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5.9.11

Too much love will kill you



feliz cumpleaños
amor de mi vida




Oh yes I’m the great pretender
Just laughing and gay like a clown
I seem to be what I’m not, you see,
I’m wearing my heart like a crown
Pretending that you’re
still around.


16.8.11

De la niebla a la luna

Las copas de los árboles emergen entre la niebla a los costados, allí donde se  supone que está el campo. No es de día ni de noche. Del camino no se ve más que un trozo veloz de pavimento iluminado por los focos delanteros.
Ya se durmieron las cuatro mujeres sentadas adelante –maduras,  cincuenta y cinco pasados, tres rubias y una pelirroja, envueltas en esa pilcha con mucho de negro y dorado que desentona cuando sale el sol-. Más que quedarse dormidas, creo que cayeron fritas. Se la pasaron bromeando con estruendo durante los primeros minutos de viaje. Discutían acerca de si a una mina muy irritable (se referían a una empleada del Buquebús en particular), se le diría mal servida en Buenos Aires y en Montevideo mal atendida, o si es al revés. Las variaciones entre uno y otro concepto provocaban la carcajada de las cuatro. Algunos pasajeros ejercen sobre ellas esa censura visual tan nuestra, otros sonreímos y miramos para otro lado.  Juraría que llevan varias botellas puestas, que compraron una de esas promociones de dos días de joda en Montevideo, tres estrellas, todo incluido. Apuesto a que siguieron derecho de la milonga al bus, de aquí al barco y, al llegar, directo a una oficina pública, a la dirección de una escuela secundaria o a la cama, alegando con voz ronca al teléfono tremendo ataque de hígado que, probablemente, se convierta en realidad con el transcurso de las horas. Por el momento, una de ellas ha empezado a roncar suavemente.
La neblina es sólida todavía. El bus avanza con cautela como un ciego tanteando el camino.  El ronroneo del motor me invita a cerrar los ojos. Por la comisura se me escapa una lágrima que no es de pena, es la arena de ese reloj que marca los siglos que hace que duermo mal y me lija los párpados por dentro. 
El aparato de aire acondicionado escupe una correntada tibia que confunde y esparce los hedores de los pasajeros; los que estamos, los que viajaron antes que nosotros y antes que ellos. Despojos adheridos al tapizado, sustancias entre las rendijas de metal de las ventanas, mugre disimulada por un desodorante de ambientes barato.
Detrás de los cristales el campo y las pocas casas aparecen muy lentamente. La niebla se extiende ahora al ras del pasto; unos caballos y unas vacas flotan sin extremidades, los hocicos hundidos en la bruma.
Me vuelvo a ajustar los auriculares y oprimo play sin sacar la mano del bolsillo. “Oh, yeah, I´m calling you”, la voz traversa de Aznar me atraviesa como un escalofrío. 
Me entrego al raro privilegio de dejar pasar el tiempo.
Asumiría alegremente la condena perpetua de viajar escuchando música. Música, un lápiz y una libreta. Si hubiera nacido varón tal vez sería viajante (no entiendo por qué, pero no hay mujeres en el oficio);  un hombre introvertido y gris que gastara la vida recorriendo kilómetros desde  Buenos Aires a Corrientes, de Rosario y Fray Bentos a Salto, Rivera y Treinta y Tres. Ida y vuelta, cien, mil idas y vueltas con mi valijita. De pronto recuerdo que alguien me dijo una vez que los viajantes conocen del país solamente la senda que recorren y que, casi siempre, es la misma toda la vida.
¿Se aprenderán los paisajes de memoria? ¿Todos los rebaños y todos los campos sembrados? ¿Cada molino, cada farol y cada rancho? ¿Se alojarán siempre en los mismos hoteles y los extrañarán siendo ancianos, como uno añora de viejo el olor de las almohadas de la infancia? De pronto, ser viajante me parece una mierda;  un infierno en el cual moverse es la forma implacable y paradójica de estar petrificado (pienso en anotar esto último en la libreta pero me da pereza y me digo que, de todos modos, no es gran cosa).
En cambio, me deslizo un poco más buscando la concavidad del asiento. La mujer que está a mi lado no se sacó el abrigo y ocupa más lugar del que le corresponde. El cálido vaho verde de un mate recién empezado, que adivino en el asiento de atrás pero no veo, me toca la nariz y las ganas se convierten en saliva. 
Pienso en las personas que conozco y en las que no, la mayoría debe estar despertando en este momento, en camas distintas de ciudades diferentes. Las caras arrugadas e hinchadas de sueño, el aliento rancio, el cabello pegado al sudor. En todos los casos,  el siseo del gas en la cocina calentando la pava o la caldera, según sea la orilla que le haya tocado en suerte al mate.
Parece que la niebla insiste, pero no, son las ventanas empañadas. Abro un redondel con la mano. Detrás del vidrio los verdes aparecen al fin, deslumbrantes, lustrados por el rocío. El día arremete: “Mi corazón es de río y ha salido más el sol”, me dice al oído la canción como si supiera.
Durante un buen trecho un cable de alta tensión subraya, paralelo, la línea del horizonte. Cosas de pais lisito. Pronto entraremos en el camino de las palmeras y enseguida llegaremos a Colonia.
Aunque ya se hizo de día y sé que es inútil tratar de dormir, cierro de nuevo los ojos:  necesito recuperar algo que dejé en la noche anterior. Vuelvo a sus fauces para traer de vuelta la visión de la luna poniente, hace una hora y algo, en el taxi camino a Tres Cruces. Explotó ante mí justo al doblar a la derecha desde la Rambla hacia Propios. Lástima no poder compartir un recuerdo tan exagerado con alguien más, culpa de la hora.
Tengo al menos este pequeño truco de cerrar los ojos para rescatarla solo para mí: inmensa, una luna absorta y estriada como la pupila de un cíclope, asomada por encima de los pinos del cementerio del Buceo. 


