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7.7.13

El enlace


La conversación dura pocos minutos.
Es domingo, mediatarde. Ambos esperamos junto a la caja para pagar y huir del restorán que es un infierno de gente queriendo salir y esperando por entrar. 

Un rato antes, desde mi mesa, me había llamado la atención la pinta aristocrática y distante de aquel hombre mayor, a la cabecera de la gran mesa, con mirada de príncipe distante y abrumado.

Él empieza. No sé qué ve en mí que lo anima a sincerarse. Tampoco sé por qué lo que me cuenta se me clava como una espina que no se quita, la semilla de una fruta atravesada en la garganta; como si me hubieran dado un papelito doblado con un mensaje invisible, encriptado, que no sé a quién debo entregar ni por qué.

-Yo soy del inframundo, soy el enlace.

Eso fue lo que dijo, y agregó: -Si usted supiera, pensaría que soy una porquería, un monstruo.

Le pregunto qué cosa puede ser tan grave, pero no me contesta. 

De repente su aspecto se vuelve frágil, como el de alguien que está a punto de desvanecerse y tiene urgencia por transmitir algo antes. Me extiende la mano pidiendo la mía y se la lleva a medio camino entre ambos. Caigo en la cuenta de que somos dos completos desconocidos, con medio siglo de diferencia, presos de las miradas de la familia que observa con inquietud, algunos desde la puerta y otros desde la mesa ya desvestida.

Debe haber sido un hombre escandalosamente guapo de joven, un dandy. Algo de eso conserva todavía en el cabello ceniciento cortado al filo de la nuca, la polera negra de cachemire, envuelto en un abrigo negro también, de cuero y piel, diseñado para alguien más joven. Se encorva un poco como para esconderse en alguna parte y se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

-Hoy hace un año que Elena se fue; estuvimos casados cincuenta y dos.

La vista se le empaña otra vez. Repite la cifra mirándome no a los ojos, a un punto dentro de mí, más allá de mí.

-A Elena no le corría sangre por las venas, fuego tenía en las venas.

Cuenta que la conoció en un baile en San José; que el salón del club estaba decorado con faroles de papel y lamparitas de colores. Que servían refrescos, garnacha y grapa.

-En aquel entonces yo vendía panteones y ella era modista.

Lo dice como si fuera lo más normal del mundo, y yo lo escucho de la misma manera; hasta parece más animado transportado por su propia memoria a un lugar y un tiempo más dichosos.

-Estaba muy pintada, vea -me dice-, pero bien vestida, aunque llevaba una pollera dos talles menor que el que debía haber usado.

Jura que era la mujer más linda que había visto en su vida y que nunca más vio otra igual aunque hayan pasado los años.

-Fue la casualidad, ¿sabe? Por más que uno se mate buscando el amor o el bienestar, siempre es la casualidad la que nos trae las mejores y las peores cosas.

Me cuenta que su Elena había acompañado a una amiga a la que le iban a presentar a un candidato, cosa que finalmente parece que no sucedió y se quedaron las dos muchachas de florero; y que primero se ocupó de encontrar a alguien que sacara a la amiga de la escena; que la sacó a bailar «así, con el dedo», y que ella aceptó.

-Cuando la vi venir, me pareció que era una ilusión encima de una nube -dice.

Bailaron toda la noche, les dolían los pies pero no querían parar porque si lo hacían «seguro que la vida seguiría su curso, el encargado del club apagaría la música, la empleada empezaría a barrer las serpentinas y a descolgar aquel collar de luces».

Se acordarían siempre de aquella noche inicial e interminable de milongas, tangos y valses mezclados con canciones de moda de Elvis y Billy Holliday. 

Cuenta que a veces, «cuando nos quedamos solos»  -baja la vista, aprieta los labios, corrige el tiempo verbal que la muerte siempre descompone- volvían a enhebrar cada imagen de esa noche, compitiendo por recordar qué canción fue primero y cuál después, quién dijo qué cosa y qué contestó el otro.

-Bailar con ella era soñar despierto -dice.  

Los dos sonreímos ignorando a la persona, tal vez su hija, que lo urge a terminar la charla desde la puerta del restorán.

-Imagínese, yo no sabía cómo reaccionar, se me acababa el tiempo; hubiese querido casarme al otro día. Lo único que se me ocurrió decirle es "no se pinte tanto señorita, que usted no necesita, y enseguida le pregunté si la podía volver a ver".

