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2.11.11

Baba Lucija

Nació un día trece del año trece. No tuvo madre, apenas padre. Huyó de su casa a los nueve años. Tenía en la mano izquierda, truncada, la línea de la vida; pero saltó sobre ella y decidió sobrevivir.

Fue sirvienta y cocinera, y la primer mujer tornero en su época. Se aplastaba los senos con una faja para no lastimarse en la fábrica y para que los hombres no la vieran como a una mujer. Tenía una belleza maciza, de potranca. El cabello casi blanco de tan rubio y, los ojos, aguijones de un celeste translúcido.

Atravesó la guerra y el océano con tres hijas colgadas. Iba detrás
de una carta que no había sido enviada para ella.

Un día descubrí que Alan Lee había copiado su sonrisa en la ilustración de un libro de seres mitológicos.

Le gustaban las canciones, el helado de durazno, jugar a la quiniela y tomarse una grapita a las once del día con su esposo. Cuando Ivan murió, se tomaba dos: la de siempre y la otra, en honor del difunto.

Entre otros tesoros me legó sus cuchillos centenarios. Uno es largo y de un acero delgado, como una  cimitarra, útil para cortar carne. El otro, muy viejo, es un estilete con mango de guampa y una punta peligrosa. El tercero sirve para separar el hueso de la pulpa; la hoja , casi triangular, tiene apenas unos centímetros de tanto haber pasado por la piedra de afilar.

De la Baba tengo, además, la receta de la sopa de pobre hecha con agua, harina y ajo; el chucrut con sarma y el misterio del café clarividente. Manuscrita en el alma, me dejó la novela de su vida y a esta madre que me parió y que cada vez más, se parece a ella.


Se fue una mañana de Día de Muertos. Dicen que ese día el sol caía a rajatabla sobre el barrio de Agronomía. Que levantó la vista y lo miró de frente, como tantas otras veces cuando se detenía a descansar sobre la azada en el surco.

Pero ese día estaba sentada en un sillón de mimbre en un patio del barrio Agronomía, lejos de Zagreb y de la tierra sembrada.

No era una mujer para estar sentada.


Le dijo a mi madre que ese era un buen día para morir. Por el sol y porque sumaba trece. Y que había que jugarlo. Zivili Baba Lucija.



8.9.11

Otra Odisea*

Ulises despierta cuando el mar todavía es negro. Es el primero en levantarse y el último en cerrar los ojos. Cada madrugada su sombra blanca cruza el laberinto de corredores desde el camarote hasta la bodega. Allí recoge y se carga la garrafal bolsa de harina como un muerto sobre la espalda.

El Canal Beagle es una nave gris y marcial, un descomunal animal de lata que zarpa cada quince días desde el puerto de Buenos Aires, cargado de petróleo y de fierros. Amaestrado por un mismo contrato estatal de por vida, el Beagle surca cada vez los mismos mares helados hasta el fin del mundo.

Como pasa con los prostíbulos, las cocinas de todos los barcos se parecen. Los tubos de neón tiemblan y se crispan antes de iluminar del todo el ambiente; luego se quedan zumbando como invisibles insectos en la noche. Cada tanto se escucha también el crujir de los huesos del buque.

Ulises disfruta esos primeros ruidos. Luego, hace girar el dial hasta encontrar un tango en la onda corta. Entonces comienza. Mezcla la harina, el azúcar, la manteca, la vainilla. Aprieta y dobla, estira la masa y las estrofas del tango. Corta, tararea y espera. El hojaldre es un libro que se abre poco a poco. Luego el fuego hace crecer los panes y bizcochos para el hambre siempre urgente de los marineros.

A Ulises le gustan las revistas con escotes rellenos de mujeres. Siempre esconde alguna dentro de la marmita grande. Mientras espera al pan que crece, amasa y manosea para él mismo algunos bizcochos en forma de senos generosos. En la soledad de la cocina nocturna Ulises se inspira y las rellena con crema pastelera, con dulce de membrillo o chocolate. A veces se demora en encajes y puntillas de azúcar y sedosas túnicas de impecable glacé, les pone pezones de cerezas y alhajas bruñidas de frutos secos.

Al abrir la puerta de hierro la bocanada infernal del horno le empaña los lentes. “Ahí van, mis chiquilinas” él se alegra, y las llama por su nombre: los pechos erizados de Mimí, las regias ubres de Olga, las tetitas pueriles y prohibidas de Norma. Ulises acerca el banquito de madera a la mirilla para esperar y ver cómo las tetas caseras crecen y se tornan voluptosas y doradas.

Es en ese momento cuando le gusta sentir el chistido de la tapa a rosca de la botella. El primer trago de ginebra es una estampida de toros que baja por la tráquea inflamada. Después, ya no quema ni siente nada.

Cuando están listas, Ulises pincela los bizcochos con almíbar y agua de azhar. Toma entonces una teta humeante y la goza con los dientes apartando los labios para no quemarse. Su boca se demora en pezones de membrillo derretido, resopla y gruñe, arranca negras blusas de chocolate. Aunque ya es un hombre maduro, Ulises saborea con la vehemencia de un joven amante. Al final, la masa desnuda acaba siempre en un precoz bocado y el fuego se extingue con un trago de ginebra.

Antes de seguir con el trabajo de la cocina, previo a la llegada de oficiales, pelapapas y lavacopas, el maestro pastelero envuelve y reserva en el estante más alto un par de tetas. Para la merienda. Eso será todo lo que su apetito pida; así ha sido durante meses.

Desde hace algunas semanas, Ulises también se ocupa de alimentar la variedad de minúsculos monstruos que habitan su camarote. Para ellos amasa panes del tamaño de una uña y emparedados liliputienses de jamón serrano; cuece guisados de bacalao servidos en cáscaras de maní y mezquinas porciones de fideos municiones. Éste es el breve alimento con el que Ulises nutre el zoológico de su imaginación.

Y la ginebra, diseminada en decenas de tapitas por toda la recámara.