Calling you / Pedro Aznar / A solas con el mundo, 2010:
http://grooveshark.com/s/Calling+You/3lF0xn?src=5

13.8.11

Lo que pegué en el Feisbuc y decenas de lerdos que no lo leyeron ahora me piden explicaciones y hacen tremendas escenas por mail, skype y sms

(3/8/2011)
En unas horas cruzo el charco -que por suerte no es la Estigia sino el Plata-, esa costura marrón que hace de nosotros los retazos de un mismo abrigo. 

Corro a besar su otra mejilla, uno de mis dos amores fatales, mi Buenos Aires querida.
Cuando vuelva, algunas cuestiones palaciegas y otras muy de pueblo, me van a complicar el seguir manteniendo abierta la pestaña del Feisbuc. Y sí, a veces hay que poner a dormir ciertas cosas para despertar otras.
En esta, mi pequeña porción de la red casi no hay amigos a los que no haya visto con mis propios ojos y tocado con mis propias manos.  Es cierto que, en muchos casos, eso fue del otro lado del mundo o hace un cuarto de siglo. Pero tratándose de redes sociales el tiempo y el espacio –esos que antes fueron inamovibles tiranos- son apenas las hilachas sueltas del destino.
Porque somos pocos y nos conocemos, les debo estas líneas a modo de 
hasta pronto, miren que no me morí, volveré y seré millones, o al menos cien, la cuestión es sumar.
Gracias por compartir este espacio. Gracias por hacerme pensar, reír y llorar. Los vínculos que aquí creamos son reales; lo que no existe es la histeria de quitarle el cuerpo y el alma a la vida.
No dejen que los muros se queden sin canciones. No dejen que dejen de hacerse preguntas. (Si tienen ganas de compartirlas, que sea vía mail, a la antigua.  Abrazos, palabras y otras materias primas de la felicidad se reciben por la misma ventanilla).
Recuerden regar las flores que a veces insisten en brotar entre las grietas de los muros.  No se amarguen ni se empeñen en borrar los grafitis que no vale la pena siquiera mirar. Sigamos volando bajo. Así tendremos más chances de descubrir en el barro las piedras preciosas que la vida nos regala. No aceptemos imitaciones por más brillantes que parezcan. Que cada uno se apure a compartir su porción de maravilla.
Nos vemos en alguna esquina de Montevideo o Buenos Aires, en algún bar, vino de por medio o a la intemperie, con un mate; con lluvia o con sol. A no olvidar que la única existencia que vale la pena es la que se vive con los cincos sentidos. Como me enseñaron a decir hace poco (al fin y al cabo todo se trata de eso, de aprender): Namasté.


Les dejo la más linda canción de estos meses.





PS: ¿Lo que de veras me provoca síndrome de abstinencia?: Compartir con otros el asombro por la música.

