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8.11.14

Vivos los queremos, porque vivos estamos

  Peatonal Sarandí, Montevideo


La sensación que me provoca es amargamente familiar. Recorro las fotos de los carteles que los manifestantes de #43x43 enarbolan en estos días en su marcha de Iguala al D.F. para exigir justicia. Aparición con vida dicen las pancartas todavía después –o justamente, más que nunca, después- de la conferencia de prensa de la procuraduría que muestra las horrorosas evidencias del casi seguro pero parece que muy difícil de probar destino de los 43 muchachos de #ayotzinapa. Los desaparecieron.


Las familias de los estudiantes y los activistas insisten: #AparicionConVida. Si uno recorre las redes no es poca la gente que corrige el estatus ajeno con, total que ya se sabe que están todos muertos y algún diario local elige incluso informar sobre la “tragedia” en la que “los familiares se niegan a creer” hasta que haya pruebas. 

#AparicionConVida es un hashtag que conocemos muy bien en nuestra línea de tiempo de historia reciente en la que se ocuparon de desaparecer a generaciones enteras de jóvenes. Decenas de miles de desaparecidos en el marco del Plan Cóndor en América del Sur, 30 mil solo en Argentina, 45 mil en Guatemala, primer país en el que la desaparición forzada se empezó a usar como herramienta para aterrorizar a la población.

A diferencia del asesinato la desaparición forzada es un crimen  que supone la participación del Estado, el ocultamiento, la continuidad del delito y el sufrimiento. Un cuchillo que se sigue clavando en la espalda de la víctima que no está muerta, está desaparecida. La desaparición forzada no prescribe; el crimen no acaba hasta que no se conoce la verdad. El delito de desaparición forzada viola los derechos de las víctimas pero también de los familiares, los amigos, y no solo el derecho a la vida; el derecho a la justicia, a la identidad, a la reparación.

Hace treinta años, el reclamo absurdo de Aparición con Vida de unas viejas locas con pañuelo que caminaban de manera circular e interminable alrededor de una pirámide, enfureció a los militares de la dictadura argentina. Muchas también desaparecieron. Hoy son ellos quienes están tras las rejas.

Vivos los queremos es la trampa de la sociedad a la impunidad. Vivos los queremos cambia la lógica de las cosas y nos mantiene de pie y no llorando en los altares de resignación de los muertos, en donde somos tan fáciles de tratar.

Aparición con vida es el enroque de la sociedad al Estado para exigir, por ley, justicia y verdad por más absurda que pueda parecer la correlación de fuerzas. Es la única garantía de no repetición. Para los 43 militantes de Ayotzinapa, para los miles de desaparecidos en México y por todos nosotros. Porque sin aparición con vida, no hay nunca más.

Leo en los diarios que en muchos países se organizan en estos días manifestaciones en solidaridad por los muchachos de Ayotzinapa y los miles de desaparecidos en México.

Se los llevaron porque estaban vivos. ¿Lo estamos también nosotros?
















11.9.12

Zona de peligro

                                                                                    








                                                 Para Verito y su hermana


Estábamos en Buenos Aires en la fecha inicial planeada para el homenaje de María Teresa Trotta,  mamá de Verito y militante que junto a su esposo Roberto Castelli, fuera asesinada y desaparecida después de pasar por el centro clandestino el Vesubio. Teresa estaba embarazada de seis meses y llevaba en la panza a una bebé, robada y entregada en adopción a través de una organización católica, según tengo entendido. En julio de 2011, después de la derogación de las leyes de impunidad y un largo y doloroso juicio, varios asesinos del terrorismo de Estado argentino del Vesubio fueron sentenciados por estos y más de 150 crímenes de lesa humanidad, solamente cometidos en ese tenebroso claustro de terror del Plan Cóndor. 

Pero aquella vez el homenaje a Teresa se suspendió; creo que por lluvia o por algún otro factor.

Más de un mes después, el fin de semana pasado, cuando se organizó nuevamente la movida en la escuela de Merlo donde Tere fue alumna, militante y maestra, yo estaba en Buenos Aires de casualidad.  Ah, el azar, ese duende porfiado.

Y allá fuimos. Hay que estar donde hay que estar, que es donde uno quiere estar, si es que puede.

Merlo es lejos, dijo Iva no sin razón mientras nos veía averiguar con el ceño fruncido qué transportes y qué combinaciones tomar. Muy gentilmente se ofreció a prestarnos el auto al cual agregó la novedad del GPS, que puso en mis manos un poco trémulas por la primicia.  Ella escribió nomás la dirección y del artefacto surgió, enseguida arrancar el motor, una voz de Robocop indicando hacia dónde doblar con todo y dibujito en la pantalla.

Hay que decir que una tarde de sábado conduciendo hacia Merlo por la General Paz con toda parsimonia no es algo que uno experimenta todos los días. Para los que no conocen el paño, esta avenida es la aorta de una Buenos Aires con varios by pass y a punto de estallarle el corazón.  La General Paz es, además, el surco que divide a los porteños del resto del planeta. La delgada línea roja. La cesárea del parto socio cultural de Buenos Aires. La división entre (los) ellos y nosotros. La avenida de la primera y sangrienta batalla de Juan Salvo en la que el gran Favalli descubre que los cascarudos eran la mera herramienta de fierro de un asesino más grande, más peligroso y de una escabrosa y letal inteligencia. (Está visto que algo había hecho Oesterheld para merecer también el infierno del Vesubio).

Aunque habíamos salido sobre la hora, gracias al aparatito llegamos suavemente sin repetir y sin soplar: ahora doble por aquí, quinientos metros más allá agarre tal avenida, ahora a la izquierda en tal calle, decía la modulada voz de un señor que, con esfuerzo, pronunció, finalmente: llegando a  Merlou.

Al bajar de la autopista del Buen Ayre, la pantalla mostraba el torpe ícono de un auto muy cerca de un círculo colorado, como se suele señalar el punto de llegada en los videojuegos. Pero de pronto, otra voz, -no la del robot disléxico que nos condujo- sino una diferente, surgió del artefacto. Una voz de mujer, afelpada que invariable y alarmada indicaba: “cuidado, entrando en zona peligrosa”. Quedamos atónitos, mirando por la ventana y sin atinar a descubrir a qué se refería la tipa.  Tal vez fue mi fantasía la que imaginó en el tono de la mujer-robot, un dejo de fastidio ante la insistencia en dirigirnos hacia el destino elegido.

