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5.8.12

Diario de un avatar VII


Abajo en el valle, el pastizal se mecía como una cabellera. Un lunar avanzaba lento, dibujando un surco hasta convertirse en un ser humano, tal vez un pastor.

Entrecerró la mirada rapaz: sin duda era ella. Aunque al principio le había parecido un pastor, eran los ojos y la mente de águila los equivocados. El corazón de caballo supo quién era aún antes de que se acercara lo suficiente para reconocer su perfil.

Bradamante llegó a pie. «Al menos, no me ha cambiado por otro», se alegró por dentro el hipogrifo. 

Llevaba un cayado en la mano, por eso le pareció un pastor ¿Dónde se ha visto una guerrera apoyada en un bastón? ¿No había recuperado su espada acaso? Pero no parecía herida. Solamente lo usaba para avanzar. Caminaba erguida pero con el paso aletargado y un cansancio infinito, como si cargara sobre los hombros una piedra invisible demasiado pesada hasta para una amazona.

Desapareció un momento de su campo visual; todavía tenía que escalar un poco para llegar a la cima del peñasco.  Se preparó. Se sacudió el lomo, bajó los ojos. Hizo como que picoteaba el pasto entre las piedras buscando un gusano.  No quería que ella lo descubriera alerta y se diera cuenta de que la había estado esperando todo el tiempo.

Había pasado madrugadas enteras en la cima del otero hurgando su presencia entre las sombras.  Durante cuatro lunas y sus fases, mirando el valle negro hasta perder el conocimiento, olfateando a la distancia cada ser vivo hasta cerciorarse de que no se trataba de ella. 

La vio caer al vacío una y mil veces, pero jamás dudó de que hubiera sobrevivido ni que algún día se volverían a encontrar. A veces se despertaba sobresaltado, creyendo reconocer su llegada en cada alteración nocturna,  el blando  roce de las patas de un zorro en la tierra húmeda, el crujido de la lengua de los ratones, el trino de los pájaros hundidos en los álamos.

Bradamante emergió sobre las piedras, a contraluz del atardecer. Por el rabillo del ojo vio que se detenía un momento antes de saltar al refugio de arena entre las rocas. Algo tembló dentro de su pecho de caballo. La figura negra de la amazona se recortaba sobre el cielo anaranjado. 

Cuando sus sandalias tocaron el suelo, tiró el cayado con desprecio hacia un costado. Uno siempre detesta los objetos  que solo fueron útiles para sobrevivir las etapas aciagas. No solo dejan de tener significado sino que nos recuerdan la fragilidad de la que fuimos presas.

Sin mover un solo músculo del rostro Bradamante sonrió con los ojos. Chocó las palmas de las manos, a la vez para quitarse el polvo y para anunciar su llegada. El hipogrifo levantó la vista, sereno, mirándola con indiferencia y sin ferocidad, lo cual es algo casi imposible para la fisonomía de un águila.

-Y bien ¿cómo te las arreglaste sin mí? - preguntó con un dejo de ironía.

-Perfectamente -respondió él-, no he salido a volar seguido, es cierto, pero tampoco nadie ha intentado asesinarme por transportar a una obsesa en salvar damiselas raquíticas o pusilánimes caballeros encerrados en torres que ellos mismos erigieron.

Bradamante suspiró. No quería discutir, estaba más cansada de lo que jamás hubiese creído posible.

-¿Te apetece estirar un poco las alas?

El hipogrifo aguzó los pequeños ojos y dejó que la amazona se aferrara a las plumas de su cuello para montarlo de un salto.

Todo se veía más claro desde arriba, con la brisa en la cara y ella abrazada a su espalda. 

17.7.12

Diario de un avatar IV


La barranca se convertía gradualmente en un socavón vertical y duradero. Ella caía pesada, con los brazos en cruz y la espalda hundida, desde lo más alto hacia lo más profundo, en un intervalo difícil de medir en el tiempo. 


La oscuridad y la velocidad la envolvían.


Iba a morir. Sus pensamientos se precipitaban uno a uno en dirección a la muerte, nítidos como los granos de arena en un reloj. Con cada partícula de minúscula piedra convertida en polvo, Bradamante perdía algo de lo que había sido su existencia hasta entonces.