30.7.11

Diez minutos

De no salir ni a la esquina, vengo de bar en bar.
Ayer, en pas de deux,  la vuelta al perro en Ciudad Vieja para terminar donde siempre al borde de un Alamos. Muy cerca, acá en el oído del alma, todavía repican las décimas curativas de José Hernández, no el de Fierro, sino el mozo más buen mozo y poeta mayor con quien cultivo una amistad forjada de a diez minutos de cigarros compartidos a la intemperie.
Hoy, el enjambre del Mercado. Don García a reventar. Andrés sudando la gota gorda al ras del fuego y cinco lugares en la barra. Los alemanes, obedientes, devoran lo que voy pidiendo y cuándo me preguntan qué es esto como un cañito les digo que prueben nomás, que después les cuento.
Ruego que no aparezcan los gauchos que cantan o aquellos otros bipolares  que la van de mariachis a murguistas y a los que más de una vez estuve tentada de pagarles para que se callen. Pero cuando lo veo a lo lejos con la guitarra al revés, colgando y midiendo la pinta de los locales por encima de los lentes, empiezo a desear que se acerque. El Zurdo nunca me recuerda aunque muchas veces le pedí canciones.  Indefectiblemente me mira como si le resultara familiar y después, derrotado, vuelve a preguntarme el nombre a cambio de un piropo. Esta vez es lo mismo. Escucho su voz acá en la nuca: "¿qué te puedo cantar, preciosa?". Sin darme vuelta del todo le pido alguna del Negro Juárez.
Arruga la boca,  dice que la única que sabe es muy triste y señala como excusa al ejército de mandíbulas que piden pan y circo. Me ofrece Naranjo en Flor, Sur. No negocio. Ya mi sábado es en extremo for export.
Se aclara la garganta y empieza a cantar con esa voz inmensa que tiene y que cubre como un manto la batahola del mercado. La canción es bella, pero decir que es triste, es menos que poco. Ni bien empieza me doy cuenta de que el sujeto de la historia no llegará vivo a la última estrofa.  A medida que cunde la voz y la letra transcurre las caras se deforman, la gente para de comer y abre grandes los ojos: “puse rosas negras sobre nuestra cama, sobre su memoria puse rosas blancas”.   Yo bajo la vista para no reirme: como estoy justo al lado, esos doscientos ojos también me apuntan a mí. El Zurdo canta con los ojos cerrados. El encargado nos mira, detenido, con una bandeja de papas fritas, los ojos a media asta y expresión de disgusto. Claro, los tristes comerán menos, pienso, y eso no conviene.
La onda suicida llega hasta el Medio y Medio porque empiezo a ver que desde ahí se estiran algunos cogotes para ver qué pasa. Los alemanes no entienden nada pero sienten que algo se ha suspendido y están atentos. “Yo lo puse todo, vida cuerpo y alma; ella, dios lo sabe, nunca puso nada”. Hay partes de la melodía que no le deben nada a una wagneriana. Y el tipo, como era de esperar, se mata ahí nomás, para no matarla.
Cuando termina, se hace una milésima de segundo de silencio antes del aplauso. El agradece y no se resiste al billete que le pongo en el bolsillo de la camisa. La gente sale del trance y vuelve a lo suyo, pero no es lo mismo. Entonces acerca su cabeza a la mía: “Ahora vení a arreglar el desastre que armaste y ayudá con Peor para el Sol, que no falla”. Mi pobre soprano es un ripio invisible alrededor de esa voz de gruta. Ahora sí, los comensales aplauden y piden otra. Pero él no quiere. Nos confesamos un par de asuntos que uno apenas le contaría a su almohada, me mira a los ojos, me besa la mano, agradece y se va. Apuesto lo que sea a que la próxima vez que me vea, no me reconoce.
Celebro los amores de los bares que duran diez minutos y siempre vuelven a empezar. Si su vigencia se midiera por la intensidad, serían amistades eternas.


Ya en casa,  busco el nombre de aquel tema tan tortuoso googleando los pocos pero dramáticos versos que recuerdo. Del Negro no es, la canta Falcón y se le atribuye, cómo no, a Alberto Cortez.  Como era de esperar le puso Amor Desolado. La versión de youtube -ilustrada por uno de esos espantosos powerpoints que habría que prohibir- no es tan linda como la del Zurdo Darwin. El que quiere la busca o va un día y se la pide. No la pego acá por las dudas, a ver si encima provoco otro incidente.

5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

12.2.08

Postales del verano

"Hay vivos, muertos y... marineros." Joseba Beobide
Gracias G. por la gráfica del poster (y por la valentía de salir en la foto del barquito con R!). A vos, Gaby, por prestarme el epígrafe, el libro y regalarme tu amistad que es también, la amistad de los elfos y los gigantes. Gracias a mi familia amadísima y a las amigas y amigos que pasaron a dejarnos su abrazo y su compañía este verano en Solís, pueblito de río y mar, diría Gieco, en nuestra Uwa Wasi, la casita de las uvas, el vino y el brindis. Veranos como este y gente como ustedes, entibian el alma para todo el año.