Dio dos pasos lentos sin soltar mi mano, como apurando el relato y me contó que esa primera vez se despidieron bien pasada la medianoche, que ella le dijo en qué calles vivía y le dio a entender que no le molestaría que la visitara.

-Dos días después la fui a ver. Primero pasé, como se debe, por la vereda de enfrente y sin mirar.

Ella estaba, pero no sola. La reja de su casa estaba abierta, Elena salía seguida por un joven; se quedaron conversando, así que dobló la esquina y se ocultó de su vista.

-Traté de esconder el ramo de rosas y mantener la frente alta. El hermano no era -dice mirando el piso como si reviviera la amargura de aquel instante ínfimo sucedido hace medio siglo.

Se esforzó por no pasar demasiado rápido para que Elena pudiera verlo y -quién sabe- tal vez llamarlo, ni tampoco caminar muy torpe o lentamente para que, si ella decidía hacerlo sufrir con el desdén que corresponde a una dama, no se quedara con la idea de que tenía razón al ignorar a un tonto.

-Las flores no las quise tirar. Las entreveré en la corona de un muerto cualquiera, al día siguiente, cuando fui a levantar un pedido.Qué culpa tenían aquellas rosas.

En eso, regresa la hija al restorán, se acerca, lo reprende en voz baja. Es amable pero está visiblemente molesta con su padre y entiendo que también conmigo, y no sin cierta razón: el veterano y yo obstruimos el paso para todo el que quiera entrar o salir de la cocina o el baño del local. A nuestro lado se ha amontonado la gente que quiere pero no puede transitar y no se anima a interrumpir.

Él no se inmuta, me toma del codo y me guía hacia la salida.

-Pasé la mitad de mi vida con los muertos, pero nunca nada parece grave hasta que te toca

-¿Y la otra parte? -pregunto-. El contesta con liviandad: -La otra parte la paso leyendo todo lo que me llega a las manos.

Me cuenta que tuvieron cinco hijos, que prosperó, que son cuarenta y cinco en las fiestas.

-Lo que vino después se lo cuento un día, si la casualidad así lo quiere y nos volvemos a encontrar, lo cual sería un placer.

Antes de cruzar la puerta del brazo de su hija, se despide con una inclinación de otro tiempo y las mismas palabras cifradas:

-Yo soy el enlace; gracias, señorita, por escuchar.










13.8.11

Lo que pegué en el Feisbuc y decenas de lerdos que no lo leyeron ahora me piden explicaciones y hacen tremendas escenas por mail, skype y sms

(3/8/2011)
En unas horas cruzo el charco -que por suerte no es la Estigia sino el Plata-, esa costura marrón que hace de nosotros los retazos de un mismo abrigo. 

Corro a besar su otra mejilla, uno de mis dos amores fatales, mi Buenos Aires querida.
Cuando vuelva, algunas cuestiones palaciegas y otras muy de pueblo, me van a complicar el seguir manteniendo abierta la pestaña del Feisbuc. Y sí, a veces hay que poner a dormir ciertas cosas para despertar otras.
En esta, mi pequeña porción de la red casi no hay amigos a los que no haya visto con mis propios ojos y tocado con mis propias manos.  Es cierto que, en muchos casos, eso fue del otro lado del mundo o hace un cuarto de siglo. Pero tratándose de redes sociales el tiempo y el espacio –esos que antes fueron inamovibles tiranos- son apenas las hilachas sueltas del destino.
Porque somos pocos y nos conocemos, les debo estas líneas a modo de 
hasta pronto, miren que no me morí, volveré y seré millones, o al menos cien, la cuestión es sumar.
Gracias por compartir este espacio. Gracias por hacerme pensar, reír y llorar. Los vínculos que aquí creamos son reales; lo que no existe es la histeria de quitarle el cuerpo y el alma a la vida.
No dejen que los muros se queden sin canciones. No dejen que dejen de hacerse preguntas. (Si tienen ganas de compartirlas, que sea vía mail, a la antigua.  Abrazos, palabras y otras materias primas de la felicidad se reciben por la misma ventanilla).
Recuerden regar las flores que a veces insisten en brotar entre las grietas de los muros.  No se amarguen ni se empeñen en borrar los grafitis que no vale la pena siquiera mirar. Sigamos volando bajo. Así tendremos más chances de descubrir en el barro las piedras preciosas que la vida nos regala. No aceptemos imitaciones por más brillantes que parezcan. Que cada uno se apure a compartir su porción de maravilla.
Nos vemos en alguna esquina de Montevideo o Buenos Aires, en algún bar, vino de por medio o a la intemperie, con un mate; con lluvia o con sol. A no olvidar que la única existencia que vale la pena es la que se vive con los cincos sentidos. Como me enseñaron a decir hace poco (al fin y al cabo todo se trata de eso, de aprender): Namasté.