Cada uno de los seres a los que había salvado. Cada hombre y cada mujer, cada posesión, cada recuerdo. Todo quedaba atrás. El roble de su infancia, la imagen de una hebra de cabello sobre la frente de su madre, su perfil confundido en el vapor de la caldera; la espalda sinuosa de su hermana lavando la ropa en la cisterna; la luz oblicua del ocaso que transforma al océano en una plancha de acero. Aquel caballero de la torre con quien solo tuvo en común el gesto del adiós.

Todo quedaba atrás. Aunque la muerte se hacía esperar, se dijo que tarde o temprano acabaría de una vez. Su cuerpo se desintegraría en el fondo y serviría de alimento para las fieras o de abono. 


Sin embargo, no temía por su vida. ¿Alguna vez lo había hecho? ¿Alguna vez había temido a algo tanto como para quitar su existencia de en medio? ¿Acaso no temía perder nada? Se asombró del pensamiento e hizo una enumeración mental de aquellas cosas que consideraba valiosas. Ya había perdido la inocencia y nada grave sucedió. Perdió su hogar, su padre, el amor de su madre y aún siguió viviendo. No tenía posesiones ni una reputación para perder. No tenía miedo de perder el honor, ni la pasión, ni la vida. No había buscado nada de aquello que tampoco lamentaba perder.

Pero si nada temía ¿acaso tenía algo? Se retrajo bruscamente, provocando una repentina voltereta en el aire que aprovechó para deshacerse de la armadura. Tampoco la necesitaba. El metal, al chocar con las salientes de la gruta produjo una fugaz melodía enclenque y atonal.

Recordó del profeta la historia de los dos que una vez cayeron desde diez mil metros de altura y llegaron vivos al suelo. Dos que montaban una nave como un ave de metal. Durante la caída, uno de ellos se convirtió en ángel; el otro en demonio. Dos entidades de distinta cifra engendrados por la caída. Alas negras, alas blancas. El bien y el mal que al caer se aferran el uno a los pies del otro para sobrevivir.

Pero ella no era un ángel, solamente una amazona, no tenía alas y estaba sola en la caída. «Qué absurdo estar muriendo sin poder hacer nada más que especular sobre ello», se dijo. Y aunque iba a toda velocidad, el completo descontrol que de la situación tenía, la hacía sentir inmóvil y paralizada.

De repente la asaltó la idea del hipogrifo. Vio los ojos negros del águila clavados en los suyos, lo sintió galopar en su interior. Experimentó el dolor intolerable de no ver más el despliegue de sus alas, la nostalgia de ya nunca posar su mano sobre el tibio sudor de su lomo. Jamás volvería a sentir sus articulaciones entre sus piernas al volar, ya no se aferraría a su cuello ni aspiraría su respiración oscura mezclada con la voz del viento.

Tenía que renunciar a él. Una punzada de espanto la atravesó y la obligó a plegarse sobre sí misma como un puño, una brasa extinta que guarda, no obstante, la memoria del fuego en su interior.
  
Se abrazó las piernas y metió la cabeza entre las rodillas.

De algún modo, su cuerpo de mujer sabía en qué posición esperar la muerte y naturalmente formuló el mismo gesto corporal con el que se prepara el feto para un nuevo nacimiento.

Pero a pesar de renunciar a ella con la razón, la idea del hipogrifo no quería irse. La certeza del sufrimiento del animal, de su desaparición, le causó una reacción inesperada. La desestabilizaba y le producía un intenso y desesperado sentimiento de pérdida y el deseo irracional de retenerlo. Como si su propia muerte y su dolor no fueran motivo suficiente para reunir el valor de salvarse.

Defender al hipogrifo, su memoria y su recuerdo, no. Salvar lo que de él pervivía en ella. Le hizo falta la ilusión en la existencia de un animal imposible para desear su propia salvación.

Sonrió al pensar en la absurda bondad y la bravura terca del hipogrifo. «Si yo no creo en él tal vez deje de existir».

Esta vez con determinación, volvió a encogerse sobre sí misma como el blando y ferviente capullo de una rosa. Una rosa que cae.


Se abandonó a la fuerza de gravedad; simplemente como una mujer, dueña de su propia caída. 

