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17.3.15

Ejercicio simple



Si  ha tenido un día de porquería, pruebe con el siguiente ejercicio. 
Conduzca por la rambla como habitualmente lo hace pero, esta vez, evite el informativo y clave el dial en una frecuencia romántica de calibre bizarro[1]. En pocos minutos emergerá del parlante una melodía como la que se adjunta más abajo a modo de ejemplo[2]. Suba el volumen e inmediatamente empiece a intensificar el pensamiento en torno a algún viejo amor del pasado[3]. Cuanto más lejano en el tiempo, más útil será. Asocie la idea del recuerdo de esa persona que alguna vez quiso o lo quiso a usted, con la canción que escucha. Pasados algunos segundos, abandónese a la emoción. Llore a discreción, según lo requiera su estado o la duración del viaje. No se preocupe por la letra de la canción; no es importante. Si usted realmente tuvo un día inmundo y realiza el ejercicio de manera comprometida, verá cómo más o menos, cualquier canción del estilo sirve para ilustrar el amor que usted eligió recordar. Si su pudor lo demanda, puede subir la ventanilla. Relájese, llore, respire[4]
Luego de experimentar una corta pero intensa sensación de desdicha irreparable,  y en la medida en que la música cambie o vaya llegando a destino, comience a regresar del estado de desconsuelo. Mire el horizonte, suénese los mocos, cambie a la radio pública o apague el aparato.
Verá que, sin más, de pronto se siente inesperadamente afortunado,  que valora el lugar donde vive y añora las minucias rutinarias que lo esperan al llegar. Si ha realizado correctamente el ejercicio, se habrá instalado en usted la saludable idea de que no todo tiempo pasado fue mejor; que usted ha tenido, efectivamente,  un día de mierda, pero que ha  habido peores, que ha estado rodeado de personas más pusilánimes, más tóxicas o que lo han querido peor, y que aún así ha sobrevivido. 
Si el ejercicio ha sido realizado de manera cabal, entonces usted sonreirá, estacionará frente a su casa, pensará en su día con cierto cinismo, en los otros con más piedad o indiferencia, y en sí mismo como una persona con suerte; y, después de todo, se mirará en el espejo y se dejará de pavadas.










[1] Metrópolis, Aspen, FM 100, Azul: no importa el lugar del planeta donde se encuentre, en su aparato habrá alguna señal de frecuencia modulada con este nombre.
[2] Es indispensable que la canción sea en español. El idioma portugués suele distorsionar el ejercicio debido a su naturaleza jubilar; el inglés, desconcentra y, a menos que se tenga un perfecto manejo del mismo, deja librados a la imaginación estrofas que podrían ser vitales para el efecto deseado. El alemán hace imposible la ejecución de la prueba.
[3] La elección del recuerdo debe ser espontánea, aunque puede planificarse de antemano su disponibilidad para estos casos. No conviene evocar grandes amores, al contrario. Se sugiere recurrir al pensamiento de algún amor de esos que pudieron haberse diluido en la coyuntura vincular de pequeñas mezquindades, bajezas y egoísmos;  detalles todos que, pasados los años, uno tiende a olvidar, dejando la aparente sensación de una pérdida irreparable.
[4] Tenga a bien no soltar el volante.

1.9.11

Esta esperanza de miércoles

No es que me moleste la basura, pero es como si hoy alguien hubiera descargado un contenedor entero frente a la Plaza Cagancha, junto a la glorieta. El viento no ayuda, juega nomás. Las bolsas vuelan como palomas de plástico; hay calesitas de hojas, botellas y boletos.
Es temprano. Creo que soy la única en este salón interminable. El mozo me trae el cortado y la medialuna; corro un poco la laptop y la libreta para hacerle lugar y por las dudas.

Recién despiertos, los habitantes de la calle se van acercando al montón de deshechos a buscar algún desayuno. Tres hombres y una mina. Uno viene atrás, rezagado, y no quiere soltar su sobre de dormir; primero lo lleva como una capa, después lo arrastra. Me contagia el bostezo. Se refriega los ojos y camina en zigzag barriendo el cemento; tiene la barba larga y complicada, pero parece un niño sonámbulo tirando de la punta de su frazada tras una pesadilla.

Unos encuentran un pan y otros unas frutas y vuelven al banco. Los observo a través del vidrio del bar. La mujer sacó un cuchillo para pelar una naranja. El cortado caliente y amargo me incendia la garganta.

La Lupe le puso voz a un pensamiento que me anda rondando desde hace semanas: ¿cómo llegamos a esto? No digo a la pobreza, eso se sabe. ¿Cómo fue que nos acostumbramos?

Si alguna vez esperamos o desesperamos, es claro que ya no.

¿Es el dejar de esperar lo que nos ha quitado la furia y la valentía sobre la que cabalgaba nuestra esperanza?


Ahora ha brotado una niña de una bolsa de papas rellena de diarios. Se para y corre a las palomas de verdad. Veo a la gente despertar aterida y húmeda en la calle, arrastrar su humanidad por un pan duro.  Yo observo, tomo mi café y, enseguida, en un rato, voy a escribir algo lindo y cierto y bien pago.

En mi biografía -en relación a los vínculos y las posesiones- dejar de esperar, dejar que los deseos vuelvan a enrollarse y dormirse, ha sido el talismán para encontrar la paz interior y, paradójicamente, hay veces, toparme por azar con aquello que esperaba (Por algún motivo pueril y egoísta, tengo temor de que al confesarlo deje de suceder, sin embargo voy a arriesgarme).

A veces, dejar de esperar es la mejor manera de encontrar.

Pero no puedo renunciar a esta otra esperanza que saca la mano de la basura y dice aquí estoy, te duele porque estoy, no tenés paz porque estoy. Renunciar a esa esperanza es un movimiento inútil de la voluntad porque no depende de ella. Como no es posible conseguirla con solo desearla ni quitármela de encima como un disfraz. La esperanza es un don. Como el amor.


Pero la única manera de lidiar con una esperanza que sigue encendida es hacer algo con ella. Y parece ser que a ella no le alcanza con que yo  ponga un papel en una urna cada tantos años. La esperanza inmóvil quema, duele, se hunde en la carne. Es una brasa encendida que nos incinera por dentro. Como el amor. (Desde la marcha de los Indignados un amigo hizo un cartel con lapiz labial en un trapo: "es amor, y lo llaman revolución").

Es Vitamina E, dijo Galeano en la plaza Catalunya, a quien todavía quisiera escucharlo, hablando de lo bien que viene una buena dosis de rebeldía y esperanza.

Habrá que hacer algo urgente porque unos se mueren de frío y otros nos estamos convirtiendo en cenizas.

Y si no, claro, está la opción de hacer, manso y tranquilo, la cola para que te apliquen la inyección diaria de anestesia local.