Les dejo la más linda canción de estos meses.





PS: ¿Lo que de veras me provoca síndrome de abstinencia?: Compartir con otros el asombro por la música.

17.5.08

Una soga

No se trata de un acontecimiento nomás, sino de la suma o yuxtaposición de imágenes y momentos vistos, unos, y otros intuidos debajo de la piel del día. Resulta que, de pronto, apareció la soga cayendo desde lo alto, y vaya si seré despistada que, oia, recién entonces caí en la cuenta de que lo que había a mi alrededor eran las paredes negras de un agujero, que estaba atascada y que esa soga era para mí. Todo al mismo tiempo. Así hacemos algunos a veces para poder seguir: más o menos negamos todo hasta que sabemos que la salida está cerca, entonces se nos superpone el miedo de la caida, la angustia del pozo y la alegría desmesurada de la soga que nos está rescatando. Funciona. Con contraindicaciones, pero funciona. No viene al caso hablar del pozo. Trataré más bien de recapitular la suma de pequeñeces que sincronizaron su aparición para corporizar la soga de la cual, no de inmediato pero finalmente con firmeza, me aferré hoy durante la tarde, y empecé a subir. Lo primero fue su mano diciendo adiós desde la silla de ruedas, dejándose rodar en la silla plateada pero más sentada que nunca en su sonrisa de diabla vieja; verla desaparecer detrás de las mamparas grises; quedarme enfocando su ausencia hasta hacer foco más acá, con la mirada borrosa, sobre el grito luminoso que había en la pared: "Miracle. Está en tus manos”. Fue volver manejando de Carrasco sabiendo que podía llegar a dormirme en un semáforo en rojo, pero que la frase del espejo rebotaba en mi cabeza como las esferas de lata de un despertador. Fue un reencuentro imposible con quien yo fui alguna vez, a través de una canción de gigantes y de amores de diferentes tamaños, un recuerdo indispensable que llegó sin que lo llame. Fue la remota tibieza del deber cumplido, al menos en parte, después de mucho tiempo de deudas; una tregua para la conciencia atosigada por obligaciones que no deberían pinchar de puro pinches que son, falsas delicatessen de la realidad que son unasco y sin embargo, yo me trago sin chistar. Fue lo que una de ellas dijo luego de reír en el teléfono y la otra, a la vez, en un correo: vas a volver a estar alegre. Fue la gata Menta husmeando el colchón vacío en la habitación que hoy volvió a convertirse en mi habitación. Fue palpar mi presencia en la soledad de la casa, mi presencia ociosa, recostada e insomne. Fue darme ese recreo hasta para no extrañar, hasta para no necesitar y no esperar el regreso de los marineros. Fue este diálogo con mi hijo que me hizo sonreír en la oscuridad y me quitó todo el miedo: -Ma, otro cuento, me hacés? Uno con la boca? -No, muac; dormite de una buena vez, que sueñes con los angelitos. -Bueno. -… -Ma? -…Hum? -…Qué es un angelito? -… -Maa?.. -...Es un espíritu que está siempre con vos para que no te pase nada malo. -Bueno? -Sí! -Blanco? -Y... sí, blanco puede ser. -…Un fantasma! -… -Mami? -…Qué pasa? -Puedo dormir en tu cama? -No. -Entonces sacame de acá al angelito ese. Y ahí fue que me aferré a la soga. Y me dí cuenta de que todas las noches podrían ser más o menos como esta. Por ahí es cierto que hay quienes somos como el gigante aquel que al final descubrió que la única compañía a su medida era su gigantesca y bienamada soledad.