“Cuidado, entrando en zona peligrosa”, volvió a advertir un par de veces la emisaria de los Ellos, antes de que apagáramos la cosa y decidiéramos preguntarle a un verdulero para dónde quedaba la escuela 14.

Es un barrio trabajador, de casas bajas y vereda ancha, algunas de material y otras de ladrillo a la vista. Rejas, perros ladradores, arbolitos y malvones, segundos pisos con escalera caracol a medio construir y kioskos sobre la ventana de lo que alguna vez fue un living o la pieza de la abuela. Doblamos por una calle de tierra, doscientos metros, volvimos a preguntarle a unos pibes en una esquina. Llegamos al lugar sin problemas.  Dejamos el auto a una cuadra y caminamos hacia  donde estaban los papelitos de colores y la gente.

La calle estaba cortada por los agentes de tránsito municipales; una murga escolar de bombo y platillo y a patada limpia empezaba a desfilar ante la escuela. Enfrente, los equipos de sonido y las guirnaldas con los nombres de Tere y otro compañero desaparecido hechos en papel maché competían con los puestos de choripán y las pancartas colgadas de los árboles. Uno recitó una poesía, una bandita hizo un muy buen toque del Juntos a la Par de Pappo; hubieron algunos breves discursos, palabras de la señora directora, avisos por altoparlante de que todavía había empanadas, más murgas y festejos. Una enfermera muy profesional hacía bailar a un señor muy viejito en su silla de ruedas. El hombre estaba feliz, apenas se movía pero con la mano hacía bailar la foto en blanco y negro del joven que llevaba colgada del cuello.

Pasamos un buen rato con los amigos. Disfrutando, festejando, emocionados, haraganeando distraídos también, como se está en una fiesta callejera. Cerca del cierre y antes de la celebración de los vecinos libres de las bridas de la institución, se descubrieron las placas de Teresa y su compañero, desaparecidos de la escuela. Dos grandes imágenes con sus rostros sonrientes en la pared de la entrada del colegio. 

Alguien gritó sus nombres, alguien dijo nuestros, alguien gritó presente, muchos dijeron, ahora y siempre.

Abracé a mi amiga Verito con la intensidad y la belleza que solo una mujer bella e intensa como ella provocan. Cantamos y bailamos un poco. El sol caía sobre los trajes anaranjados de la última murga y la fiesta todavía tenía para largo cuando nos fuimos yendo. Sentí un calor fuerte acá adentro; a la vez la conocida brasa del dolor país y la luz de una alegría mansa pero muy honda.

No hizo falta encender el GPS para encontrar la autopista; solo teníamos que recordar, volver sobre nuestros pasos.

Recién entonces me di cuenta: la voz de mujer que nos había indicado alarmada “cuidado, entrando en zona peligrosa” , tenía toda la razón. 

No sé cómo hacen estos tipos para programarlos, pero el robot había dicho una verdad fundamental.  

La memoria es peligrosa. Vaya si la justicia también lo es.  Pero mucho, muchísimo más peligrosa, es la alegría.










18.4.12

Los abriles malditos

A Flavia

 (1976)
“Hay un picaporte en el suelo”.

Escucha la frase susurrada en la terraza y recuerda que, efectivamente, ese mediodía, mientras descolgaba la ropa, vio el viejo picaporte que indefectiblemente se desprende de la puerta del cuartito.  Hace falta buscarlo y encajarlo en la puerta de lata para abrir.
«Que lo levante Magoya», dijo con desidia cansada y los brazos cargados de sábanas tibias.

Se levanta en combinación sin hacer ruido y abre despacio la puerta del patio interior que da a la escalera. Yo escucho sus pasos descalzos, el crujir de los huesos de las rodillas. Me levanto también y voy a su lado. Intenta echarme, que me vaya, que me vuelva a la cama, inmediatamente y sin chistar; me lo dice en croata y en español.  Yo me aprieto más a sus caderas de satén; desde entonces más o menos, es que soy de no hacer caso cuando me dicen que debo huir. La brisa es fría, siempre es fría en el recuerdo aunque sea solamente abril, y se está mucho mejor amarrada al mástil del peligro junto a la persona que amas, que segura lejos de ella.

En la pared de cal de la medianera, los dedos de luz de unas linternas se encienden y desaparecen como en un teatro de sombras. No tengo miedo, pero percibo el temor en el leve temblor de su organismo.

Hay alguien en la terraza. Más de uno. Eso lo entiendo a pesar de la infancia.

Esa mañana, como otras, Tonka sintonizó puntualmente el programa Español para todos en ATC, con la intención nunca consumada de tratar de limar ese inmundo acento croata y ampliar el vocabulario. La audición del día se explayó en las variaciones del verbo ser: yo soy, él es, nosotros somos. Ser, existencia, identidad.

“Repita con nosotros, estimado televidente: yo me identifico, tú de identificas, él se identifica”.

Esa noche, Tonka se aclara la garganta y la lección aprendida se arroja certera como una saeta:
-Identifíquese o disparo.
Por un momento, se apagan las linternas y las voces se funden en la oscuridad.

Yo me escondo un poco más detrás de sus ancas, hundo la nariz para atrapar el hedor de su miedo que me da seguridad, me mantengo bien pegada a sus piernas de vellos suaves. Hago un rulo nervioso con el dedo índice enroscando el raso de la combinación; ella me aparta suavemente hacia atrás y no quita la vista del hueco ciego de la terraza al final de la escalera.

De pronto, dos pares de piernas en jeans comienzan a descender muy lentamente. En las entrañas de la casa, muy oculto, escucho los ronquidos de mi padre dormido. No quiso despertarlo (“Seguro agarraba el chumbo y salía muy machito a la tarraza. Parra qué? Parra nadda; para que los energúmenos le pongan un tiro y me lo dejan ahí, muerto”)

Los hombres bajan con las manos en alto. Ambos llevan una linterna en una mano y el arma en la otra.