11.8.07

Locos bajitos

"I per si muove!". La frase la digo pensando en mi espalda, después de la fiesta del cumpleaños de Tino. Tampoco se puede quejar (mi espalda) porque ya estaba dolida de antes; y sobre todo cuando el resto de mi cuerpo y cada célula anímica también, está rebosante de una especie novedosa de alegría. Una felicidad encendida por la celebración de la existencia de un niño. En tantos años de reuniones de adultos, había olvidado el verdadero sentido de la fiesta: jugar, cantar, sorprenderse, vivir un rato en una dimensión mágica, paralela e independiente, mimar los sentidos. Hoy por la tarde, los chicos se apropiaron del lugar sin tapujos sabiendo que todo era para ellos. Los payasos convirtieron a L. en gato, a Tino en chancho e hicieron desaparecer a un A. feliz de regresar de una sola pieza. A. llegó tarde y se sentó en mi falda como un cachorro de león. Estaba ansioso por encontrar el momento de entregar el gran paquete al cumpleañero. En sus ojos, como en los de otros niños que vinieron hoy, me encontré con el poder de la mirada primitiva, genuina, sin doble intención, transparente, verdadera, con la fuerza intacta. En la mirada de los niños hay poder. Me pregunto qué hace que los adultos perdamos esa manera de mirar. Al final, cuando todos se habían ido, pusimos bien fuerte el cd de Los Redondos y bailamos los tres haciendo pogo y en ronda sobre los restos de la fiesta: migas, globos, papeles de regalo, guirnaldas caídas como ramas multicolores sobre el claro secreto de un bosque.

4.8.07

Dos más del cardumen

Hoy llovió todo el día, pausadamente, sin parar. Como sigo sola con mi hijo, encerrados en casa, decidimos ir al cine, comer papas fritas, comprar cotillón para su cumpleaños y un par de bombachas para mí, porque las que tengo están o muy viejas o me quedan grandes. Menejé toda la rambla bajo la lluvia. Los parabrisas no servían. Tino y yo éramos como Nemo y su padre nadando en el Océano. Me sentí extrañamente bendecida por un ser superior al ver que en el estacionamiento del shopping había un solo lugar disponible y yo estaba frente a él. Primero subimos a comer algo (papas fritas y una hamburguesa, yo sólo tomé un helado). Para el cine, estábamos tarde; creo que Tino estaba feliz de haber perdido la función; se hace el valiente -un agrandadito como la madre- pero ví terror en sus ojos cuando me preguntó si en Shrek había "dibus malos". Después, nos paramos en un pasillo lateral y nos dejamos llevar. Tuve que alzar a mi hijo porque como es petiso, casi se queda enredado en el vaivén de los pies de la gente. Hubiera sido todo mucho más cómodo en patines, como cuando era adolescente e iba a patinar sobre hielo. Los pretendientes te tomaban la mano y te arrastraban, te sentías un poco como la protagonista de castillos de hielo. Si hoy hubiéramos tenido patines, nos hubiéramos dejado llevar por los codos, sin hacer fuerza, casi flotando sobre el aire azucarado del shopping. Pero no, esta tarde fue una odisea para mi fobia a las multitudes. Paso lento, codazos, parar donde no quería, seguir de largo cuando tenía que doblar. Tufo a perfume importado de vieja, tapado de piel de viuda y sombrerito de viuda mezclado con olor a hamburguesa, alfombra sucia de polvo, lana, cartón, caramelos de leche, plantas de plástico y ropa nueva en grandes bandejas de liquidación. El olor del shopping se te pega en el cerebro. Y el ruido, al menos a mí, me atonta por algunas horas, como una droga. Papeles arrugados, risas disonantes, cajas registradoras, máquinas de café, agua de la fuente, gente que busca gente, reproches de parejas cansadas de estar juntas, niños hartos de parejas cansadas de estar juntas. Quise parar en la tienda de libros, pero una señora se llevó a mi hijo colgado de la cartera; él agitaba su manito como si se lo tragara un ciclón. Después de rescatarlo, fue imposible volver sobre mis pasos hacia la librería. Y yo? Yo era la santa impoluta del consumismo y la vorágine? La virgen santa y su niño regordete paseando arrogantes y benevolentes por el palacete del pecado? Pues, no. Entramos a la tienda de cotillón y gastamos bastante dinero en globos, (ahora tenemos globos hasta el cumpleaños de 15 de Tino), guirnaldas, parches de pirata (qué bueno, no tengo que fabricarlos) y papel para las invitaciones. Me compré tres bikinis nuevas y dos jeans (dos!). (No son jeans nuevos ni los compré en el shopping, sino en el second hand de enfrente, el que está en García Cortinas). Además, tomamos un chocolate caliente y un brownie, a medias. Compramos chicles. Me costó encontrar el coche en el estacionamiento; no sabía si lo había dejado en el nivel ciervo o conejo; pero caminamos tranquilos los dos, lejos de la gente, con el aire fresco que entraba al final del túnel, con olor a cemento, a llantas y a lluvia. Volvimos a casa callados, por la rambla. Seguía lloviendo. Hicimos el trayecto de vuelta escuchando dos temas de Sabina y Brindis por Pierrot.