Ya no te espero
ya estoy regresando solo
de los tiempos venideros
ya he besado cada plomo
con que mato y con que muero
ya se cuándo, quién y cómo.

Ya no te espero
porque de esperarte hay odio
en una noche de novios
en los hábitos del cielo,
en madre de un hijo ciego,
ya soy ángel del demonio.

Silvio Rodríguez

1.9.10

ANTES Y DESPUES DE SANTA ROSA

Desde el balcón de casa, imágenes del mismo paisaje, de anteayer y de hoy. El viento es tan poderoso que el edificio oscila, vibra el doble ventanal y el piso tiembla bajo mis pies. Hay un zumbido permanente; una música afónica de erkes invisibles afinando a través de todas las cosas. El cartel de chapa en la azotea aporta los bajos cóncavos al heavy metal de esta tarde. Las gaviotas -parece que les encanta el clima- hacen breves vuelos rasantes sobre las olas y luego detienen las alas contra el ventarrón que las arranca y las lanza con ferocidad hacia arriba como a decenas de pequeños parapentes emplumados. No sé nada de pájaros, pero juraría que están jugando. Playa no hay, ni rocas, ni Isla de las Gaviotas nos queda ya en Malvín. A no confundir la tormenta de Santa Rosa con la melancolía de cualquier lluviecita invernal. La tempestad contagia una euforia interior torrencial, una súbita arrogancia que te hace sentir poderosa, soberana, capaz de todo. Voy a aprovechar este breve estado tormentoso para hacerme otro café y escribir un poco, a ver qué sale. No la veo, pero sé que pronto, a la vuelta de esa nube negra, se asoma una nueva e inofensiva primavera.
Lo cómico es este extracto del pronóstico meteorológico que salió en el diario:
“(...) Pero el mal tiempo, sin embargo, cambiará el lunes. Se anuncia nubosidad variable, vientos moderados a leves del sector este con una mínima de 5 grados y una máxima de 21, por lo que el "veranito" de los últimos días iniciará una nueva semana”.

4.6.09

Digresiones al mamotreto

Mi “monstruo del ropero” no es la página en blanco sino todo lo cotidiano y trivial que en ella podría escribir y por vanidad, pereza o invalidez anímica, no escribo. Pero eso, además de los dos o tres libros, en la mesa de luz está la que llamo la libreta del momento en donde van a parar las cosas que escribo cuando no escribo. Sobre ella hay un librito verde de hojas pardas con una lapicera atada al lomo para que no se escape. Es el cuaderno de sueños. La costumbre de llevar un diario onírico se la debo -entre tanto que ya le debo- a la gran maestra y amiga Gabriela Onetto. Cuando lo sugirió, hace años, rechacé la idea casi con una burla porque “no es para mí, yo jamás me acuerdo de los sueños”. Sin embargo me equivoqué desde el primer intento. De pronto, algo hizo clic. Con el cuaderno al lado, empecé a recordar mis sueños detalladamente y me sorprendí a mí misma anotando historias sicodélicas, con olores, sonido y en colores. Tampoco era del todo cierta mi afirmación sobre eso de no recordar nunca los sueños. Había olvidado que, años atrás, después de haber tenido el peor trancazo literario de mi vida –que duró años-, empecé a hacer unos ejercicios matinales de escritura a partir de la orientación de Julia Cameron en “El camino del artista”, libro que en su momento me recomendó efusivamente mi querido Eleuterio. El libro parece insustancial, bobo y conductista, pero no lo es (Bueno, en realidad, sí es un poco conductista, pero funcionó conmigo, que estaba moribunda, en términos de impulso creativo). Para decirlo sencillamente, Cameron propone escribir durante doce semanas, tres páginas diarias (ni una más ni una menos) “en automático”, e incluye una consigna semanal de reflexión sobre el proceso creativo o la indagación personal y biográfica del sujeto. En aquel entonces yo estaba tan seca por dentro y alejada de mi voz que encarar esas tres páginas en blanco antes de despertarme del todo, calentar el agua del mate o lavarme los dientes me costaba sangre y sudor. Cuando agoté todos los recuerdos y las descripciones, después de llenar páginas enteras con un “no se me ocurre nada, no se me ocurre nada”, fue que empecé a anotar algunos sueños. De hecho, durante esas sinuosas semanas transitando el “camino del artista” (no llegué a la número doce) es cuando empecé a buscar información en la web y “accidentalmente” descubrí a Levrero y a su corte feérica, con lo cual volví a ser yo misma, y en eso estamos. Pero, volviendo, en realidad, es desde el diario onírico “oficial” sugerido por la Onetto que convivo familiarmente con el gusano nocturno de mi inconciente. A veces, me perfora con las mismas obsesiones y otras se descuelga con imágenes sorprendentes que jamás se le ocurrirían al aburridísimo superyó con el que me ha tocado cargar. Durante los primeros tiempos de cacería de sueños yo estaba tan entusiasmada que anotaba cada miserable cosa, cada pequeña imagen o hilacha de recuerdo que la vigilia me permitía atrapar. Después fui cultivando el hábito de separar los sueños merecedores de salir a flote de las remakes, por llamarlas de alguna manera. En general, trato de anotarlos en el momento porque varias veces, al despertar en medio la noche con un sueño vívido, juré que jamás podría olvidarlo y seguí durmiendo. Pero como siempre, en contacto con el mundo conciente, la arena onírica se escurre entre los dedos de Orfeo. La mayoría de las veces, para no molestar a mi compañero con la luz de la lámpara, el ruido del papel y el ras-ras del lápiz, manoteo el cuadernito y me voy a escribir al baño. Escribo sentada en la tapa del inodoro con los ojos semicerrados para no despertarme del todo (Porque bucear en el inconciente, fantástico, pero no a costa de abrirle la jaula a la temible fiera del insomnio. Ya volveré a ser insomne y disfrutarlo como antes: cuando sea una anciana y no me haga falta despertarme tan temprano, vestir a un niño que se mueve como un pulpo vivo y preparar la vianda y dos mochilas). Bajando de las ramas, dos cosas más sobre el asunto de anotar los sueños. Hace un par de meses me puse a leer el cuaderno verde: ¡Recuerdo muy poco de lo que está escrito! Hay sueños cortos y largos, párrafos prolijos y otros que casi no se entienden (deben ser los que escribí medio dormida); hay dibujos y varias notas marginales. Hay muchos sueños recurrentes con animales salvajes que me atacan (varios tigres, dos serpientes, un oso polar -debe ser que voy por la segunda temporada de Lost- y un perro negro que entra en mi mundo onírico como Pancho por su casa) o peor, las fieras atacan a alguien que quiero. De estos, casi no tengo registro conciente, como si fueran sueños de otro. Hay historias de “perderse” encuentros con vivos y muertos o con gente que conozco y no veo hace tiempo. Hay sueños que sin duda alguna son encuentros con personas que ya no están y son maravillosos. Tengo varios sueños con mi hijo, algunos son terroríficos y verlos por escrito me ha puesto los pelos de punta. Pero hay algunos sueños -o a veces solo imágenes- que se dejan ver, pero no directamente, como esos libros de ilustraciones en 3D que aparecen después de quedarte bizco con los ojos llorosos frente a una página hecha de arabescos de colores. Regresar a esta clase de sueños me hace sentir extraña, como si entrara en terreno prohibido; como si pasara por un complejo deja vú. Al recorrerlos con la lectura tengo la sensación de que hay algo más, que son una llave a otra dimensión, son una pista, un llamado. No estoy hablando de nada sobrenatural, por si existiera alguna duda. Y tampoco lo digo –aunque es verdad- porque esta última clase de sueños hechos de recortes, pedacitos y repeticiones son una ofrenda de lujo para el altar del analista. Son sueños misteriosos, oscuros, incómodos. Están ahí, disponibles como la punta de un ovillo para un gato. Dicen quienes lo conocieron, que Mario Levrero afirmaba que se puede escribir una novela entera detrás de una imagen onírica suficientemente inquietante. Incluso creo que alguna de las tres novelas de la trilogía involuntaria fue escrita a partir de un disparador onírico. Probablemente, El Lugar. Hace unos meses, también, tuve el placer de leer una maravillosa antología inédita de relatos tejidos a partir de los sueños de su autora. No es casual –pero tampoco deliberado- que los pocos miserables posts de este blog en los últimos meses huelan todos, a cosa onírica. Muchos sueños y algunas notas sueltas, casi siempre mentando el rastro de un sueño mal escondido; es lo único que escribí a diario durante estos meses “que no escribo”. De nuevo, le debo a la tenacidad del inconciente el retorno a la escritura festiva y placentera. Parece que hace bien soñar para estar despierta. Que sean estas líneas una forma de volver a decirle buen día al blog abandonado y el relatito que sigue -fruto de un sueño que, curiosamente, me aterrorizó- un primer intento de espabilarme.

