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14.4.15

Galeano



Una de las primeras sorpresas de vivir en Montevideo fue el hecho de caminar muy tranquilamente en cualquier momento y descubrir a Galeano y Benedetti meta charla y café en el Bacacay.  O en el Brasilero, lugar donde uno podía encontrarlo los lunes. Es que acá todo está cerca. Lo más grande, al alcance de la mano. Por eso a veces es difícil distinguirlo, como es difícil verse uno mismo la punta de la nariz.

Tuve la suerte de conocerlo personalmente gracias al agua. En 2004 le pedimos permiso para cambiar las venas por canillas abiertas para el título del libro, y cuando lo convocamos a presentarlo e ir a Brasil, Galeano nos ofreció su apoyo generoso e inmediato a la campaña por el derecho público al agua: “lo que quieran, yo voy adonde digan”.  

Un día de esos posteriores al festejo del plebiscito que ganaron los uruguayos, armamos una cena porque estaba el Oscar Olivera de Cochabamba, y con Galeano se querían conocer. Vino acompañado de esa extraordinaria tucumana a la que él le dedicó la mayoría de sus libros y que le regaló su vigilia y sus sueños. Estaba Hillary también.

Hablamos del fervor por Bolivia. Descubrimos que coincidomos ambos en el salar de Uyuni, durante el eclipse total de sol del ´94, en medio de esa nada blanca de horizonte cóncavo, sin planta ni pájaro. Le recordé el centenar de sikuris durante el oscurecimiento total por la mañana, treinta segundos de noche cerrada de repente, pasar del infierno del sol vertical al frío helado y negro en un paréntesis inverosímil, en ese campamento de artistas y locos donde el viento, que no chocaba con nada, no sonaba. Hasta la Nasa estaba, a lo lejos. Le dije que no lo había visto, qué raro. Entonces contó, como confesando, que la noche anterior, había pasado -como yo, como todos- bebiendo y cantando en los fuegos del desierto de sal fosforescente, pero que se había quedado charlando tanto tanto de la vida con Rigoberta Menchú, porque hacía una vida que no se veían, que siguieron de largo la la mona, cada uno en su carpa, y nunca vieron el eclipse.    

Tino tenía tres meses y algo; lo tuvo a upa un rato y se enredaron en una charla de balbuceos: “habla igual que un diputado chino”.  Le conté que unos meses atrás, cuando me tocó preparar el bolso de nacer, arriba de las batitas, de la toalla, el corpiño de lactancia, la vaselina y los pañales XS, puse un libro suyo.

En el silencio hospitalario, testigo de la primera noche milagrosa junto a mi hijo dormido en su cunita transparente y el sueño exhausto del padre, abrí el libro y leí un buen rato. Era el mismo libro que Eduardo había traído de regalo esa noche y que gentilmente dedicó con chanchito y palabras que hoy volví a buscar. 

Esa noche, no sin bastante vergüenza, le conté que escribo y que hacía largo tiempo garabateaba una especie de mamotreto acerca de la historia de cómo mi abuela había cruzado el océano desde los Balcanes tras su esposo, siguiendo la pista de una carta equivocada.

Ahí el tipo se interesó y sacó una libretita: “Ah, no, pará, ni pienses que te voy a contar la historia para que transformes en un relato perfecto de quince líneas lo que a mí me lleva media vida escribir de manera regular”. Me dijo Helena que Galeano era un cazacuentos y que hacía bien.

No le dije esa vez que empecé a leer Memoria del Fuego boca arriba en el campo de alfalfa de Agronomía, con Almendra ladrando alrededor y que pasé toda esa noche sin dormir, hundida en las geografías, las ilustraciones asombrosas y las historias de esa América que empezaba a existir para mí. No le dije que al día siguiente yo no era la misma. Después, vinieron otros, pero Galeano fue el primer cronista que le contó a mi generación, la perdida, que hace rato que somos un nosotros,  que hay un lugar propio desde el cual partir y al cual volver, hecho de palabras, de historias, de ignominia, de muerte y de dignidad. Galeano lo decía, Mercedes lo cantaba, dijo Gieco hoy.

No le dije que un sábado en Buenos Aires, podía distinguirse de cualquier otro día por el ritual de calentar el agua y cargar el mate y buscar el rincón soleado para leer la contratapa del Página, sabiendo que ahí estaba, desafiando a los infames con su palabra clara como el agua.  Cuando me vine, al principio, en Punta Carretas, si en una de esas extrañaba, mi compañero me sorprendía más de un domingo de mañana con el Página del sábado,  que se conseguía en el kiosko de tarde.

De tiempo somos, empieza diciendo Bocas del Tiempo. Volví a buscar el libro en el estante, casi diez años después del día que en que di a luz, de esa noche insomne de cambio de generación, y volví a leer ese primer relato. Tenía entonces un misterioso sentido que hoy se completa. Gracias Galeano por todo, buen viaje.


El viaje

Orioll Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien.

Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos.

Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.




Bocas del tiempo,
Eduardo Galeano, 2004

30.1.13

Apuntes para las hadas



















Me levanto un momento para fumar arrumbada en el ventanuco sobre los techos de Kreuzberg. No hace mucho frío y las casas tienen calefacción del primer mundo. Me llevo la laptop y el chopito de tequila 1800  que descubrí escondido en el mueble detrás de los fideos.

Trato de escribir pero no hay caso. Dejo el teclado y tomo el cuaderno negro. Las frases parecen ganchos indescifrables.

Lo segundo que se muere cuando se muere alguien amado, son las palabras. Los tiempos verbales aparecen, de pronto, arbitrariamente descalificados.
Es, era, fue, será. Todo entreverado. La muerte no admite el relato en tanto es el fin del tiempo verbal que lo hacía posible.

En este hecho se comprueba que el pretérito, siempre es imperfecto, y el presente apenas un tiempo que se nos va de las manos como la arena de la playa.

Me sirvo un tequila. Onhe eins, pienso. Increíblemente, cumplo. La nieve, casi fosforescente, se ha depositado sobre las pesadas ramas de los árboles, sobre los coches y las bicicletas recostadas sobre las entradas, los tejados reflejan la luz de la luna y cada tanto un transeúnte atraviesa la madrugada a paso apurado.

A veces se escriben cuadernos enteros, varios tomos, invisibles e indelebles, sin usar una sola palabra.

***

Los niños son sabios y curativos. Cuando lo supo dijo tranquilamente: hay que plantar un sáuco porque es el árbol de las hadas y Katrin es un hada.

***


No le temo a la muerte. Curiosamente compruebo, que la gente que más miedo tiene de morir es la que más miedo de vivir tiene.

No le tengo miedo. Me enoja. Me humilla. Me hace sentir estúpida e impotente, como si algunos se estuvieran burlando de algo alrededor tuyo, y vos te reís también y al rato te das cuenta de que sos el chiste. Obstinación de gallito ciego pegándole al vacío con el palo de escoba.

Vos respirabas un tiempo que, a su modo, era eterno. La mayoría de las elecciones de tu vida fueron tomadas con la absurda e inevitable certeza de que la vida es para siempre, entonces, vale la pena dedicarle todo el tiempo del mundo a las pequeñas cosas.

Tengo tanto que aprender.

Vengo tratando de ejercitar el viejo instinto de la oración, que al contrario de lo que se supone, es hacer silencio para escuchar.  Si lo logro, si logro callarlo todo, tal vez  escuche un día cómo hacer para agradecer el haber vivido parte de la eternidad a tu lado.

***

Los conocí a los dos el mismo día. Pero esa noche yo no tenía ojos más que para un hombre en el club Almagro, noche de tango, de luces cansinas y mujeres vestidas de negro y rojo. “Cuidado con ese hombre”, me dijo en la barra, ya después de un par de tragos y solidaridad de género. Tenía razón. Era para cuidarse. Me casé con él.

