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6.9.14

Beware of the dog



No sé qué pensar, vengo soñando con perritos de manera recurrente. No con perros, como otras veces, mastines esbeltos negros azulados bien formados, listos para atacar o defender, perros enormes parecidos a panteras. Sueño con cachorros indefensos que están expuestos a cualquier peligro o descuido y a merced de cualquier buena voluntad de ser salvados. A veces no son sueños completos, solamente retazos; despertar con el recuerdo fugaz de esas naricitas húmedas y unos ojos interrogantes, sin culpa ni deseo.

En uno de los sueños, el último, estoy parada en la esquina de un barrio donde hay una cantidad incontable de perritos recién nacidos desparramados en una avenida que podría ser Beiró o Agraciada. Una avenida ancha y desierta, de madrugada. Hay cientos de ellos. Tan recién paridos que no pueden correr, que reptan sin saber bien en dónde están, sin madre ni dueño. Se mueven en la avenida como puntitos, ciegos de nacer, olfateando el aire, no saben desplazarse todavía, tan frágiles patas tienen que algunos lo intentan y ruedan sobre sí mismos. Gimen en una sordina entrecortada. Algunos son marrones; otros, color canela o gris. Una camioneta blanca atraviesa de pronto la calle; no sé bien de marcas de autos pero es una de esas gigantescas camionetas tipo Nissan que acelera indolente y entonces saltan los perritos o pedazos de perritos ensangrentados que salpican la cámara. Hay partes de perritos desmembrados por todas partes. Me desespera y no puedo detener nada de lo que sucede. Gora aparece de repente con uno de ellos en los brazos. Tiene una expresión que es de ternura y de potestad, como de quien ha podido salvar y se apropia a la vez de lo salvado. Tomo el perrito de Gora en mis brazos. Es chiquito, mismo. Hundo la nariz en su cuello peludo, me relaja ese aroma a cachorro, mezcla de polvo y leche y sal de nacer. No quiero y no voy a devolverle el cachorro a Gora. Me lo voy a quedar. Es mío ahora. Sé que no tiene sentido, porque si realmente quisiera salvar a los perritos de la avenida, podría elegir otro, y al menos entre ambas, salvaríamos a dos, razono. Pero no. Yo quiero el perrito ese de Gora. Como Gora me molesta, porque no le va a gustar que le quite su perro, la desaparezco del sueño; chau Gora.
En la vereda de enfrente, hay un viejo que me mira con desaprobación. Está en camiseta y tiene lentes, es un viejo abandonado y medio sucio. Es Levrero. Lo miro mejor. Qué tipo horrible, pienso. Me fastidia su mirada displicente y su juicio mudo, distante. De pronto, no es más Levrero, es mi abuelo Humberto. Cómo se parecen los dos, Levrero y mi abuelo. Los dos me desaprueban, niegan con la cabeza, qué mal lo que estás haciendo. Pero enseguida, no es ni uno ni el otro: es Gospod Simic
, el veterano croata que me regaló la Lettera 22 para mis tres años; la que tenía rota la tecla de la hache.
Se parecen mucho los tres viejos, mirá vos lo que vengo a descubrir en este sueño. Son tres, o son uno, no tiene importancia; me miran con reproche y desprecio. Yo me llevo a mi perrito igual, qué me importan estos viejos de mierda.