3.9.08

Pantalla grande, el regreso

El domingo, por primera vez, fuimos al cine con Tino. Fue una larga espera la mía; no digo que no haya ido durante cuatro años, pero con la llegada de un niño a mi vida, esperaba ver multiplicadas mis posibilidades cinéfilas gracias a la estupenda pantalla infantil de este milenio. En cambio, ví pasar los fabulosos estrenos de Pixar y Disney, uno tras otro, postergados ante el espanto de mi hijo a la oscuridad y al volumen amplificado. (Hubo un intento en el CCE que no pasó de los créditos iniciales y otra vez, hace un año más o menos, fuimos a ver El Arca de Noé; cuando apareció el tigre –uno más bien domesticado- mi hijo me dijo aterrorizado “vamonós de acá!”. Hice de todo: alquilé películas y, si le gustaban, le explicaba que eso es cine, pero en chiquito; un día -no me enrogullezco pero es cierto- en el colmo de mi pasión devenida en violencia emocional, amenacé: “y bueh, me voy a tener que buscar otro nene que me acompañe”. Por respuesta, recibí un indolente “Bueno, andá y a mí dejame con los Backyardigans y Bob el constructor”. “Es chiquito, ya le va a gustar, al fin y al cabo es hijo mío”, me decía a mí misma y otra voz, desde mi cerebro límbico replicaba: “Sí, pero cuándo, cuándo?!”). Este domingo, espiando detrás del diario abierto y como tantas otras veces, le pregunté: “no querés ir al cine a ver a WALL-E, el robotito que se enamora?”. Después de un silencio llegó el “sí”, que no sería desaprovechado por mi compañero y por mí. Mi hijo es un romántico: si es de amor y de máquinas, dale que va. La espera tuvo su recompensa, porque por esas cosas de la propuesta cinéfila montevideana, la película no figuraba en la matinée de ningún shopping, solo la ponían en el Maturana, un viejo cine de barrio sobre la calle Agraciada. Después de vagar un rato por la Tristán Narvaja, haciendo tiempo, nos fuimos derecho a la función de las 16.30. El declive de la sala inmensa y casi vacía nos empujó suavemente. Nos dejamos las camperas puestas porque adentro estaba más frío que afuera y nos acomodamos en silencio como si fuera una iglesia. Las sillas de madera, la pantalla grande al fondo y un escenario amplísimo, apto para un número escolar de fin de año. Entonces, volví atrás; otra vez estaba sentada en las butacas duras del cine Aconcagua de mi barrio. En el Maturana, como en aquel, una radio local sonaba en los parlantes mientras el comienzo de la película se postergaba indefinidamente hasta que llegaran más niños. No estaba, en cambio, el gato gris obeso que caminaba de un lado a otro del escenario con la misión de cazar posibles ratones. En el Aconcagua era común que el gato -que era gata y con el tiempo fue sumando su cría a las funciones- se te sentara en las rodillas en medio de la película, y no era nada raro tampoco salir con alguna picadura de pulga un sábado de doble función en continuado. En aquella sala con olor a galletitas Manón y a Rodhesia conocí a la Cenicienta, a Bambi y Dumbo -cuyas biografías no eran muy diferentes ni menos terribles que los cuentos de pos guerra que me contaba mi abuela croata; así quedé-. Ahí mismo me quemé el cerebro con las historias siempre huérfanas de Andrea del Boca, crucé la pantalla con la Rosa Púrpura, ahí toqué los dedos alargados de ET y salí a leer a Borges como condenada después de ver El Nombre de la Rosa. Fue en el Aconcagua donde corrí con Carrozas de Fuego y lloré toda una tarde en continuado con “Ladislao, estás ahí?", "A tu lado, Camila”. Por eso también, esa primer tarde en el vientre del cine Maturana fue un regalo inesperado. Tino esperaba mirando todo. “Estoy nervioso”, me dijo, y me leyó la mente. Unos gurises más grandes, achicaban la espera corriendo por el pasillo central y haciendo sonar el tambor del piso de madera bajo la alfombra. Una madre joven que había venido con los suyos y los de varias vecinas, repartía botellas de jugo y hacía circular una bolsita de supermercado gorda de pochocho casero, que acá llaman Pop. Nosotros tres nos fuimos devorando el nuestro antes de empezar. La función largó casi media hora después de lo que decía el diario. Cuando apareció la lampara saltarina de los estudios Pixar, Tino se acomodó en mis rodillas y no quitó la vista de la pantalla, embobado, durante toda la película. Su perfil boquiabierto se recortaba sobre el fondo iluminado. Podía sentir su respiración agitada contra mi pecho en los momentos de suspenso; de pronto me agarraba las manos para que le tape los oídos en la parte de las explosiones y la música triunfal. WALL-E y su amada robot salvaron al mundo tomados de sus manos de lata, las luces se encendieron y fuimos saliendo, de la mano también, nosotros tres. Mi compañero y yo estábamos contentos, con esa alegría misteriosa que tienen las primeras veces de todas las cosas. Le preguntamos a Tino si le había gustado. Nos miró con cara de qué pregunta y contestó: “Claro! Pero estoy un poco mareado!” "Claro, es el cine, hijo, es el cine".