Pensábamos envejecer juntos. No es un reproche. Bueno, un poco sí. Ibamos a construir otra casa sobre pilotes en el bosque encantado. Ibamos a criar canas rodeados del viento en los eucaliptus, y las olas rompiendo en la orilla del sueño.

El plan no era complejo; dos cabañas: el que ronca duerme solo (“ya sabes quién”), “habría que trasladar las bibliotecas”, “tener un auto no es necesario”, “es indispensable un auto”, “una bicicleta, seguro” “un seguro de salud y un combo de jubilaciones decentes para comprar vino bueno y los libros, los medicamentos de la edad, mantener la banda ancha". El ejercicio de caminata ida y vuelta a Piriápolis es sin costo. Yo paso, dije. Fui apoyada también en mis objeciones de urbanismo libertario: mal que les pese, haría frecuentes excursiones a Montevideo y Buenos Aires.  Mucho aire puro termina por malhumorarme.

Nada podía fallar. Qué absurdas somos las personas. Todo puede fallar.

***

Aquel sábado, después de un viaje interminable en la agonizante Iberia, llegamos a Berlin con el pequeño Jedi. El cielo, primero rosado, empezó a tornarse saturado de un blanco lechoso como si estuviera por reventar. 

Recordé a mi vieja y sus descripciones del cielo de Zagreb antes de la nevada. Tal cual.

Dormí más de doce horas. Cuando abrí loso ojos, sobre la ventana del tejado los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Berlin. Efectivamente, como decía Tonka, los copos no caen, oscilan, van haciendo maniobritas en el aire antes de posarse en donde les toque. Un poco como nosotros. Hay que ser muy tonto para ver un solo copo. Lo que vale es la nevada. No pude dejar de pensar en que es la versión europea del mar de fueguitos. Mar de copitos. Kreuzberg nevado es una de las cosas más bellas que uno tiene la suerte de ver en la vida.

Estabas tan presente en esa caminata blanca hasta el parque, con los chiquilines y los trineos. Pensé que dirías, con la acidez que te caracteriza –me niego aún al pretérito imperfecto-  que pronto se iría la nieve y vendría la llovizna, que todo lo convierte en lodo y piedritas. Tal cual, también.
Pensé en que tal vez mañana, cuando te llamara por Navidad, te contaría eso mismo.

Más vale hoy que nunca.

¿Quién nos quita la belleza de la nieve aunque dure un instante?

En eso nos parecemos. En mirar la eternidad de lo fugaz y el lado bueno de las cosas. Oteando el otro lado, pero ninguneándolo un poco para que, el que vale y es bello, dure más, aunque a veces ni siquiera exista.

Y en recurrir a lugares comunes para explicar las cosas.

***

La iglesia que ya no es iglesia se yergue bella y austera en el cruce de calles. Entro y salgo. Igual con la otra. Inútil buscar una iglesia en Berlin para llorar como la gente. Muchas de ellas se han convertido en bares y no quiero caminar más.

Volvemos de la caminata hablando del horrible barro helado que queda después de la nieve; vagaba en mi mente buscando una respuesta, cuando alguien me trajo por azar la referencia de un libro amado  y del cual hablamos largamente hace poco. 

Fue en octubre. Se perfilaba como una de esas largas noches de Jhonnie, pero habías llegado en el barco de las 7 y estábamos agotadas del laburo. Apenas podíamos mantener los ojos abiertos pero no queríamos renunciar a un rato más de charla y pusimos otro disco de Nina.

El clima nos daba permiso para estar afuera y fumar. Qué estás leyendo, siempre fue una forma de retomar el hilván de la conversación abandonada meses atrás. La amistad, cuando es genuina, remienda el tiempo con su aguja y continúa como si nunca se hubiera detenido el tejido de las cosas.

Yo había retomado la lectura de la Invención (nunca le agarraste el gusto a ninguno de los dos, a pesar de mis intenciones) y trataba de explicarte la trama, con ademanes y aspaveintos, en clave de Lost

Vos te atoraste de risa cuando se me ocurrió ilustrarte el asunto diciendo que el protagonista es un venezolano medio loco, medio genio, con cruza de Silvio Rodríguez y Ben Linus. 

“Chavez!” gritaste casi. Nos tapamos la boca con las manos para no despertar a los vecinos con las carcajadas.

Me llevó como media hora contarte la relación entre Linus y Morel, entre Kate, Faustine e Irene. 

Después discutimos acerca de si el amor es necesario para sobrevivir, si se puede amar algo que sabemos que no existe, si puede volver a existir por obra del amor, si la creencia es creadora, si la creación no es en realidad, mera cuestión de fe y la fe, apariencia.

No habías leído el libro ni visto la serie pero usabas la información que te había dado, en mi contra. De pronto estuve atrapada en mi propia isla inventada. Y era tarde y tenía que trabajar.

Tu paciencia para escuchar y reír con los amigos era parte de ese sentido tuyo del infinito y tu inteligencia no descansaría en la esgrima del debate ni siquiera al ver amanecer. 

Esgrimí que es relativamente sencillo destrozar a Bioy usando las razones opuestas para descalificar a Galeano. Pero estaba cantado nomás que esa no era mi noche. Me estabas despedazando. Servimos la última ronda. Fui a buscar dos piedras de hielo.

Cuando volví, jugando una última carta, me senté, tomé el libro y te pedí que escucharas:

“Ya no estoy muerto, estoy enamorado”.

Voilá. Abriste los ojos, inclinaste la cabeza, estiraste el brazo y tomaste el ejemplar con los ojos entornados del que acepta cada derrota como un reto a medida.

Nunca sabré si finalmente leíste el libro.

Si pudiera pedir una sola cosa, sería una noche más.

***

Como no podía escribir, con las hilachas del asombro de la palabra ausente, hice una lista minuciosa en el cuaderno negro de las cosas que no quiero olvidar. Como si enumerarlas pudieran retenerte de algún modo.  

Cosas triviales, los actos más insignificantes, como cortar un trozo de queso, hablar por celular, o el gesto de recogerte el cabello en una trenza gruesa.

No voy a escribirlas, no solo porque la lista es más interminable que la historia de Michael Ende; puedo resumirlas en una sola.

Lo primero que pensé cuando supe que habías muerto es es no voy a olvidar tus manos. Orgánicas, en movimiento, con la palma abierta para dar y recibir, pronta para agarrar las causas perdidas. Tus manos indispensables, las de pelear cada día, espada en alto, lado a lado junto a Bastián Baltasar Bux para salvar Fantasía y curar a la Emperatriz.

Si alguna vez olvido tus manos, significaría olvidar lo bello, lo bueno y lo justo que hay en este mundo. 

Tus manos sigilosas de dedos, medianos, sensatos en las dimensiones, las articulaciones como nudos de ramas jóvenes de cerezo. Las uñas translúcidas, escamas de un pez antiguo, ovaladas y lisas como la piel de la luna.

Tus manos que lavan los platos con parsimonia, que escriben con delicadeza y con furia, que levantan banderas de causas perdidas –cuáles si no-, manos que cambiaron pañales, que acunaron con amor, que cobijaron a las chicas, manos que les dieron un empujón cómplice de libertad cuando llegó la hora. Manos dispuestas a sembrar, a cosechar y repartir. A dejar partir. Tu mano en mi hombro. 

¿Cómo hacer para soltarte? Espero que tus manos me enseñen el inverosímil ejercicio de decirte adiós.

***
Pero las cosas son como son.

Tantas veces imprecamos sobre lo establecido. Llegabas con tu pequeña maleta desde alguna parte del mundo pronta para gastar la madrugada en charlas de nunca jamás. Uno de los clásicos era por qué no puede ser de otro modo.

