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17.7.16

Zona de promesas



Y aunque te estuvieras muriendo,
alguien más estaría muriendo,
a pesar de tu legítimo deseo
de morir un minuto con exclusividad.

Roberto Juarroz

El crepitar de la madera en la estufa, un café y un mate a la vez, el disco que ya estaba, play again, las velas diurnas y las flores amarillas. Mundo perfecto.
El acto inercial de repasar las noticias, pasando una portada tras otra, pinchando algo y leyendo transversal, evitando los editoriales como charcos después de la lluvia. Nacionales, lo de siempre: penillanura levemente ondulada, descripción que excede largamente la orogénesis. Compruebo mi cosecha de titulares de ayer y la reenvío a quien corresponde; me guardo una crónica implacable de Urwicks sobre trata que ya me hizo llorar la primera vez.
Y el mundo. Las pupilas no descansan. En el tuiter, las imágenes de las bombas cayendo en la noche de Ankara ya casi han pasado, un hombre frente a un tanque; me recuerda a Tiananmén pero es  Estambul y es justamente lo que dice el epígrafe;  Erdogan hablando a través de facetime, @pictoline que narra en imágenes la historia del periodista que sobrevivió al terror de Niza, el NY Times y un Aftermath of Terror on a Scenic Waterfront, view the slideshow now, 1 of 10; un hombre detenido en San Diego tras asesinar a media docena de homeless, @Trendinalia que arroja #NoalTerrorismo #Nizza #RogueOne #Turkey #FindingDory, con fecha de vencimiento de veinticuatro horas; y cientos de posteos sobre las protestas porteñas por los aumentos y ni una palabra en los diarios del impresentable; siempre algo de Maradona, Messi o Suárez, y los 40 años, los cinco Tarnopolsky, los Palotinos, la figura del mártir, esa argamasa de héroe y de víctima. 
Es mi trabajo. Entro y salgo del repaso matinal de los diarios. La muerte, los políticos, la mentira, la desidia, la injusticia milenaria, el estéril voluntarismo, las frases rotas, la mutilación del presente, el futuro ciego.
Perdimos todas las batallas. No hay justicia, ni redención, ni descanso.
No entiendo cómo llegué a pensar, durante casi cinco décadas de existencia que era posible cambiar algo. Hubo un tiempo en que llegué a creer, incluso, que escribir, que mi inclinación por la literatura, era un insulto a la realidad, una burla al duelo del mundo. Una frivolidad imperdonable, como quien derrama agua junto a un sediento. Juarroz me da la razón: “Y aunque pudieras llegar a no hacer nada,
alguien estaría muriendo, tratando en vano de juntar todos los rincones, tratando en vano de no mirar fijo a la pared”.
¿Cómo llegué a pensar que podríamos hacer algo; peor que eso, que yo podía hacer algo?  
Culpa de la biografía. De los cuentos que me quemaron el coco. Aunque seguro que no sólo yo sigue escuchando a Tonka, desde su estatura de tres años "las bombas caían como semillas de luz sobre Zagreb". Crecí tratando de imaginar qué se siente ser una niña que duerme tibiamente entre las sábanas limpias y despierta de pronto, rodeada de odio y estallido, obligada a dejar todo y cruzar el océano hacia Nunca Jamás. ¿Puede Peter Pan sufrir por el dolor de la guerra y el exilio de generaciones que le anteceden?
Por esos declives del zapping me demoro en “El salto de un pez a la tierra es más común de lo que se pensaba”. El artículo explica que algunos peces desafían su modo de vida de manera extrema y saltan fuera del agua. El ignoto autor del estudio, dice que el comportamiento anfibio ha evolucionado varias veces y que se ha dado tanto en peces que viven en climas tropicales como en el frío polar, que comen cosas distintas y viven en agua dulce o salada. Incluso hay algunos peces que, al borde de la muerte, pueden pasar varias horas saltando en la zona donde las olas salpican, o que permanecen encastrados en las grietas de las rocas, administrando la respiración en esa olimpíada evolutiva, esperando que suba otra vez la marea.
Pienso de repente que si hace más de trescientos cincuenta millones de años la existencia de los peces torció drásticamente la historia de la tierra iniciando el proceso de evolución de los vertebrados hasta inventar al hombre, podría volver a suceder.
El artículo me infunde una extraña sensación de que detrás cualquier derrota podría haber una nueva apuesta, sino en la humanidad, en la naturaleza.
Y ahí está, vuelve a suceder, el Sísifo de la esperanza, la piedra del creer que puede mejorar.
Culpa de la fe. Ese estúpido don no elegido, el grano de arena que la ostra marina* no puede escupir ni tragar, que no es alimento ni basura, y que transforma en perla, envolviéndola con su propio organismo hasta la muerte,  porque no le queda otra más que proteger ese grano de esperanza oculto, latente, valioso.






*Madera Verde / Mamerto Menapace



14.4.15

Galeano



Una de las primeras sorpresas de vivir en Montevideo fue el hecho de caminar muy tranquilamente en cualquier momento y descubrir a Galeano y Benedetti meta charla y café en el Bacacay.  O en el Brasilero, lugar donde uno podía encontrarlo los lunes. Es que acá todo está cerca. Lo más grande, al alcance de la mano. Por eso a veces es difícil distinguirlo, como es difícil verse uno mismo la punta de la nariz.

Tuve la suerte de conocerlo personalmente gracias al agua. En 2004 le pedimos permiso para cambiar las venas por canillas abiertas para el título del libro, y cuando lo convocamos a presentarlo e ir a Brasil, Galeano nos ofreció su apoyo generoso e inmediato a la campaña por el derecho público al agua: “lo que quieran, yo voy adonde digan”.  

Un día de esos posteriores al festejo del plebiscito que ganaron los uruguayos, armamos una cena porque estaba el Oscar Olivera de Cochabamba, y con Galeano se querían conocer. Vino acompañado de esa extraordinaria tucumana a la que él le dedicó la mayoría de sus libros y que le regaló su vigilia y sus sueños. Estaba Hillary también.

Hablamos del fervor por Bolivia. Descubrimos que coincidomos ambos en el salar de Uyuni, durante el eclipse total de sol del ´94, en medio de esa nada blanca de horizonte cóncavo, sin planta ni pájaro. Le recordé el centenar de sikuris durante el oscurecimiento total por la mañana, treinta segundos de noche cerrada de repente, pasar del infierno del sol vertical al frío helado y negro en un paréntesis inverosímil, en ese campamento de artistas y locos donde el viento, que no chocaba con nada, no sonaba. Hasta la Nasa estaba, a lo lejos. Le dije que no lo había visto, qué raro. Entonces contó, como confesando, que la noche anterior, había pasado -como yo, como todos- bebiendo y cantando en los fuegos del desierto de sal fosforescente, pero que se había quedado charlando tanto tanto de la vida con Rigoberta Menchú, porque hacía una vida que no se veían, que siguieron de largo la la mona, cada uno en su carpa, y nunca vieron el eclipse.    

