverentes de la literatura argentina dedicados a defenestrar sin culpa a sus contemporáneos, para beneplácito de las generaciones venideras. (Se me ocurre que sería buena idea transcribir acá alguno de los mejores pasajes del mamotreto, una de esas bombitas de mal olor contra Sábato, García Marquez, Quiroga o Zorrilla. Próximamente...) No voy a seguir pero, como si esto fuera poco, la semana pasada pasé por las mesas de la feria del libro y vendían ejemplares muy baratos, algunos al precio de un paquete de fideos. Compré cuatro y la pilita de la mesa de luz volvió a elevarse con dos promesas de Hemingway que no había leído, uno más de Nabokov -autor recetado hace tiempo por mi amigo Eleuterio- y una novelita de Bioy que ni siquiera sabía que existía. (También me llevé -pero no a precio de oferta- El Sótano, un cuento infantil aterrador que Levrero escribió para niños y a mi hijo le fascinó y otro con ilustraciones muy lindas de Vero Leite). El caso es que tengo letra para toda la primavera y el verano; la sola idea me provoca un placer irracional y mezquino.

Y el blog, abandonado. Y la novela que apenas se movió cuatro o cinco paginitas mal escritas y desalmadas, vacías de alma. Ni diario, ni un relatito de mala muerte, ni siquiera un cadáver exquisito por jugar, no escribí nada en casi dos meses. Leer es más fácil, más placentero y divertido. (No es que escribir sea una obligación; la escritura es una necesidad casi física, una droga que me mantiene con vida, como la insulina a un diabético; es que esta especie de síndrome de abstinencia de la escritura me pone, hay días, de un ánimo tristísimo, otros me lleva el sentimiento de frustración y otros, ando con un humor de hiena que hace imposible a cualquier cristiano vivir conmigo).

Un escritor (era el mismo Borges?) decía que para escribir hay que poder renunciar al placer de la lectura (horror!) y algo de eso hay, algo de eso hay...

Y mejor publico esto así como está y con cualquier título, porque ya me está pereciendo que para qué, que es una estupidez, que no vale la pena.

15.9.08

El día después

Mesa de la cocina de casa en la mañana de ayer, después de la fiesta de mi cumpleaños número 40. Mi pregunta, queridos bloguernautas, es: ¿En qué se quedó pensando el muñeco de la torta?

14.9.07

La noche boca arriba

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. (Julio Cortázar, "Final del Juego") *Ahora se puede ver de dónde he calcado -no deliberadamente pero no quise cambiarlo porque es un homenaje y una paradoja a la vez- el formato del relato Mae, ese acerca del parto.