28.11.07

Onetto-Levrero: 1, Palas Atenea: 0

Ayer me dispuse a hacer el singular ejercicio del taller de escritura y me pasó algo curioso. La consigna -entiendo que es de las de M.Levrero- dice que hay que sentarse en un sillón y relajarse, e imaginar que uno va paseando por un parque y vislumbra una conversación a través de los árboles. Entonces, uno imagina que se acerca y “descubre”, desde un punto de vista privilegiado, lo que allí ocurre. Ese es el disparador sobre el que hay que escribir. Como buena alumna, yo me senté en mi futón verde, me relajé tanto como me lo permitió la cortadora de pasto del vecino, recorrí el lado este del parque Rodó (con la imaginación) y visualicé enseguida a un par de mujeres hablando detrás de unos árboles, poco antes del lago. Me acerqué y quise curiosear sin ser vista. Se trataba de una niña muy flaca y una anciana vestida de negro sentada en un banco bajito de madera frente a una mesa. Efectivamente, las ví muy bien y empecé a escuchar perfectamente la conversación, de hecho... las reconocí. Se trataba de mi abuela a los nueve años y una gitana, una vidente. Lo que pasa, es que esa escena entre las dos, es un reflejo corregido –no sé cómo llamarlo- de una escena del primer capítulo de la novela en la que trabajo (casi nada estos últimos dos meses, hasta ayer, se verá por qué) escrito en julio de este año. Me dije que no, “no quiero ver esto”, esto “ya lo ví y ya lo escribí” y quiero otra imagen para el taller. Lo que hice, entonces, fue desechar mentalmente la escena, retroceder con la imaginación sobre mis pasos y volver a intentarlo en otro sector del parque. Volví a acercarme a unos árboles y, ¿quiénes estaban?: sí, de nuevo la chica y la vieja. Bajé un telón imaginario, ya casi ofuscada, y volví a intentarlo blandiendo la infructuosa espada de Palas Atenea: ni modo. Aunque quería imaginarme otros personajes detrás del árbol (porque me había propuesto escribir otra cosa y no eso) no pude. (Si alguien ha llegado a esta parte del relato y está aburrido o le parece estúpido –cosa que entiendo perfectamente porque lo es para cualquiera menos para mí-, puede cerrar la página porque ahora viene la parte más ridícula y la más difícil de explicar). Digo que la escena era un reflejo y no un recuerdo (un recuerdo de algo que yo misma escribí), porque, aunque, efectivamente, la niña y la anciana eran las mismas de mi novela y la escena era la correcta –por decirlo de algún modo porque ya la conocía-, el diálogo y el contexto y lo que sucedió después entre las dos mujeres, no era el que yo había escrito más o menos en julio de este año, SINO QUE ERA OTRO. Entonces, se me cruzó la loca idea de que lo que yo estaba experimentando no era otra cosa que la visión de la escena que realmente la niña -no mi abuela sino el personaje de mi abuela de nueve años- y la vieja querían que yo escribiera. Será eso posible? Probablemente no en estos términos, pero, quién sabe. Por las dudas, volví a mi puesto de observación, me concentré en esas dos, paré bien las orejas y la escena pasó ante mis ojos muy naturalmente. Sin mi intervención, sin manipulación creativa de ningún tipo (excepto, claro, el estar relajada en el futón). De pronto, desapareció el parque, estábamos en una carpa gitana al borde de un trigal y era de noche. Cuando abrí los ojos, fui a mi mesa de trabajo, tomé mi cuaderno azul y tuve la apremiente sensación de estar anotando algo que no debía olvidar, como un sueño o algo que viví y no la experiencia de estar creando algo, escribiendo una cosa surgida de mi invención. No es que crea que haya ocurrido algo extraordinario o paranormal, nada de eso. Me acordé -después de escribir- lo que nos dijo una vez la maestra Onetto acerca de la invención y la imaginación. Es la primera vez que de verdad lo comprendo. En ese sentido, tengo la certeza de que la primera versión del capítulo, la de julio, está escrita en base a la invención y este otro texto del taller (usufructuado convenientemente para la novela, je je) surgió de la imaginación, fue descubierto y no inventado; como venido de una parte no del todo mía, casi diría, dictado por los propios personajes. Así me sentí, una escriba al servicio de otros, una especie de testigo. A partir del diálogo entre la chica y la vieja y la visión de la escena, escribí de cero otra vez -y de corrido, como una loca-, el capítulo uno de la novela. Me parece que es el que vale, el que va a quedar y no el otro. Todavía no me animé a borrar el que había escrito en julio, pero creo que es lo que debería hacer, si me animo, después de subir este post.