Tino tenía tres meses y algo; lo tuvo a upa un rato y se enredaron en una charla de balbuceos: “habla igual que un diputado chino”.  Le conté que unos meses atrás, cuando me tocó preparar el bolso de nacer, arriba de las batitas, de la toalla, el corpiño de lactancia, la vaselina y los pañales XS, puse un libro suyo.

En el silencio hospitalario, testigo de la primera noche milagrosa junto a mi hijo dormido en su cunita transparente y el sueño exhausto del padre, abrí el libro y leí un buen rato. Era el mismo libro que Eduardo había traído de regalo esa noche y que gentilmente dedicó con chanchito y palabras que hoy volví a buscar. 

Esa noche, no sin bastante vergüenza, le conté que escribo y que hacía largo tiempo garabateaba una especie de mamotreto acerca de la historia de cómo mi abuela había cruzado el océano desde los Balcanes tras su esposo, siguiendo la pista de una carta equivocada.

Ahí el tipo se interesó y sacó una libretita: “Ah, no, pará, ni pienses que te voy a contar la historia para que transformes en un relato perfecto de quince líneas lo que a mí me lleva media vida escribir de manera regular”. Me dijo Helena que Galeano era un cazacuentos y que hacía bien.

No le dije esa vez que empecé a leer Memoria del Fuego boca arriba en el campo de alfalfa de Agronomía, con Almendra ladrando alrededor y que pasé toda esa noche sin dormir, hundida en las geografías, las ilustraciones asombrosas y las historias de esa América que empezaba a existir para mí. No le dije que al día siguiente yo no era la misma. Después, vinieron otros, pero Galeano fue el primer cronista que le contó a mi generación, la perdida, que hace rato que somos un nosotros,  que hay un lugar propio desde el cual partir y al cual volver, hecho de palabras, de historias, de ignominia, de muerte y de dignidad. Galeano lo decía, Mercedes lo cantaba, dijo Gieco hoy.

No le dije que un sábado en Buenos Aires, podía distinguirse de cualquier otro día por el ritual de calentar el agua y cargar el mate y buscar el rincón soleado para leer la contratapa del Página, sabiendo que ahí estaba, desafiando a los infames con su palabra clara como el agua.  Cuando me vine, al principio, en Punta Carretas, si en una de esas extrañaba, mi compañero me sorprendía más de un domingo de mañana con el Página del sábado,  que se conseguía en el kiosko de tarde.

De tiempo somos, empieza diciendo Bocas del Tiempo. Volví a buscar el libro en el estante, casi diez años después del día que en que di a luz, de esa noche insomne de cambio de generación, y volví a leer ese primer relato. Tenía entonces un misterioso sentido que hoy se completa. Gracias Galeano por todo, buen viaje.


El viaje

Orioll Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien.

Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos.

Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.




Bocas del tiempo,
Eduardo Galeano, 2004

11.3.15

Invocación inicial

Abro el cierre. Las páginas traslúcidas ceden a las yemas de los dedos ¿Puede recordar un libro la piel de quién recorrió su piel de papel? 

Sé que es necesario buscar y ni siquiera sé cuál es el tiempo, si es ordinario o no. Acudo a san Google: descargar Oficio Divino para Android. Olvídalo. 

Tampoco era muy orientada entonces. Los dos tenían que esperar a que terminara de encontrar las partes. Se me caían las cosas, el libro se cerraba sin querer, se me enredaban las cintas de seda.
A. ponía cara de qué pesada; para S. el incordio parecía encerrar, como casi todas las cosas, cierta inocente comicidad. Secretamente, me gustaba molestar a A., llamar su atención con mi torpeza. Con los ojos a media asta y una paciencia resignada, me quitaba el libro de las manos, me miraba, hacía una mueca de fastidio simulado, ponía la cinta verde en el salterio, el rojo en el propio del tiempo, el blanco en el salmo y los demás. A ver si aprendés de una vez; pero no lo decía. Carraspeaba antes de empezar. 
Dios mío, ven en mi auxilio. Señor date prisa en socorrerme.
No es la memoria la que trae las palabras perdidas, es algo que sigue ahí, misteriosamente disponible. Cierro los ojos. Recupero el vago aroma a incienso y los susurros.
La imagen se desliza desde el vientre del breviario al piso. La alzo. No es una estampita, es una foto. La tomó Ricardo. Ella, sus ojos casi humanos, su hábito marrón. Milagro en blanco y negro, la vimos aparecer juntos en la batea de revelado, una de esas tardes de cuarto oscuro.
En agosto, solían sacarla y dejarla delante de la nave central, del lado izquierdo, con los brazos abiertos abrazando a la gente. Cuando se iban, y solo quedaba yo y la gotera invisible marcaba el tiempo eterno, me iba corriendo poco a poco de mi lugar, deslizando el traste por los listones lustrados del banco -ala izquierda, tercera fila, casi sobre el pasillo- para quedar justísimamente adelante de la mirada de yeso. Así me parecía que de veras Ella me miraba a mí.
Después de muchos años, volví a entrar y no estaba más. Di toda la vuelta, pero nada; solamente la del cuadro, la Laura Vicuña, el San Vito, el pobre y torturado Cristo yacente y los demás viejos conocidos. 
Dijeron que se la habían llevado a otra parte. Así debe ser envejecer: te van sacando las cosas, te las ponen en otro lugar y no te dicen dónde. Me prometí no entrar nunca más a ese templo de la virgen equivocada.
Como entonces, no doy con lo que busco pero una vez más, encuentro lo que necesito,
"La noche no interrumpe
su historia con el hombre,
la noche es tiempo
de salvación”.
Cantan los pájaros de la madrugada. No me molesta este insomnio, este estar en vela; tiene sentido.
Que la fe no es un sentimiento, me dijo una vez, con esa manera de gruñir en vez de hablar; que es un don, se tiene o no se tiene; y si se te pega no se puede evitar; y si no, se pide, y a veces se te da y otras, a aguantarse.
Hoy supe que murió. Pocos días después de cumplir setenta. No tengo tristeza ni ganas de llorar. Como si no sintiera nada. Debe ser como la fe.
Sostener este libro de cuero en las manos hasta el amanecer, es la única forma que tengo de despedirme y decirle qué equivocado que estaba.

4.3.14

La soledad de Diana Prince (o Qué absurdo sería el mundo sin mi hermana)

La pedí. Insistí. Porfiada. Dicen que hice todo lo que estaba a mi alcance. Mandé cartas a los Reyes y sus secuaces, recé todas las noches, se lo pedí a Pipo Pescador por el micrófono, pregunté si venían de semillas y se podían plantar; incluso cuentan que traté de sembrar uno en el jardín de tres por tres que da a la calle:

-¿Qué hacés?
-Planto.
-¿Qué cosa?
-Un hermanito.
-Los hermanitos no se plantan.
-Ah, ¿no?  Entonces ¿qué?

Pensé que me lo negaban por gusto.  Llegó cuando ya casi había perdido las esperanzas.