Los tripulantes del Canal Beagle lo tratan con cordial desapego. No es raro tratándose de hombres que llevan años viviendo entre hombres sobre un suelo que se mueve. No prestan atención ni a la curiosa obsesión pastelera de Ulises ni a esa jauría etílica de mascotas que esconde bajo llave. Su mollera, descarriada como un tren, apenas les vale la creación de algún apodo ocurrente de sobremesa, una broma o un comentario lateral hecho con picardía y con piedad. No lo juzgan ni intentan socorrerlo porque no pueden dar lo que no tienen. Para un marino, el riguroso respeto por la demencia ajena garantiza la libertad de cultivar la propia. Vivir y dejar vivir; morir y dejar morir. Esa es la ley de a bordo. En tierra firme, la anarquía y la fragilidad de las relaciones humanas los ofusca y los confunde. Se pierden en el amor como perros después de la lluvia. Por lo demás, Ulises se ha vuelto invisible a sus ojos por el hechizo de la costumbre.

El día en que faltó el pan, notaron su ausencia. Fueron varios los que salieron a buscarlo. Pero el universo de un barco es limitado. Fue el capitán quien tomó la decisión de forzar la cerradura del camarote. El ojo de buey al tope dejaba entrar la brisa atropellada. Debajo, sobre una silla, Ulises había doblado el pijama con esmero. Junto al par de chinelas quedaron los lentes. No hubo cartas ni palabras de más. Apenas la letanía de las olas golpeando el casco y una ovación de albatros en el aire.

Cerraron la puerta y pusieron un precinto de plástico amarillo. En la soledad del camarote, sobre la única mesita amurada al piso, gobernaba solitaria una botella de ginebra a media asta. El líquido formaba círculos concéntricos repitiendo del mar los golpes, en un oleaje diminuto e infinito.




*Este relato pertenece a El Horóscopo del Bebedor (inédito) y fue publicado en Malabar, revista digital creada y dirigida por Carlos Pascual.

1.9.11

Esta esperanza de miércoles

No es que me moleste la basura, pero es como si hoy alguien hubiera descargado un contenedor entero frente a la Plaza Cagancha, junto a la glorieta. El viento no ayuda, juega nomás. Las bolsas vuelan como palomas de plástico; hay calesitas de hojas, botellas y boletos.
Es temprano. Creo que soy la única en este salón interminable. El mozo me trae el cortado y la medialuna; corro un poco la laptop y la libreta para hacerle lugar y por las dudas.

Recién despiertos, los habitantes de la calle se van acercando al montón de deshechos a buscar algún desayuno. Tres hombres y una mina. Uno viene atrás, rezagado, y no quiere soltar su sobre de dormir; primero lo lleva como una capa, después lo arrastra. Me contagia el bostezo. Se refriega los ojos y camina en zigzag barriendo el cemento; tiene la barba larga y complicada, pero parece un niño sonámbulo tirando de la punta de su frazada tras una pesadilla.

Unos encuentran un pan y otros unas frutas y vuelven al banco. Los observo a través del vidrio del bar. La mujer sacó un cuchillo para pelar una naranja. El cortado caliente y amargo me incendia la garganta.

La Lupe le puso voz a un pensamiento que me anda rondando desde hace semanas: ¿cómo llegamos a esto? No digo a la pobreza, eso se sabe. ¿Cómo fue que nos acostumbramos?

Si alguna vez esperamos o desesperamos, es claro que ya no.

¿Es el dejar de esperar lo que nos ha quitado la furia y la valentía sobre la que cabalgaba nuestra esperanza?


Ahora ha brotado una niña de una bolsa de papas rellena de diarios. Se para y corre a las palomas de verdad. Veo a la gente despertar aterida y húmeda en la calle, arrastrar su humanidad por un pan duro.  Yo observo, tomo mi café y, enseguida, en un rato, voy a escribir algo lindo y cierto y bien pago.

En mi biografía -en relación a los vínculos y las posesiones- dejar de esperar, dejar que los deseos vuelvan a enrollarse y dormirse, ha sido el talismán para encontrar la paz interior y, paradójicamente, hay veces, toparme por azar con aquello que esperaba (Por algún motivo pueril y egoísta, tengo temor de que al confesarlo deje de suceder, sin embargo voy a arriesgarme).

A veces, dejar de esperar es la mejor manera de encontrar.

Pero no puedo renunciar a esta otra esperanza que saca la mano de la basura y dice aquí estoy, te duele porque estoy, no tenés paz porque estoy. Renunciar a esa esperanza es un movimiento inútil de la voluntad porque no depende de ella. Como no es posible conseguirla con solo desearla ni quitármela de encima como un disfraz. La esperanza es un don. Como el amor.


Pero la única manera de lidiar con una esperanza que sigue encendida es hacer algo con ella. Y parece ser que a ella no le alcanza con que yo  ponga un papel en una urna cada tantos años. La esperanza inmóvil quema, duele, se hunde en la carne. Es una brasa encendida que nos incinera por dentro. Como el amor. (Desde la marcha de los Indignados un amigo hizo un cartel con lapiz labial en un trapo: "es amor, y lo llaman revolución").

Es Vitamina E, dijo Galeano en la plaza Catalunya, a quien todavía quisiera escucharlo, hablando de lo bien que viene una buena dosis de rebeldía y esperanza.

Habrá que hacer algo urgente porque unos se mueren de frío y otros nos estamos convirtiendo en cenizas.

Y si no, claro, está la opción de hacer, manso y tranquilo, la cola para que te apliquen la inyección diaria de anestesia local.



Ya no te espero
ya estoy regresando solo
de los tiempos venideros
ya he besado cada plomo
con que mato y con que muero
ya se cuándo, quién y cómo.

Ya no te espero
porque de esperarte hay odio
en una noche de novios
en los hábitos del cielo,
en madre de un hijo ciego,
ya soy ángel del demonio.

Silvio Rodríguez

23.8.11

Sobre dónde poner el alma

mi mesa en el Seddon de 25 de mayo.
Ahora vigila la esquina de Chile y Defensa.


















A veces, escribir no es suficiente.