Poco a poco, el oscuro despeñadero se fue afinando. Gradualmente se alisaron los bordes hasta convertirse en un túnel vertiginoso de piedra helada y lisa.

Los primero golpes contra las paredes de piedra fueron feroces y le arrancaron alaridos de dolor. La piel sufría, también los huesos y sus engranajes. Pero enseguida, su cuerpo –que ya había comprendido- se amoldó al tamaño cada vez más angosto de la galería vertical. Era una bola humana preservada de la violencia por la misma cualidad cóncava de su organismo. La órbita que su cuerpo delimitaba se hacía amiga de las paredes que, a la vez que la detenían y no sin violencia, la atajaban.

Cuando atravesó el tramo final y su cuerpo hizo contacto con el agua, volvió a estirarse. El golpe líquido le produjo un ardor insoportable pero el rumor de las burbujas y la caricia del agua helada la aliviaron.

La caída había desgastado todo lo inútil, todo lo accesorio, incluso su ropa. Estaba desnuda. La punta de su pie derecho tocó la arena levantando un repentino remolino y contoneando las algas del fondo.

Contuvo la respiración. Flotó deliberadamente hacia la superficie gozando la sensación de estar viva. Apenas llegó, boca abajo, sintió que dos manos le aferraban el talle y la arrastraban hacia la orilla. Dejó que aquellos brazos la sacaran del lago.

No abrió los ojos para ver quién era ni quiso identificarse. La oquedad de los sonidos le hizo pensar en una gruta, no en un lago a la intemperie. 


No tenía fuerzas para nada más que no fuera inspirar y expirar. Se durmió de inmediato y no despertó hasta el tercer día a partir de entonces.

Cuando volvió en sí y abrió los ojos, otra mirada, la más bella y más triste que jamás había visto, la contemplaba junto al fuego de la gruta.





22.6.12

Diario de un avatar III


El relámpago parte en dos el cielo de negro raso y alumbra a los contendientes por un intervalo.

De un lado, Bradamante se yergue montada en el hipogrifo. Es un ser majestuoso de amplias alas negras y el pico afilado del mismo material indestructible que los cascos de caballo. La mujer lo domina, lo obliga a hacer pequeños círculos a un lado y al otro en un signo de infinito que pronto acabará. 

Del otro lado, el mago la espera de pie en la atalaya. Pinabel ríe pérfido y demencial con el arma homicida al costado del cuerpo. 


La espada destila a sus pies una alfombra de sangre.  Ha asesinado a los reyes y sus vasallos, a los hidalgos y las damas del palacio, a sus nodrizas, a los niños, aún a los recién nacidos. De todos ha conservado para sí el avatar, el soplo de vida eterna que hay en cada ser, y los ha arrojado luego al vacío que se yergue tras los cimientos.

Los luchadores son tragados nuevamente por la noche sin luna.

Un trueno se desenrosca lerdo, es la detonación de cien tambores que da inicio a la contienda.  La mujer aprieta los muslos y clava los talones en el abdomen del animal con más apremio que el usual. Casi podría afirmarse que para corroborar su lealtad, desea producirle dolor.

Una agitación y un jadeo recorren el cuerpo afiebrado de Bradamante. El águila advierte, sin embargo,  que esta vez se trata de un salvataje diferente. Aunque ella jamás lo admitirá, aquel caballero encerrado en el punto más alto de la torre no es solamente otra misión que el emperador le ha encomendado a su mejor servidora.

Ella no lo conoce, nunca lo ha visto, pero el animal intuye que la amazona le ha jurado una entrega desmedida, sin reservas y sin pretensiones de posesión. A veces poco importa poseer lo que se ama, sobre todo cuando uno sabe que jamás tendrá un lugar seguro donde conservarlo.

El hipogrifo recibe las señales del organismo de Bradamante por el contacto que tiene con su alma. O tal vez es al revés, nunca lo supo con certeza.  En cierto sentido son el mismo ser: en parte rapaz, en parte corcel y en parte mujer.  Una criatura monstruosa y difícil de entender.

El amor, en su calidad cegadora, la torna tremendamente vulnerable, y a él lo desconcentra.