Tantas veces en tantos años nos interrogamos, discutimos de política y de historia, apretamos los dientes frente a la injusticia, el dolor, la falta de esperanza de quienes están a la intemperie de la historia.

Yo no sé si lograremos entre lo muchos pocos que somos que algunos sean menos pobres, que otros sean menos ricos, que seamos todos más sencillos, menos egoístas y más felices; más buenos, más lúdicos y más niños.

Yo no sé si esta es la puerta o la ventana, si es el camino directo, el atajo o la encrucijada.

Yo no sé si lo lograremos porque es cierto que somos frágiles y porque ellos son los dueños de la pelota y son poderosos. 

Yo no sé si podremos. Pero no voy a despedirme del timbre de tu voz recordándome a diario que vale la pena intentarlo.



31.12.10

Existe

En su cama. Yo a la cabecera, él a los pies, cada uno leyendo su libro. Me lo pregunta derecho viejo, sin chance alguna de postergar la cosa, de huir por la tangente :
Mamá, vos sos Papá Noel, sí o no?
Levanto un poco el libro abierto para esconder la cara y la mueca, para darme una milésima de segundo de descuento, para responder sin tartamudear . Mamápapánoelmamápapánoelmamá... no pienso nada de nada, las palabras reverberan en círculos concéntricos como al tirar una piedra en un lago. De pronto sé que es un antes y un después, una línea de tiza en la rayuela del camino. Nadie te enseña. Escuchaste anécdotas de otros, juzgaste unas respuestas mejores que otras, te imaginaste vagamente qué harías; sin embargo, por alguna razón, estás completamente sola y sos la única, la primer madre o el primer padre del mundo en responder. Con el dedito me obliga a bajar el libro y mostrar la cara. Nos conocemos bien; la inteligencia emocional de este chico arremete como el Halcón Milenario, a la velocidad de la luz. Supongo que al descubrir mi expresión ya sabe la respuesta pero igual repite la pregunta. Y entonces sucede. Las palabras están ahí, guardadas prolijamente en un cajón que no sabía que existía, listas para decirlas por primera vez, para estrenarlas como un vestido nuevo: una vez que sepas la verdad no vas a ser el mismo de antes porque vas a poder elegir si creer o no. Se lo digo a él a la vez que me lo estoy diciendo a mí. Aprendo al mismo tiempo que enseño. No es la primera vez que me pasa en estos seis años de crianza, pero sí es la primera vez que me doy cuenta tan crudamente. Es claro que no se trata solamente del viejo de traje rojo que baja por la chimenea y deja regalos a cambio de ilusiones. Le pregunto si de veras quiere saber. El usa los ojos para asentir, como el que ha tomado la decisión mucho antes. Se acomoda frente a mí, las piernas huesudas cruzadas, apoyándose en sí mismo, el codo en la rodilla y el mentón sobre el puño. Entonces le cuento. Cruzo el umbral. Sí, tu papá y yo... los regalos. Comienza el interrogatorio, los detalles ineludibles: qué hacemos con las cartas (“se guardan en una caja como tesoros y no se pueden volver a ver hasta, por lo menos, los 20”), dónde escondemos los paquetes, si todo el rollo de subir a la terraza para ver si viene a las 12 es para poner los regalos. Mientras contesto (confieso), en otro plano, me recuerdo o me imagino –a veces creo que es lo mismo- a mí misma, bastante más grandulona, en el momento de saber. Estaba armando el árbol con Tonka, picando algodón con los dedos para hacer nieve y colocarla sobre las ramas de plástico. Pienso en mis padres cuando eran niños, en mis abuelos, en las épocas en las que Papá Noel traía manzanas lustradas y muñecas de trapo en vez de legos o playmobiles. Se me cruza la imagen del sueño que una vez me contó un amigo: trepaba a una duna con su hijo pequeño de la mano, pasaban junto a un montón de huesos que eran los de su padre y más adelante, su hijo se soltaba de la mano y cruzaba un alambrado que él no podía atravesar, y entonces su hijo lo dejaba atrás. Se volvió una costumbre: casi todas las noches, después de leer un rato, nos gusta quedarnos charlando otro poquito con la luz apagada, antes de dormir. Hablamos de todo. Es nuestro momento. Me lo dice susurrando, casi en secreto, pero con esa determinación que él tiene a veces: Ma, ahora que sé la verdad, quiero seguir creyendo. Yo también hijo, yo también quiero creer, lo digo en voz alta, le doy un beso y le digo ahora dormite, querés.
Con ese credo, esa esperanza y estos amores quiero cruzar hacia el nuevo año. Felicidad para todos. Aguanten Los Reyes.