“Señora…”
“Alto ahí”.
El que va adelante bajando en zapatillas, nos fusila con la linterna en la cara. Yo me escondo como detrás de un roble; ella se tapa el rostro con el dorso de la mano.
“Somos de la policía federal, señora. Estamos buscando a unos subversivos”.
Y entonces, lo inadmisible (solo con los años pude entenderlo):
“Identifíquese o disparo”.
La voz es formidablemente firme. En mi limitado acervo infantil la declamación de mi madre se repite con los años en los estertores de los yacarés del paso del Yabeberí: “No hay paso. Ni nunca!”
Unos pocos escalones antes de llegar al último, el milico de civil suspira hondo; hace un gesto de fastidio con la cara, deja la izquierda de la pistola en alto y con la otra, la de la linterna, saca una credencial del bolsillo trasero del pantalón y la extiende.
A la vez que adelanta la cabeza para ver, Tonka atrasa el cuerpo y se tapa con las manos para esconder el escote reconociendo de repente, como Eva después del error, que está casi desnuda. Sin embargo, los vuelve a mirar con la frente en alto y frunce el ceño, feroz y desconfiada:
“¿Podemos pasar a revisar, señora?”
Mi padre se enteró de todo recién a la mañana siguiente. Flor de pelotera: inconsciente, pelotuda, se serás reverenda boluda, de no creer, gringa tenías que ser. Supongo que ese día mi madre aprendió bastantes adjetivos en español de los que no enseñaba ATC.
Nunca voy a entender del todo por qué, pero esa noche no entraron. No sé si recuerdo o imagino la frase que salió de sus labios:

“Fuera. No se entra de noche a una casa de familia”.
***
(1978)

La tía Julieta se quedó a dormir. Una complicación. La tía en mi cama, Flavia en la suya y yo en el medio, en un colchón hecho de mantas sobre el suelo. Al día siguiente lo negará, pero ronca como una condenada y el aliento rancio de su boca abierta inunda la habitación cerrada con el paso de las horas. La genealogía de mi insomnio precoz también le debe una ficha al ítem tratar de conciliar el sueño a pesar de la apnea de la tía Julieta.

No sé cuántos minutos hace que caí en el dormir profundo. De repente, la luz se enciende. En la puerta del cuarto hay dos tipos de uniforme como salidos de una de Indiana Jones. Me llaman la atención las botas, a la altura pedestre de mi vista, duras y de trompa redonda como bulldogs.

La tía Julieta se despierta de golpe y pega un gritito absurdo cuando uno de los ursos levanta el colchón con todo y la veterana encima, para ver si hay alguien escondido debajo de la cama.

Después se van y me duermo, tal vez sueño, quién sabe, a pesar de los ronquidos de la tía Julieta.
No tengo registro familiar de ningún comentario posterior sobre esa noche. Pero una espina se me clava por dentro cuando al día siguiente en la cola de la panadería o el almacén, la escucho a la Pochi cuchichear con otra igual a la Pochi, que se los habían llevado por subversivos.
“Mirá vos, de no creer, gente tan normal. Algo habrán hecho”.
"Mamá, ¿qué es un subversivo?"
No debo haber hecho la pregunta con suficiente claridad porque la respuesta permanece a oscuras en mi memoria.

***
(1979)

A los once, mi más pesado lastre existencial es ser portadora de un par de tetas del mismo talle que tendré de grande.
«Es precoz», dicen, y yo empiezo a ensayar ese aire de estar papando moscas para ignorar lo que me hiere y atravesar en puntitas de pie por encima del barro cualquier la humillación. A todas las demás las tablas del delantal le quedan lisitas, prolijas, planchadas con apresto; no a mí. Se me infla la delantera y se arrugan las tablas. Eso y la trenza que llevamos obligatoriamente las de pelo largo para que no se te peguen los piojos. Las de las chicas son trenzas de ninfas del bosque, delgadas y sedosas;  mi trenza, de tanto pelo, rizado y largo hasta la cintura, parece la liana de Tarzán. La gilada estudiantil me otea las tetas y el chico que me gusta me tira de la trenza.

No voy a decir que no me defiendo.  A uno le hice sangrar el labio de una piña  (“tenés que poner el puño duro, así como una piedra, muy bien, y sacar el pulgar para no quebrártelo”, me enseñaría mi padre) y hubo también un puntapié certero en la fila que me condecoró con uno de mis escasos plantones en la Dirección. En cambio, tolero con paciencia de género el desapego hipócrita y la displicente piedad de las congéneres (“pobre, tiene tetas”).

Tal vez por eso, mi mayor preocupación cuando me piden lo que me piden en casa al salir de la escuela es que se den cuenta del asunto de las tetas.
“Andá a llevarle una cocacola y unas galletitas a esos pobres muchachos”.
Camino con los hombros levemente inclinados,  la vista baja y las mejillas de fuego.  Es doblar la esquina de Artigas y achicar el paso. Me acerco a los soldados sentados en fila en la vereda durante horas al rayo del sol sobre Navarro.
Dicen que están ahí porque el cura Martinetti tiene un arreglo con los milicos para que ayuden a construir la escuela, justo enfrente de mi casa, al lado de la parroquia San José. Entiendo que ese fue solo uno de los tantos pecados mortales del padre Martinetti. Muchos años más tarde aquello sería una pista en la comprensión entre la relación carnal entre la iglesia oficial, que no la otra, y la dictadura.
Por el momento, mi único conflicto son las tetas demasiado grandes a la vista de los jóvenes soldados. Me doblan en edad. Pero a ellos no parece importarles en absoluto mi aspecto; ni siquiera parecen detectar mi pudor. Me tratan con camaradería como se trata a una mascota.  Enseguida, me resultan más amables que mis compañeritos de escuela.
“¿Por qué 'colimba'?”, me animo a preguntar un día -ya en más confianza, aunque me parece que no siempre son los mismos- mientras espero a que terminen de hacer correr la botella y el cuarto de Chocolinas que manda mi madre:
“Colimba, piba: corre, limpia, barre”.
“¡Pero si eso es lo que yo hago en mi casa todos los días!”, digo con esa temprana tendencia a la comedia para salir del paso y el descubrimiento no tan cómico de que el servicio militar es bastante parecido al destino implacable de nacer en un hogar balcánico con una pedagogía materna lindante al de un campo de entrenamiento marcial. 
Se revuelcan de la risa. Yo también río, un poco sorprendida de haber dicho algo significativo; y me olvido de las tetas.