Cuando el alma está agobiada, furiosa o cargada como un arma, repele el gesto catártico de la escritura y amenaza con aplastar como una mosca cualquier intento de volcarla en un papel. Como el agua, el humor se acomoda en los resquicios, se amontona en los diques de la autocomplacencia, en las drogas y los psiquiatras o desemboca suave en un bar.


Si tenemos suerte, el destino nos concede la gracia de tener uno.

Los boliches de mi vida siempre tienen estantes libres, una alacena, un lugar en el fondo de un cajón para guardar esos trozos de alma que se me desprenden como la piel de los lagartos, escombros que sé que tienen algún sentido -aunque ignoro cuál- y que debo guardar hasta tanto lo comprenda.

En los bares dejé en salvaguarda los deseos que las estrellas fugaces ignoraron sistemáticamente, algún que otro fantasma reincidente, todos los dolores sin consuelo.

El jueves pasado conocí el Museo del Vino llevada por la entusiasta y muy postergada intención de volver a bailar tango. Le pregunté a la profesora si algún día me sería posible relajarme en el vaivén de una milonga sin pensar en qué lado del cuerpo está el peso, olvidando la pisada y el firulete. "Puede suceder -dijo Felicidad, así se llama ella- pero a veces pasan años de años y solo es posible si hay verdadera conexión con el compañero" (Digresión: no fue esta la única indicación técnica con aristas ontológicas de la clase: "tenés que escuchar lo que su cuerpo te dice para poder decidir sobre el tuyo", "ella no tiene ojos en la espalda, no la culpes si se choca con alguien, vos la tenés que cuidar").

Mientras mi alma se acomoda y aprende, disfruto del error, ejercito el músculo del volver a empezar, voy ganando pista.

Un local con una barra, diez mesas, una radio y una maquina de café puede ser un hospital para el espíritu.

¿Tendrán registro los bolicheros de que no se trata solo, ni de lejos, de comer y beber?

Se trata de la sonrisa de gato de Cheshire de Michel del Garní que flota alrededor para hacerte bien; del perfil de Ani que uno no ve pero adivina detrás del aroma a canela y cilantro, de las mejillas de bienvenida de Daniel encendidas como el fuego al fondo de su horno de barro.  ¿Sabrá Jose que una sola de sus décimas, cada línea recitada en una vuelta de sacacorchos, es una pócima curativa? Si ando negativa, Regina me levanta el ánimo mostrándome las pruebas de que todo puede ser y es, de hecho, un poco peor. Edu seguro sí sabe que el filo de su ironía corta en rebanadas la más dura de mis tristezas. Pero tal vez Pamela ya no se acuerde que me salvó la vida, hace veinte años, cuando aquella madrugada sin clientes se sentó a compartir la última medida de Johnnie y me dijo: mirá Caperucita que si una da tanto, un día mete la mano en la canasta y, de pronto, no queda nada.



Yo trato de convencerlos de la superstición de que los bares son salvadores, que redimen a esa porción de humanidad inmolada en los altares de la noche.
Pero, sin excepción, se ríen, no hacen caso. Tienen cosas más importantes entre manos: revisar que haya pan, cerrar la caja, lidiar con un proveedor. A veces me miran como verdaderos amigos que son; otras como los piadosos profesores de un psiquiátrico a una paciente, que no sabe que lo es y alegremente delira, lo cual es probable.
Es poco decir que tengo buena estrella con los bares, el azar y los amigos. No en ese orden, aunque por ahí sí. Sucede cuando los bares se vuelven amigos, los amigos mensajeros del azar y el azar un lugar seguro donde se puede habitar en una noche de soledad.

Echado en una esquina de mis diecisiete persiste el Tigre, sitio al que los varones de 5°B se rateaban y al que el preceptor más bueno del mundo iba a buscar cuando la Directora llamaba a su oficina, porque sabía que no estaban en el colegio. Andy corría como loco las varias cuadras desde ahí al bar (¿dónde podían estar si no?) para traerlos de vuelta. Llevaba en el bolsillo una corbata de repuesto de esas falsas, con elástico, por las dudas.

Años después, con L., nos refugiábamos en el Moliere a leer desenfrenadamente a Borges, a Vallejo y a Cortázar. Por esa época fuimos también feligresas del bar de Guido, que un día cambió de dueño y le pusieron -vaya paradoja- Café de los Ángeles. Explicar esta historia podría llevarme la extensión de una novela.
Sobrevive, aunque solo en mi memoria, el Pernambuco de la Avenida Corrientes donde Ulises Dumont reinaba cada noche en la mesa del centro y en cuyo depósito me ocultaron los mozos, una extraña madrugada de humor negro. Enfrente, el Astral, angosto y habitado por sátiros y faunos jubilados y en el que décadas más tarde imaginé ver entrar, lento como un dromedario, a un Jorge Varlotta que jamás conocí. La Academia y la Opera tuvieron su minuto de gloria cuando cambiar de noviete significaba cambiar rigurosamente de establecimiento, de trago y de género musical.

También sobre Corrientes -caminar mucho nunca ha sido mi fuerte-, er mío el café de Liberarte sobre cuyas paredes, una vez, no hace tanto, apoyé el oído para cerciorarme de que la voz del Polaco no hubiese quedado atrapada como el mar adentro de los caracoles.

En Montevideo, en el ángulo del pasaje y Buenos Aires, está el eterno Bacacay, extensión del living de mi alma y espejo del Seddon justo al otro lado de ese mar. Al Seddon lo vi morir y volver a nacer como un fénix y doy fe de que sus cimientos también se sostienen sobre los cascotes de mi corazón hecho pedazos.

Mucho después llegaron el Gallo para Esculapio, segado joven como un poeta tuberculoso y bello, y el café Homero que sigue habitado por el espectro blanco de un bandoneón. Tan lejos y tan cerca, en la asombrosa ciudad de La Paz vuelvo en sueños al Socavón que tiene esculpidos en la entrada un querubín y un demonio porque dicen que, como en las minas, necesitarás la ayuda de dios y del diablo para salir de allí, asunto del que soy testigo, aunque no en un estado del todo lúcido.