26.10.09

No te salves

Las banderas nos peinaban al pasar. Termo y mate. Mi hijo agitando una espada de luz, con los cachetes tricolor y colgado de los hombros del padre. Poco a poco nos fuimos colando entre la gente hasta trepar a la explanada circular frente al Hotel NH. Sobre el puerto caía un sol monumental y translúcido, contrastado de banderas y siluetas negras trepadas al farallón de la rambla. Sin euforia, nos sentíamos felices de estar ahí. "Sublime el sueño que me dejó, en el lugar justo donde estoy", parecía decirnos la brisa de ese mar. Hace un año atrás, cruzando la Plaza Matriz, pasé frente a una de las primeras mesitas destinadas a recolectar las firmas para plebiscitar la anulación de la ley de Caducidad. Yo no estaba de acuerdo con el plebiscito sino con la anulación parlamentaria, sin embargo, instantáneamente me dispuse a firmar. Fue un acto instintivo, casi a la vez que me daba cuenta de que no podía hacerlo porque soy extranjera. “Bueno, no sos tan extranjera, pero solo firman uruguayos”, me dijo la militante con una sonrisa de premio consuelo. Aunque ayer no votamos, igual que todos, nos comimos las uñas a la espera de los resultados. Mandamos y recibimos frenéticos mensajes. Cruzamos los dedos. Como Galeano repetimos el Abracadabra de la contratapa de Brecha: “envía tu fuego hasta el final”. Es que hay dolores que nos desdibujan las fronteras y, tanto ayer como hoy nos sentimos del lado de adentro de este nosotros hecho de pena, de rabia y de esperanza. Porque como también repite Galeano -y parece que tampoco lo entendimos esta vez-, es un error confundir domicilio con identidad. Ya no me acuerdo quién fue el que me mandó ese primer mensaje diciendo que la primera vuelta no, pero que la ley de Caducidad ya estaba casi segura. No fui la única, estallaron varias euforias en cadena festejando con los celulares en alto, marca en el orillo de estos tiempos electorales. Hoy creo que no fue solo por la altura del vuelo anticipado que las alas quemadas y el pavimento en la cara fueron más duros y ardientes. Las cifras en pantalla gigante de la televisión nos mostraban que una vez más, las mayorías decidían soberanamente perpetrar la injusticia -y aunque estábamos esperando la salida del Pepe desde hacía dos horas- no sentimos más deseos de estar allí. Caminando a contracorriente, encaramos la vuelta. Tampoco fuimos los únicos. No hay nada peor que vivir creyendo que no es posible cambiar nada. Ni siquiera una ley declarada anticonstitucional por todos los poderes del Estado, y que además viola varios tratados internacionales. En el plebiscito del 89, el pueblo uruguayo, aplastado todavía por el pulgar de la dictadura decidió amputarle al Estado de derecho su potestad de hacer justicia ante los crímenes cometidos por los militares. Pero ayer, ¿a qué le teníamos miedo? ¿A que algo cambie? Aunque no soy uruguaya también soy huérfana política de una generación que fue presa del mismo Cóndor. Acá nomás, del otro lado del charco, borraron del mapa a toda una posteridad de dirigentes. Toda una generación de jóvenes comprometidos asesinados. Algunos de mis amigos, mayores que yo, siendo muy jóvenes dejaron sus años más fértiles en las cárceles de la dictadura argentina y/o uruguaya. Fueron perseguidos, torturados y privados de su libertad. Otros, muchísimos, sufrieron una tortura distinta pero demoledora, obligados a desterrarse de su tierra para salvar la vida. Muchos no sobrevivieron. Fueron asesinados por los mismos militares que, amparados en la impunidad, hoy caminan a nuestro lado por la rambla, que van al cine y hacen la cola en el Devoto. Ensañados con sus mentes, desaparecieron sus cuerpos, robaron sus bienes, fueron detrás de sus amigos y de sus familiares. Son asesinos. Se robaron a los hijos de sus víctimas. Aún cuando creo que no se debería haber plebiscitado una ley que podría haber sido anulada por ambas mayorías parlamentarias, está claro que el militante común del Frente Amplio en su mayoría, puso su voto para anularla. No fue suficiente. A estas horas, y solo con los votos observados pendientes de revisión al plebiscito de anulación de la Ley de Caducidad le hubieran faltado dos puntos para haber sido aprobada. Cómo deben estar festejando los impunes. Sin el apoyo claro y explícito de candidatos y dirigentes de la izquierda, tampoco fue suficiente –por poco, por tan poquito- el trabajo de los militantes que dejaron el alma -casi sin apoyo y sin presupuesto, un trabajo heróico- para llevar esta causa a las urnas. ¿Hubiera cambiado el resultado con un mensaje claro y en voz alta de Mujica, de Astori, de Tabaré, de los ministros y referentes políticos de izquierda? Estoy segura. Me duele horrible decirlo pero creo que al Frente no le interesa juzgar a los criminales de la dictadura. Así como es claro que, con sus luces y sus sombras, es el gobierno con mayor vocación distributiva y promotora de derechos que ha tenido Uruguay en los últimos cien años. Pero no les interesa juzgar a los responsables de la desaparición y asesinato de los padres de Macarena Gelman, de Martina, Soledad y Valentín, de los hermanos Julien, del padre de Verónica, de Mariana Zaffaroni o Valentina Chavez, entre tantos otros. No les interesa. Si no, hubieran apoyado la anulación de la ley con énfasis. O mejor, no les interesa, porque de lo contrario, ni siquiera hubiera existido el plebiscito. No les interesa hacer justicia por aquellos que dieron la vida por un país y una América Latina como la que a este gobierno de centroizquierda el pueblo le ha dado la oportunidad de empezar a construir. En la marcha del 20 de octubre, mi hijo de 5 años me preguntó por qué estábamos ahí caminando, forrados de pegotines y globos rosados. Yo misma me asombré de lo clara que puede ser la verdad cuando uno quiere que sea clara: Mirá -le contesté- hace tiempo, acá, en Argentina y en otros países, unos ricachones y muchos militares se organizaron para tomar el poder de prepo. Muchísimos jóvenes se opusieron y entonces los mataron y escondieron sus cuerpos porque creían que sin cuerpo no los iban a agarrar. Después los militares hicieron una ley para que no los pudieran juzgar. “Qué vivos”, me dijo Tino, y agregó, “claro, entonces, si sacamos la ley, vamos a poder mandar a los policías malos a la cárcel y saber dónde escondieron los cuerpos de los chicos”. Lo han dicho las Madres de la plaza, girando como locas alrededor del mismo eje: mientras existan ciudadanos desaparecidos, hay un crimen que se sigue perpetrando ante nuestros ojos, un crimen que sigue vigente, flagrante, y criminales peligrosos que están sueltos. Ayer perdimos una gran oportunidad para hacer justicia. No la única, pero la más certera. Habrá que tragarse la amargura (hoy me es imposible, mañana será otro día) y el desaliento y seguir buscando el modo. Tal vez, cuando a fin de mes gane el Pepe, como es tan espontáneo y apasionado, por ahí nos da una sorpresa, un regalito de Navidad. (Esto se lo escuché decir ayer, alegremente, a una señora vestida de rojo, azul y blanco). O quedará en manos de los jueces, caso por caso. O de la justicia argentina o la chilena. Pero ya no, lamentablemente, en manos de la ciudadanía uruguaya. No te salves No te quedes inmóvil al borde del camino no congeles el júbilo no quieras con desgano no te salves ahora ni nunca no te salves no te llenes de calma no reserves del mundo sólo un rincón tranquilo no dejes caer los párpados pesados como juicios no te quedes sin labios no te duermas sin sueño no te pienses sin sangre no te juzgues sin tiempo pero si pese a todo no puedes evitarlo y congelas el júbilo y quieres con desgano y te salvas ahora y te llenas de calma y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo y dejas caer los párpados pesados como juicios y te secas sin labios y te duermes sin sueño y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas entonces no te quedes conmigo. Mario Benedetti 1920 -2009