“Gracias, rubia”,  dice uno – tal vez el único del que guardo el rostro; moreno, de lentes circulito y con un libro en la mano, de esos de bolsillo-  mientras me devuelve el envase de vidrio, los dos vasos y la mirada pudorosa.

Me dan envidia.  Tan grandes y ya guerreros. Flacos y macizos, morenazos, alegres y ágiles. Huelen a alegría. Muchachos tratando de pasarla lo mejor posible mientras pasa ese momento robado a la existencia que es la colimba.
«Si algún día me caso, cosa que no voy a hacer nunca en la vida, me voy a casar con uno de estos»,  pienso y dejo los vasos en la pileta de la cocina.



***
(1980)
El último 176 pasa a la una y media y hace rato que no pasa, así que debe ser mucho más que la una y media. Cierro los ojos y me dejo llevar por el declive del sueño, pero las imágenes aparecen, desencajadas y con sonido,

por favor, despierta, despierta ya mismo, dice la voz escondida.
Pero no. Una formación de aviones como patos negros sobrevuela el barrio durante la noche; bombardea la casa de Pochi, el patio de Amelia, el almacén de la esquina, la carnicería de Orestes y la semillería. Caen lenguas de fuego sobre la Agronomía y las vías del tren se convierten en hierros retorcidos de los cuales sale gente que parece que vivía ahí mismo, mirá vos, en unos sótanos debajo de la tierra. Yo miro todo como a través de un catalejo, pero estoy ahí, en medio de todo, en cualquier momento me toca. Tengo miedo. La gente que conozco corre por la vereda, hecha un bonzo, con la cara desencajada que apenas reconozco.  Mi madre también es una niña, apenas más chica que yo, le doy la mano.

Cada una corre arrastrando su propia guerra.
La guerra, la guerra, la guerra. Dice la tele que empieza en cualquier momento. Por qué no les regalamos a los chilenos ese pedazo de mierda de canal que no sirve para nada. A mí me parece que Chile es un país largo y demasiado delgado y se merece un pedacito más.
En realidad, me importa un bledo. No quiero sentir este terror al dormir. Mi madre contó que era muy pequeña, que apenas llegaba a la ventana y veía caer las bombas en Zagreb, su estatura no le permitía verlas estallar: "parecían semillas".
Me despierto cubierta de sudor, temblando de la cabeza a los pies. Me vuelvo a cubrir con la manta verde; me hace sentir segura estar allí debajo de la frazada, aun cuando después de un rato no pueda respirar. Ja! Las bombas no pueden atravesar mi manta verde.  Mastico el ribete de raso y uso la tela como un chupete hasta hacerle un agujero.
Si eso no funciona miro fijamente el ancianito de lentes que suele sentarse en la mesa de luz o al lado de mi cama. El se sienta ahí y deja colgando los pies, levanta los hombros como diciendo qué tal, qué contás. El y yo nos miramos y nos entendemos sin abrir la boca, cabeza-a-cabeza. Me dice cosas que no puedo repetir porque no se inventaron las palabras, solamente las puedo guardar y esperar que aparezca con el tiempo, algún sinónimo útil. Lo que pasa es que el duende no está ahí para protegerme, nunca vino para eso; solamente me observa, quiere conversar y no entiende mi miedo atroz. El hombrecito de la mesa de luz solo quiere que nos miremos a los ojos y conversar un poco; no le interesa nada más; no está ahí para cuidarme.
Pero yo le temo al bombardeo chileno con el que voy a soñar ni bien cierre los ojos.

Y como nada funciona, estiro la mano y agarro un libro y la linterna. Cualquier libro sirve. Hay varios de la colección Robin Hood en la mesita. Leer hasta caer rendida aplastando las tapas amarillas con el cachete siempre es buen remedio; caer por agotamiento, dormir sin soñar, para no soñar con la guerra ni el miserable canal Beagle. Qué importa andar como una sonámbula al día siguiente, si evito morir en sueños.
Si, aun, nada de esto funciona y sigo sin entregarme al descanso, me deslizo desde la mía, a la cama de abajo.

La pequeña duerme, maciza y tibia. Me acomodo a su lado; todo mi cuerpo como una media luna apretado al suyo. Sus leves ronquidos me serenan. Su pecho sube y baja; trato de acomodar el mío al ritmo de su respiración. Hermanita, hermanita, hermanita. La aprieto demasiado y se mueve. Abrazada a ella, me deslizo como un canto rodado que alguien arroja alegremente al fondo oscuro de un lago. Sobre mi mano, un hilo de baba se desliza de su boca entreabierta y me protege como un agua bendita.
"¿Esta chica tiene unas ojeras tremendas, la hiciste ver?"

Las marcas del insomnio, hundidas y sombrías como aquella piedra en el fondo; el secreto de la lectura nocturna debajo de las mantas hasta escuchar los malditos pájaros del amanecer. Los pájaros se llevan bien lejos a la noche y con ella a la guerra, a los chilenos y a las bombas.
***
(1982)
Sufrimos a la profesora Estela Noly Cepeda de primero a tercero del secundario, en historia, instrucción cívica y muy entusiasta suplente de religión en caso de que faltara la Diez, que además era la encargada de vender la revista:

“Quién quiere el Esquiú?”, entraba con una pila y repartía sin preguntar. Si no la comprabas, al menos cada tanto, sumabas porotos para entrar en una sutil lista negra. La misma lista en la que las monjas anotaban tu nombre si te pintabas las uñas, si usabas anillos o te teñías el pelo.
“De pie, señoritas”, profiere la hermana Silvia, una polaca resentida y filosa vestida de azul marino.