Como en cada cielo y cada infierno, el Edén de mis bares tiene un centinela. Un bar caído, un ángel condenado injustamente por un dios incompetente: vigilando la placita, sobre la esquina de Serrano y Honduras, el Taller era la prueba de que seríamos jóvenes por siempre. Mentira. Hace un par de semanas, cuando doble la esquina y levanté la vista, ya no estaba ahí. Ni él ni mi juventud.

¿Adónde habrán ido a parar los retazos de vida que dejé en sus mesas, adónde los besos furtivos? ¿En qué estante quedaron las trampas, las promesas, los tragos de más? Busqué los graffitis de los baños, pero una mano impecable de pintura los había borrado.

Cuando se muere un bar, cuando un bar se rompe, el alma de quienes le tuvimos devoción se derrama como a través de una tumba rajada.



Y andá a cantarle a Gardel. No hay nada que hacer, los bares no resucitan ni reencarnan ni despiertan con un beso. Si en algún lugar siguen viviendo es en el medio del pecho. Son la escarapela de ese barrio inventado que llevamos puesto.

Ahí es donde, algunas veces, la escritura regresa y es útil para volver a rescatarlos y juntar, del alma, poco a poco los pedazos.



Yo simplemente te agradezco la poesía
que la escuela de tus noches
le enseñaron a mis días.

Cacho Castaña / Polaco Goyeneche


30.7.11

Diez minutos

De no salir ni a la esquina, vengo de bar en bar.
Ayer, en pas de deux,  la vuelta al perro en Ciudad Vieja para terminar donde siempre al borde de un Alamos. Muy cerca, acá en el oído del alma, todavía repican las décimas curativas de José Hernández, no el de Fierro, sino el mozo más buen mozo y poeta mayor con quien cultivo una amistad forjada de a diez minutos de cigarros compartidos a la intemperie.
Hoy, el enjambre del Mercado. Don García a reventar. Andrés sudando la gota gorda al ras del fuego y cinco lugares en la barra. Los alemanes, obedientes, devoran lo que voy pidiendo y cuándo me preguntan qué es esto como un cañito les digo que prueben nomás, que después les cuento.
Ruego que no aparezcan los gauchos que cantan o aquellos otros bipolares  que la van de mariachis a murguistas y a los que más de una vez estuve tentada de pagarles para que se callen. Pero cuando lo veo a lo lejos con la guitarra al revés, colgando y midiendo la pinta de los locales por encima de los lentes, empiezo a desear que se acerque. El Zurdo nunca me recuerda aunque muchas veces le pedí canciones.  Indefectiblemente me mira como si le resultara familiar y después, derrotado, vuelve a preguntarme el nombre a cambio de un piropo. Esta vez es lo mismo. Escucho su voz acá en la nuca: "¿qué te puedo cantar, preciosa?". Sin darme vuelta del todo le pido alguna del Negro Juárez.
Arruga la boca,  dice que la única que sabe es muy triste y señala como excusa al ejército de mandíbulas que piden pan y circo. Me ofrece Naranjo en Flor, Sur. No negocio. Ya mi sábado es en extremo for export.
Se aclara la garganta y empieza a cantar con esa voz inmensa que tiene y que cubre como un manto la batahola del mercado. La canción es bella, pero decir que es triste, es menos que poco. Ni bien empieza me doy cuenta de que el sujeto de la historia no llegará vivo a la última estrofa.  A medida que cunde la voz y la letra transcurre las caras se deforman, la gente para de comer y abre grandes los ojos: “puse rosas negras sobre nuestra cama, sobre su memoria puse rosas blancas”.   Yo bajo la vista para no reirme: como estoy justo al lado, esos doscientos ojos también me apuntan a mí. El Zurdo canta con los ojos cerrados. El encargado nos mira, detenido, con una bandeja de papas fritas, los ojos a media asta y expresión de disgusto. Claro, los tristes comerán menos, pienso, y eso no conviene.
La onda suicida llega hasta el Medio y Medio porque empiezo a ver que desde ahí se estiran algunos cogotes para ver qué pasa. Los alemanes no entienden nada pero sienten que algo se ha suspendido y están atentos. “Yo lo puse todo, vida cuerpo y alma; ella, dios lo sabe, nunca puso nada”. Hay partes de la melodía que no le deben nada a una wagneriana. Y el tipo, como era de esperar, se mata ahí nomás, para no matarla.
Cuando termina, se hace una milésima de segundo de silencio antes del aplauso. El agradece y no se resiste al billete que le pongo en el bolsillo de la camisa. La gente sale del trance y vuelve a lo suyo, pero no es lo mismo. Entonces acerca su cabeza a la mía: “Ahora vení a arreglar el desastre que armaste y ayudá con Peor para el Sol, que no falla”. Mi pobre soprano es un ripio invisible alrededor de esa voz de gruta. Ahora sí, los comensales aplauden y piden otra. Pero él no quiere. Nos confesamos un par de asuntos que uno apenas le contaría a su almohada, me mira a los ojos, me besa la mano, agradece y se va. Apuesto lo que sea a que la próxima vez que me vea, no me reconoce.
Celebro los amores de los bares que duran diez minutos y siempre vuelven a empezar. Si su vigencia se midiera por la intensidad, serían amistades eternas.


Ya en casa,  busco el nombre de aquel tema tan tortuoso googleando los pocos pero dramáticos versos que recuerdo. Del Negro no es, la canta Falcón y se le atribuye, cómo no, a Alberto Cortez.  Como era de esperar le puso Amor Desolado. La versión de youtube -ilustrada por uno de esos espantosos powerpoints que habría que prohibir- no es tan linda como la del Zurdo Darwin. El que quiere la busca o va un día y se la pide. No la pego acá por las dudas, a ver si encima provoco otro incidente.

6.7.11

Gata Conga

Con niños que no llegan al año o ciudadanos que mueren de frío a unas cuadras de mi casa,  siento que es casi un insulto dejar rodar esta tristeza por la muerte de Conga, mi gata porteña. Hoy llamaron para contarme que murió ayer a la noche. De vieja nomás. Papá la enterró en el jardín, igual que a casi todos los bichos desde que tengo memoria.
Conga es negra y brillante como la noche más negra. Brava y percherona. Cazadora. Cuando camina, lenta y pesada, los omóplatos puntiagudos le asoman sobre el espinazo como a las panteras (Acabo de escribir lo anterior en presente, error que no quiero corregir).