Lo que de ave rapaz hay en el hipogrifo duda un instante en obedecer la señal de atacar en picada o huir, esconderse, llevársela de allí.  Su lado equino, en cambio, no piensa, nunca razona, pone su cuerpo y su magnífico impulso siempre hacia adelante; estúpido animal con el que le ha tocado compartir la existencia.

La guerrera se aferra a las crines y se abalanza sobre el villano. Del choque de los aceros brotan nuevas centellas a la par de las que el cielo profiere. Lejos del riesgo, con un segundo refucilo del cielo, la silueta del caballero se hace visible, recortada tras la ventana de la torre. El hipogrifo podría jurar que el cautivo observa la batalla con los brazos cruzados.

Bradamante va a luchar hasta el final. Para eso ha sido concebida.  Su amigo lo sabe y es claro que vencerá o morirá junto a ella. No hay más destino que aquel que nos elige.

El animal mitológico rodea al mago, se ladea y echa hacia atrás las formidables alas para permitir la parábola más amplia al filo de la espada de su compañera. Un corte en el rostro y otro en la espalda agrega la sangre de Pinabel a la de los inocentes.

De pronto, el hipogrifo siente una inesperada pérdida de peso. La amazona ha saltado a la atalaya y ahora pelea cuerpo a cuerpo con el enemigo. El caballo se agita pero no ve el peligro. El águila flanquea a los contendientes avivando el aire denso con las alas.

A punto de ser derrotado, Pinabel retrocede, precisa apoyarse en la baranda caliza. Con la espada empuñada a la altura del cuello, la amazona avanza casi sin rozar el suelo para dar fin al malvado.

Un rayo imposible rompe el cielo en pedazos y perfora la piedra; el pináculo de la torre empieza a arder endemoniado. Todo es muy veloz a partir de entonces.

La décima parte de un instante es lo que Bradamante utiliza para mirar hacia el lugar donde permanece el cautivo. Ni el águila ni el caballo sabrán jamás lo que ella vio. Pero ese instante es el mismo tiempo insignificante que Pinabel aprovecha para tomarla de los cabellos y empujarla al precipicio. 

La espalda de Bradamante cruje contra la piedra y su cuerpo gira en una contorsión hacia el vacío.

El hechicero la sostiene del cabello, sobre la nada, solo el tiempo suficiente para lanzar una carcajada.

Lo que sucede después, llevará mucho tiempo comprenderlo. 


La espada de Bradamante cae en la oscuridad y no toca el fondo. El mago abre el puño y la suelta. El hipogrifo se lanza fulminante detrás de ella y con la última pluma negra del ala, rígida como una lanza, arrastra al tirano hacia la muerte.


Pero entonces, en caída libre y con el rugido más feroz que jamás una mujer ha proferido,  la amazona le ordena salvar al hombre en la torre. 


El águila se negará, se partirá en dos su alma, pero es el caballo el que manda. Siempre es el caballo. 

Bradamante cae más pesada todavía por el peso de su armadura y más rápido; su cuerpo desaparece de inmediato hasta convertirse en un punto ciego en el abismo. 

¿Quién puede juzgar el error cuándo es el amor quien lo motiva? ¿Es posible salvar a otro sin pagar el precio de emplazar un abismo insuperable entre el salvador y el salvado?

El hipogrifo piensa en ello mientras transporta al caballero de regreso al pequeño reino al que pertenece. No le preguntará su nombre.  Tampoco será capaz de juzgar si merecía o no el alto precio que se ha pagado por su salvación.



Intuye que Bradamante no morirá con la caída. Las mujeres y los abismos se entienden bien. 

Su parte de caballo seguirá trotando alegremente con el correr de los meses. El otro, su lado de águila, no dejará pasar una sola noche de luna sin sentirse abandonado.

18.1.12

Diario de un avatar II

Los verdaderos relatos, los que realmente cuentan, se narran al tiempo y en el orden de quien ha sobrevivido a ellos, no de quien los escucha.





Tiempo antes de conocer al hipogrifo, después de ser expulsada de su hogar, Bradamante caminó durante varios días. Una nueva sensación se instalaba en su organismo: la inquietante y novedosa ausencia de reglas. Cuando el cuerpo y la mente abandonan los mandatos de la familia, las obligaciones aparentemente naturales de la crianza, el cuerpo, primero, siente un vacío absoluto parecido a la orfandad. Bradamante caminaba como un caracol, cuesta abajo, llevada por la inercia haragana del destino, llevando su casa adherida a la piel y nada más.