17.5.08

Una soga

No se trata de un acontecimiento nomás, sino de la suma o yuxtaposición de imágenes y momentos vistos, unos, y otros intuidos debajo de la piel del día. Resulta que, de pronto, apareció la soga cayendo desde lo alto, y vaya si seré despistada que, oia, recién entonces caí en la cuenta de que lo que había a mi alrededor eran las paredes negras de un agujero, que estaba atascada y que esa soga era para mí. Todo al mismo tiempo. Así hacemos algunos a veces para poder seguir: más o menos negamos todo hasta que sabemos que la salida está cerca, entonces se nos superpone el miedo de la caida, la angustia del pozo y la alegría desmesurada de la soga que nos está rescatando. Funciona. Con contraindicaciones, pero funciona. No viene al caso hablar del pozo. Trataré más bien de recapitular la suma de pequeñeces que sincronizaron su aparición para corporizar la soga de la cual, no de inmediato pero finalmente con firmeza, me aferré hoy durante la tarde, y empecé a subir. Lo primero fue su mano diciendo adiós desde la silla de ruedas, dejándose rodar en la silla plateada pero más sentada que nunca en su sonrisa de diabla vieja; verla desaparecer detrás de las mamparas grises; quedarme enfocando su ausencia hasta hacer foco más acá, con la mirada borrosa, sobre el grito luminoso que había en la pared: "Miracle. Está en tus manos”. Fue volver manejando de Carrasco sabiendo que podía llegar a dormirme en un semáforo en rojo, pero que la frase del espejo rebotaba en mi cabeza como las esferas de lata de un despertador. Fue un reencuentro imposible con quien yo fui alguna vez, a través de una canción de gigantes y de amores de diferentes tamaños, un recuerdo indispensable que llegó sin que lo llame. Fue la remota tibieza del deber cumplido, al menos en parte, después de mucho tiempo de deudas; una tregua para la conciencia atosigada por obligaciones que no deberían pinchar de puro pinches que son, falsas delicatessen de la realidad que son unasco y sin embargo, yo me trago sin chistar. Fue lo que una de ellas dijo luego de reír en el teléfono y la otra, a la vez, en un correo: vas a volver a estar alegre. Fue la gata Menta husmeando el colchón vacío en la habitación que hoy volvió a convertirse en mi habitación. Fue palpar mi presencia en la soledad de la casa, mi presencia ociosa, recostada e insomne. Fue darme ese recreo hasta para no extrañar, hasta para no necesitar y no esperar el regreso de los marineros. Fue este diálogo con mi hijo que me hizo sonreír en la oscuridad y me quitó todo el miedo: -Ma, otro cuento, me hacés? Uno con la boca? -No, muac; dormite de una buena vez, que sueñes con los angelitos. -Bueno. -… -Ma? -…Hum? -…Qué es un angelito? -… -Maa?.. -...Es un espíritu que está siempre con vos para que no te pase nada malo. -Bueno? -Sí! -Blanco? -Y... sí, blanco puede ser. -…Un fantasma! -… -Mami? -…Qué pasa? -Puedo dormir en tu cama? -No. -Entonces sacame de acá al angelito ese. Y ahí fue que me aferré a la soga. Y me dí cuenta de que todas las noches podrían ser más o menos como esta. Por ahí es cierto que hay quienes somos como el gigante aquel que al final descubrió que la única compañía a su medida era su gigantesca y bienamada soledad.

29.3.08

Sala de espera

Cuatro personas esperaban sentadas en los sillones de falso cuero blanco enfrentados como puntos cardinales. Se ignoraban educadamente como si no quisieran contagiarse ni siquiera con la mirada. Un hilo de música funcional hilvanaba la espera de todos. Yo entré y fui directo a la recepción; pero la había visto antes aún de entrar, calcado su rostro en el reflejo del mío sobre el vidrio blindado de la puerta. Ella se frotaba las manos, no digo, con inquietud, era otra cosa, y las volvía a poner sobre las rodillas. Miraba a un punto imaginario en el suelo, un poco más allá de la punta de sus zapatos y volvía a hacer aquello de las manos. Quién sabe por qué, yo, que venía de la calle pensando en nada e iba allí por otra cosa, empecé a preguntarme cuál sería la espera desesperada de aquella muchacha. Fue una flecha de piedad lanzada por el arco de su espalda erguida y altanera, y el gesto cóncavo y triste que lleva siempre una mujer derrotada. No, no siempre, quise decir esa mujer, en ese instante. Fue un picotazo al adentro y sentí de inmediato una culpa insignificante al comprender que ella necesitaba un auxilio que yo podía pero no iba a darle, porque no se estila andar por la vida empuñando una varita o una palabra salvadora o una daga para terminar de una vez con todo. Quise ignorarla porque yo venía a otra cosa, eso lo dije, pero mientras hablaba con la secretaria, no pude evitar prestar atención a esa urgencia de frotarse las manos como si estuviera esperando que un genio apareciera de una lámpara invisible. De pronto, sin dejar de hablar lo que yo hablaba y sin dejar de escuchar las indicaciones monocordes del otro lado de la mesa de fórmica, me ví a mí misma hace veinte años, en una sala parecida pero sin luz de la mañana colada entre las persianas, sin sillones de cuero ni otros ni secretaria. Me traje y me distraje en mi derrota. No dejé ni un momento de hacer mis preguntas operativas, incluso devolví una o dos sonrisas y atendí las explicaciones; sin embargo, era yo esta vez restregándome las manos en una espera desesperada, veinte años atrás, como si jamás hubiese salido de allí, como si en dos décadas no hubiese estado mirando otra cosa que aquel punto en mi mente, justo delante de mis zapatos. Y por extraño que parezca, en ese paréntesis obligado de la memoria, adiviné la cara de oprobio de los otros tres esperadores cuando en unos instantes yo me pusiera en cuclillas justo enfrente de los ojos de la joven, cuando moviera mi cuerpo para instalarme en el centro de su pensamiento; y presentí su desconcierto -y su alivio?- cuando le tomara las manos y le preguntara, como si hiciera falta, te puedo ayudar. Hay imperativos del alma que nadie te impone y que nadie puede impedir que te veas obligado a cumplir. La secretaria extendió entonces el papel para que yo lo tomara, lo apoyó sobre la mesa de fórmica para que pusiera en él mi firma y yo, que quise asirlo pero sucedió lo de aquella brisa a mis espaldas que lo hizo volar. Y entonces me dediqué a atraparlo aplaudiendo en la nada, persiguiendo la hoja leve y oscilante que se estacionaba en el piso encerado y yo detrás, y la hoja que aún insistía obstinada en patinar un poco más, separada del piso por un colchón de aire ínfimo, disparada limpiamente hacia la sala de espera, hasta que pude atraparla en un malabarismo ridículo y un malambo absurdo y certero. Y cuando me agaché y me extendí hacia el papel, en cuclillas, justo frente al sillón vacío, no tuve que darme vuelta para saber que era ella la que había provocado la brisa, la que había decidido no esperar más, dejar de tolerar; la que había huido, en fin, corriendo o caminando; quién sabe cómo hacen los demás para salir. En verdad, solamente queda el recuerdo de lo propio y el vaivén de la puerta entreabierta de las salas de espera de nuestra biografía.