La recogió P. de la puerta de casa en el 94 y se quedó. Estuvo conmigo muchos años en mi primer dos ambientes de chica sola, el de la calle Conde entre los dos Virreyes. Si habrá visto desfilar, esa gata, comedias bufas, dramas y hasta alguna tragedia real. Después se mudó conmigo y los petates. Estuvimos juntas en las buenas y en las malas. Epocas de apego y de indiferencia mutua. No llegó a cruzar el charco. Se fue quedando. Pero cuando visito la casa de mis viejos y la llamo, me reconoce, cómo no, y se trepa por mi pierna arañando el jean.
"Fulgencia", la llama Tonka, porque nunca perdió el gusto por jugar de igual a igual con peluches o cachorros. La semana pasada, antes de irme, me dijeron que estaba agonizando. Bajé del auto, de camino al Buquebús, un momento nomás, para despedirme. La encontré echada junto a la salamandra con apenas una brasa encendida entre el rescoldo. Cada pata apuntaba a una dirección diferente, como una rosa de los vientos hecha pedazos.
Tonka le estuvo dando vitaminas para que tire un poco más. Cuando entré y la llamé levantó la vista enseguida. La piel pegada al hueso triangular de la cabeza, el pelaje opaco y pringoso.  Las orejas desmesuradas por lo delgada, los ojos desorbitados y cubiertos por un velo gris. Me dí cuenta de que no podía verme ni oírme muy bien porque movía la cabeza confundida como buscando mi presencia. Me agaché y cuando la quise acariciar se descansó un poco en la concavidad de mi mano.
«Gracias gata Conga, gracias negra, por tu amor infinito gata mía, gata buena». Les pedí que dejaran de darle vitaminas, que le dieran permiso para irse nomás.
Piedad y agradecimiento, eso sentí a su lado. Casi la misma disposición que hace falta para creer en dios. Justo en estos días alguien escribió que los gatos son eternos. Ojalá. Significaría que gané un ángel felino, negro y vigilante. Llega justo a tiempo.
Sin embargo, todavía no me puedo despegar el asombro de que un animal tan vigoroso pueda llegar a consumirse así, de pronto, en un manojo de extrema fragilidad y pavura. Pensé en nosotros, en qué hacemos con la vida, que por corta o larga que sea, se acaba un poco cada día. Lo pensé así en plural y también en primera del singular.
Conga era muy vieja. Vivió plenamente cada una de sus vidas.  Se dejó domesticar pero nunca renunció a su ferocidad. Hasta hace poco, le gustaba perseguir bolitas de lana o de papel de cocina. Las agarraba entre las fauces, las manoteaba en el aire y se deslizaba por el piso para atajarlas con total agilidad. 
Piedad y agradecimiento, gata Conga, y un duelo pequeño como una bolita de lana, que no sé bien dónde poner.

6.10.10

Caperucita Feroz*

Ya no se oyen los aullidos de la manada. La luz es cada vez más turbia pero aún le resta un buen trozo de bosque por cruzar. Su cuerpo avanza sigiloso y mudo a través de la nieve. Cada tanto el crujido de una rama lo alerta; se detiene y tantea el aire con esa nariz como de cuero húmedo que tienen los lobos. Lo hace para orientarse y también para beber el aroma de la madera de los álamos que exhiben, inofensivas, sus garras desnudas. Con cada exhalación una nube de vapor se forma en el aire gélido sobre su cabeza y se desvanece; parece que lo persiguiera un fantasma. Las patas desmesuradas dejan un hilván de huellas a través de los troncos negros y pelados como rejas. De pronto la ve allí, como si hubiera salido de la nada. Está de pie a corta distancia, revelada a medias detrás de un árbol. Con una contracción imperceptible, el lobo baja un poco la cabeza y apenas retrocede sin dejar de mirarla a los ojos. Su instinto lo sosiega: no es un cazador, es solo una niña, una hembra humana, cachorra, como él, cruzando el bosque en sentido contrario. No quiere asustarla ni quiere huir. Algo hay en ella que lo deslumbra y lo desespera a la vez: formas que nunca ha visto, sensaciones y olores que no sabía que existían. Sin gestos ni palabras aquel organismo lo desafía a perder la cautela y acercarse más. Tal vez sea por el presentimiento de esa piel nacarada y fina como la de una muñeca de porcelana; tal vez por la inocencia salvaje de su mirada. Al acortar la distancia, la fragante acidez de sus axilas y el vaho de un pubis infantil que de lejos intuye poblado de un vello incipiente y rizado, le adormece los sentidos. Su naturaleza astuta y prudente cede ante el anhelo de una caricia. Se acerca a la niña haciendo un rodeo; agita la cola manso pero con tanta convicción que el movimiento le nace de las costillas; los últimos pasos hacia ella los da doblegando las patas delanteras y ofreciendo el tupido pescuezo en señal de entrega. Pero como en todo gesto de sumisión, su cuerpo declina la pretensión de ver de cerca aquello a lo que por amor se ha sometido. Por eso no ve la daga desde siempre engarzada en la pequeña mano lampiña. Y no reconoce en el pecho el calor de la sangre sino la tibia caricia; y en la nieve humeante que se tiñe cree ver solo el gorro rojo que su niña ha dejado caer. Por eso el lobo no entiende, por eso no puede levantarse, por eso no sobrevive. *El título del relato es el mismo del taller que lo motivó y del cual participé el pasado septiembre: "Caperucita Feroz, arquetipos femeninos e historia personal", dictado por Gabriela Onetto y Gabriela Palma, el cual recomiendo con énfasis.