Eligió el camino del océano; el ritmo de las olas y la profundidad del horizonte la instruyeron en la medida de su propia variable condición y lo insondable de su ser. El añil y el gris plomizo del mar, el púrpura inflamado y el oro del amanecer, le enseñaron la variedad de tonos de su alma. El silencio hizo el resto.  Cuando no se tiene con quien hablar, uno empieza a dialogar consigo mismo.
De alguna manera, el tener el mar a su diestra, sus blandas arenas y sus graves acantilados, la hacían sentir orientada. El mar fue un gran compañero de ruta; un dios tutor de la deidad  que nacía en su oscuridad interior.  «Si el mar acaba en alguna parte -pensaba Bradamante-  también yo voy a llegar algún día. Si el mar no acaba, no hay forma de llegar a ninguna parte».

Su primer viaje tuvo más lunas que soles. Prefería la soledad de la noche. Andar a la luz del día, recorrer puertos, plazas y mercados, hacerse ver, la obligaría a detenerse. Conocer a alguien más, darse a conocer; un escalofrío la atravesaba de solo pensarlo. En lo profundo de su alma sentía que no deseaba cruzar la barrera hacia los demás. No era una niña pero tampoco una mujer; apenas tenía una historia  y no podía demostrar con la experiencia nada de lo que pudiera expresar. No tenía más para mostrar que  su apariencia: una mujer sola y joven, de una belleza taciturna y alejada, frágil, al menos hasta verse obligada a demostrar lo contrario; asunto que representaba en sí mismo una complicación.

De día, elegía el recodo acolchado de algún árbol del bosque o la playa  o el callejón desierto de un pueblo para descansar. La mayor parte del viaje lo hizo sin pensar en nada más que eso: caminar, alimentarse, ocultarse, dormir.
Si tenía hambre comía de la tierra; si pasaba por uno de los tantos pueblos de pescadores se ofrecía para limpiar el establo o la atalaya de la faena;  limpiaba las tripas de los peces al pie de una chalana o ayudaba en la cosecha de manzanas de una granja familiar, lejos del litoral.

Si se encontraba en la situación obligada de socializar para sobrevivir, trataba de conseguir algo más que el mero pan con chicharrón o la cazuela de alubias. Unas monedas, un morral, un saco de sal, unas sandalias.

Una viuda a la cual ayudó a reparar el techo del cobertizo quebrado por un nogal derribado por una tormenta, le pagó con dos pantalones y una camisa de su difunto marido. En otro pueblo, un herrero al cual le negó sus favores más inmediatos pero con quien pasó varios días lustrando el acero de las azadas recién forjadas, le pagó con un cuchillo.

Era una daga filosa como un demonio, labrada con una hendidura en el medio para acelerar el sangrado. Dormía en un estuche de cuero negro. Bradamante no descansó la primera noche que la tuvo en su alforja. La recibió a la vez con sorpresa y familiaridad, a sabiendas de que se la había ganado pero sin estar segura del todo de si era la daga la poseída o era ella la sumisa posesión de aquel arma experta y callada.

Cuando el herrero, que no era malo pero era hombre, la vio alejarse del portal otra vez hacia el camino del bosque, le gritó: Algún día vendrá a ti una espada, un acero que tenga grabado tu nombre; no importa si se ve o no, solo importa que tú sepas que solo tu nombre puede estar destinado a ese filo.


Antes de internarse en la espesura, Bradamante escuchó una vez más la lejana y débil voz del hombre con una última advertencia en la que no creyó necesario reflexionar por creerla, en parte, fruto del despecho inicial: “¡Cuidado con la ciudad!”, le dijo. El herrero no era bueno, pero era un hombre.

Fue necesaria la absoluta soledad de los días que siguen a otros días para que Bradamante descubriera el valor de algunas cosas que llenaran el vacío de lo que su vida había sido hasta entonces. La soledad es una gran maestra. Cruel y bondadosa a la vez.
A la sabrosa e inocente recolección de raíces y frutas silvestres durante jornadas enteras, le siguió  el desagrado de ingerir la naturaleza fresca, y fría y cruda. Siempre fresca, siempre fría, siempre cruda.