31.10.07

Acción de gracias

Hoy al mediodía, vagaba yo por la plaza Matriz haciendo tiempo entre dos compromisos que tenía. A las 12 en punto, sonaron las campanas de la Catedral. Algo dentro de mí debe haber sonado también porque tuve la imperiosa necesidad de entrar. Dejé la chuchería que estaba mirando en la mesa de antigüedades, crucé la calle y subí la escalinata. El altar mayor estaba a oscuras, pero a la derecha, en un altar más pequeño iluminado por falsos candelabros con lamparitas de bajo consumo, había un grupo de fieles escuchando misa. Tocaba el salmo. Me quedé acodada en una columna, de costado, casi como espiando. Una mujer leía los versos, tenía algo más de sesenta años y el pelo completamente blanco; o era una monja de civil o bien podría haber sido una laica consagrada, vestida toda de gris y celeste. Leía las estrofas del salmo y el estribillo lo cantaban todos los fieles: "Yo confío en tu misericordia". No sé que salmo era el que leía, pero decía algo así como: "te agradezco Señor por haberme salvado de las garras de la muerte/ te agradezco por rodearme de amigos que me salvan de mis enemigos". De alguna manera, al escuchar estos versos del salmo, encontré sentido a esa especie de llamado que había sentido unos minutos antes. Como si alguien me hubiera dicho: "vení un momentito nomás, que esto lo tenés que escuchar". O era lo que necesitaba escuchar en estos días, nada más, y estaba en el momento indicado y el lugar indicado. (Y ahora que escribo estas líneas y recibo a la vez un mensaje de R. contándome lo que me contó, me doy cuenta de que hay mucho más para agradecer; en principio, nada más y nada menos que vivir para contarla). Cuando se acabó el salmo, vino el aleluia y después el cura se paró y leyó la parte esa donde dice que los últimos serán los primeros en entrar al reino de los cielos. Cuando el cura empezaba a dar el sermón, yo ya estaba de nuevo bajo cielo nublado de la plaza Matriz.