27.8.10

NOCHE DE PARAGUAS

Homenaje a Mario Levrero lunes 30/8, de 20 a 22 hs en Pacharán, San José 1186 (e/ Michelini y Gutiérrez Ruiz) Escribo desde toda la vida, sin embargo, de un modo que me llevaría más tiempo y espacio explicar, Levrero me enseñó a escribir de nuevo. Cuando me partí la cabeza con El Discurso Vacío, hacia fines de 2005, no sabía que era un libro de alguien que había muerto hacía tan poquito: corrí a internet a googlear más información sobre el tal Levrero porque lo quería conocer inmediatamente (y supe que nos cruzamos por un pelito); a partir de ahí empecé a tirar y tirar de un hilo que sigo ovillando y tejiendo hasta el día de hoy. Este lunes 30 nos reunimos para celebrar la vida de Levrero como a él seguramente le hubiera gustado, escribiendo y brindando con una copita de vino. Y digo la vida, porque aunque sea la fecha de su muerte la que nos reune, el día en que al señor Varlotta se le ocurrió pasar a mejor vida, el escritor Mario Levrero acabó de parirse a sí mismo. La invitación es abierta y gratuita a todos quienes admiran su obra y lo han conocido a través de su persona o de sus libros. No hace falta ser experto en escritura ni mucho menos para participar. Solamente, traer lapicera, papel y espíritu lúdico para entrarle a una de las consignas de este gran maestro. Por cuestiones de organización, hay que confirmar asistencia a nochedeparaguas@gmail.com. Los que están lejos y quieren participar escribiendo y enviando su texto, pueden pedir instrucciones de la consigna al mismo mail. Por las dudas traer paraguas, porque el lunes 30 también es la célebre tormenta de Santa Rosa -no confundir con Chacel- no sea que nos agarre la lluvia a la salida, y no precisamente la de letras, que con esa mejor andar a la intemperie saltando charcos.

15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.

26.10.09

No te salves

Las banderas nos peinaban al pasar. Termo y mate. Mi hijo agitando una espada de luz, con los cachetes tricolor y colgado de los hombros del padre. Poco a poco nos fuimos colando entre la gente hasta trepar a la explanada circular frente al Hotel NH. Sobre el puerto caía un sol monumental y translúcido, contrastado de banderas y siluetas negras trepadas al farallón de la rambla. Sin euforia, nos sentíamos felices de estar ahí. "Sublime el sueño que me dejó, en el lugar justo donde estoy", parecía decirnos la brisa de ese mar. Hace un año atrás, cruzando la Plaza Matriz, pasé frente a una de las primeras mesitas destinadas a recolectar las firmas para plebiscitar la anulación de la ley de Caducidad. Yo no estaba de acuerdo con el plebiscito sino con la anulación parlamentaria, sin embargo, instantáneamente me dispuse a firmar. Fue un acto instintivo, casi a la vez que me daba cuenta de que no podía hacerlo porque soy extranjera. “Bueno, no sos tan extranjera, pero solo firman uruguayos”, me dijo la militante con una sonrisa de premio consuelo. Aunque ayer no votamos, igual que todos, nos comimos las uñas a la espera de los resultados. Mandamos y recibimos frenéticos mensajes. Cruzamos los dedos. Como Galeano repetimos el Abracadabra de la contratapa de Brecha: “envía tu fuego hasta el final”. Es que hay dolores que nos desdibujan las fronteras y, tanto ayer como hoy nos sentimos del lado de adentro de este nosotros hecho de pena, de rabia y de esperanza. Porque como también repite Galeano -y parece que tampoco lo entendimos esta vez-, es un error confundir domicilio con identidad. Ya no me acuerdo quién fue el que me mandó ese primer mensaje diciendo que la primera vuelta no, pero que la ley de Caducidad ya estaba casi segura. No fui la única, estallaron varias euforias en cadena festejando con los celulares en alto, marca en el orillo de estos tiempos electorales. Hoy creo que no fue solo por la altura del vuelo anticipado que las alas quemadas y el pavimento en la cara fueron más duros y ardientes. Las cifras en pantalla gigante de la televisión nos mostraban que una vez más, las mayorías decidían soberanamente perpetrar la injusticia -y aunque estábamos esperando la salida del Pepe desde hacía dos horas- no sentimos más deseos de estar allí. Caminando a contracorriente, encaramos la vuelta. Tampoco fuimos los únicos. No hay nada peor que vivir creyendo que no es posible cambiar nada. Ni siquiera una ley declarada anticonstitucional por todos los poderes del Estado, y que además viola varios tratados internacionales. En el plebiscito del 89, el pueblo uruguayo, aplastado todavía por el pulgar de la dictadura decidió amputarle al Estado de derecho su potestad de hacer justicia ante los crímenes cometidos por los militares. Pero ayer, ¿a qué le teníamos miedo? ¿A que algo cambie? Aunque no soy uruguaya también soy huérfana política de una generación que fue presa del mismo Cóndor. Acá nomás, del otro lado del charco, borraron del mapa a toda una posteridad de dirigentes. Toda una generación de jóvenes comprometidos asesinados. Algunos de mis amigos, mayores que yo, siendo muy jóvenes dejaron sus años más fértiles en las cárceles de la dictadura argentina y/o uruguaya. Fueron perseguidos, torturados y privados de su libertad. Otros, muchísimos, sufrieron una tortura distinta pero demoledora, obligados a desterrarse de su tierra para salvar la vida. Muchos no sobrevivieron. Fueron asesinados por los mismos militares que, amparados en la impunidad, hoy caminan a nuestro lado por la rambla, que van al cine y hacen la cola en el Devoto. Ensañados con sus mentes, desaparecieron sus cuerpos, robaron sus bienes, fueron detrás de sus amigos y de sus familiares. Son asesinos. Se robaron a los hijos de sus víctimas. Aún cuando creo que no se debería haber plebiscitado una ley que podría haber sido anulada por ambas mayorías parlamentarias, está claro que el militante común del Frente Amplio en su mayoría, puso su voto para anularla. No fue suficiente. A estas horas, y solo con los votos observados pendientes de revisión al plebiscito de anulación de la Ley de Caducidad le hubieran faltado dos puntos para haber sido aprobada. Cómo deben estar festejando los impunes. Sin el apoyo claro y explícito de candidatos y dirigentes de la izquierda, tampoco fue suficiente –por poco, por tan poquito- el trabajo de los militantes que dejaron el alma -casi sin apoyo y sin presupuesto, un trabajo heróico- para llevar esta causa a las urnas. ¿Hubiera cambiado el resultado con un mensaje claro y en voz alta de Mujica, de Astori, de Tabaré, de los ministros y referentes políticos de izquierda? Estoy segura. Me duele horrible decirlo pero creo que al Frente no le interesa juzgar a los criminales de la dictadura. Así como es claro que, con sus luces y sus sombras, es el gobierno con mayor vocación distributiva y promotora de derechos que ha tenido Uruguay en los últimos cien años. Pero no les interesa juzgar a los responsables de la desaparición y asesinato de los padres de Macarena Gelman, de Martina, Soledad y Valentín, de los hermanos Julien, del padre de Verónica, de Mariana Zaffaroni o Valentina Chavez, entre tantos otros. No les interesa. Si no, hubieran apoyado la anulación de la ley con énfasis. O mejor, no les interesa, porque de lo contrario, ni siquiera hubiera existido el plebiscito. No les interesa hacer justicia por aquellos que dieron la vida por un país y una América Latina como la que a este gobierno de centroizquierda el pueblo le ha dado la oportunidad de empezar a construir. En la marcha del 20 de octubre, mi hijo de 5 años me preguntó por qué estábamos ahí caminando, forrados de pegotines y globos rosados. Yo misma me asombré de lo clara que puede ser la verdad cuando uno quiere que sea clara: Mirá -le contesté- hace tiempo, acá, en Argentina y en otros países, unos ricachones y muchos militares se organizaron para tomar el poder de prepo. Muchísimos jóvenes se opusieron y entonces los mataron y escondieron sus cuerpos porque creían que sin cuerpo no los iban a agarrar. Después los militares hicieron una ley para que no los pudieran juzgar. “Qué vivos”, me dijo Tino, y agregó, “claro, entonces, si sacamos la ley, vamos a poder mandar a los policías malos a la cárcel y saber dónde escondieron los cuerpos de los chicos”. Lo han dicho las Madres de la plaza, girando como locas alrededor del mismo eje: mientras existan ciudadanos desaparecidos, hay un crimen que se sigue perpetrando ante nuestros ojos, un crimen que sigue vigente, flagrante, y criminales peligrosos que están sueltos. Ayer perdimos una gran oportunidad para hacer justicia. No la única, pero la más certera. Habrá que tragarse la amargura (hoy me es imposible, mañana será otro día) y el desaliento y seguir buscando el modo. Tal vez, cuando a fin de mes gane el Pepe, como es tan espontáneo y apasionado, por ahí nos da una sorpresa, un regalito de Navidad. (Esto se lo escuché decir ayer, alegremente, a una señora vestida de rojo, azul y blanco). O quedará en manos de los jueces, caso por caso. O de la justicia argentina o la chilena. Pero ya no, lamentablemente, en manos de la ciudadanía uruguaya. No te salves No te quedes inmóvil al borde del camino no congeles el júbilo no quieras con desgano no te salves ahora ni nunca no te salves no te llenes de calma no reserves del mundo sólo un rincón tranquilo no dejes caer los párpados pesados como juicios no te quedes sin labios no te duermas sin sueño no te pienses sin sangre no te juzgues sin tiempo pero si pese a todo no puedes evitarlo y congelas el júbilo y quieres con desgano y te salvas ahora y te llenas de calma y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo y dejas caer los párpados pesados como juicios y te secas sin labios y te duermes sin sueño y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas entonces no te quedes conmigo. Mario Benedetti 1920 -2009