Como hasta los tres, mal que le pese, era gorda. Una niñita fornida que mordía de lo lindo. Exclusivamente a mí. Avanzaba como R2D2, un tanquecito imparable listo para atacar. A veces también le hincaba el diente al gato, pero el Negro era peludo y tiraba el tarascón; y ella prefería morderme la nariz mientras dormía (yo), o algún miembro desnudo si escribía o dibujaba y no le prestaba atención.

El doctor Nieri dijo que la niña mordía por cariño.

Una vez, en un saludable reflejo de autodefensa, intenté inculparla mordiéndome con ferocidad a mí misma el brazo y denunciando el hecho ante la autoridad materna con la evidencia de las marcas de los dientes en mi piel amoratada.

Cinco veces mentí en mi infancia y todas me atraparon: esa fue una. A causa de una pelea en la escuela me había roto los incisivos, por eso las marcas de la mordida, en vez de dos rayitas eran dos puntitos, morse delator que provocó el castigo de esa Hipólita, mi madre, y la burla familiar durante años.

No solía jugar con muñecas. Lo mío eran los cuadernos, cualquier porquería legible que llegara a mis manos, los bichos bolita y las rodillas arañadas de trepar, sacar sapos de su agujero con paciencia zen, las carreras de caracoles y autos con cucharita, mirar correr los barquitos de papel en el caudal del desagüe en la vereda después de la lluvia. Fuera de la escuela, andaba bastante sola, o con compinches varones, la amazona de la cuadra.

La única muñeca que pedí, -una Lucy, que traía un disquito y decía Hola Soy Tu Amiga en español y en coreano al apretar un botón en la panza-  llegó una Navidad demasiado tardía. La quise un poco, igual, pero una tarde la puse en fila con otros muñecos, les lavé el pelo con champú y los pelé a todos al ras en una disciplinada peluquería penal.

Años antes que aquella absurda muñeca de plástico, el último día de un febrero no bisiesto, llegó esa milagrosa muñeca de carne y hueso que se dejaba convertir de manera aleatoria en paciente operada de urgencia, niña perdida, princesa muda lista para ser rescatada, perro, cowboy de once pasos, león de domadora, modelo vivo, muerta destripada, policía, clienta en un almacén.  (También pasó por mi peluquería, la pobre; y me sentí culpable cada día hasta que más o menos le empezó a crecer el pelo).

Llegó para redimirme de la tiranía del número impar, del agobio tardío de las muñecas y de la soledad de la Mujer Maravilla.




Como tanto la pedí, la deseé tanto y hasta el nombre le puse, hasta hoy no abandono del todo la idea de que yo inventé a mi hermana.

Me seguía a todas partes, me miraba hacer, con esos ojazos de gato con botas, de un azul oceánico, y una carcajada explosiva que todavía sigue inalterable. Era una niña bastante terca, hay que decir, y tenía esa malevolencia de la cual carecemos los primogénitos. Pero yo la adoraba, le justificaba todo y creía fervientemente que necesitaba mi protección.

De pronto, a los cinco años, se estiró; parecía más grande, y a la vez le empezó a dar miedo todo. Se puso como esos personajes de Tim Burton, puro ojo y ojeras, brazo y piernas largas, con cara de susto, como si cualquier viento fuerte se la pudiera llevar; ni hablar del temor al mar abierto.

Ignoro si mi afición a contar historias terroríficas a los pibes más chicos colaboró en algo con esa traumática etapa de pánico de mi hermana. Es posible. Lo cierto es que su transitorio miedo a la oscuridad combinado con las ganas de hacer pis de madrugada, me obligaban a acompañarla de la mano los cinco metros de la cama al baño, caminando dormida, pero aparentemente útil como ángel de la guarda.

Lejos de subestimarla, le tomé respeto. Tenía un carácter irreductible; era cagona en la diaria, pero valiente en la adversidad. Sus temores nocturnos no le impidieron oficiar de cómplice en un planeado asalto a la farmacia de la esquina, con una secuaz tres años mayor. La operación se realizó con todo éxito. Mientras una -5, femenino, alias Ojitos de Gato con Botas- le pedía ayuda al gordo Geniol que, de rodillas y con ese culazo XXL en alto buscaba el anillito supuestamente perdido de la niña, la otra -8, femenino, alias Speedy- se afanaba los esmaltes, labiales y joyitas de fantasía de las canastas de ofertas del farmacéutico. Brillante. Lástima que las descubrieran días después por ostentar demasiado pronto su botín.

Ibamos a la Agronomía a andar en bici y corretear por los campos de alfalfa con Almendra que ladraba como loca y corría al trencito; yo me trepaba a colectar moras o subía al árbol, el de las vías del lado de acá, que tiene un brazo extendido paralelo al suelo, a contar vagones. Cuando tuve una especie de primer novio, me la endosaban en esas salidas; supongo que para amortiguar el riesgo de algún beso dado con mayor efusividad que la recomendable para la edad.



Cuando los viejos se fueron de viaje, disfracé mi sentimiento de abandono detrás de una faceta de anarquía rebelde hacia mis abuelos, un consumo compulsivo de TV hasta el cierre del Padre Lombardero y una sobreprotección a mi hermanita. Pero cuando todo estaba en silencio y el terror y el insomnio eran solamente míos, me gustaba escucharla respirar, ese mantra redondo y protector que fabrican los niños pequeños cuando duermen me tranquilizaba y tomarla de la mano me ayudaba a conciliar el sueño.

El año nuevo que pasamos solas hicimos fiesta en la cocina: hamburguesas y coca cola, chatarra igualita a la del Pumper Nic, pero hecha por mis propias manos. Miramos Rey de Reyes, oteando el reloj cada tanto, pero las doce tardaban en llegar y nos moríamos de sueño. El viejo reloj de loza verde de la cocina siempre tuvo el cristal roto y las manecillas giraban libres y juntaban polvo. Y si adelantamos el tiempo, dijo mi hermana, se subió a un banquito, corrió la manecilla y se hizo el año nuevo, chin chin, el más lindo que recuerdo y el último antes de irme de casa.

Como regalo para sus 18 nos fuimos solas a Mar del Plata, con el único objetivo de ir al Casino y la certeza de que nos convertiríamos en multimillonarias. Por las dudas que fallara el plan, descubrimos que mamá nos había puesto un pan y un salame en el fondo del bolso.

En esa edad, para seguirle el tren a una amiga, quiso ser modelo por un tiempo. Atributos le sobraban. Por esas cosas de mi trabajo ligado entonces a la publicidad, hicimos un book con el mejor productor, el mejor fotógrafo y el maquillador de la más célebre estrella de la tele. La intención de modelar le duró menos que lo que tardaron las fotos en ser reveladas. Pero las imágenes siguen ahí, testimonio de la belleza élfica de mi hermana.

Tiempo después, en medio de una carrera y con dos empleos, dio a luz a un sujeto maravilloso. No paró de estudiar ni de trabajar durante el embarazo. Llegué a contarle trece bondis en un mismo día. Cuando la panza creció, la usaba, echada en el sofá, de atril para las fotocopias.

El día anterior al parto, se habían probado unos disfraces de duende que yo tenía para la presentación a la prensa de un perfume de Avon. Saltaron sobre el sofá, eufóricos, vestidos de dorado con sombreros de punta y cascabeles.