En el otro sueño, unos días antes, vamos a la veterinaria a buscar unos perritos. Tengo ansiedad y dinero en el bolsillo. “Al fin llegó el momento”. La mujer me dice que cada uno cuesta setecientos pesos, le pido que me envuelva siete o seis. Los va seleccionando y embalando en las cajitas. Las cajitas son igualitas a las del helado de palito de La Cigale. Me da las cajitas con los perritos adentro y yo las pongo suavemente en la bolsa de tela muy satisfecha de mi compra. Enseguida me entra una urgencia de llegar a casa para sacarlos de la caja. Son setecientos pesos por cada uno, y mientras cuento apurada la plata, y pienso que capaz debería pagar con tarjeta por el descuento, la mujer de la veterinaria me dice al pasar que, claro, esos que llevo y que tanto me gustan, cuestan setecientos pero que los “Golden Blue” cuestan mil cuatrocientos cada uno. Pone cara de que obviamente es caro, pero parece que eso me animara y le pido que me ponga, además, un Golden Blue. “No vale la pena”, dice pero ante mi firmeza, la vendedora-veterinaria, silenciosamente embala un Golden Blue. Es el Black Label de los perritos, pienso o escucho que alguien dice, y me da la última cajita, igual a las otras pero con la tipografía en un lila claro, que acomodo junto a las otras.
Las personas que están conmigo, que vendrían a ser amigos o parientes, gente de confianza, no están de acuerdo. Muestran fastidio por mi actitud, pero no la expresan del todo, como si yo fuera una persona a la que no vale la pena tomarse el trabajo de convencer de otra cosa una vez que decidí pagar tanto por unos bichos cuando supuestamente no valen la pena; para qué, parecen decirse entre ellos sin palabras; no hay caso, que no habrá forma de convencerla, que es siempre igual. Salimos de la veterinaria. Voy decidida con mi bolsa de perritos y estos amigos-conocidos que toleran la situación, unos pasos detrás;  caminamos por una calle empedrada, repleta de gente y pequeños negocios y puestos.
El empedrado está lustrado, como recién llovido. Me parece una calle conocida; es la acera lateral de la iglesia de Sacré Coeur en Montmartre. Tengo que llegar a casa y abrir las cajas y sacar a los perritos, especialmente al Golden Blue. El pensamiento de que es igual a los otros pero más caro, no me abandona. La peatonal parece interminable, y sé que no va a ser fácil atravesarla para llegar adonde quiero ir. Aparentemente voy tranquila, mirando las cosas, pero tengo cierto temor de que los perritos se asfixien; temor que no quiero que se me note para no demostrar que capaz no fue buena idea someter a estos animales inocentes a esa situación. (Es muy parecida a la sensación que tengo siempre que me regalan o yo misma compro flores en el puesto de la esquina-triangulito del Club Malvín. La mujer te las pone en una bolsa de celofán tan bien atadas, y mientras le pago no veo la hora de liberarlas, sacarles todas esas hojas de adorno que huelen a velorio y ponerlas, solas, en agua fresca).
A los perritos los quiero para venderlos, no para tenerlos; eso lo sé de pronto. Camino mientras hago cálculos, a cuánto podría vender en Mercadolibre a los siete, y a cuánto al Golden Blue. Hago cálculos pero no llego a nada muy efectivo. La callecita que es corta pero se siente interminable como un túnel, está llena de puestos de artesanos, vendedores de frutas de plástico, monedas, discos, objetos de la China, vejestorios que normalmente me detendría a escudriñar pero que no me interesan porque mi única preocupación es llegar y liberar a los cositos. Reconozco de lejos el puesto de A. La periodista me saluda con su natural cordialidad y paz interior; le brilla la mirada. No sabía que tenía un puesto en esa feria, le digo, y me detengo un rato a mirar; no tiene muchas cosas ni son muy lindas; algunos atrapasueños, sahumerios, hornillos y aceites, unas varas o estecas de madera. A. me cuenta detalles de su último viaje al Líbano y algo sobre los niños sirios, me habla de uno en especial, pero yo no le presto mucha atención; en cambio, le cuento de mis perritos y como se interesa, decido sacar al de la caja de cartón que es distinta. Abro la pestaña de la caja y ahí está el Golden Blue, el cuello velludo acomodado en una moldura de cartón troquelado como la de la caja de las botellas de Zacapa del Duty Free Shop. Saco el perrito y, al alzarlo, me asombra el tamaño, que no se corresponde para nada con el de la cajita, porque es un cachorro de un par de meses bastante robusto. Es suave, pesado, marrón chocolate, sereno. Protege el hocico debajo de mi antebrazo, siento su respiración.
Llegamos al auto. La gente que me acompañaba ya no está; el auto está estacionado en una parte tranquila de la zona, una calle paralela de veredas angostas sin árboles. Tengo que sacar a todos los perritos y ponerlos en el asiento de atrás, pienso, porque no creo que sobrevivan en esas cajitas de cartón. Tendrán sed, o necesitarán aire. Mentalmente, calculo el tiempo del viaje, que es poco. Decido que es mejor conducir lo más rápidamente posible hasta casa. “Para qué someterlos a un doble trauma si falta poco para que esto se termine”. Apoyo suavemente la bolsa con las cajitas en el asiento trasero, y el Golden Blue, sin ayuda, se echa y enseguida se queda dormido. Está exhausto. Vuelve a aparecer, de pronto, acodada en la ventanilla del auto, la veterinaria-vendedora y me pregunta con tono burocrático “querés que le diga a Lil que los dope para que viajen más tranquilos?”. Le digo que no, que para qué, que esto ya se acaba. Arranco y me voy. La basílica se refleja en el espejo retrovisor, cada vez más alejada, hasta entrar por completo en el cristal como una postal.
Me doy cuenta de que al final, seguro no los voy a querer vender. Pero no sé qué voy a hacer con los cachorros. Siento angustia por la repentina idea de tener que responsabilizarme de ellos, en vez de venderlos. Pero no me arrepiento para nada. Por lo pronto, estoy decidida a sacarlos de ahí. Necesito llegar a casa de una vez, ya ya ya.