Siempre, esa palabra cuya analogía es nunca. Recién en ese escalón negado de su existencia sintió surgir el llamado de la muerte indispensable.

Ese día, en un claro caluroso rodeado de frambuesas, manzanos cargados de frutas crocantes y prados tapizados de arándanos, logró calcular la medida entre el inmenso hambre que tenía y la aversión a quitarle la vida a otro ser. Inventó del hambre el sentido de la palabra muerte. Experimentó por primera vez la potestad de darle un destino al cuchillo, la vileza de agazaparse y esperar, el valor de estrangular, mirando de frente a los ojos honestos de la presa.  Esa fue la primera pero no la única vez que sintió la pequeña vanagloria de matar un conejo y despellejarlo. La crueldad es noble y es un derecho cuando nace de la inocencia.
En el vacío que antes había ocupado la infancia empezó a surgir la mujer; del hueco vacante de las costumbres y los ritos familiares, emergió la eremita y la cazadora; con los maderos de su propia intemperie se construyó un refugio.

Recorrió varios pueblos, sus gentes y sus lugares. La mayor parte de las veces, trataba de no dejarse ver. Precisaba estar alerta, pero no lo sabía. Si se ocultaba de las miradas curiosas de los vecinos no era por precaución o por miedo, sino por cierta fobia de ser nombrada en boca de otro; ella, que aún no había forjado su nombre en ninguna espada.

Para poder vivir, comerciaba con lo que tenía: un metro setenta de cuerpo y espíritu dispuesto a todo y preparado para nada. O casi nada. Sabía caminar, sabía hacer fuego y sabía cazar.  Sabía limpiar, callar y desaparecer. Pasaba por un pueblo y pedía comida en la primer casa o posada, con la mansedumbre y la dignidad de quien jamás le negaría la mitad de su pan a otro. Sin embargo, la vida era más empinada y más cruel que la corteza del roble en el que había crecido. Y la caída, más dolorosa.


En la ciudad, la mujer que no es madre o esposa o monja, es puta. Puede que no lo sepa al nacer, pero tarde o temprano alguien se lo hará saber.

Bradamante estaba alegremente agotada ese atardecer. Ya de lejos vio balancearse el cartel de la taberna en cuya madera ya no se distinguía el nombre pero sí el burdo grabado de un cordero.  Entró a la taberna con el último rayo de sol; su sombra, tan larga, se posó sobre la cabeza inclinada de un ebrio en la última mesa. Se hizo un instante de atento silencio en el momento en que atravesó el umbral. Se sentó sin mirar, en un lugar apartado e hizo un gesto con la cabeza hacia la barra. La posadera se acercó sin apuro y con una media sonrisa. Era una mujer de caderas generosas y con piel de un brillo sebáceo y verdoso, sin edad; se acercó con las manos en la cintura y le dedicó una mirada impúdica y meticulosa, como si estuviera tasando el precio de una res.
Le preguntó si quería trabajar. Bradamante se interesó: “¿Y qué puedo hacer?”. Inclinándose hacia atrás, la risotada de la mujer sonó como una campana de llamada para los clientes alrededor. Todos entendieron, solo algunos apoyaron la moción con el gesto. Con un dedo amable y firme, Bradamante apartó de sus senos la caricia cubierta de pulseras baratas de la posadera. Antes de retirarla del todo, la mano de la mujer dibujó un espiral en la piel de su escote;  garabato invisible que ella siguió sintiendo durante un rato todavía, como una marca fantasma.

“Si no hay trabajo que pueda hacer, al menos habrá una cerveza y un pan con grasa; eso puedo pagarlo”, dijo sin sonreír y sin dudar.

Después de comer y beber, un sopor y un cansancio impostergable le cayeron encima como un yunque. Dejó sobre la mesa las tres monedas y salió al fresco de la calle, unos pocos metros cerca de la entrada, se sentó sobre un umbral de piedra. Se sentía tan cansada que cualquier lugar era bueno. Escondió la cabeza entre los brazos y rodó cuesta abajo en un sueño profundo y ciego, cuyo último pensamiento fue la haragana pregunta de cómo haría para huir de allí antes del amanecer. No soñó con su casa ni con su cama; se encaramó como un gato al firme sostén del roble, colgada y leve, abrazada en sueños a un ser inexistente pero cierto.
La mano de un hombre que le aferraba las piernas, otro que la inmovilizaba rodeando su pecho con todo un brazo,  una garra obscena en la entrepierna y uno más, con su flamante cuchillo en la garganta, la despertaron de golpe.