5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

30.8.08

Maestro de vuelo

"El vértigo había desaparecido. Sentí una embriaguez especial, una sensación no malsana de poder y de dicha. Subía hasta alturas increíbles y luego me dejaba caer, planeando suavemente, con las alas extendidas; y aunque cerraba los ojos -y podía jugar con esto- no corría riesgo de estrellarme porque tenía una idea precisa del recorrido que hacía, y del lugar exacto en que me encontraba a cada instante; y me dejaba guiar en mi vuelo por impulsos arbitrarios y extraños, y sentía que, de algún modo, estaba trazando en el cielo un dibujo coherente y estético. Y descubrí algo más: que estaba descansando. Por primera vez en siglos sentía que el descanso se extendía por los músculos y la mente; sentí que esta era mi forma natural de descansar. (...) -He desperdiciado mi vuelo- me digo; recién ahora sospecho que pude haber aprovechado mejor el tiempo, pero no quiero sentirme culpable; después de todo, es un descanso que necesitaba en forma imperiosa. Y ya, ahora, las cosas no podrán ser del mismo modo; ahora sé que, pase lo que pase durante el día, tendré para mí toda la noche". Mario Levrero, "París", Buenos Aires, 1979 Salud, Maestro al que no conocí. Levanto la copa, en la noche impar, las palabras vagando en la página en blanco, las alas estiradas otra vez, muy por tu culpa también, que no me olvido.

24.8.08

Canciones para salir a flote

El masaje de las letras en la yema de los dedos. El fuego encendido. La gata que se prolonga en el sofá; su breve organismo dormido y atento. La casa, que hace silencio para dejar hablar a la noche. Cruje la estufa su respiración de fuego. Un ronquido distante conduce al dormidor a su cuna sin recuerdos. Queda atrapado un pedazo de viento en las sábanas hinchadas de intemperie. La oscuridad se acumula sin destino de amanecer. La noche insomne se embaraza de historias. Escribir, como respirar hondo. Buscar un ritmo en ese jadeo de palabras que entran y salen de los pulmones de la mente. Los olores duermen, apenas el humo del cigarro está despierto. Los dedos se abandonan densos sobre el teclado, se alargan hurgando esa otra musculatura transversal arraigada en el inconciente. Tal vez así, en esta especie de ejercicio ciego y automático se tense el músculo atrofiado de mi alma. Se fatiga a mi lado una vela. A lo lejos, el mar, que no necesita de nadie y sin embargo, espera. ** Alguien envenenó a Platero. Si encuentran al cretino, díganle que falló. Que no hay forma de matar aquello que se ha amado hasta la locura. ** Un poco por probar voy a seguir buscándote en estas líneas. Así, puestas una al lado de la otra, forman un lazo que te tiro. Pero la cuerda se balancea, frígida y húmeda sobre el acantilado. No hay nadie que la agarre, ni siquiera por jugar; no hay quien quiera ser salvado. Tu reposo me deja sin consuelo. Tu libertad se desentiende de mí. Me dice que debo buscarte en otros lados, tal vez en otros abismos u otros cielos; los rostros todavía desconocidos que alguna vez me devolverán el amparo de tu mirada. ** Las vacas del mar han iniciado su temporada de pastoreo. Estoy aquí, inmóvil en el desamparo de mi cuarto pero navego con ellas. Me prendo a la aleta de plata de una enorme reina vaca, su tenso vientre se sumerge y me hundo. Las rocas gritan su coro de espuma. De las ubres de esta antigua especie me alimento de canciones hechas para salir a flote.