23.2.08

Arqueología del insomnio (apuntes a la salida del sol)

I.
Soy insomne. Al menos desde los quince, tal vez antes. Sencillamente, me cuesta apagarme, bajar el interruptor, parar los motores. Relaciono mi insomnio con la genética –a mi mamá le cuesta pegar el ojo- y con la mala educación del sueño en mi primera infancia. Esto último agravado por dos cuestiones biográficas: la curiosidad incontrolable que yo tenía por mantenerme despierta y tratar de escuchar desde mi cuarto las reuniones de mis padres con sus amigotes o el delicioso morbo sufriente al escucharlos discutir en la madrugada. (El otro día vi un fragmento del documental de Berliner, en el que él se confiesa insomne irredento y le reclama a su madre en cámara por no haberlo educado en el buen dormir, además el tipo se ha convertido en un obsesivo con los horarios de sueño de su bebé, etc. Me pareció decadente pero me sentí identificada).
La otra madre de mis desvelos es la lectura, claro. Soy del club (de grande descubrí que somos legión) de los que usaban una linterna bajo la frazada para leer hasta altas horas de la noche. Para no ser descubierta, interrumpida o reprimida en el final de una novela, podía sudar dos horas debajo de la manta y terminar con tortícolis por todo el día siguiente. Ahí me pregunto qué fue primero, si el huevo o la gallina, el insomnio o la literatura.
II
No sé cómo hacía para rendir en la escuela. Y eso que no era mala alumna, al contrario, de mediocre para arriba. Quién sabe, con un buen descanso en esa etapa germinal de mi formación, tal vez hubiese sido un genio, una pequeña maravilla infantil. El caso es que, ya con quince, aparezco en las fotos con una expresión flemática y unas ojeras del siglo XIX muy a tono con la que ineludiblemente sería mi temprana vocación por la escritura. Era la época de ir a la Agronomía con mi perra Almendra y hundirme boca arriba en el campo de alfalfa a leer a Borges, Hesse, Tolkien; y de noches enteras con Lorca, Poe, Teresa de Avila, San Juan de la Cruz. Dormir era pecado mortal. Parafraseando a la santa, podría ilustrar esta etapa de mi vida con “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no… leo” (!).
III
Probé de todo, valeriana, melatonina, pasionaria, ramas de lavanda, digitopuntura, meditación, yoga, sexo, tecito “Duérmete!”, plidex. El té, que tiene pasionaria, en dosis doble, creo que me ayuda, al menos forma parte del rito personal de “finalmente, tenés que ir a la cama y dormir, carajo!” (habría que abrir un capítulo aparte sobre las manías del insomne y aquellas otras ejercidas meticulosamente para conciliar el sueño). Pero, si realmente quiero dormir, si debo hacerlo por razones de vida o muerte, tengo que tomar un somnífero del estilo Rivotril para arriba. (Tengo que pensar la palabra del medicamento porque siempre la confundo con Rivendel, la tierra élfica de Tolkien. Una vez, incluso, dejé perplejo a un farmacéutico).
Entonces, con la pildorita blanca, caigo como una piedra al fondo de un lago, sin cansancio ni sueños; sin disfrutar nada de lo disfrutable del dormir, amanezco igual de embotada que si hubiese dormido poco y con algún brazo o la cara aplastada y con surcos por estar toda la noche en la misma posición, no diría descansando, sino recuperándome del knock out químico. (Por eso no uso Rivotril desde hace años, aunque no lo descarto del todo para alguna época crítica en la cual necesite imperiosamente dormir temprano).
En estas últimas semanas, encima, estoy durmiendo muy, muy tarde y a veces me despierto con la primera luz del alba. Siento los párpados de papel de lija y empiezo a experimentar, aún sin levantarme, una especie de mareo que arrastro toda la jornada. Durante el día necesito hablar en voz muy baja y moverme con lentitud, como si estuviera en “modo de ahorro de energía”.
Ni hablar del estado en el que quedo si la cena anterior estuvo regada con más de dos copas de vino o más de dos puchos. Pero sobrevivo. He descubierto que soy fuerte. Ya no es usual que me angustie al paso de las horas de desvelo, salvo en esas ocasiones en las que soy yo la que está más sombría que la noche. Y, aunque me gustaría aprender a dormir un poco mejor, no sé si cambiaría mi condición desvelada por la de una mañanera corredora de la rambla; esas con expresión brillante en los ojos, las que tienen la piel de nácar y las respuestas rápidas antes del mediodía.
IV
Recién ahora, a los cuarenta años, casi, y con un hijo de tres, empiezo a reconciliarme con mi naturaleza noctámbula. Ayer, por ejemplo, me quedé leyendo hasta las 2 (una biografía espléndida de C. Lispector). Hoy me desperté a las 6 de la mañana porque no podía seguir durmiendo. En la madrugada había un corro de voces e imágenes rondando alrededor de mí. Como los pensamientos en la cabeza de Damiel y Cassiel. Impresiones, escenas que me parece que soñé o que simplemente están ahí ante mis ojos, que suceden con mi protagonismo pero sin mi voluntad, como una vida paralela.
Así es como estoy durmiendo las últimas semanas, para la mierda.
Durante todo el año pasado en el cual me dediqué exclusivamente al trabajo literario, no digo que mi sueño mejoró, pero mejoró mi relación con el insomnio. Por primera vez desde mi adolescencia, dejé que mi insomnio me mostrara su lado fructífero y benefactor.
Es distinto desvelarse por la noche sabiendo que, al otro día, habrá la posibilidad de seguir trabajando en la simiente de un relato nacido al borde de la vigilia y con una siesta de por medio, que la realidad inminente de tener que estar bien descansada para funcionar, andar veloz en tacos, parecer inteligente y convencer de ello a un grupo de expertos en traje y corbata con gerundios infames en inglés del estilo Leveraging, Fostering, Strengthening, Promoting, Improving. Es ingrato.
V
Estos primeros meses del año me tienen a mal traer. No escribo (no tengo el espacio, el ocio y la energía espiritual que necesito) ergo, no estoy bien, ergo, duermo peor que nunca. (Estoy escribiendo esto, casi en forma automática, como un experimento de exorcismo).
Cuando escribo, bien o mal, duermo mejor. O bien, mis insomnios son de mejor calidad. Si no escribo, duermo pésimo y los insomnios son de terror.
Me levanto malhumorada y todo el tiempo siento que debería estar haciendo otra cosa. Me la paso pidiendo disculpas por tratar mal a los que quiero. No soy yo la que está en mí sino un personaje de la galería de los pusilánimes, una sustituta que me fastidia con su parálisis mental.
Este estar fuera de lugar, cansada y enajenada, me contamina el ánimo aún en aquellas cosas que me gusta muchísimo hacer y que me son vitales: estar con mi hijo, cocinar, charlar con R, estar en la casa de la playa. Adoro todo esto, pero no puedo disfrutarlo plenamente si no escribo. Es así, no se cómo funciona, pero es así.
He llegado a pensar que para mí, escribir, no se trata de vocación. Que no tiene nada que ver con un acto estético o algún imperativo de orden espiritual. Que poner el alma en un papel es una necesidad orgánica, una tendencia de carácter obsesivo, arraigada vaya a saber en qué oscuros pasajes psíquicos de mi infancia, mi ego o mi aparato neurológico.
Tal vez, debería empezar a considerar la escritura como una droga.
Así sería más franca conmigo misma y podría elegir curarme, dejarme consumir por ella o morir de sobredosis.
Y dormir, en paz, al fin, por más de ocho horas.