5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

7.8.09

Cinco años

Cinco años atrás, a esta misma hora la vida me llevaba meta y salga de la bañera. Si lo pienso, me parece oler el romero sobre el vapor del agua caliente; después, me duermo y me despiertan de pronto las contracciones, no muy dolorosas ni alarmantes, pero bien molestas (el dolor todavía no es suficiente para suponer que ESAS son las verdaderas contracciones, las famosas, las intransmitibles. Aquellas, las primeras, son "otra cosa, algo previo"). Enseguida, como buena alumna, voy a buscar reloj, anotador y lápiz. Naaa, falta. Los retortijones infames vienen una vez por hora, y cuando retroceden, abandonarme a la modorra es agradable. Como ahora, dejan de importarme los tiempos verbales: pasado, presente; todo es futuro, por venir. Dejo de anotar. Leer un rato. El Palacio de la Luna, me acuerdo bien. Sueeeño. Dolor. Sueeño. Dolor. A eso de las 3 am., sacudo a R. del hombro porque la masacre en la tripa, sumada a los ronquidos –los estoy escuchando ahora mismo y no es un deja vu- es tortura lisa y llana. Entre las 3 am. y las 6 me siento en el living con un reloj a tomarme el tiempo. Ahh, si hubiera existido el sms, sé de un par de amigas a las que no hubiese dejado dormir.
Todavía es de noche pero una resolana asoma por encima de los techos. Ya no me es posible dormir entre un amasijo y el otro. A las 6.30 despierto a R. y le pido que llamemos a la partera o al médico o al hombre araña. En algún momento alguien llama a Sarita, la partera, y ella resuelve que nos vemos en la clínica a las 8. Una dulce, Sarita, eso pienso yo, parada en ese lugar intermedio del umbral del dolor, sin entrar todavía. A las 7, R. llama a un taxi urgente y le pide por favor a la operadora que mande a una mujer “porque son más precavidas al manejar”. Cuando me entero del pedido, me pongo a llorar -literalmente- de solo pensar cuánto se podría tardar en encontrar a una mujer taxista en Buenos Aires y a esa hora. Ya me veía yo, pariendo en el paliere. Igual, no culpo a R.; era una mañana extravagante. Y estaba recién despierto. Y yo hice cosas peores ese día. Bolsito, listo. A las 7 y media de la mañana, nos subimos al taxi –no se si es varón o mujer; creo que varón-; estoy enferma de dolor. A partir de ahí, los recuerdos son claros, indelebles, pero muy fragmentados. Como un cristal roto en mil pedazos; cada uno refleja una parte de la historia. Ha llovido o hay humedad en la avenida Santa Fe. La fresca, como le dicen. Las llantas silban al frenar. La calle parece lustrada. Un sol rojo sobre el asfalto brillante. Recuerdo que pensé: voy a recordar esto. Llegamos enseguida, pero a mí me parece una eternidad. Hace frío, creo, pero si fuera por mí me desnudo ahí mismo en la puerta de la Suizo Argentina. Me incendio. R. me ayuda a bajar del taxi y me deja -no más de 10 segundos- sola, parada, abrazada, amarrada a una columna, para ir a buscar una silla de ruedas. Lo odio por dejarme sola. Lo odio por no dejarme sola. Lo odio por la silla de ruedas y por ofrecerme el brazo. No es en el segundo piso. Y eso que pregunté como tres veces la semana anterior. Otra vez al ascensor, al quinto. Ocho de la mañana en punto; soy un desastre, tengo los pelos parados, huelo a adobo de romero, me agarro la panza y grito, me lamento, por el pasillo; nada me avergüenza, no tengo pudor, soy impune. No puedo precisar el lugar del dolor. Soy el dolor. Sarita la partera, aparece. Pantalón negro, pelo largo y negro y lacio, uñas pintadas, maquillaje. Parece una modelo madura y yo una fiera suelta, rabiosa, desgreñada. Sarita hace un gesto como de que estoy exagerando. Cuando lo percibo, siento instintos asesinos. Me llevan a una salita. Salita, Sarita. Está Enrique. El Doc. Era el ginecólogo pero se transformó en obstetra. El hombre con las manos más grandes que he visto (y no sólo he visto). Todos parecen saber lo que hacen. Es el momento más descontrolado de mi vida. No tengo timón. Me muero de dolor. No puedo pensar. Todo lo que leí en esos libros editados en España, el parto sin miedo, el contacto con el centro y la respiración, el contro. Qué control ni control, pindonga control. Por nada del mundo, quiero estar dormida. Lo digo. "No quiero que me duerman y no quiero que me duela!". Me incorporo al grito de "Peridural!". Nadie me contesta. Se que estoy algo paranoica. Ni modo. En la camilla. Me siento atada. Estoy atada? Camisas verdes. Barbijos. Ojitos que van y vienen. Gran reloj frente a mí. Las 9. El que entra ahora, con gorrita verde y camisón, me parece conocido: es mi esposo. Me toma la mano, la amasa, le pego y me desligo de ella. La vuelvo a agarrar, la estrujo. Pido, exijo, !peridural!. Tengo que sentarme en una posición rara para que me la den. Una posición que no me sale. Me recuesto, el dolor cede, cede, cede. Alguien me dice: Pujá! Madre, pujá! (Esa soy yo? Madre, mirá vos, es la primera vez que respondo al título.) Hago fuerza y vuelve a doler como el carajo. Qué hice para merecer esto? Saco el pujo y parece que no alcanza. No lo voy a lograr. Grito. Sarita me dice, no grites así, mujer! Se sube a la camilla en cuatro patas, me aplasta la panza, me em-puja. No me gusta, no me gusta nada. Cómo me va a aplastar la panza? Me pellizca la pierna sobre la baranda de metal. Le pego en un brazo. No me la devuelve -faltaba más- pero me agarra las muñecas. La detesto. Podría matar a esa burra en este intstante sin ningún remordimiento. Debajo del pantalón verde hospital, le veo los tacos aguja. Demonio. Siento como si cortaran una telita gruesa de jean. Criiic. Escucho, Sale! Sale! Y un Ploop. Y ya no duele más. De pronto, se acaba, ni rastro del dolor. Qué curioso. Estoy medio mareada, entontecida, borracha. Y entonces lo veo, el cuerpito de sapo azul, dulce y baboso, alguien lo pone en mi panza y trepa por mi vientre; es un camaleón escalando hacia las tetas que caen a los dos lados como grandes banderas sin viento. Le alcanzo una. Puñito y trompa que prueba, abre grande. Yo no sé cómo se hace, pero él mama con la destreza del que ha hecho lo mismo siempre; perito en teta, maestro. Ya no soy el dolor, lo sé: desde este instante soy la leche. Casquete de pelo miserable con islas peladas. Olor a sangre y fluido. El padre nos abraza y llora y besa. Ahora lo puedo ver. El hijo, resbaloso y gris, ajeno a todo lo que no sea teta. No ama, mama. Y así fue. Podría contarlo de cien maneras distintas. Es un recuerdo con capas y capas. Esta es una. Hoy, hace cinco años. Mi Valentín.

2.11.08

Despertar imposible

Hoy en la madrugada desperté con las imágenes claras y transparentes de un sueño que me parecía sumamente importante. Era ese momento de la madrugada en que no es de día ni es de noche. Una brisa finísima se colaba por la ventana. Había un pájaro de esos que si los oyes, despiertas irremediablemente. Tengo que anotarlo, me dije. Estaba esa mujer de largo cabello castaño, una mujer a la que yo respetaba; supe que tenía que registrar lo que me había dicho. Pero me dio fiaca levantarme, buscar mi cuaderno verde, la birome que Tino había usado antes de dormirse e imaginaba tirada sobre la mesa del living o en la cocina o en el baño, quién sabe, me dije, cada vez con más sueño, dónde está la birome, la birome, dónde está; pero me voy a acordar, no me puedo olvidar jamás de este patio, con una escalera a la derecha, como las viejas casas de Palermo, la escalera que lleva a una terraza donde hay una piecita que… y yo subí a… pero no hace falta anotarlo porque me voy a acordar y sin embargo… me ha quedado esta isla de olvido infectado de una imagen inasible perseguida durante todo el día, como si nunca me hubiese terminado de despertar. Había una mujer, y un patio, y yo tenía algo que hacer allá arriba; yo subí y descubrí que… Cuando desperté, la birome estaba sobre la mesa de luz sobre el cuaderno verde y jamás recordé esta anotación inquietante, un garabato hecho aparentemente en un estado sonámbulo:“Abro y hay una mujer que sueña dormida sobre un cuaderno verde; es bella pero ha envejecido sin moverse; parece que duerme hace tanto tiempo que las arañas han tejido una tela sobre ella y ya no podrá subir a la azotea a abrir la puerta de la pieza donde duerme una mujer igual a ella recostada sobre un cuaderno verde”.