De mañana muy temprano, la radio bajita en el informativo, planchaba yo mi camisa para la cosa con la prensa, y ella viene y me dice, doblada como un junco, me duele la espalda. Le doy un mate sin levantar la vista y le pregunto dónde te duele. Me duele y me para, me duele y me para, es raro, dice.

Desenchufo la plancha y agarro el reloj: regulares cada cuatro. Llamo a papá. Le digo hay que apurarse. El, por no correr riesgos no logra acelerar a más de, yo qué sé, iba lentísimo. Mi hermana en el asiento de atrás, aferrada con una mano a la mano del padre del sujeto maravilloso a punto de nacer, y la otra, atajándose la entrepierna.

Una barrera de tren, dos, agitando un pañuelo por la ventana veía pasar los restoranes cerrados de Corrientes, practicando (yo) la respiración de parto, y exclamando (ella) le estoy tocando la cabeza, y razonando (yo) que, si nos agarraba el tren y no llegábamos al hospital, lo mejor sería parar en un restorán, que es un lugar en el que seguro tienen a) manteles impecables de lavandería, b)agua muy caliente -aunque no sepa bien para qué pero siempre hay en las películas- y, c)un adminículo afilado para cortar un cordón umbilical, acto previo al feliz chillido natal.

No hizo falta. Llegamos a la emergencia y se armó tremendo jaleo. A los pocos minutos de entrar, abrí la puerta vaivén adonde la habían llevado en una camilla y ahí estaban: el joven padre, mi hermana de espaldas, las rodillas flexionadas, alzando al bebé, un renacuajo alargado color morado unido a ella por un grueso piolín como un barrilete.

Como en Hollywood, llegamos al borde mismo del borde mismo de la llegada del sujeto maravilloso, que sigue siendo, hasta hoy, un tipo apurado. Cualidad que lo ha convertido, entre otras cosas, en un golero asombroso, pesadilla de cualquier delantero, que atrapa la pelota con la destreza entrenada de esa prisa por llegar que trae desde nacido.

Esa mujer me enseñó todo sobre ser madre;  su hijo -que masticaba mi celular-ladrillo, rompía mis libros y hacía de mí lo que quería-  fue mi primer maestro Jedi, mi Qui-Gon Jinn. Por ese gurí aprendí todas las señas y muestras de los trucos que hay que saber y no están en ningún libro. Por ella supe lo que hace falta para lograr mantener a un ser humano con vida, contento y medianamente civilizado.




Mi hermanita cumple 39. La pequeña caníbal que quería devorarme por amor. La que se hizo obrero de la constru conmigo para limpiar, rasquetear y derrocar décadas de abandono en las paredes y los pisos de mi primer apartamento. La que en cada uno de sus pacientes ve a un ser humano irreemplazable. La primera heredera del elfo de oro del clan ultra secreto. La persona adulta con quien más me río. La que me alcanza los anteojos de ver lo mejor de mí. La que me acompaña cuando meto la pata y me señala el agujero cuando estoy a punto de volver a meterla.

Lloró cada vez que me fui. Y aquí estamos, rompiendo las reglas de la geografía para extender el barrio, esa única patria sin vanagloria. Que dos barrios tengo, como dos besos, uno en cada mejilla del Plata.

La llamo y le digo que prepare la pista para el avión invisible y que tenga a mano el lazo de la verdad porque la charla va para largo y viene de confesiones. Le pido que vaya aprontando el mate, que llego en un rato. Mientras, le escribo estas líneas para recordarle una vez más que yo la inventé, y darle las gracias por creer en mí, y hacerme creer que puedo volver a inventarme todas las veces que quiera.



Montevideo
28.2.14



29.5.12

Tres Plumas*


«Viajar, hacerle un tajo de lado a lado al mundo a bordo de un barco»

Se despertó pensando en el océano. Estaba mareado. En su cabeza se multiplicaban las ondulaciones del alcohol de la noche anterior.

Vagamente, recordaba la discusión con su jefe por unas monedas de menos, la injuria y la defensa, la piedra certera en la vidriera del bar. Daba igual. Estaba hastiado de ese empleo absurdo desde el primer día

Había caminado durante horas, olfateando el rumbo como un animal doméstico que se ha perdido después de la lluvia. 

Al llegar a la pensión, apenas quiso comer un poco de pan con queso. Recostado sobre la mesa, había gastado la noche entera junto a la botella de Tres Plumas y el cuaderno. Al mediodía siguiente, no le quedaba ni un solo rastro de lo que había pensado o tal vez, escrito; tampoco del momento en el que la ebriedad había derrotado su conciencia y lo había arrojado vestido sobre la cama.

Se levantó, puso agua a calentar y esperó junto al fuego. Los pensamientos y las cosas reverberaban. No había manera de que se estuvieran quietos.

Una baranda, el faro, la piedra. Los fragmentos del sueño que había tenido explotaban frente a sus ojos como pompas. Una falda roja, una noche sin luna, una bahía.

El hormigueo de la caldera le avisó que el agua ya estaba caliente. Preparó un café negro y volvió a la cama con la taza, el cuaderno y la birome. Algo sonrió en su interior cuando advirtió que era bien pasada la hora de entrada al trabajo. Quiso rescatar aquel sueño del olvido pero el gorjeo de una pareja de gorriones en la ventana le robó la intención. Los chiflidos le llegaban abultados,  como si él estuviera de un lado de un tubo y los pájaros del otro. Cuando apoyó la lapicera en el papel, las visiones del sueño se habían escondido. No hay caso; correr detrás de las pistas de un sueño es tan inútil como perseguir a un cachorro con una rama en el hocico. Hay que ignorarlo. Hacer otra cosa. Entonces el sueño vuelve y te deja atrapar las imágenes tras los barrotes de los renglones.

Pensó en buscar pan y deshacerlo en migajas sobre la ventana pero desechó la maniobra pensando que las aves se asustarían y luego tardarían en volver.

Volvió al cuaderno. Al principio su mano estaba muda. Después las nociones fueron llegando, primero de a una, luego asomándose varias y agolpándose para salir de sus dedos como una multitud desordenada y ruidosa de niños huérfanos.

No era la primera vez que, en estado de resaca, su afición natural por la escritura rodaba con facilidad. No escribía nada inventado; es como si estuviera copiando, a la mayor velocidad posible, algo pronunciado en su interior, algo que normalmente no es posible escuchar. Escribía frenético,  las cursivas se dibujaban carnosas y orondas sobre la página en blanco. 
Cuando detuvo la lapicera, una mancha de tinta creció desde la punta y se derramó hasta formar una verruga negra sobre el papel. Se quedó mirando la gota hasta que fueron dos en vez de una. Tuvo ganas de oler la tinta y se llevó la hoja a la nariz. La gota se derramó formando una lágrima invertida; respiró aquel sudor astringente con los ojos cerrados. Olía a azul, pero era negro.