Era la vida real. Luchó como pudo contra ella y, al final, solo pensó en los tonos y lo profundo del mar. No supo si fue su mano la que arrebató la daga o fue la empuñadura de metal labrado la que al fin encontró su mano. Sin poder evitar nada de lo horrible del destino, salvó su vida. Dos de los atacantes se perdieron en el callejón desierto. El hombre que la sostenía por detrás, quedó tendido debajo de ella con el cuello rasgado y una expresión eternamente sorprendida. La sangre del extraño le cubría los hombros como un manto real.


Así que eso era, finalmente, aquello de lo que tanto había oído hablar. Un tesoro codiciado que se alojaba en medio de sus piernas. Así que solo era eso. No era tan importante. Lo hubiera entregado de buen ánimo a cambio de una mirada amable, un trago y una buena historia o una canción que la hiciese reír. «Qué placer puede haber en hurtar algo que podrías conquistar?»
De repente, los ojos rojos del conejo degollado entre sus manos se le aparecieron como un consuelo, una explicación y un espejo. Se sintió tonta y vulnerable. Los odiosos pájaros del amanecer empezaban a chillar.
Corrió a tientas; ebria de asco y cubierta de mugre y sudor, calle abajo, hacia el mar. Se dejó caer de espaldas en la orilla. Las olas leves y heladas se llevaban gradualmente la sangre.  No toda era la del hombre que había matado.
La sal que la penetraba y la ungía por dentro le producía infinito dolor en la piel rasgada.  Así, echada boca arriba en la palma del océano comprendió que lo que duele, a veces también cura.  La primer parte del viaje había terminado.

27.12.11

Diario de un avatar I

I

A la hora del crepúsculo todo él se encendía del mismo color escarlata. Gradualmente su perfil se apagaba en la turbia ceniza para morir a los ojos de todos, confundido en el negro de la noche.  Con el amanecer el roble renacía como un fénix; otra vez verde, frondoso y habitado por el murmullo de las aves.
Aquel árbol me tendía su brazo solemne y me alzaba un par de metros del suelo cada vez que yo se lo pedía. No me gustaba compartirlo. Elegía las horas desiertas de la tarde o esperaba que los otros niños se alejaran para montarlo.

El deseo de estar a solas con él, hundida en su perfume, es una de las primeras señales en las que me reconozco como una persona de naturaleza solitaria.

El grueso brazo del roble no servía para balancearse. Recién en el extremo del leño principal las ramas empezaban a volverse más delgadas y flexibles hasta acariciar la tierra con las hojas.


El tronco, paralelo al suelo, era un trono macizo lustrado durante dos siglos por el trasero de cientos de niños. Era un árbol eterno. Sin embargo, en aquel entonces, cuando pensaba que tenía veinte veces mi edad,  no me parecía ni él tan viejo, ni yo tan joven. Veinte no es un número tan importante.

Yo me refugiaba en él no para vigilar la casa sino para ocultarme de ella.


Mi hogar nunca fue una guarida. Jamás tuve un espacio allí que remotamente fuera mío. El movimiento de las mujeres, así como sus pausas, estaban regulados por las necesidades de los hombres.  Las habitaciones tenían ojos que veían lo que no habías hecho y el tiempo de ocio era algo vergonzoso, como la menstruación o la inteligencia, que debía der escondido aún a fuerza de mentiras.

Mejor que ser es parecer, decía mi madre, que siempre vio con amargura cómo su hija mayor se desentendía de las maneras y los afeites de las muchachas de su edad y cómo rechazaba un candidato tras otro, demoliendo así las aspiraciones de ascenso social de la familia. 


El día que cumplí quince, el notario del pueblo vino a pedir mi mano. Yo ni siquiera lo había visto de frente alguna vez; solo el perfil de cera blanca y nariz afilada, un domingo en la iglesia. 