3.9.08

Pantalla grande, el regreso

El domingo, por primera vez, fuimos al cine con Tino. Fue una larga espera la mía; no digo que no haya ido durante cuatro años, pero con la llegada de un niño a mi vida, esperaba ver multiplicadas mis posibilidades cinéfilas gracias a la estupenda pantalla infantil de este milenio. En cambio, ví pasar los fabulosos estrenos de Pixar y Disney, uno tras otro, postergados ante el espanto de mi hijo a la oscuridad y al volumen amplificado. (Hubo un intento en el CCE que no pasó de los créditos iniciales y otra vez, hace un año más o menos, fuimos a ver El Arca de Noé; cuando apareció el tigre –uno más bien domesticado- mi hijo me dijo aterrorizado “vamonós de acá!”. Hice de todo: alquilé películas y, si le gustaban, le explicaba que eso es cine, pero en chiquito; un día -no me enrogullezco pero es cierto- en el colmo de mi pasión devenida en violencia emocional, amenacé: “y bueh, me voy a tener que buscar otro nene que me acompañe”. Por respuesta, recibí un indolente “Bueno, andá y a mí dejame con los Backyardigans y Bob el constructor”. “Es chiquito, ya le va a gustar, al fin y al cabo es hijo mío”, me decía a mí misma y otra voz, desde mi cerebro límbico replicaba: “Sí, pero cuándo, cuándo?!”). Este domingo, espiando detrás del diario abierto y como tantas otras veces, le pregunté: “no querés ir al cine a ver a WALL-E, el robotito que se enamora?”. Después de un silencio llegó el “sí”, que no sería desaprovechado por mi compañero y por mí. Mi hijo es un romántico: si es de amor y de máquinas, dale que va. La espera tuvo su recompensa, porque por esas cosas de la propuesta cinéfila montevideana, la película no figuraba en la matinée de ningún shopping, solo la ponían en el Maturana, un viejo cine de barrio sobre la calle Agraciada. Después de vagar un rato por la Tristán Narvaja, haciendo tiempo, nos fuimos derecho a la función de las 16.30. El declive de la sala inmensa y casi vacía nos empujó suavemente. Nos dejamos las camperas puestas porque adentro estaba más frío que afuera y nos acomodamos en silencio como si fuera una iglesia. Las sillas de madera, la pantalla grande al fondo y un escenario amplísimo, apto para un número escolar de fin de año. Entonces, volví atrás; otra vez estaba sentada en las butacas duras del cine Aconcagua de mi barrio. En el Maturana, como en aquel, una radio local sonaba en los parlantes mientras el comienzo de la película se postergaba indefinidamente hasta que llegaran más niños. No estaba, en cambio, el gato gris obeso que caminaba de un lado a otro del escenario con la misión de cazar posibles ratones. En el Aconcagua era común que el gato -que era gata y con el tiempo fue sumando su cría a las funciones- se te sentara en las rodillas en medio de la película, y no era nada raro tampoco salir con alguna picadura de pulga un sábado de doble función en continuado. En aquella sala con olor a galletitas Manón y a Rodhesia conocí a la Cenicienta, a Bambi y Dumbo -cuyas biografías no eran muy diferentes ni menos terribles que los cuentos de pos guerra que me contaba mi abuela croata; así quedé-. Ahí mismo me quemé el cerebro con las historias siempre huérfanas de Andrea del Boca, crucé la pantalla con la Rosa Púrpura, ahí toqué los dedos alargados de ET y salí a leer a Borges como condenada después de ver El Nombre de la Rosa. Fue en el Aconcagua donde corrí con Carrozas de Fuego y lloré toda una tarde en continuado con “Ladislao, estás ahí?", "A tu lado, Camila”. Por eso también, esa primer tarde en el vientre del cine Maturana fue un regalo inesperado. Tino esperaba mirando todo. “Estoy nervioso”, me dijo, y me leyó la mente. Unos gurises más grandes, achicaban la espera corriendo por el pasillo central y haciendo sonar el tambor del piso de madera bajo la alfombra. Una madre joven que había venido con los suyos y los de varias vecinas, repartía botellas de jugo y hacía circular una bolsita de supermercado gorda de pochocho casero, que acá llaman Pop. Nosotros tres nos fuimos devorando el nuestro antes de empezar. La función largó casi media hora después de lo que decía el diario. Cuando apareció la lampara saltarina de los estudios Pixar, Tino se acomodó en mis rodillas y no quitó la vista de la pantalla, embobado, durante toda la película. Su perfil boquiabierto se recortaba sobre el fondo iluminado. Podía sentir su respiración agitada contra mi pecho en los momentos de suspenso; de pronto me agarraba las manos para que le tape los oídos en la parte de las explosiones y la música triunfal. WALL-E y su amada robot salvaron al mundo tomados de sus manos de lata, las luces se encendieron y fuimos saliendo, de la mano también, nosotros tres. Mi compañero y yo estábamos contentos, con esa alegría misteriosa que tienen las primeras veces de todas las cosas. Le preguntamos a Tino si le había gustado. Nos miró con cara de qué pregunta y contestó: “Claro! Pero estoy un poco mareado!” "Claro, es el cine, hijo, es el cine".

1.7.08

Berlinesas I

Llegamos ayer. El aire estival nos abrazó al bajar del avión. Eramos una montaña de ropa de invierno colgada e inservible. Mi suegro nos buscó en el aeropuerto para dejarnos el auto pero huyó antes de que lográramos invitarlo a almorzar. (Es buena persona, pero sus pocas emociones se expresan de manera fugaz: cuando voy a darle un beso él ya sacó la cara y me quedo besando el aire; cuando mi mano va a dar el apretón él ya quitó la suya y quedo con la mano extendida como pidiendo limosna. Mi suegro es un fast-emotion guy. En el trayecto Madrid-Berlin hubo un incidente muy europeo. Delante de nosotros había una pareja de niños afrodescendientes muy simpáticos; ella de cinco y él de no más de ocho. Terminaron jugando con Tino. Los niños viajaban solos, con un cartelón colgado del cuello. La azafata españolísima ubicó entre ellos a otro joven de catorce, que viajaba con sus padres. Ante nuestro pedido de que no separara a los hermanitos y de mala gana, la azafata sacó al chico blanco de en medio y lo sentó en el asiento de al lado. En el aire presurizado flotaba un olor a sobaco impresionante. Lo primero que pensé -conociendo el paño- es “algún gallego o algún alemán no se bañó esta mañana”. Parece que la azafata de Iberia, entre otros, pensó otra cosa porque al rato vino y le dijo al adolescente blanco: “Shielo, si te molesta estar aquí sentado, te puedo buscar otro shitio”. Bienvenidos a Europa, la pura.

23.5.08

El tiempo relativo

Llego y me hundo en el sofá colorado. El cuero muge manso y frío de ausencia. La sala, muda. Murmura en otra parte la vida. Hay una noche que para otros empieza y para mí acaba. Cruzo las piernas, espero el sueño en una posición transitoria. Sin televisor. Sin libro. Sin más pensamiento que el que alumbra encendido en los objetos. La gata Menta pasa debajo de la suela de mi zapato. Va y viene, va y viene. Inventa una caricia solamente posible por la inercia de mi pie colgado.

17.5.08

Una soga

No se trata de un acontecimiento nomás, sino de la suma o yuxtaposición de imágenes y momentos vistos, unos, y otros intuidos debajo de la piel del día. Resulta que, de pronto, apareció la soga cayendo desde lo alto, y vaya si seré despistada que, oia, recién entonces caí en la cuenta de que lo que había a mi alrededor eran las paredes negras de un agujero, que estaba atascada y que esa soga era para mí. Todo al mismo tiempo. Así hacemos algunos a veces para poder seguir: más o menos negamos todo hasta que sabemos que la salida está cerca, entonces se nos superpone el miedo de la caida, la angustia del pozo y la alegría desmesurada de la soga que nos está rescatando. Funciona. Con contraindicaciones, pero funciona. No viene al caso hablar del pozo. Trataré más bien de recapitular la suma de pequeñeces que sincronizaron su aparición para corporizar la soga de la cual, no de inmediato pero finalmente con firmeza, me aferré hoy durante la tarde, y empecé a subir. Lo primero fue su mano diciendo adiós desde la silla de ruedas, dejándose rodar en la silla plateada pero más sentada que nunca en su sonrisa de diabla vieja; verla desaparecer detrás de las mamparas grises; quedarme enfocando su ausencia hasta hacer foco más acá, con la mirada borrosa, sobre el grito luminoso que había en la pared: "Miracle. Está en tus manos”. Fue volver manejando de Carrasco sabiendo que podía llegar a dormirme en un semáforo en rojo, pero que la frase del espejo rebotaba en mi cabeza como las esferas de lata de un despertador. Fue un reencuentro imposible con quien yo fui alguna vez, a través de una canción de gigantes y de amores de diferentes tamaños, un recuerdo indispensable que llegó sin que lo llame. Fue la remota tibieza del deber cumplido, al menos en parte, después de mucho tiempo de deudas; una tregua para la conciencia atosigada por obligaciones que no deberían pinchar de puro pinches que son, falsas delicatessen de la realidad que son unasco y sin embargo, yo me trago sin chistar. Fue lo que una de ellas dijo luego de reír en el teléfono y la otra, a la vez, en un correo: vas a volver a estar alegre. Fue la gata Menta husmeando el colchón vacío en la habitación que hoy volvió a convertirse en mi habitación. Fue palpar mi presencia en la soledad de la casa, mi presencia ociosa, recostada e insomne. Fue darme ese recreo hasta para no extrañar, hasta para no necesitar y no esperar el regreso de los marineros. Fue este diálogo con mi hijo que me hizo sonreír en la oscuridad y me quitó todo el miedo: -Ma, otro cuento, me hacés? Uno con la boca? -No, muac; dormite de una buena vez, que sueñes con los angelitos. -Bueno. -… -Ma? -…Hum? -…Qué es un angelito? -… -Maa?.. -...Es un espíritu que está siempre con vos para que no te pase nada malo. -Bueno? -Sí! -Blanco? -Y... sí, blanco puede ser. -…Un fantasma! -… -Mami? -…Qué pasa? -Puedo dormir en tu cama? -No. -Entonces sacame de acá al angelito ese. Y ahí fue que me aferré a la soga. Y me dí cuenta de que todas las noches podrían ser más o menos como esta. Por ahí es cierto que hay quienes somos como el gigante aquel que al final descubrió que la única compañía a su medida era su gigantesca y bienamada soledad.