Recién entonces una puntada leve empezó a picotearle la frente. «Tengo los gorriones adentro » . El súbito pensamiento lo impresionó porque al levantar la vista los pájaros ya no estaban en la ventana.  Tomó un sorbo de café pero no quiso buscar una aspirina. Mientras el dolor fuera así, un pichón distraído en su cabeza, quería soportarlo.

Varias veces se había sorprendido a sí mismo tolerando pequeñas molestias físicas: la rodilla de la humedad, un dolor de cintura, la carne afiebrada alrededor de una cutícula. Le gustaba transportar esos dolores sin atenuarlos, como un íntimo ejercicio de resistencia. 

El alcohol tenía el poder de espantar al miedo y sin él, el sufrimiento era inofensivo. Por obra de la resaca, el dolor redondeaba sus aristas, se volvía esférico y acolchado, confortable. Con la espalda incrustada en la almohada y en la soledad del cuarto, recordó haber leído que ciertas tribus de Oriente Medio decidían sus estrategias de guerra en total estado de ebriedad. Mientras los generales del ejército se daban la gran farra acodados en la mesa sobre los mapas de la región, un escriba abstemio anotaba las decisiones tomadas por los jerarcas. Maniobras, traiciones, batallas; todo lo que decidían los borrachos quedaba registrado. Todo se anotaba con precisión, por más extravagante, suicida o sanguinario que fuera. A la tarde siguiente, con la cabeza fría, los generales se reunían en el mismo lugar y se leía en voz alta lo que el escriba había anotado. Casi nunca se cambiaba una coma de lo escrito y el documento se utilizaba como protocolo. De guerra, como si hiciera falta aclararlo.

Los gorriones habían vuelto. Ahora picoteaban las rendijas de masilla de la ventana. Pensó en los generales. Volvió las hojas del cuaderno hacia atrás y empezó a recorrer, curioso, las páginas que había escrito bajo el mando del alcohol la noche anterior. Cuando terminó de leer, cerró el cuaderno. «Por qué no?»

Se dijo que, en sus decisiones, aquellas tomadas con el razonamiento intacto y abstemio, las personas sobreestiman aquello que tienen para perder. Y aunque creen decidir por sí mismas, muchas veces es el miedo quien decide. El alcohol, como los sueños, no ayudan a razonar con mayor claridad pero sí es un gran consejero para identificar el lugar en el que se alojan los deseos. Se puso de pie y abrió las ventanas de par en par. Las aves huyeron; la ciudad entró a su cuarto. Ofreció su mejilla a la cachetada del viento y le devolvió un suspiro.

No había nada más que pensar. Tomó una ducha, se calzó el vaquero y las botas. Buscó su mochila debajo del ropero y puso sus pocas cosas adentro –la ropa, los tres libros, el reloj, la foto de su hermana y de su madre- y cerró los cordeles. Antes de salir, deshizo una hogaza de pan sobre el alféizar de la ventana.

Caminó calle abajo, hacia el puerto. De lejos vio al barco cargando grano. 
Probablemente zarpara ese día. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Se sentía un poco por encima de las cosas, a salvo de todo, de la rutina, de la prudencia, del control. Mientras la brisa marina le iba lavando la resaca, se dio ánimo. Cantaba por dentro y todavía sentía una punzada en las sienes.

Nunca antes había subido a un barco;  por eso se sintió más mareado de lo que ya estaba cuando cruzó el breve puente entre el muelle y la cubierta.

El viejo estaba hincado sobre una gran rueda de aparejos gruesos y encerados. Se rascó la barba cana y lo midió palmo a palmo al escuchar la pregunta. Le dijo que que, efectivamente, era su día de suerte; salían ese día y les hacía falta un marinero.



*De El Horóscopo del Bebedor. 1994

18.4.12

Los abriles malditos

A Flavia

 (1976)
“Hay un picaporte en el suelo”.

Escucha la frase susurrada en la terraza y recuerda que, efectivamente, ese mediodía, mientras descolgaba la ropa, vio el viejo picaporte que indefectiblemente se desprende de la puerta del cuartito.  Hace falta buscarlo y encajarlo en la puerta de lata para abrir.
«Que lo levante Magoya», dijo con desidia cansada y los brazos cargados de sábanas tibias.

Se levanta en combinación sin hacer ruido y abre despacio la puerta del patio interior que da a la escalera. Yo escucho sus pasos descalzos, el crujir de los huesos de las rodillas. Me levanto también y voy a su lado. Intenta echarme, que me vaya, que me vuelva a la cama, inmediatamente y sin chistar; me lo dice en croata y en español.  Yo me aprieto más a sus caderas de satén; desde entonces más o menos, es que soy de no hacer caso cuando me dicen que debo huir. La brisa es fría, siempre es fría en el recuerdo aunque sea solamente abril, y se está mucho mejor amarrada al mástil del peligro junto a la persona que amas, que segura lejos de ella.

En la pared de cal de la medianera, los dedos de luz de unas linternas se encienden y desaparecen como en un teatro de sombras. No tengo miedo, pero percibo el temor en el leve temblor de su organismo.

Hay alguien en la terraza. Más de uno. Eso lo entiendo a pesar de la infancia.

Esa mañana, como otras, Tonka sintonizó puntualmente el programa Español para todos en ATC, con la intención nunca consumada de tratar de limar ese inmundo acento croata y ampliar el vocabulario. La audición del día se explayó en las variaciones del verbo ser: yo soy, él es, nosotros somos. Ser, existencia, identidad.

“Repita con nosotros, estimado televidente: yo me identifico, tú de identificas, él se identifica”.

Esa noche, Tonka se aclara la garganta y la lección aprendida se arroja certera como una saeta:
-Identifíquese o disparo.
Por un momento, se apagan las linternas y las voces se funden en la oscuridad.

Yo me escondo un poco más detrás de sus ancas, hundo la nariz para atrapar el hedor de su miedo que me da seguridad, me mantengo bien pegada a sus piernas de vellos suaves. Hago un rulo nervioso con el dedo índice enroscando el raso de la combinación; ella me aparta suavemente hacia atrás y no quita la vista del hueco ciego de la terraza al final de la escalera.

De pronto, dos pares de piernas en jeans comienzan a descender muy lentamente. En las entrañas de la casa, muy oculto, escucho los ronquidos de mi padre dormido. No quiso despertarlo (“Seguro agarraba el chumbo y salía muy machito a la tarraza. Parra qué? Parra nadda; para que los energúmenos le pongan un tiro y me lo dejan ahí, muerto”)

Los hombres bajan con las manos en alto. Ambos llevan una linterna en una mano y el arma en la otra.