El aula es amplia y limpia, con grandes ventanales que hay que mantener abiertos para espabilar la mente. Cuando abrís la puerta del pasillo, se genera una ventolina que te pone la piel de gallina; la poca piel que queda al descubierto entre las medias bien altas y el ruedo de la pollera que cada tanto la hermana Silvia mide para verificar el largo adecuado.
Si hay algo que tiene la Noly es que es una tipa directa, dueña de un estilo totalmente ajeno a la metáfora y la alegoría. Su estampa es de una afabilidad corrosiva y una arrogancia de villana que en Disney no se consigue. Estela Noly Cepeda nos hizo destinatarias de la más clara y contundente exégesis del Estado terrorista durante tres largos e indelebles años de secundaria, los tres últimos años de la dictadura argentina.
“Hace falta sacrificar a algunos para el bien de muchos”, nos explica.

“A veces un poquitín de picana, a veces –repite y sonríe con picardía-  puede salvar a personas inocentes de una muerte cruel en manos de los comunistas”.
Por supuesto, nos cuenta de qué se trata el aparato, cómo funciona y cómo se aplica.
“Un poquititín de picana”, lo dice y muestra el tamaño entre el pulgar y el índice, y se vuelve a reír en sordina como una niña demente que esconde la trampa de un caramelo robado a otro niño a costa de degollarlo.
“Hay familias piadosas que, para salvar la vida de las pobres criaturas, los hijos de esos monstruos, los crían en la piedad cristiana para salvarlos. Es un gran acto de generosidad, ¿no creen?”.
Hay una chica entre las pupilas, repetidora, la única que de veras le hace frente. A veces me parece que no tiene nada que perder y que el ser castigada es su mayor galardón.  Tiene dos años más que el resto, lo cual le otorga un grado extra de respeto como si tuviera varias niveles de juego a su favor.

“Y lo de la gente que desaparece, qué?” dice una vez.
“La gente no desaparece. Cómo va a desaparecer la gente, señorita. Se van del país y abandonan todo, incluso a sus hijos, para salvarse de la justicia y la mano de dios”.
Que eso no es cristiano, que es horrible, que no es justo. Hablamos de a una, levantando la mano para decir; usamos apenas el diminuto espacio de disenso que existe, somos la mugre en la uña de una monja.
Aquella alumna más grande termina siempre en la Dirección. La dejan de castigo, lavando las aulas, balde y escoba en mano, al final de las clases durante toda una semana tal vez. No hay permiso para ayudar.
Ese día de abril, la monja Silvia le da paso a la Noly que entra meneando el culo de hipopótamo, el mentón en alto y la nariz respingada haciendo juego con la melena ya canosa y durita de fijador. Colón redivivo. Camisa celeste, pollera gris. Nada de tintura; lo suyo es un glamoroso envejecer patricio y fascista.
La Noly deja los libros en el escritorio, nos da la espalda sin saludar y escribe en cursiva bien grande, de lado a lado del pizarrón:
“Las Malvinas son argentinas”.
Y desenrolla un mapa.
Nos los explica todo en un santiamén. Las Malvinas son unas islas muy al sur, que están al lado de otras, las Georgias –y nos muestra la foto de un joven capitán Astiz plantando una bandera en unas piedras- y las Sandwich y son todas nuestras desde hace muchísimo tiempo. El insigne gobierno militar, que ya ha acabado con el comunismo, ahora rescata el bastión más caro al sentimiento nacional.
Mirá vos, de pronto aparecen unas islas que ni existían en el programa de geografía.
Estudiamos todo: orografía, población, economía, historia. En las islas hay algunos habitantes, los kelpers, algunas ovejas y mucho krill que comen las ballenas, a la sazón, también argentinas. Los ingleses son los malos, los chilenos también y nosotros somos los buenos. Eso es todo.
Y se acabó todo el programa de estudios de tercero, y nos ponemos a ver, reflexionar y registrar desde este instante el más mínimo pedo que se tiran los –hasta último momento, ups- victoriosos generales de Malvinas.
Conservo una gruesa carpeta tamaño A3 con cada recorte, cada noticia y cada crónica de la guerra: el hundimiento del Belgrano, el Papa bendiciendo las armas ("gracias Juan Pablo, bienvenido a nuestro hogar", todavía me la sé Mirta Legrand recolectando joyas. La plaza. Un trabajo práctico minucioso realizado por las manos de una niña. La carpeta de la vergüenza. La carpeta grande de la derrota. La de la memoria.
Piedad cristiana; por dios, nada menos que la Noly. Si no está muerta, debería estar presa.
Me fui del colegio ese año.
***

Las despedidas se van imprimiendo unas sobre otras pincelando el paisaje de una única postal.

Susurra para no despertarnos pero el aroma de mi padre al salir de la ducha y la leve niebla húmeda del baño que flota al contraluz por la puerta entreabierta de mi cuarto, me despiertan. Ya se va. Sin abrir los ojos escolto, muda, una nueva despedida; observo todo lo que pasa con el olfato y el oído.

El olor frío de la madrugada se confunde con el gorjeo de un mate recién empezado. Las voces graves, no aclaradas aun por la vigilia. El rastro de Old Spice en el aire y el rumor de las suelas de sus zapatos en la baldosa
y el silbido del cierre del bolso
y el hueco de silencio de un beso
y el ya está el taxi, susurrado.
Son los ruidos y las palabras que se escuchan en tierra, bajo el brevísimo techo de las casas de los marineros.

Los protocolos de la partida son siempre los mismos; se te instala un hueco en el pecho; alguna vez fue de color rojo y hoy es cicatriz, latente e indolora; daño intangible a fuerza de tanto tocar la herida.
Es sabido que una manera de evitar el dolor es acostumbrándose a él.
Lo llamaron de urgencia. No le quisieron decir al personal civil qué carga llevaban ni adonde iban. Recién lo supieron en altamar.
Todos aquellos sueños de la guerra con Chile volvieron a colarse nuevamente debajo de mis sábanas. Viví esos meses, noche tras noche imaginando en cámara lenta el misil cayendo derechito justo encima de su cabeza. Virgen del Carmen, protegelo por favor te lo pido, sé buenita. Me sentaba horas frente a la estatua de bello rostro de la virgen, me acomodaba justo delante de sus ojos de yeso para sentir que me miraba. Y me miraba.