12.2.08

Postales del verano

"Hay vivos, muertos y... marineros." Joseba Beobide
Gracias G. por la gráfica del poster (y por la valentía de salir en la foto del barquito con R!). A vos, Gaby, por prestarme el epígrafe, el libro y regalarme tu amistad que es también, la amistad de los elfos y los gigantes. Gracias a mi familia amadísima y a las amigas y amigos que pasaron a dejarnos su abrazo y su compañía este verano en Solís, pueblito de río y mar, diría Gieco, en nuestra Uwa Wasi, la casita de las uvas, el vino y el brindis. Veranos como este y gente como ustedes, entibian el alma para todo el año.

1.2.08

2008 RELOADED

Durante los infinitos brindis de despedida del año viejo y bienvenida del nuevo se repitió la típica advertencia de “A los ojos, a los ojos!”. Pero esta vez, en vez de la explicación de “Brindemos mirándonos a los ojos o vendrán 7 años de mal sexo” (“Oh, no! Otros siete años!”, vociferan algunos) aggiornamos el dicho a la medida de una amenaza más temida (ya que en la otra o no creemos o nos hemos resignamos): “A los ojos, a los ojos o… 7 años sin conexión a Internet!”. El nuevo brindis, más contemporáneo, surtió su efecto sin excepción y las copas chocaron prestas, sostenidas por miradas de ojos de huevo ante la temible, impronunciable, apocalíptica amenaza. Se ve que yo debo haber mirado para abajo, sin querer, durante algún brindis porque es el primer post que logro colgar en mes y medio. Al contrario, y para no perder el pulso, tuve el aliento necesario para anotar cada día algunas frases sueltas, pensamientos a medio camino y, sobre todo, docenas de sueños que, durante el mes de enero brotaron cada madrugada como hongos después de la lluvia. Sueños floridos, surgidos sin duda de la mente descansada, el cerebro relajado y el buen vivir. Vamos a dejar que los sueños escampen en su cuaderno de tapas verdes y, en cambio, voy a transcribir para Crónicas de la Cebolla algunas anotaciones sueltas de enero. Todo muy estival, silvestre, suelto de ropas, como para empezar bien el año de la Rata que carga, por lo demás, con la bendición o la condena de no ser más un año sabático. I – Algunos sms navideños -¿Qué tal si además de proteger a tanta cosa importante también protegemos la alegría?A y C -Soy V. quería preguntarte cuál es la receta de esa ensalada de papa y cebolla que tú haces.Feliz navidad. V. -Hola, feliz Navidad! ¿Me das la receta de la ensalada de papa de tu abuela? P. -¿Qué más llevaba la ensalada de papa tuya además de cebolla? I. -Socorro! ¿Qué clase de cosa se supone que es el espíritu navideño? Mamá Noel. -El Espíritu Navideño duerme la siesta y pronto querrá su mema… (Respuesta) -Abrí un paquete del árbol y había un peludo de regalo. ¿Es esto normal? G. II – Anotaciones silvestres Una de la madrugada. Estoy en la cama con mi libro. Un sapito mínimo corre por mi cuarto. Verde oscuro, asustado. Lo veo pasar, sin ganas de levantarme para sacarlo. Aparece debajo de la cama y da la vuelta. Desaparece. A la segunda vuelta ya tiene la pelusa del cuarto pegada a las patas. A la tercera vuelta, parece un ser mitológico en miniatura, un batracio-yeti. Voy a levantarme a sacarlo. Le tiro un trapo por las dudas que me eche una meada. Meadita mínima. Abro la ventana y sacudo el trapo. Me acuesto. Parece que el sapito se quedó pegado al trapo porque pasa de nuevo, apenas logra saltar de tanta pelusa que arrastra. …. En la casa de Solís hay tres lagartos que nos visitan a la una del mediodía (les pusimos Otelo, Kaos y Negriti). Vienen a pedir comida, restos del asado, frutas (el melón no les gusta, pero la sandía los saca de quicio). Dicen que no muerden. Hay además un búho de plumones blancos que se para en la antena a medianoche. Hay ratones de campo que aparecen y desaparecen en el borde del pasto cortado del terreno, dos gallinetas que parecen Thelma y Patti, las tías de los Simpson, varios mirlos, picaflores y algunos benteveos. Una noche R.vió algo que parecía un zorro o una comadreja. Y está la gata Menta, con su collar verde inglés y su medallita de plata con el teléfono, mirando a toda la fauna slvestre desde su altura de niña rica. La gata Menta ha descubierto su lado salvaje. Nos trajo un ratón igualito a Ratatouille, varios cascarudos y una oruga fosforescente que le daba asco masticar. La gata Menta atrapó a un colibrí que vino a libar distraído las Santa Ritas. Es intolerable verla atrapar a un bicho tan hermoso. Lo tuvo un tiempo atontado. Se sentó delante del moribundo como una efigie. Lo miraba aletear sin piedad y lo cacheteaba cada tanto. O lo hacía saltar medio muerto. Yo me fui para adentro para no sufrir ni coartar su naturaleza felina. Al rato, me había olvidado. Más tarde, debajo del quinotero, encontré abandonada una pelotita verde con un piquito. De madrugada. Me levanto para ir al baño pero me distraigo con algo que se mueve en medio del terreno. Salgo sin hacer ruido. Un ser blanco. No es un perro. Hunde la cabeza en la hierba, husmea el pasto largo y se deja deglutir por el follaje. Se detiene. Me ha visto. Yo ya no lo veo. Diez metros entre el ser blanco y yo. Detrás de la oscuridad, intuyo sus ojos de infierno, de hielo. Ojos inocentes, sin domesticar. Peligrosos. Cierro la puerta y voy a hacer pis al baño. Ya no dormiré. III- Decires de Tino (3 años y medio) -Mamá, si estás de mal humor mandame a Malvín. -Ma, ¿los Reyes viven con Papá Noel en una juguetería? -Mamá, yo no quiero crecer. -Y por qué no querés? -…Porque voy a ser grande como vos y no voy a tener más ganas de jugar. -Ma, ¿tú sos vieja o sos una niña que creció? -Mamá, quiero un hermano… O puede ser un perro chico. -¿Qué hacés, Tino? -Estoy haciendo un cuento… -¿Y qué dice ese cuento? -“Había una vez un niño que estaba dibujando y vinieron a molestarlo…” -Mamá, estoy cansado de descansar.