“Señora…”
“Alto ahí”.
El que va adelante bajando en zapatillas, nos fusila con la linterna en la cara. Yo me escondo como detrás de un roble; ella se tapa el rostro con el dorso de la mano.
“Somos de la policía federal, señora. Estamos buscando a unos subversivos”.
Y entonces, lo inadmisible (solo con los años pude entenderlo):
“Identifíquese o disparo”.
La voz es formidablemente firme. En mi limitado acervo infantil la declamación de mi madre se repite con los años en los estertores de los yacarés del paso del Yabeberí: “No hay paso. Ni nunca!”
Unos pocos escalones antes de llegar al último, el milico de civil suspira hondo; hace un gesto de fastidio con la cara, deja la izquierda de la pistola en alto y con la otra, la de la linterna, saca una credencial del bolsillo trasero del pantalón y la extiende.
A la vez que adelanta la cabeza para ver, Tonka atrasa el cuerpo y se tapa con las manos para esconder el escote reconociendo de repente, como Eva después del error, que está casi desnuda. Sin embargo, los vuelve a mirar con la frente en alto y frunce el ceño, feroz y desconfiada:
“¿Podemos pasar a revisar, señora?”
Mi padre se enteró de todo recién a la mañana siguiente. Flor de pelotera: inconsciente, pelotuda, se serás reverenda boluda, de no creer, gringa tenías que ser. Supongo que ese día mi madre aprendió bastantes adjetivos en español de los que no enseñaba ATC.
Nunca voy a entender del todo por qué, pero esa noche no entraron. No sé si recuerdo o imagino la frase que salió de sus labios:

“Fuera. No se entra de noche a una casa de familia”.
***
(1978)

La tía Julieta se quedó a dormir. Una complicación. La tía en mi cama, Flavia en la suya y yo en el medio, en un colchón hecho de mantas sobre el suelo. Al día siguiente lo negará, pero ronca como una condenada y el aliento rancio de su boca abierta inunda la habitación cerrada con el paso de las horas. La genealogía de mi insomnio precoz también le debe una ficha al ítem tratar de conciliar el sueño a pesar de la apnea de la tía Julieta.

No sé cuántos minutos hace que caí en el dormir profundo. De repente, la luz se enciende. En la puerta del cuarto hay dos tipos de uniforme como salidos de una de Indiana Jones. Me llaman la atención las botas, a la altura pedestre de mi vista, duras y de trompa redonda como bulldogs.

La tía Julieta se despierta de golpe y pega un gritito absurdo cuando uno de los ursos levanta el colchón con todo y la veterana encima, para ver si hay alguien escondido debajo de la cama.

Después se van y me duermo, tal vez sueño, quién sabe, a pesar de los ronquidos de la tía Julieta.
No tengo registro familiar de ningún comentario posterior sobre esa noche. Pero una espina se me clava por dentro cuando al día siguiente en la cola de la panadería o el almacén, la escucho a la Pochi cuchichear con otra igual a la Pochi, que se los habían llevado por subversivos.
“Mirá vos, de no creer, gente tan normal. Algo habrán hecho”.
"Mamá, ¿qué es un subversivo?"
No debo haber hecho la pregunta con suficiente claridad porque la respuesta permanece a oscuras en mi memoria.

***
(1979)

A los once, mi más pesado lastre existencial es ser portadora de un par de tetas del mismo talle que tendré de grande.
«Es precoz», dicen, y yo empiezo a ensayar ese aire de estar papando moscas para ignorar lo que me hiere y atravesar en puntitas de pie por encima del barro cualquier la humillación. A todas las demás las tablas del delantal le quedan lisitas, prolijas, planchadas con apresto; no a mí. Se me infla la delantera y se arrugan las tablas. Eso y la trenza que llevamos obligatoriamente las de pelo largo para que no se te peguen los piojos. Las de las chicas son trenzas de ninfas del bosque, delgadas y sedosas;  mi trenza, de tanto pelo, rizado y largo hasta la cintura, parece la liana de Tarzán. La gilada estudiantil me otea las tetas y el chico que me gusta me tira de la trenza.

No voy a decir que no me defiendo.  A uno le hice sangrar el labio de una piña  (“tenés que poner el puño duro, así como una piedra, muy bien, y sacar el pulgar para no quebrártelo”, me enseñaría mi padre) y hubo también un puntapié certero en la fila que me condecoró con uno de mis escasos plantones en la Dirección. En cambio, tolero con paciencia de género el desapego hipócrita y la displicente piedad de las congéneres (“pobre, tiene tetas”).

Tal vez por eso, mi mayor preocupación cuando me piden lo que me piden en casa al salir de la escuela es que se den cuenta del asunto de las tetas.
“Andá a llevarle una cocacola y unas galletitas a esos pobres muchachos”.
Camino con los hombros levemente inclinados,  la vista baja y las mejillas de fuego.  Es doblar la esquina de Artigas y achicar el paso. Me acerco a los soldados sentados en fila en la vereda durante horas al rayo del sol sobre Navarro.
Dicen que están ahí porque el cura Martinetti tiene un arreglo con los milicos para que ayuden a construir la escuela, justo enfrente de mi casa, al lado de la parroquia San José. Entiendo que ese fue solo uno de los tantos pecados mortales del padre Martinetti. Muchos años más tarde aquello sería una pista en la comprensión entre la relación carnal entre la iglesia oficial, que no la otra, y la dictadura.
Por el momento, mi único conflicto son las tetas demasiado grandes a la vista de los jóvenes soldados. Me doblan en edad. Pero a ellos no parece importarles en absoluto mi aspecto; ni siquiera parecen detectar mi pudor. Me tratan con camaradería como se trata a una mascota.  Enseguida, me resultan más amables que mis compañeritos de escuela.
“¿Por qué 'colimba'?”, me animo a preguntar un día -ya en más confianza, aunque me parece que no siempre son los mismos- mientras espero a que terminen de hacer correr la botella y el cuarto de Chocolinas que manda mi madre:
“Colimba, piba: corre, limpia, barre”.
“¡Pero si eso es lo que yo hago en mi casa todos los días!”, digo con esa temprana tendencia a la comedia para salir del paso y el descubrimiento no tan cómico de que el servicio militar es bastante parecido al destino implacable de nacer en un hogar balcánico con una pedagogía materna lindante al de un campo de entrenamiento marcial. 
Se revuelcan de la risa. Yo también río, un poco sorprendida de haber dicho algo significativo; y me olvido de las tetas.

“Gracias, rubia”,  dice uno – tal vez el único del que guardo el rostro; moreno, de lentes circulito y con un libro en la mano, de esos de bolsillo-  mientras me devuelve el envase de vidrio, los dos vasos y la mirada pudorosa.

Me dan envidia.  Tan grandes y ya guerreros. Flacos y macizos, morenazos, alegres y ágiles. Huelen a alegría. Muchachos tratando de pasarla lo mejor posible mientras pasa ese momento robado a la existencia que es la colimba.
«Si algún día me caso, cosa que no voy a hacer nunca en la vida, me voy a casar con uno de estos»,  pienso y dejo los vasos en la pileta de la cocina.