Cuando lograba conciliar el sueño, en mi pesadilla él no sufría para nada. Se ve que algo de mí había logrado cierta alianza con el inconsciente para soñarlo en una muerte indolora, porque las imágenes oníricas me lo ofrecían dormido en su camarote o hincado sobre algún motor en la sala de máquinas, civil, laburante, ajeno a la guerra.
Llamaba cada tanto por radio Pacheco.
No era fácil. Había que hablar cortito y al pie y decir cambio. “Hola, cómo estás, cambio” “Bien, acá, un frío de la gran siete; cómo te fue en la escuela, cambio”.
Nos repartieron unas fotocopias con el himno que (¿a diario?) cantábamos:
Tras su manto de neblina/ no las hemos de olvidar/las Malvinas, argentinas/ clama el viento y ruge el mar /Ni de aquellos horizontes nuestra enseña han de alcanzar / pues su blanco está en los montes y en su azul se tiñe el mar.
La Noly llegaba con el diario del día, para mostrarnos que era cierto, que estábamos ganando la guerra nomás. Nunca pude festejar. Estaba aterrada y sabía que lo que decía era mentira.

Las llamadas regulares por radio Pacheco, no sabría decir cada cuánto, fueron las que me mantuvieron la mente iluminada mientras armaba la oscura carpeta del horror para la Noly.
“Los tienen encerrados en las bodegas con el agua helada hasta los tobillos. Cambio”.
“Son unos pibes nomás, tienen miedo, un poco más grandes que la nena. Cambio”.
“Esto es una locura, cambio".
No me lo dice a mí, sino a mi madre. Se atoraba del llanto al contarlo. Pero no se podía decir nada en la escuela.
Hubo civiles a bordo que se ofrecieron, sin éxito, para ocupar el lugar de los colimbas.
“Hoy le escribí una carta, a mi querido hermano, le puse que lo extraño, y que lo quiero mucho. Mamá me ha contado que él es un buen soldado que cuida las fronteras de la patria”.

La pasaban a cada rato en la televisión. Te taladraba la cabeza. ¿Quién era el niño o niña que la interpretaba? Me parece que era el mismo de Bobby, mi buen amigo, este verano no podrás venir conmigo.
Con las colectas de joyas,  el puño con el dedo en alto de la revista Gente, los ejércitos de mujeres tejedoras, la voz de Nicolás Kasanzew transmitiendo triunfal y toda esa prodigiosa capacidad de despliegue social a la argentina, se terminan de hilvanar en mi memoria los retazos del rompecabezas que es la guerra para una niña.

El padre de mi padre enfermó gravemente en esos días.

Lo mandaron a llamar por radio Pacheco. Vino en avión.  El abuelo resistió, tendido en la sala de terapia intensiva del hospital israelita. Esperaba a su hijo. Cuando murió, mi padre lo afeitó y le puso ropa limpia y el mejor traje. Jamás me permití agradecer, no sin culpa, al abuelo Humberto por morirse tan oportunamente y traerlo de vuelta a casa.
Mi padre nunca quiso hablar. No hubo forma de que contara nada. Durante años anduvo con el humor cambiado. No lo decíamos, pero se sabía que era por Malvinas. Un antes y un después. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Decía, hijos de puta, qué hijos de puta.
Por ausente, por vencido
bajo extraño pabellón,
ningún suelo más querido;
de la patria en la extensión.

1.9.11

Esta esperanza de miércoles

No es que me moleste la basura, pero es como si hoy alguien hubiera descargado un contenedor entero frente a la Plaza Cagancha, junto a la glorieta. El viento no ayuda, juega nomás. Las bolsas vuelan como palomas de plástico; hay calesitas de hojas, botellas y boletos.
Es temprano. Creo que soy la única en este salón interminable. El mozo me trae el cortado y la medialuna; corro un poco la laptop y la libreta para hacerle lugar y por las dudas.

Recién despiertos, los habitantes de la calle se van acercando al montón de deshechos a buscar algún desayuno. Tres hombres y una mina. Uno viene atrás, rezagado, y no quiere soltar su sobre de dormir; primero lo lleva como una capa, después lo arrastra. Me contagia el bostezo. Se refriega los ojos y camina en zigzag barriendo el cemento; tiene la barba larga y complicada, pero parece un niño sonámbulo tirando de la punta de su frazada tras una pesadilla.

Unos encuentran un pan y otros unas frutas y vuelven al banco. Los observo a través del vidrio del bar. La mujer sacó un cuchillo para pelar una naranja. El cortado caliente y amargo me incendia la garganta.

La Lupe le puso voz a un pensamiento que me anda rondando desde hace semanas: ¿cómo llegamos a esto? No digo a la pobreza, eso se sabe. ¿Cómo fue que nos acostumbramos?

Si alguna vez esperamos o desesperamos, es claro que ya no.

¿Es el dejar de esperar lo que nos ha quitado la furia y la valentía sobre la que cabalgaba nuestra esperanza?


Ahora ha brotado una niña de una bolsa de papas rellena de diarios. Se para y corre a las palomas de verdad. Veo a la gente despertar aterida y húmeda en la calle, arrastrar su humanidad por un pan duro.  Yo observo, tomo mi café y, enseguida, en un rato, voy a escribir algo lindo y cierto y bien pago.

En mi biografía -en relación a los vínculos y las posesiones- dejar de esperar, dejar que los deseos vuelvan a enrollarse y dormirse, ha sido el talismán para encontrar la paz interior y, paradójicamente, hay veces, toparme por azar con aquello que esperaba (Por algún motivo pueril y egoísta, tengo temor de que al confesarlo deje de suceder, sin embargo voy a arriesgarme).

A veces, dejar de esperar es la mejor manera de encontrar.

Pero no puedo renunciar a esta otra esperanza que saca la mano de la basura y dice aquí estoy, te duele porque estoy, no tenés paz porque estoy. Renunciar a esa esperanza es un movimiento inútil de la voluntad porque no depende de ella. Como no es posible conseguirla con solo desearla ni quitármela de encima como un disfraz. La esperanza es un don. Como el amor.


Pero la única manera de lidiar con una esperanza que sigue encendida es hacer algo con ella. Y parece ser que a ella no le alcanza con que yo  ponga un papel en una urna cada tantos años. La esperanza inmóvil quema, duele, se hunde en la carne. Es una brasa encendida que nos incinera por dentro. Como el amor. (Desde la marcha de los Indignados un amigo hizo un cartel con lapiz labial en un trapo: "es amor, y lo llaman revolución").