13.2.08

desencanto

despertar y seguir en sombras sin nombre propio vivir con los ojos cerrados soñar y olvidar, como la bella durmiente; inmóviles los músculos del alma las manos infecundas, las mismas que antes sudaban tomates y palabras otra vez, cien años cien años de página en blanco cien páginas de años dormidos no hay príncipes, ni besos que curan, sólo enanos piadosos y manzanas envenenadas

1.2.08

2008 RELOADED

Durante los infinitos brindis de despedida del año viejo y bienvenida del nuevo se repitió la típica advertencia de “A los ojos, a los ojos!”. Pero esta vez, en vez de la explicación de “Brindemos mirándonos a los ojos o vendrán 7 años de mal sexo” (“Oh, no! Otros siete años!”, vociferan algunos) aggiornamos el dicho a la medida de una amenaza más temida (ya que en la otra o no creemos o nos hemos resignamos): “A los ojos, a los ojos o… 7 años sin conexión a Internet!”. El nuevo brindis, más contemporáneo, surtió su efecto sin excepción y las copas chocaron prestas, sostenidas por miradas de ojos de huevo ante la temible, impronunciable, apocalíptica amenaza. Se ve que yo debo haber mirado para abajo, sin querer, durante algún brindis porque es el primer post que logro colgar en mes y medio. Al contrario, y para no perder el pulso, tuve el aliento necesario para anotar cada día algunas frases sueltas, pensamientos a medio camino y, sobre todo, docenas de sueños que, durante el mes de enero brotaron cada madrugada como hongos después de la lluvia. Sueños floridos, surgidos sin duda de la mente descansada, el cerebro relajado y el buen vivir. Vamos a dejar que los sueños escampen en su cuaderno de tapas verdes y, en cambio, voy a transcribir para Crónicas de la Cebolla algunas anotaciones sueltas de enero. Todo muy estival, silvestre, suelto de ropas, como para empezar bien el año de la Rata que carga, por lo demás, con la bendición o la condena de no ser más un año sabático. I – Algunos sms navideños -¿Qué tal si además de proteger a tanta cosa importante también protegemos la alegría?A y C -Soy V. quería preguntarte cuál es la receta de esa ensalada de papa y cebolla que tú haces.Feliz navidad. V. -Hola, feliz Navidad! ¿Me das la receta de la ensalada de papa de tu abuela? P. -¿Qué más llevaba la ensalada de papa tuya además de cebolla? I. -Socorro! ¿Qué clase de cosa se supone que es el espíritu navideño? Mamá Noel. -El Espíritu Navideño duerme la siesta y pronto querrá su mema… (Respuesta) -Abrí un paquete del árbol y había un peludo de regalo. ¿Es esto normal? G. II – Anotaciones silvestres Una de la madrugada. Estoy en la cama con mi libro. Un sapito mínimo corre por mi cuarto. Verde oscuro, asustado. Lo veo pasar, sin ganas de levantarme para sacarlo. Aparece debajo de la cama y da la vuelta. Desaparece. A la segunda vuelta ya tiene la pelusa del cuarto pegada a las patas. A la tercera vuelta, parece un ser mitológico en miniatura, un batracio-yeti. Voy a levantarme a sacarlo. Le tiro un trapo por las dudas que me eche una meada. Meadita mínima. Abro la ventana y sacudo el trapo. Me acuesto. Parece que el sapito se quedó pegado al trapo porque pasa de nuevo, apenas logra saltar de tanta pelusa que arrastra. …. En la casa de Solís hay tres lagartos que nos visitan a la una del mediodía (les pusimos Otelo, Kaos y Negriti). Vienen a pedir comida, restos del asado, frutas (el melón no les gusta, pero la sandía los saca de quicio). Dicen que no muerden. Hay además un búho de plumones blancos que se para en la antena a medianoche. Hay ratones de campo que aparecen y desaparecen en el borde del pasto cortado del terreno, dos gallinetas que parecen Thelma y Patti, las tías de los Simpson, varios mirlos, picaflores y algunos benteveos. Una noche R.vió algo que parecía un zorro o una comadreja. Y está la gata Menta, con su collar verde inglés y su medallita de plata con el teléfono, mirando a toda la fauna slvestre desde su altura de niña rica. La gata Menta ha descubierto su lado salvaje. Nos trajo un ratón igualito a Ratatouille, varios cascarudos y una oruga fosforescente que le daba asco masticar. La gata Menta atrapó a un colibrí que vino a libar distraído las Santa Ritas. Es intolerable verla atrapar a un bicho tan hermoso. Lo tuvo un tiempo atontado. Se sentó delante del moribundo como una efigie. Lo miraba aletear sin piedad y lo cacheteaba cada tanto. O lo hacía saltar medio muerto. Yo me fui para adentro para no sufrir ni coartar su naturaleza felina. Al rato, me había olvidado. Más tarde, debajo del quinotero, encontré abandonada una pelotita verde con un piquito. De madrugada. Me levanto para ir al baño pero me distraigo con algo que se mueve en medio del terreno. Salgo sin hacer ruido. Un ser blanco. No es un perro. Hunde la cabeza en la hierba, husmea el pasto largo y se deja deglutir por el follaje. Se detiene. Me ha visto. Yo ya no lo veo. Diez metros entre el ser blanco y yo. Detrás de la oscuridad, intuyo sus ojos de infierno, de hielo. Ojos inocentes, sin domesticar. Peligrosos. Cierro la puerta y voy a hacer pis al baño. Ya no dormiré. III- Decires de Tino (3 años y medio) -Mamá, si estás de mal humor mandame a Malvín. -Ma, ¿los Reyes viven con Papá Noel en una juguetería? -Mamá, yo no quiero crecer. -Y por qué no querés? -…Porque voy a ser grande como vos y no voy a tener más ganas de jugar. -Ma, ¿tú sos vieja o sos una niña que creció? -Mamá, quiero un hermano… O puede ser un perro chico. -¿Qué hacés, Tino? -Estoy haciendo un cuento… -¿Y qué dice ese cuento? -“Había una vez un niño que estaba dibujando y vinieron a molestarlo…” -Mamá, estoy cansado de descansar.