***
(1980)
El último 176 pasa a la una y media y hace rato que no pasa, así que debe ser mucho más que la una y media. Cierro los ojos y me dejo llevar por el declive del sueño, pero las imágenes aparecen, desencajadas y con sonido,

por favor, despierta, despierta ya mismo, dice la voz escondida.
Pero no. Una formación de aviones como patos negros sobrevuela el barrio durante la noche; bombardea la casa de Pochi, el patio de Amelia, el almacén de la esquina, la carnicería de Orestes y la semillería. Caen lenguas de fuego sobre la Agronomía y las vías del tren se convierten en hierros retorcidos de los cuales sale gente que parece que vivía ahí mismo, mirá vos, en unos sótanos debajo de la tierra. Yo miro todo como a través de un catalejo, pero estoy ahí, en medio de todo, en cualquier momento me toca. Tengo miedo. La gente que conozco corre por la vereda, hecha un bonzo, con la cara desencajada que apenas reconozco.  Mi madre también es una niña, apenas más chica que yo, le doy la mano.

Cada una corre arrastrando su propia guerra.
La guerra, la guerra, la guerra. Dice la tele que empieza en cualquier momento. Por qué no les regalamos a los chilenos ese pedazo de mierda de canal que no sirve para nada. A mí me parece que Chile es un país largo y demasiado delgado y se merece un pedacito más.
En realidad, me importa un bledo. No quiero sentir este terror al dormir. Mi madre contó que era muy pequeña, que apenas llegaba a la ventana y veía caer las bombas en Zagreb, su estatura no le permitía verlas estallar: "parecían semillas".
Me despierto cubierta de sudor, temblando de la cabeza a los pies. Me vuelvo a cubrir con la manta verde; me hace sentir segura estar allí debajo de la frazada, aun cuando después de un rato no pueda respirar. Ja! Las bombas no pueden atravesar mi manta verde.  Mastico el ribete de raso y uso la tela como un chupete hasta hacerle un agujero.
Si eso no funciona miro fijamente el ancianito de lentes que suele sentarse en la mesa de luz o al lado de mi cama. El se sienta ahí y deja colgando los pies, levanta los hombros como diciendo qué tal, qué contás. El y yo nos miramos y nos entendemos sin abrir la boca, cabeza-a-cabeza. Me dice cosas que no puedo repetir porque no se inventaron las palabras, solamente las puedo guardar y esperar que aparezca con el tiempo, algún sinónimo útil. Lo que pasa es que el duende no está ahí para protegerme, nunca vino para eso; solamente me observa, quiere conversar y no entiende mi miedo atroz. El hombrecito de la mesa de luz solo quiere que nos miremos a los ojos y conversar un poco; no le interesa nada más; no está ahí para cuidarme.
Pero yo le temo al bombardeo chileno con el que voy a soñar ni bien cierre los ojos.

Y como nada funciona, estiro la mano y agarro un libro y la linterna. Cualquier libro sirve. Hay varios de la colección Robin Hood en la mesita. Leer hasta caer rendida aplastando las tapas amarillas con el cachete siempre es buen remedio; caer por agotamiento, dormir sin soñar, para no soñar con la guerra ni el miserable canal Beagle. Qué importa andar como una sonámbula al día siguiente, si evito morir en sueños.
Si, aun, nada de esto funciona y sigo sin entregarme al descanso, me deslizo desde la mía, a la cama de abajo.

La pequeña duerme, maciza y tibia. Me acomodo a su lado; todo mi cuerpo como una media luna apretado al suyo. Sus leves ronquidos me serenan. Su pecho sube y baja; trato de acomodar el mío al ritmo de su respiración. Hermanita, hermanita, hermanita. La aprieto demasiado y se mueve. Abrazada a ella, me deslizo como un canto rodado que alguien arroja alegremente al fondo oscuro de un lago. Sobre mi mano, un hilo de baba se desliza de su boca entreabierta y me protege como un agua bendita.
"¿Esta chica tiene unas ojeras tremendas, la hiciste ver?"

Las marcas del insomnio, hundidas y sombrías como aquella piedra en el fondo; el secreto de la lectura nocturna debajo de las mantas hasta escuchar los malditos pájaros del amanecer. Los pájaros se llevan bien lejos a la noche y con ella a la guerra, a los chilenos y a las bombas.
***
(1982)
Sufrimos a la profesora Estela Noly Cepeda de primero a tercero del secundario, en historia, instrucción cívica y muy entusiasta suplente de religión en caso de que faltara la Diez, que además era la encargada de vender la revista:

“Quién quiere el Esquiú?”, entraba con una pila y repartía sin preguntar. Si no la comprabas, al menos cada tanto, sumabas porotos para entrar en una sutil lista negra. La misma lista en la que las monjas anotaban tu nombre si te pintabas las uñas, si usabas anillos o te teñías el pelo.
“De pie, señoritas”, profiere la hermana Silvia, una polaca resentida y filosa vestida de azul marino.

El aula es amplia y limpia, con grandes ventanales que hay que mantener abiertos para espabilar la mente. Cuando abrís la puerta del pasillo, se genera una ventolina que te pone la piel de gallina; la poca piel que queda al descubierto entre las medias bien altas y el ruedo de la pollera que cada tanto la hermana Silvia mide para verificar el largo adecuado.
Si hay algo que tiene la Noly es que es una tipa directa, dueña de un estilo totalmente ajeno a la metáfora y la alegoría. Su estampa es de una afabilidad corrosiva y una arrogancia de villana que en Disney no se consigue. Estela Noly Cepeda nos hizo destinatarias de la más clara y contundente exégesis del Estado terrorista durante tres largos e indelebles años de secundaria, los tres últimos años de la dictadura argentina.
“Hace falta sacrificar a algunos para el bien de muchos”, nos explica.

“A veces un poquitín de picana, a veces –repite y sonríe con picardía-  puede salvar a personas inocentes de una muerte cruel en manos de los comunistas”.
Por supuesto, nos cuenta de qué se trata el aparato, cómo funciona y cómo se aplica.
“Un poquititín de picana”, lo dice y muestra el tamaño entre el pulgar y el índice, y se vuelve a reír en sordina como una niña demente que esconde la trampa de un caramelo robado a otro niño a costa de degollarlo.
“Hay familias piadosas que, para salvar la vida de las pobres criaturas, los hijos de esos monstruos, los crían en la piedad cristiana para salvarlos. Es un gran acto de generosidad, ¿no creen?”.
Hay una chica entre las pupilas, repetidora, la única que de veras le hace frente. A veces me parece que no tiene nada que perder y que el ser castigada es su mayor galardón.  Tiene dos años más que el resto, lo cual le otorga un grado extra de respeto como si tuviera varias niveles de juego a su favor.