A él y a mi padre les grité en la cara que jamás me casaría. Quiso darme un golpe pero me escurrí en medio de ambos y subí al roble. No bajé hasta el otro día, con el estómago pegado a la espalda y la decisión inamovible marcada en la cara.

No hubo bofetada.

Mi padre tardó ese día y el siguiente en amputar la rama. Nunca más ninguno de nosotros viviría lo suficiente para verla crecer de nuevo. Ni siquiera el roble mismo duraría tanto. Nunca más niños, ni juegos, no más escondite ni secretos.

Pero  el árbol parecía de fierro. Con cada golpe del arma saltaban centellas y el cuerpo menudo de mi padre rebotaba tambaleante hacia atrás. La madera rugió al desmayarse, rumorosa, en la hierba. La carne del árbol se abrió en una herida blanca llevándose parte del tronco. Los pájaros chillaron todos a la vez y huyeron despavoridos.

No lloré ni me moví.

A los pocos segundos, mi padre dejó caer el hacha al costado del cuerpo. Desde lejos podía ver su pecho que subía y bajaba, loco de cansancio y de furia. Giró la cabeza para mirarme a los ojos: no había más que desconcierto en los suyos. Se tomó el pecho como si fuera a buscar el pañuelo. Entonces, suavemente, se hincó primero de rodillas, y luego cayó de frente, muerto en el lecho de hojas muertas.

Ese día aprendí que ningún lugar es seguro si una vez te arrebataron los rincones de la infancia.
Por eso me fui. No sólo porque mi madre me echó a patadas, arrojándome solamente un atado de ropa que no quise llevar.

Cómo aprendí a usar las armas y a defenderme, a luchar y ser una guerrera, es parte de otra historia que no se contará en este momento.
Solo diré que un día, de un modo extraño, el árbol volvió a mí.


Caía la tarde detrás del peñasco que me servía de guarida. Tal vez por eso cuando lo vi venir, pensé en el roble de mi infancia que se incendiaba al atardecer. Por ese entonces, ya tenía varios enemigos de los cuales defenderme y me puse alerta.

Aquel animal mitad águila y mitad caballo descendió haciendo un círculo rojo y me miró de frente.  Nunca había visto un hipogrifo de cerca. Bajé la vista ante la fiereza de su mirada. 


Era un ser descomunal. Las alas parecían de acero. Exhalaba un vaho violento y arcaico. El olor me mareó un poco y casi pierdo el equilibrio. Resopló al comprobar su poder sobre mi pequeña estatura. 
Me afiancé al suelo abriendo un poco las piernas; el hipogrifo produjo una breve nube de polvo con los cascos para recobrar mi atención y desalentar cualquier intención ofensiva. 


Acaso alguna vez descubra por qué hice lo que hice, teniendo en cuenta que estaba aterrada: dí un paso al frente y extendí el brazo hasta tocar su cabeza con el dorso de mi mano. 

El temblor de su cuerpo se transmitió al mío.

Entonces, el hipogrifo extendió una de las alas y se inclinó un poco. Me invitaba a subir. Aquel animal podía terminar con mi vida pero lo cierto es que me ofrecía el cuello, su parte más blanda y más frágil. En la entrega desmedida y en la terquedad nos reconocimos iguales desde ese instante. 
También yo, si hubiese querido, podría haberlo rematado con un solo golpe de espada. Pero pegué un salto y me abracé a él con fuerza casi al mismo tiempo en que se elevaba sobre una nebulosa de tierra y de hojas y salía disparado como una furia.

Sus músculos y las articulaciones vibraban entre mis piernas desnudas. Hundí la nariz en las plumas del cogote; en el olor oscuro y ácido del animal se hacía presente el perfume primitivo de toda la naturaleza. En él reconocí la fragancia del árbol de mi infancia y, junto a ella, mi propia esencia.


Nos sumergimos en el cielo color vino, cada vez más alto y más lejos del mundo.

Ya no tenía miedo. Ni de las fieras, ni del pasado, ni de mí. Un par de alas me elevaban del cielo. Sin embargo, nunca había estado más aferrada a mis raíces.


(continúa)

*Ilustración de Gustav Dore - Ariostos, Orlando Furioso