11.12.07

historia doméstica

Cuando I. se despertó esa mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertida en un moderno electrodoméstico hogareño. Al principio creyó que se trataba de un sueño y que el pinchazo en la cadera era nada más que el nervio ciático que molestaba de vuelta. Pero cuando estiró el brazo - lo que ella todavía creía que era brazo- vio un aparato de cocina de esos que sirven para picar, licuar y batir. En el lugar del hombro tenía una articulación plástica muy estilizada que continuaba en un apéndice metálico rematado por una bocha semicircular con dos cuchillas. I. estaba aturdida; no pensó que fuera imposible que una mujer se convirtiese en robot de cocina así nomás, lo descabellado era que le estuviera sucediendo a ella. Hizo el gesto de tocar a su marido para despertarlo pero temió lastimarlo con las cuchillas afiladas. Entonces quiso levantarse para lavarse la cara. Cuando apoyó los pies descubrió que en lugar de ellos debía incorporarse -no sin cierta dificultad inicial- sobre un tubo de metal encastrado a otro tubo que terminaba en el pico de una aspiradora. La cabeza le resultaba liviana en posición vertical, aunque se bamboleaba un poco y le hacía perder su ya precaria estabilidad. Corrió hasta el baño –más bien, rodó- sobre las ruedas de su pie izquierdo curiosamente transformado en una lustradora de piso, y se miró en el espejo. En vez del rostro y la melena castaña sobre los hombros tenía un balde color celeste, sin mango, claro, para qué, si lo llevaba puesto. En el sitio del vientre había una puerta de vidrio circular en la cual podía colocarse ropa para lavar. Del lado donde debería estar el seno derecho, tenía una libreta con una birome colgada y, del otro, un almanaque con las fechas de cumpleaños, aniversarios y vencimiento de los servicios de agua, luz y teléfono. Nuevamente, intentó llamar a su esposo que aún dormía en la cama matrimonial; pero en vez de su voz, salió el pitido monótono y agudo de una lustradora. De la nuca le habían nacido una serie de cables extensibles multicolores con sus tomas eléctricas –desenchufadas- como un manojo de trenzas rastafaris. Giró un poco por encima del hombro (la bola plástica de la multiprocesadora) para mirarse en el espejo del baño. En la espalda, de un metal opaco muy moderno, colgaban simpáticos percheros. Imaginó que serían útiles para hacer las compras en la feria o cargar la mochila de la escuela de su hijo (la verde con vivos rojos, la de la piscina y la valijita de la merienda). El cambio en su fisonomía era tan abrupto que, en vez de desesperarse, se sentó en el sanitario a pensar –porque el balde le permitía eso, al parecer- qué hacer de ahora en más. Es cierto que en esos días ella se había estado preguntando casi obsesivamente cuál era su verdadera misión en la vida. ¿Ser un ama de casa vocacional a tiempo completo o perseguir la loca pasión que sentía por la escritura? ¿Quedarse encerrada en una vida hecha de pequeños detalles higiénicos o extender las alas de su talento hacia los cielos negros de la creación literaria? Jamás pensó que la respuesta le llegaría de un modo tan brutal. Algún extraño designio se había pronunciado esa noche, uno que le hacía saber de un modo categórico, que su destino era ser madre y esposa devota, preparar almuerzos celestiales y cenas lujuriosas, limpiar la casa hasta dejarla brillante y aireada como la de un sultán. En un gesto típico de ella quiso rascarse la palma derecha con la mano izquierda y casi gritó de alegría cuando vio que allí seguían, en perfecto estado de humanidad, sus cinco dedos de piel blanca y uñas cortas, con el índice mocho de la cicatriz y la alianza de plata en el anular. De lo que ella había sido alguna vez, sólo quedaba esa mano boba, la torpe, la del corazón. Pensó que, en cierta forma, la utilidad de ese miembro era vital para enchufar y poner en marcha sin ayuda externa todos los aparatos que tenía integrados en su nuevo organismo. También -se consoló- podría volver a acariciar a su hijo, saludar de lejos al bus escolar, quitar las malezas del jardín y todo lo que, en fin, puede hacerse con una mano. En eso, su esposo se despertó; pasó de largo junto a ella y siguió hasta la ducha farfullando un buendía enroscado en la lengua. No se había dado cuenta del cambio. A I. no le llamó la atención ni le molestó porque no era la primera vez y porque sabía que los hombres suelen ver solo lo que quieren ver y, el trabajo doméstico, en general, les resulta invisible. Por el solo hecho de que estuviese todo tan claro, I. casi empezó a sentirse a gusto con su destino. Estaba a punto de empezar con las tareas de aquella casa enorme cuando, de pronto, por detrás de la lluvia de la ducha, escuchó el canto de un pájaro en la terraza de su casa. Le pareció un trino diferente, afinado. Rodó sobre el piso de parquet hasta la ventana y allí lo vio, picoteando con fruición los pastitos tiernos de la maceta de los geranios. No era un gorrión ni una gaviota, muy comunes en ese vecindario. Era un canario, un manojito emplumado y nervioso de color amarillo. Por el modo entusiasta y algo tímido de moverse se notaba que el ave gozaba de una libertad repentina, fruto, tal vez, de la puerta mal cerrada de una jaula. Cada tanto, levantaba la cabeza por el borde de la maceta y miraba a los costados como diciendo “aquí estoy, finalmente, quién lo hubiera dicho”. I. se quedó inmóvil en el umbral pensando que al pajarito le asustaría ver a esa especie de armadura viviente con accesorios en la que se había convertido. Pero el ave no se alarmó, al contrario, le dedicó una mirada chiquita y piadosa, y siguió con lo suyo. Entonces algo en ella se desconectó. Inexplicablemente, en vez de seguir el mandato del balde que tenía sobre los hombros, rodó derecho a su escritorio. Cerró la puerta, encendió la computadora y, siempre con la mano izquierda pero con una destreza aumentada por la discapacidad, olvidó toda la mugre y el desorden del mundo y empezó a escribir una historia cualquiera, una que empezaba con un canario amarillo fugado de una jaula.