Es Vitamina E, dijo Galeano en la plaza Catalunya, a quien todavía quisiera escucharlo, hablando de lo bien que viene una buena dosis de rebeldía y esperanza.

Habrá que hacer algo urgente porque unos se mueren de frío y otros nos estamos convirtiendo en cenizas.

Y si no, claro, está la opción de hacer, manso y tranquilo, la cola para que te apliquen la inyección diaria de anestesia local.



Ya no te espero
ya estoy regresando solo
de los tiempos venideros
ya he besado cada plomo
con que mato y con que muero
ya se cuándo, quién y cómo.

Ya no te espero
porque de esperarte hay odio
en una noche de novios
en los hábitos del cielo,
en madre de un hijo ciego,
ya soy ángel del demonio.

Silvio Rodríguez

6.7.11

Gata Conga

Con niños que no llegan al año o ciudadanos que mueren de frío a unas cuadras de mi casa,  siento que es casi un insulto dejar rodar esta tristeza por la muerte de Conga, mi gata porteña. Hoy llamaron para contarme que murió ayer a la noche. De vieja nomás. Papá la enterró en el jardín, igual que a casi todos los bichos desde que tengo memoria.
Conga es negra y brillante como la noche más negra. Brava y percherona. Cazadora. Cuando camina, lenta y pesada, los omóplatos puntiagudos le asoman sobre el espinazo como a las panteras (Acabo de escribir lo anterior en presente, error que no quiero corregir).

La recogió P. de la puerta de casa en el 94 y se quedó. Estuvo conmigo muchos años en mi primer dos ambientes de chica sola, el de la calle Conde entre los dos Virreyes. Si habrá visto desfilar, esa gata, comedias bufas, dramas y hasta alguna tragedia real. Después se mudó conmigo y los petates. Estuvimos juntas en las buenas y en las malas. Epocas de apego y de indiferencia mutua. No llegó a cruzar el charco. Se fue quedando. Pero cuando visito la casa de mis viejos y la llamo, me reconoce, cómo no, y se trepa por mi pierna arañando el jean.
"Fulgencia", la llama Tonka, porque nunca perdió el gusto por jugar de igual a igual con peluches o cachorros. La semana pasada, antes de irme, me dijeron que estaba agonizando. Bajé del auto, de camino al Buquebús, un momento nomás, para despedirme. La encontré echada junto a la salamandra con apenas una brasa encendida entre el rescoldo. Cada pata apuntaba a una dirección diferente, como una rosa de los vientos hecha pedazos.
Tonka le estuvo dando vitaminas para que tire un poco más. Cuando entré y la llamé levantó la vista enseguida. La piel pegada al hueso triangular de la cabeza, el pelaje opaco y pringoso.  Las orejas desmesuradas por lo delgada, los ojos desorbitados y cubiertos por un velo gris. Me dí cuenta de que no podía verme ni oírme muy bien porque movía la cabeza confundida como buscando mi presencia. Me agaché y cuando la quise acariciar se descansó un poco en la concavidad de mi mano.
«Gracias gata Conga, gracias negra, por tu amor infinito gata mía, gata buena». Les pedí que dejaran de darle vitaminas, que le dieran permiso para irse nomás.
Piedad y agradecimiento, eso sentí a su lado. Casi la misma disposición que hace falta para creer en dios. Justo en estos días alguien escribió que los gatos son eternos. Ojalá. Significaría que gané un ángel felino, negro y vigilante. Llega justo a tiempo.
Sin embargo, todavía no me puedo despegar el asombro de que un animal tan vigoroso pueda llegar a consumirse así, de pronto, en un manojo de extrema fragilidad y pavura. Pensé en nosotros, en qué hacemos con la vida, que por corta o larga que sea, se acaba un poco cada día. Lo pensé así en plural y también en primera del singular.
Conga era muy vieja. Vivió plenamente cada una de sus vidas.  Se dejó domesticar pero nunca renunció a su ferocidad. Hasta hace poco, le gustaba perseguir bolitas de lana o de papel de cocina. Las agarraba entre las fauces, las manoteaba en el aire y se deslizaba por el piso para atajarlas con total agilidad. 
Piedad y agradecimiento, gata Conga, y un duelo pequeño como una bolita de lana, que no sé bien dónde poner.

15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.