8.10.07

El triángulo de Montevideo

Salí del café Brasilero pensando en tomarme el siguiente cortado en el Bacacay. Acababa de inscribirme en el taller del día de Muertos y seguía con el tubo de láminas bajo el brazo: el local de marcos de Sarandí estaba cerrado, clausurado, ni rastros del viejo y su galería. La mediatarde ventosa me empujó suavemente por la cintura hacia la Plaza Matriz. Los ojos viajaron a otros tiempos y se metieron en la piel de otras gentes sobre las mesas de los anticuarios. Espejitos, monóculos, anteojos, broches antiguos. Todo llamaba mi atención. Libros, carteritas, largavistas, viejos sacapuntas con formas industriales. Busqué sin éxito unas láminas porno de los años 20 para regalarle a R en su cumpleaños. Las había visto hace meses con L, pero fue en un día sábado, cuando toda la plaza estaba llena de mesas de antigüedades. También quería unos caireles para usar de pesitas en el ruedo de la cortina azul. Cada vez que el viento la infla, la cortina araña la mesa del escritorio y ya por segunda vez se llevó la taza de café al desinflarse, armando un relajo de borra y loza rota sobre el piso de madera. Los caireles, los encontré, pero estaban muy caros. Me habrán visto cara de gringa. Perdí del todo la esperanza de conseguir las láminas porno y entonces, un poco frustrada, pensé que sería buena idea retomar el plan y sentarme en el Bacacay para pensar en otro regalo. Antes de llegar al bar, me detuve en la Lupa a conversar con el librero. Le conté de las láminas para enmarcar y me dijo que fuera al taller de un tal Washington, frente al almacén de Bartolomé Mitre. No necesito muchas indicaciones para ir a esa zona, que viene a ser como mi ombligo montevideano. Pasé frente al ombligo mismo, el Hotel Palacio, y crucé la calle hacia el local atiborrado de cuadros. El olor a aserrín y polvo me hizo estornudar al entrar. Desde el fondo del local, escuché un "salú" de bienvenida. La voz precedió a la estampa del hombre que avanzaba hacia mí sosteniendo un marco gigantesco que lo dejaba, justamente, enmarcado; un cuadro con patas. El retrato de Washington Delgado cobró vida cuando me extendió la mano a través del marco. Le mostré las láminas que traía para enmarcar y le expliqué qué clase de marco quería, pero enseguida me convenció de comprar otros más caros y más bellos, aunque no tanto más caros como para no dejarme convencer. Una de las láminas que llevé a enmarcar es un mapa de estrellas. Cuando el tipo lo vió, sonrió de costado. Enseguida sacó una tarjeta azul oscura del bolsillo que tenía escrito lo que me dijo al entregarla: Embajador de la Luna. La tarjeta tiene además una leyenda en latín: PARVA DOMUS MAGNA QUIES. Yo también sonreí pero no me dieron ganas de explicarle que no me parecía tan raro que me siguieran pasando cosas insólitas en esa cuadra umbilical. Si hasta hace poco no sabía que Levrero vivía ahí, a pocos umbrales del Palacio como había sospechado al leer la Luminosa. (En una época, R y yo llamábamos a esa zona "el triángulo de Montevideo", el lugar donde nos perdíamos juntos o solos, formado por los vértices del Hotel Palacio, el Bacacay y el Mephisto, un bar de vinos que ya no existe). Sigo con la crónica. Entonces pasó lo realmente raro de la tarde. El Embajador de la Luna abrió el cajón de una cómoda. Del cajón sacó un fajo grueso de láminas que puso con las dos manos sobre la mesa. El polvo (de estrellas?) volvió a excitar mis narinas y volví a estornudar, salud, estornudo, salud de nuevo. Fotos de mujeres antiguas, pequeñas tetas en sepia, damas posando desnudas o semidesnudas, con risitas locas o miradas extraviadas, ojos tiznados de nostalgia, brazaletes egipcios apretados en los antebrazos, grandes culos italianos y ligas negras con moño de gasa alrededor de las piernas de musa, al límite de lo que hoy llamaríamos obesidad. Adorables. Mis láminas porno de los años 20! El tipo me había leído la mente o yo le había estado mandado señales? Cómo saberlo? Me preguntó con aparente desidia, si no me interesaba también "alguna de esas". Aunque me daba cuenta de que que cada gramo de efusividad de mi parte frente a las láminas iría sumando el precio del botín, me tomé el tiempo para elegir dos de ellas y usé el resto del rato para rogarle que me bajara el precio, cosa que logré relativamente, porque es imposible sacarle a un Embajador más ventaja de la que en el fondo, él tiene planeado entregar de antemano. Mientras me tomaba el segundo cortado del día en el Bacacay, me pregunté si los lugares mágicos nos eligen a nosotros, o somos nosotros los que, involuntariamente, hacemos la magia. Y también, una vez más, me pregunté qué significa. Quién sabe. En averiguarlo se me va la vida y no me quejo.