15.11.07

Ciudad Dalila

Me es muy difícil escribir en Buenos Aires. Me dí cuenta hace un tiempo. No me pasa en otra parte. No sé por qué. Intuyo el motivo pero no lo puedo poner en palabras todavía. Cuando me siento frente al teclado en mi casa de Buenos Aires o en un bar, me quedo paralizada. Siempre me parece que hay algo que no hice, alguien que todavía no ví, algo pendiente. Eso, y la cualidad misma de la ciudad, no me permiten reunir mis sentidos en un mismo lugar. Acá mi vida es poco menos que monocorde con chispazos de aventura muy poco frecuentes y, por eso, tan valiosos. En Buenos Aires me transformo en un apuro de caballos desatados, un manojo de ansiedad efervescente, de ganas postergadas, de placer compulsivo y de excesos. Por eso, cuando voy -que es bastante seguido- la paso grandioso pero, un poco, soy otra. No me siento ajena, ni extraña, ni incómoda, al contrario; una parte mía está más a gusto que en cualquier otro lado. Pero siento que sentarme a escribir en Buenos Aires es, al menos, ridículo, inadecuado. Como un tipo que prende el televisor para ver un documental sobre botánica, una mañana de primavera y en medio de un jardín florido. En cambio, me la paso caminando, vagando, discutiendo de política con amigos, arreglando el mundo en las sobremesas de familia, puteando por lo malo aunque no lo sufro, alabando lo bueno aunque lo disfruto de lejos. Un poco de cine con madre o tía niñeras y las librerías de viejo hacen el resto. En primavera, Buenos Aires parece de estreno, reluce, saca chispas, provoca. Tiene tantas historias y personajes para conocer en la calle que es allí donde tengo la necesidad de estar. Descontando a los taxistas -que son toda una raza parlante aparte- sólo en mi barrio, me faltan los dedos de las manos para enumerar anécdotas: la almacenera gallega, el correntino del segundo, la china del super, el ponja de la tintorería, la boliviana de las verduras, el tano de la heladería Venezia, Yina la peruana de los cosméticos, el judío de la lencería, el ruso del cyber. Todos porteños de manual, todos viviendo una vida de guión de cine. Buenos Aires me quita la fuerza, pierdo la tonicidad creativa cuando estoy allí. No se trata de falta de tiempo ni de haraganería. Es ella, la ciudad. Posesiva. Rabiosa. Sabelotodo. Vivelotodo. Ciudad sin tregua, insomne, potente, drogada. No para, no para, no para. Y cuando lo hace, es para verte dar vueltas por el mareo que te provoca su influjo. Buenos Aires es como esos amores fatales que si están demasiado cerca te emboban los sentidos y de los cuales hay que tomar algo de distancia para sobrevivir. Cuando me alejo, la extraño horrores y hasta sufro; pero cuando estoy allí, no soy del todo conciente de mi presencia. Vivo enajeanda. En Buenos Aires soy como Sansón después de la peluquería. Y, claro, la historia no le hace justicia a la chica, pero hay que decir que, sea como sea, el tipo la pasó bomba con Dalila y que, ella y sólo ella, fue el gran amor de su vida.

6.11.07

Los zapatos

El ha dejado sus zapatos en la sala, junto a la puerta de entrada. Han quedado así nomás, un poco ladeados, bizcos, con las puntas apoyadas en el vidrio del ventanuco.
Todavía conservan la humedad caliente de sus pies. Son buenos zapatos de hombre, hechos de cuero color café. Naves robustas atracadas a una orilla; algo deslucidas, exhaustas, vencidas por el tiempo y el camino. Pero son buenos zapatos y todavía no se rinden.
El los ha dejado en la sala al entrar, a la usanza de los extranjeros. Tienen la panza muy abierta, ensanchada por sus pies de fauno, rasgadas las punteras por sus pezuñas.
Ahora sus zapatos miran hacia afuera, aburridos, hacen tiempo. Ven pasar la gente, los coches, los gatos, las doñas que vuelven de la feria, los niños que salen de la escuela.
Es verdad, normalmente son solo zapatos. Pero así como están, en la sala, con las narices pegadas al vidrio, me parecen las dos cabezas de una fiera. Una que espera, paciente y feroz, para llevárselo lejos de aquí.

31.10.07

Acción de gracias

Hoy al mediodía, vagaba yo por la plaza Matriz haciendo tiempo entre dos compromisos que tenía. A las 12 en punto, sonaron las campanas de la Catedral. Algo dentro de mí debe haber sonado también porque tuve la imperiosa necesidad de entrar. Dejé la chuchería que estaba mirando en la mesa de antigüedades, crucé la calle y subí la escalinata. El altar mayor estaba a oscuras, pero a la derecha, en un altar más pequeño iluminado por falsos candelabros con lamparitas de bajo consumo, había un grupo de fieles escuchando misa. Tocaba el salmo. Me quedé acodada en una columna, de costado, casi como espiando. Una mujer leía los versos, tenía algo más de sesenta años y el pelo completamente blanco; o era una monja de civil o bien podría haber sido una laica consagrada, vestida toda de gris y celeste. Leía las estrofas del salmo y el estribillo lo cantaban todos los fieles: "Yo confío en tu misericordia". No sé que salmo era el que leía, pero decía algo así como: "te agradezco Señor por haberme salvado de las garras de la muerte/ te agradezco por rodearme de amigos que me salvan de mis enemigos". De alguna manera, al escuchar estos versos del salmo, encontré sentido a esa especie de llamado que había sentido unos minutos antes. Como si alguien me hubiera dicho: "vení un momentito nomás, que esto lo tenés que escuchar". O era lo que necesitaba escuchar en estos días, nada más, y estaba en el momento indicado y el lugar indicado. (Y ahora que escribo estas líneas y recibo a la vez un mensaje de R. contándome lo que me contó, me doy cuenta de que hay mucho más para agradecer; en principio, nada más y nada menos que vivir para contarla). Cuando se acabó el salmo, vino el aleluia y después el cura se paró y leyó la parte esa donde dice que los últimos serán los primeros en entrar al reino de los cielos. Cuando el cura empezaba a dar el sermón, yo ya estaba de nuevo bajo cielo nublado de la plaza Matriz.