8.10.07

El triángulo de Montevideo

Salí del café Brasilero pensando en tomarme el siguiente cortado en el Bacacay. Acababa de inscribirme en el taller del día de Muertos y seguía con el tubo de láminas bajo el brazo: el local de marcos de Sarandí estaba cerrado, clausurado, ni rastros del viejo y su galería. La mediatarde ventosa me empujó suavemente por la cintura hacia la Plaza Matriz. Los ojos viajaron a otros tiempos y se metieron en la piel de otras gentes sobre las mesas de los anticuarios. Espejitos, monóculos, anteojos, broches antiguos. Todo llamaba mi atención. Libros, carteritas, largavistas, viejos sacapuntas con formas industriales. Busqué sin éxito unas láminas porno de los años 20 para regalarle a R en su cumpleaños. Las había visto hace meses con L, pero fue en un día sábado, cuando toda la plaza estaba llena de mesas de antigüedades. También quería unos caireles para usar de pesitas en el ruedo de la cortina azul. Cada vez que el viento la infla, la cortina araña la mesa del escritorio y ya por segunda vez se llevó la taza de café al desinflarse, armando un relajo de borra y loza rota sobre el piso de madera. Los caireles, los encontré, pero estaban muy caros. Me habrán visto cara de gringa. Perdí del todo la esperanza de conseguir las láminas porno y entonces, un poco frustrada, pensé que sería buena idea retomar el plan y sentarme en el Bacacay para pensar en otro regalo. Antes de llegar al bar, me detuve en la Lupa a conversar con el librero. Le conté de las láminas para enmarcar y me dijo que fuera al taller de un tal Washington, frente al almacén de Bartolomé Mitre. No necesito muchas indicaciones para ir a esa zona, que viene a ser como mi ombligo montevideano. Pasé frente al ombligo mismo, el Hotel Palacio, y crucé la calle hacia el local atiborrado de cuadros. El olor a aserrín y polvo me hizo estornudar al entrar. Desde el fondo del local, escuché un "salú" de bienvenida. La voz precedió a la estampa del hombre que avanzaba hacia mí sosteniendo un marco gigantesco que lo dejaba, justamente, enmarcado; un cuadro con patas. El retrato de Washington Delgado cobró vida cuando me extendió la mano a través del marco. Le mostré las láminas que traía para enmarcar y le expliqué qué clase de marco quería, pero enseguida me convenció de comprar otros más caros y más bellos, aunque no tanto más caros como para no dejarme convencer. Una de las láminas que llevé a enmarcar es un mapa de estrellas. Cuando el tipo lo vió, sonrió de costado. Enseguida sacó una tarjeta azul oscura del bolsillo que tenía escrito lo que me dijo al entregarla: Embajador de la Luna. La tarjeta tiene además una leyenda en latín: PARVA DOMUS MAGNA QUIES. Yo también sonreí pero no me dieron ganas de explicarle que no me parecía tan raro que me siguieran pasando cosas insólitas en esa cuadra umbilical. Si hasta hace poco no sabía que Levrero vivía ahí, a pocos umbrales del Palacio como había sospechado al leer la Luminosa. (En una época, R y yo llamábamos a esa zona "el triángulo de Montevideo", el lugar donde nos perdíamos juntos o solos, formado por los vértices del Hotel Palacio, el Bacacay y el Mephisto, un bar de vinos que ya no existe). Sigo con la crónica. Entonces pasó lo realmente raro de la tarde. El Embajador de la Luna abrió el cajón de una cómoda. Del cajón sacó un fajo grueso de láminas que puso con las dos manos sobre la mesa. El polvo (de estrellas?) volvió a excitar mis narinas y volví a estornudar, salud, estornudo, salud de nuevo. Fotos de mujeres antiguas, pequeñas tetas en sepia, damas posando desnudas o semidesnudas, con risitas locas o miradas extraviadas, ojos tiznados de nostalgia, brazaletes egipcios apretados en los antebrazos, grandes culos italianos y ligas negras con moño de gasa alrededor de las piernas de musa, al límite de lo que hoy llamaríamos obesidad. Adorables. Mis láminas porno de los años 20! El tipo me había leído la mente o yo le había estado mandado señales? Cómo saberlo? Me preguntó con aparente desidia, si no me interesaba también "alguna de esas". Aunque me daba cuenta de que que cada gramo de efusividad de mi parte frente a las láminas iría sumando el precio del botín, me tomé el tiempo para elegir dos de ellas y usé el resto del rato para rogarle que me bajara el precio, cosa que logré relativamente, porque es imposible sacarle a un Embajador más ventaja de la que en el fondo, él tiene planeado entregar de antemano. Mientras me tomaba el segundo cortado del día en el Bacacay, me pregunté si los lugares mágicos nos eligen a nosotros, o somos nosotros los que, involuntariamente, hacemos la magia. Y también, una vez más, me pregunté qué significa. Quién sabe. En averiguarlo se me va la vida y no me quejo.

14.9.07

La noche boca arriba

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. (Julio Cortázar, "Final del Juego") *Ahora se puede ver de dónde he calcado -no deliberadamente pero no quise cambiarlo porque es un homenaje y una paradoja a la vez- el formato del relato Mae, ese acerca del parto.