“Y lo de la gente que desaparece, qué?” dice una vez.
“La gente no desaparece. Cómo va a desaparecer la gente, señorita. Se van del país y abandonan todo, incluso a sus hijos, para salvarse de la justicia y la mano de dios”.
Que eso no es cristiano, que es horrible, que no es justo. Hablamos de a una, levantando la mano para decir; usamos apenas el diminuto espacio de disenso que existe, somos la mugre en la uña de una monja.
Aquella alumna más grande termina siempre en la Dirección. La dejan de castigo, lavando las aulas, balde y escoba en mano, al final de las clases durante toda una semana tal vez. No hay permiso para ayudar.
Ese día de abril, la monja Silvia le da paso a la Noly que entra meneando el culo de hipopótamo, el mentón en alto y la nariz respingada haciendo juego con la melena ya canosa y durita de fijador. Colón redivivo. Camisa celeste, pollera gris. Nada de tintura; lo suyo es un glamoroso envejecer patricio y fascista.
La Noly deja los libros en el escritorio, nos da la espalda sin saludar y escribe en cursiva bien grande, de lado a lado del pizarrón:
“Las Malvinas son argentinas”.
Y desenrolla un mapa.
Nos los explica todo en un santiamén. Las Malvinas son unas islas muy al sur, que están al lado de otras, las Georgias –y nos muestra la foto de un joven capitán Astiz plantando una bandera en unas piedras- y las Sandwich y son todas nuestras desde hace muchísimo tiempo. El insigne gobierno militar, que ya ha acabado con el comunismo, ahora rescata el bastión más caro al sentimiento nacional.
Mirá vos, de pronto aparecen unas islas que ni existían en el programa de geografía.
Estudiamos todo: orografía, población, economía, historia. En las islas hay algunos habitantes, los kelpers, algunas ovejas y mucho krill que comen las ballenas, a la sazón, también argentinas. Los ingleses son los malos, los chilenos también y nosotros somos los buenos. Eso es todo.
Y se acabó todo el programa de estudios de tercero, y nos ponemos a ver, reflexionar y registrar desde este instante el más mínimo pedo que se tiran los –hasta último momento, ups- victoriosos generales de Malvinas.
Conservo una gruesa carpeta tamaño A3 con cada recorte, cada noticia y cada crónica de la guerra: el hundimiento del Belgrano, el Papa bendiciendo las armas ("gracias Juan Pablo, bienvenido a nuestro hogar", todavía me la sé Mirta Legrand recolectando joyas. La plaza. Un trabajo práctico minucioso realizado por las manos de una niña. La carpeta de la vergüenza. La carpeta grande de la derrota. La de la memoria.
Piedad cristiana; por dios, nada menos que la Noly. Si no está muerta, debería estar presa.
Me fui del colegio ese año.
***

Las despedidas se van imprimiendo unas sobre otras pincelando el paisaje de una única postal.

Susurra para no despertarnos pero el aroma de mi padre al salir de la ducha y la leve niebla húmeda del baño que flota al contraluz por la puerta entreabierta de mi cuarto, me despiertan. Ya se va. Sin abrir los ojos escolto, muda, una nueva despedida; observo todo lo que pasa con el olfato y el oído.

El olor frío de la madrugada se confunde con el gorjeo de un mate recién empezado. Las voces graves, no aclaradas aun por la vigilia. El rastro de Old Spice en el aire y el rumor de las suelas de sus zapatos en la baldosa
y el silbido del cierre del bolso
y el hueco de silencio de un beso
y el ya está el taxi, susurrado.
Son los ruidos y las palabras que se escuchan en tierra, bajo el brevísimo techo de las casas de los marineros.

Los protocolos de la partida son siempre los mismos; se te instala un hueco en el pecho; alguna vez fue de color rojo y hoy es cicatriz, latente e indolora; daño intangible a fuerza de tanto tocar la herida.
Es sabido que una manera de evitar el dolor es acostumbrándose a él.
Lo llamaron de urgencia. No le quisieron decir al personal civil qué carga llevaban ni adonde iban. Recién lo supieron en altamar.
Todos aquellos sueños de la guerra con Chile volvieron a colarse nuevamente debajo de mis sábanas. Viví esos meses, noche tras noche imaginando en cámara lenta el misil cayendo derechito justo encima de su cabeza. Virgen del Carmen, protegelo por favor te lo pido, sé buenita. Me sentaba horas frente a la estatua de bello rostro de la virgen, me acomodaba justo delante de sus ojos de yeso para sentir que me miraba. Y me miraba.

Cuando lograba conciliar el sueño, en mi pesadilla él no sufría para nada. Se ve que algo de mí había logrado cierta alianza con el inconsciente para soñarlo en una muerte indolora, porque las imágenes oníricas me lo ofrecían dormido en su camarote o hincado sobre algún motor en la sala de máquinas, civil, laburante, ajeno a la guerra.
Llamaba cada tanto por radio Pacheco.
No era fácil. Había que hablar cortito y al pie y decir cambio. “Hola, cómo estás, cambio” “Bien, acá, un frío de la gran siete; cómo te fue en la escuela, cambio”.
Nos repartieron unas fotocopias con el himno que (¿a diario?) cantábamos:
Tras su manto de neblina/ no las hemos de olvidar/las Malvinas, argentinas/ clama el viento y ruge el mar /Ni de aquellos horizontes nuestra enseña han de alcanzar / pues su blanco está en los montes y en su azul se tiñe el mar.
La Noly llegaba con el diario del día, para mostrarnos que era cierto, que estábamos ganando la guerra nomás. Nunca pude festejar. Estaba aterrada y sabía que lo que decía era mentira.

Las llamadas regulares por radio Pacheco, no sabría decir cada cuánto, fueron las que me mantuvieron la mente iluminada mientras armaba la oscura carpeta del horror para la Noly.
“Los tienen encerrados en las bodegas con el agua helada hasta los tobillos. Cambio”.
“Son unos pibes nomás, tienen miedo, un poco más grandes que la nena. Cambio”.
“Esto es una locura, cambio".
No me lo dice a mí, sino a mi madre. Se atoraba del llanto al contarlo. Pero no se podía decir nada en la escuela.
Hubo civiles a bordo que se ofrecieron, sin éxito, para ocupar el lugar de los colimbas.
“Hoy le escribí una carta, a mi querido hermano, le puse que lo extraño, y que lo quiero mucho. Mamá me ha contado que él es un buen soldado que cuida las fronteras de la patria”.

La pasaban a cada rato en la televisión. Te taladraba la cabeza. ¿Quién era el niño o niña que la interpretaba? Me parece que era el mismo de Bobby, mi buen amigo, este verano no podrás venir conmigo.
Con las colectas de joyas,  el puño con el dedo en alto de la revista Gente, los ejércitos de mujeres tejedoras, la voz de Nicolás Kasanzew transmitiendo triunfal y toda esa prodigiosa capacidad de despliegue social a la argentina, se terminan de hilvanar en mi memoria los retazos del rompecabezas que es la guerra para una niña.

El padre de mi padre enfermó gravemente en esos días.

Lo mandaron a llamar por radio Pacheco. Vino en avión.  El abuelo resistió, tendido en la sala de terapia intensiva del hospital israelita. Esperaba a su hijo. Cuando murió, mi padre lo afeitó y le puso ropa limpia y el mejor traje. Jamás me permití agradecer, no sin culpa, al abuelo Humberto por morirse tan oportunamente y traerlo de vuelta a casa.
Mi padre nunca quiso hablar. No hubo forma de que contara nada. Durante años anduvo con el humor cambiado. No lo decíamos, pero se sabía que era por Malvinas. Un antes y un después. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Decía, hijos de puta, qué hijos de puta.
Por ausente, por vencido
bajo extraño pabellón,
ningún suelo más querido;
de la patria en la extensión.