26.10.09

No te salves

Las banderas nos peinaban al pasar. Termo y mate. Mi hijo agitando una espada de luz, con los cachetes tricolor y colgado de los hombros del padre. Poco a poco nos fuimos colando entre la gente hasta trepar a la explanada circular frente al Hotel NH. Sobre el puerto caía un sol monumental y translúcido, contrastado de banderas y siluetas negras trepadas al farallón de la rambla. Sin euforia, nos sentíamos felices de estar ahí. "Sublime el sueño que me dejó, en el lugar justo donde estoy", parecía decirnos la brisa de ese mar. Hace un año atrás, cruzando la Plaza Matriz, pasé frente a una de las primeras mesitas destinadas a recolectar las firmas para plebiscitar la anulación de la ley de Caducidad. Yo no estaba de acuerdo con el plebiscito sino con la anulación parlamentaria, sin embargo, instantáneamente me dispuse a firmar. Fue un acto instintivo, casi a la vez que me daba cuenta de que no podía hacerlo porque soy extranjera. “Bueno, no sos tan extranjera, pero solo firman uruguayos”, me dijo la militante con una sonrisa de premio consuelo. Aunque ayer no votamos, igual que todos, nos comimos las uñas a la espera de los resultados. Mandamos y recibimos frenéticos mensajes. Cruzamos los dedos. Como Galeano repetimos el Abracadabra de la contratapa de Brecha: “envía tu fuego hasta el final”. Es que hay dolores que nos desdibujan las fronteras y, tanto ayer como hoy nos sentimos del lado de adentro de este nosotros hecho de pena, de rabia y de esperanza. Porque como también repite Galeano -y parece que tampoco lo entendimos esta vez-, es un error confundir domicilio con identidad. Ya no me acuerdo quién fue el que me mandó ese primer mensaje diciendo que la primera vuelta no, pero que la ley de Caducidad ya estaba casi segura. No fui la única, estallaron varias euforias en cadena festejando con los celulares en alto, marca en el orillo de estos tiempos electorales. Hoy creo que no fue solo por la altura del vuelo anticipado que las alas quemadas y el pavimento en la cara fueron más duros y ardientes. Las cifras en pantalla gigante de la televisión nos mostraban que una vez más, las mayorías decidían soberanamente perpetrar la injusticia -y aunque estábamos esperando la salida del Pepe desde hacía dos horas- no sentimos más deseos de estar allí. Caminando a contracorriente, encaramos la vuelta. Tampoco fuimos los únicos. No hay nada peor que vivir creyendo que no es posible cambiar nada. Ni siquiera una ley declarada anticonstitucional por todos los poderes del Estado, y que además viola varios tratados internacionales. En el plebiscito del 89, el pueblo uruguayo, aplastado todavía por el pulgar de la dictadura decidió amputarle al Estado de derecho su potestad de hacer justicia ante los crímenes cometidos por los militares. Pero ayer, ¿a qué le teníamos miedo? ¿A que algo cambie? Aunque no soy uruguaya también soy huérfana política de una generación que fue presa del mismo Cóndor. Acá nomás, del otro lado del charco, borraron del mapa a toda una posteridad de dirigentes. Toda una generación de jóvenes comprometidos asesinados. Algunos de mis amigos, mayores que yo, siendo muy jóvenes dejaron sus años más fértiles en las cárceles de la dictadura argentina y/o uruguaya. Fueron perseguidos, torturados y privados de su libertad. Otros, muchísimos, sufrieron una tortura distinta pero demoledora, obligados a desterrarse de su tierra para salvar la vida. Muchos no sobrevivieron. Fueron asesinados por los mismos militares que, amparados en la impunidad, hoy caminan a nuestro lado por la rambla, que van al cine y hacen la cola en el Devoto. Ensañados con sus mentes, desaparecieron sus cuerpos, robaron sus bienes, fueron detrás de sus amigos y de sus familiares. Son asesinos. Se robaron a los hijos de sus víctimas. Aún cuando creo que no se debería haber plebiscitado una ley que podría haber sido anulada por ambas mayorías parlamentarias, está claro que el militante común del Frente Amplio en su mayoría, puso su voto para anularla. No fue suficiente. A estas horas, y solo con los votos observados pendientes de revisión al plebiscito de anulación de la Ley de Caducidad le hubieran faltado dos puntos para haber sido aprobada. Cómo deben estar festejando los impunes. Sin el apoyo claro y explícito de candidatos y dirigentes de la izquierda, tampoco fue suficiente –por poco, por tan poquito- el trabajo de los militantes que dejaron el alma -casi sin apoyo y sin presupuesto, un trabajo heróico- para llevar esta causa a las urnas. ¿Hubiera cambiado el resultado con un mensaje claro y en voz alta de Mujica, de Astori, de Tabaré, de los ministros y referentes políticos de izquierda? Estoy segura. Me duele horrible decirlo pero creo que al Frente no le interesa juzgar a los criminales de la dictadura. Así como es claro que, con sus luces y sus sombras, es el gobierno con mayor vocación distributiva y promotora de derechos que ha tenido Uruguay en los últimos cien años. Pero no les interesa juzgar a los responsables de la desaparición y asesinato de los padres de Macarena Gelman, de Martina, Soledad y Valentín, de los hermanos Julien, del padre de Verónica, de Mariana Zaffaroni o Valentina Chavez, entre tantos otros. No les interesa. Si no, hubieran apoyado la anulación de la ley con énfasis. O mejor, no les interesa, porque de lo contrario, ni siquiera hubiera existido el plebiscito. No les interesa hacer justicia por aquellos que dieron la vida por un país y una América Latina como la que a este gobierno de centroizquierda el pueblo le ha dado la oportunidad de empezar a construir. En la marcha del 20 de octubre, mi hijo de 5 años me preguntó por qué estábamos ahí caminando, forrados de pegotines y globos rosados. Yo misma me asombré de lo clara que puede ser la verdad cuando uno quiere que sea clara: Mirá -le contesté- hace tiempo, acá, en Argentina y en otros países, unos ricachones y muchos militares se organizaron para tomar el poder de prepo. Muchísimos jóvenes se opusieron y entonces los mataron y escondieron sus cuerpos porque creían que sin cuerpo no los iban a agarrar. Después los militares hicieron una ley para que no los pudieran juzgar. “Qué vivos”, me dijo Tino, y agregó, “claro, entonces, si sacamos la ley, vamos a poder mandar a los policías malos a la cárcel y saber dónde escondieron los cuerpos de los chicos”. Lo han dicho las Madres de la plaza, girando como locas alrededor del mismo eje: mientras existan ciudadanos desaparecidos, hay un crimen que se sigue perpetrando ante nuestros ojos, un crimen que sigue vigente, flagrante, y criminales peligrosos que están sueltos. Ayer perdimos una gran oportunidad para hacer justicia. No la única, pero la más certera. Habrá que tragarse la amargura (hoy me es imposible, mañana será otro día) y el desaliento y seguir buscando el modo. Tal vez, cuando a fin de mes gane el Pepe, como es tan espontáneo y apasionado, por ahí nos da una sorpresa, un regalito de Navidad. (Esto se lo escuché decir ayer, alegremente, a una señora vestida de rojo, azul y blanco). O quedará en manos de los jueces, caso por caso. O de la justicia argentina o la chilena. Pero ya no, lamentablemente, en manos de la ciudadanía uruguaya. No te salves No te quedes inmóvil al borde del camino no congeles el júbilo no quieras con desgano no te salves ahora ni nunca no te salves no te llenes de calma no reserves del mundo sólo un rincón tranquilo no dejes caer los párpados pesados como juicios no te quedes sin labios no te duermas sin sueño no te pienses sin sangre no te juzgues sin tiempo pero si pese a todo no puedes evitarlo y congelas el júbilo y quieres con desgano y te salvas ahora y te llenas de calma y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo y dejas caer los párpados pesados como juicios y te secas sin labios y te duermes sin sueño y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas entonces no te quedes conmigo. Mario Benedetti 1920 -2009