3.9.07

Raro

Para poder escribir lo que realmente necesito, debería usar al artilugio de la escritura automática. Así, tal vez, podría salir esto que tengo en la punta de los dedos y que no se anima o no se atreve a asomarse del todo. Debería, por ejemplo, dejar de pensar en la correcta puntuación, porque hay cosas que parece que no tienen necesariamente punto final o coma o punto y coma. Como tu vida. Lo que pasa es que los que escribimos de manera habitual o mercenaria u organizada a veces olvidamos el valor de la escritura casual, la que no tiene botón de salida en la punta de los dedos, la que sale disléxica y vigorosa, cubiertas las palabras de un barro tibio y pegajoso como el jugo amniótico de un recién nacido. Y, claro, como la tela de una araña. Pero se ve que no me sale, porque todavía no te veo en estas líneas, tal vez en las entrelíneas aparezcas de todos modos, si me animo a dejar la frase, como una puerta abierta Tu vida, la que no tiene punto final. Cuando te conocí, ya te habías ido. Y sin embargo llegamos a conocernos, de una manera extraña pero verdadera. Hace casi veinte años, yo te había estado esperando en la esquina de Riobamba y Corrientes, algunas veces; otras, en la librería de viejo de la calle Paraná, también en el bar Astral y las menos, en el Pernambuco. No te ví llegar; o sí, pero como yo misma no sabía que te estaba esperando, por ahí me distraje con el ruido y la velocidad. Yo misma no sabía que esperaba ni qué esperaba; nomás daba vueltas por los mismos lugares como un perro que ha perdido su hueso, lavadas las pistas después de la lluvia y se vuelve loco haciendo huecos aquí y allá. Y vos, seguramente, no te sentías esperado por mí, entonces pasabas de largo, lógico. (Aunque te confieso que, alguna vez, no sé si lo soñé o realmente sucedió, te recuerdo o te imagino caminando lentamente por las mismas veredas, con una bolsa blanca de plástico en la mano). En cambio, en aquel momento, llegaron otros, que me veían esperando y se hacían los esperados. Pero eran falsos esperados, eran otros. Des-esperados. Te sonará raro -aunque tal vez no- pero me alegra haberte conocido así, detrás de la frontera de lo físico, así no hay confusiones, ni dolor, ni mitos de los cuales no hubiera podido despegarme con facilidad (me conozco). Lo que todavía no logro entender es el sentido profundo de la molestia que te has tomado conmigo. Como cuando alguien a quien no conocés bien, te hace un regalo único, insólito, algo que estabas necesitando con locura y, recién ahí -por el asombro del magnífico regalo- te das cuenta de que esa persona te estima y que tenés una relación con ella. El día que decidiste partir (el otro día, por el incidente de la bolsita roja para tu gran amiga me dí cuenta que lo tenías decidido), fui convocada al lugar físico de tu partida, no por un nacimiento, sino por dos. Vaya. Luego, después de desmadejar el ovillo tibio de la maternidad, yo ya estaba lista para ver. El artilugio de la estampita en la puerta de mi casa, luego el incidente violento de la paloma y, sobre todo, el poner en mi mano la punta bruja del hilo de Ariadna fue todo muy sagaz de tu parte. Imposible perder el rumbo. La semana pasada yo cumplí un año de araña tejedora. Por eso, el viernes, aunque me sintiera un poco en el borde de las cosas, sin saber qué clase de tela estoy tejiendo (las arañas serán ciegas?) sabía que tenía que estar presente. Por eso, también, tejo estas palabras en medio de la noche; (ja, sería magnífico que con un enter pudieras recibirlas). Quién sabe. Y pido disculpas si yo no tengo aquí dentro un lugar preparado para la palabra homenaje; sí tengo otra palabra que sirve: gracias.

22.8.07

Ladrones de papel

N. me mandó ayer un cuento por mail, sin ninguna indicación ni en el subject ni en el cuerpo del mail. Está en portugués y es un poco largo, por eso me dió pereza leerlo en un principio. Además estoy con gripe y detesto leer en la pantalla. Por otro lado me dije que, viniendo de N., seguramente el cuento no estaría mal. Por las dudas, lo consulté brevemente sobre si era, efectivamente, para mí y N. me dijo que sí, que era de una amiga de él. Entonces, hoy a la tardecita, mate en mano, lo leí. La trama trata de una escritora sin suerte que por accidente o azar se topa con la responsabilidad de cuidar a una anciana vecina de europa del este que vive en su mismo piso, ante la eventualidad de un ascensor roto en el edificio. En las primeras páginas, no me dí cuenta; una escritura prolija, cuidada y agradable a la que sólo le reproché el hecho de perder la oportunidad de contar aquello en primera persona. Pero llegado un punto del relato, pegué un salto. Es en el momento en el cual la narradora descubre que la anciana guarda tres cuadernos ocultos en un mueble. La mujer se da cuenta de que es una obra genial y se siente tentada de robarlos y usarlos para su propio beneficio. La vecina muere y –misteriosamente- la escritora recibe una carta con la aceptación de un editor para publicar la obra de la vecina con su nombre. Lo genial del asunto, es que hace un par de meses yo escribí algo muy parecido. Hablo del Moleskine: un escritor mediocre descubre que su vecina, una anciana cubana, escribe maravillosamente cuando, por accidente, se topa con unos cuadernos que ella tiene en su casa. Cuando la cubana muere, de repente, el tipo no puede poner freno al deseo de quedarse con los cuadernos. En la historia de la amiga de N. la protagonista es mucho más noble que mi personaje masculino. Igual que la vecina viejita del relato de la amiga de N –y, justamente, no en el mío- la cual ha tenido la gentileza de abrirle la puerta al escritor antes de morirse. Es curiosa la coincidencia o el plagio telepático, pero no me asombra demasiado. Digo, teniendo en cuenta que N. me mandó este cuento y no tenía ni idea del Moleskine, ni yo del cuento de su amiga. Lo único que me deja un poco de dudas es si en esta historia, seré yo la plagiadora o la plagiada. Por lo demás, estas sincrinicidades de la vida me siguen poniendo de buen humor.