15.8.07

Otros puertos

Hoy mi padre nos fue a buscar al puerto. Ahora es así, pero durante los años de mi infancia fue al revés. Apreté la mano de mi hijo al pensar en eso. Cuando las valijas pasaban debajo de la máquina de flecos de goma recordé como un flash todas las veces que fuimos a buscarlo con mi madre. A F. no la tengo puesta en esta escena de la memoria, seguramente se quedaba con alguien porque era chica. Era un puerto distinto a este; el piso y las paredes tenían el color y las muescas del trabajo, no del turismo. Recuerdo una vez, paradas las dos en la dársena, mi madre y yo. Estaba tan nublado que me dolía la vista. El viento me envolvía la cara con el pelo largo. El barco rojo se acercó bufando como un viejo y gigantesco animal prehistórico. Faltaban pocos metros para que tocara los neumáticos apilados del muelle. Instintivamente, dimos un paso atrás, como si dudáramos de que la mole pudiera detenerse sin trepar a tierra. El barco apagó los motores unos segundos antes de atracar. A cada lado de estribor, los marineros lanzaron sogas anchas como brazos para atar el buque en los amarraderos. Concentrada como estaba en la maniobra, no me dí cuenta de que hacía rato que él nos observaba desde la proa. El silbido me despabiló del todo y lo saludé efusivamente con la mano. Llevaba un gorro de lana a rayas y un grueso par de guantes de cuero.

11.8.07

Locos bajitos

"I per si muove!". La frase la digo pensando en mi espalda, después de la fiesta del cumpleaños de Tino. Tampoco se puede quejar (mi espalda) porque ya estaba dolida de antes; y sobre todo cuando el resto de mi cuerpo y cada célula anímica también, está rebosante de una especie novedosa de alegría. Una felicidad encendida por la celebración de la existencia de un niño. En tantos años de reuniones de adultos, había olvidado el verdadero sentido de la fiesta: jugar, cantar, sorprenderse, vivir un rato en una dimensión mágica, paralela e independiente, mimar los sentidos. Hoy por la tarde, los chicos se apropiaron del lugar sin tapujos sabiendo que todo era para ellos. Los payasos convirtieron a L. en gato, a Tino en chancho e hicieron desaparecer a un A. feliz de regresar de una sola pieza. A. llegó tarde y se sentó en mi falda como un cachorro de león. Estaba ansioso por encontrar el momento de entregar el gran paquete al cumpleañero. En sus ojos, como en los de otros niños que vinieron hoy, me encontré con el poder de la mirada primitiva, genuina, sin doble intención, transparente, verdadera, con la fuerza intacta. En la mirada de los niños hay poder. Me pregunto qué hace que los adultos perdamos esa manera de mirar. Al final, cuando todos se habían ido, pusimos bien fuerte el cd de Los Redondos y bailamos los tres haciendo pogo y en ronda sobre los restos de la fiesta: migas, globos, papeles de regalo, guirnaldas caídas como ramas multicolores sobre el claro secreto de un bosque.

7.8.07

Hoy, hace tres años

Hoy me desperté a la madrugada. No pude volver a dormirme por un par de horas. Estaba inquieta, daba vueltas en la cama en un duermevela insólito. Sentía una especie de terror sin nombre, pero no podía asociarlo con la imagen de ninguna pesadilla. Justo antes de volver a dormirme, Tino se despertó sobresaltado; fui hasta su cama. Me preguntó si estábamos en casa. Le contesté que sí, y me pidió que lo llevara a la cama grande. (No es muy común en él, en realidad, duerme toda la noche en su cama). Hoy, cuando abrí los ojos a la mañana y saludé a mi hijo en su tercer cumpleaños, me di cuenta de que me había despertado exactamente en el momento en el cual, tres años antes, comenzaba con el trabajo de parto. En ese momento, mi compañero y yo no vivíamos en nuestra casa de Montevideo, sino en un departamento prestado en Buenos Aires unos días antes de nacer el crío. Raro? No creo. A veces me parece que el cuerpo tiene una memoria paralela, más aguda que la memoria de la mente. Como si la piel, los huesos, los músculos recordaran las sensaciones en las que estuvieron muy comprometidos. A propósito, recuerdo ahora un relato sobre esta experiencia. Un texto que quiero mucho, no tanto por su calidad como por el proceso importante que significó trabajar en él. Es un trabajo surgido del maravilloso taller de Mitología y Escritura de G. Onetto. Voy a ver si logro pegarlo acá para compartirlo. Se llama Mae.

4.8.07

Dos más del cardumen

Hoy llovió todo el día, pausadamente, sin parar. Como sigo sola con mi hijo, encerrados en casa, decidimos ir al cine, comer papas fritas, comprar cotillón para su cumpleaños y un par de bombachas para mí, porque las que tengo están o muy viejas o me quedan grandes. Menejé toda la rambla bajo la lluvia. Los parabrisas no servían. Tino y yo éramos como Nemo y su padre nadando en el Océano. Me sentí extrañamente bendecida por un ser superior al ver que en el estacionamiento del shopping había un solo lugar disponible y yo estaba frente a él. Primero subimos a comer algo (papas fritas y una hamburguesa, yo sólo tomé un helado). Para el cine, estábamos tarde; creo que Tino estaba feliz de haber perdido la función; se hace el valiente -un agrandadito como la madre- pero ví terror en sus ojos cuando me preguntó si en Shrek había "dibus malos". Después, nos paramos en un pasillo lateral y nos dejamos llevar. Tuve que alzar a mi hijo porque como es petiso, casi se queda enredado en el vaivén de los pies de la gente. Hubiera sido todo mucho más cómodo en patines, como cuando era adolescente e iba a patinar sobre hielo. Los pretendientes te tomaban la mano y te arrastraban, te sentías un poco como la protagonista de castillos de hielo. Si hoy hubiéramos tenido patines, nos hubiéramos dejado llevar por los codos, sin hacer fuerza, casi flotando sobre el aire azucarado del shopping. Pero no, esta tarde fue una odisea para mi fobia a las multitudes. Paso lento, codazos, parar donde no quería, seguir de largo cuando tenía que doblar. Tufo a perfume importado de vieja, tapado de piel de viuda y sombrerito de viuda mezclado con olor a hamburguesa, alfombra sucia de polvo, lana, cartón, caramelos de leche, plantas de plástico y ropa nueva en grandes bandejas de liquidación. El olor del shopping se te pega en el cerebro. Y el ruido, al menos a mí, me atonta por algunas horas, como una droga. Papeles arrugados, risas disonantes, cajas registradoras, máquinas de café, agua de la fuente, gente que busca gente, reproches de parejas cansadas de estar juntas, niños hartos de parejas cansadas de estar juntas. Quise parar en la tienda de libros, pero una señora se llevó a mi hijo colgado de la cartera; él agitaba su manito como si se lo tragara un ciclón. Después de rescatarlo, fue imposible volver sobre mis pasos hacia la librería. Y yo? Yo era la santa impoluta del consumismo y la vorágine? La virgen santa y su niño regordete paseando arrogantes y benevolentes por el palacete del pecado? Pues, no. Entramos a la tienda de cotillón y gastamos bastante dinero en globos, (ahora tenemos globos hasta el cumpleaños de 15 de Tino), guirnaldas, parches de pirata (qué bueno, no tengo que fabricarlos) y papel para las invitaciones. Me compré tres bikinis nuevas y dos jeans (dos!). (No son jeans nuevos ni los compré en el shopping, sino en el second hand de enfrente, el que está en García Cortinas). Además, tomamos un chocolate caliente y un brownie, a medias. Compramos chicles. Me costó encontrar el coche en el estacionamiento; no sabía si lo había dejado en el nivel ciervo o conejo; pero caminamos tranquilos los dos, lejos de la gente, con el aire fresco que entraba al final del túnel, con olor a cemento, a llantas y a lluvia. Volvimos a casa callados, por la rambla. Seguía lloviendo. Hicimos el trayecto de vuelta escuchando dos temas de Sabina y Brindis por Pierrot.