9.11.08

El juego de las confesiones

He sido elegida para contar siete cosas sobre mí misma y pasar la posta a otros. Las reglas del juego son las siguientes: - Hay que decir quién te pasó semejante fardo (mi amigo Eleuterio desde su blog http://deseosayunos.blogspot.com/) - Hay que escribir siete cosas sobre uno (es lo que suelo hacer todo el tiempo, pero bue). - Hay que encomendar a otros siete hacer lo mismo. - Hay que avisar a los elegidos a través de un comentario en sus blogs. - Si no se tienen siete amigos con blog, encomendar la tarea a siete desconocidos. Aquí van mis siete confesiones: 1. Recién alrededor de los 40 años, casi 28 después de empezar con el asunto (Ayer escuché la frase en el almacén! Todavía se usa!), aprendí que las hormonas me trastornan de un modo espeluznante durante los períodos menstruales. Más o menos me pasa como al Dr. Jekyll con Mr. Hyde; comprendo que algunos quieran encerrarme, por eso yo misma me retiro todo lo que puedo en los días fatales, así no tengo que pedir tantas disculpas. Todavía me asombra lo mal y poco que las mujeres hemos sido educadas en el conocimiento del propio cuerpo: lo de las hormonas estaba escrito en el aire todo el tiempo, y parece que yo no me enteraba. 2. Me gusta ABBA y disfruto bailando Dancing Queen o Mamma Mía con mi hijo de cuatro años en el living o la cocina, como dos desaforados salidos de un manicomio. En el mismo orden, escucho a Fredy Mercury y canto sus canciones a todo dar en el auto. Me importa un pito que me miren los demás en los semáforos de la rambla. 3. Eso sí, yo no tengo erecciones con ninguna música en particular; no tengo erecciones en absoluto, en realidad. 4. Tengo verdadera experiencia con cuchillos grandes. Sé descajetar un pollo con la precisión de un asesino serial, puedo vérmelas con un cordero (muerto) y no pestañeo a la hora de decapitar a un cochinillo. Hay, al menos, una veintena de fotos para atestiguarlo, imágenes de mí misma en acción que harían vomitar a los vegetarianos. (Lo de las patas de gallina, un poroto!) 5. Si no escribo regularmente me siento deprimida y veo el mundo solamente del lado malo. La escritura para mí es una droga y el síndrome de abstinencia –provocado por el trajín cotidiano, el trabajo, la rutina- es intolerable. 6. Mi otra gran adicción en la vida es cocinar. No es que lo haga muy bien pero cuando cocino me relajo y vuelo de tal modo que me olvido de que, al fin y al cabo, todo se trata de alimentarse. Me gusta cocinar para mis amigos, es mi modo de hacerles una caricia en el alma y dar mi afecto, como quien regala flores o envuelve un paquete en papel de seda. Mi amor le llega a mis amados por el tubo digestivo. 7. Me daría mucho corte y más clase decir que es el queso francés, o la comida india, o las delicias de oriente; sin embargo prefiero entre todas las comidas las milanesas con puré, y entre todas las bebidas, el vino tinto. Un buen cabernet o un malbec argentino bien criado me hacen feliz y me devuelven la fe en la humanidad a partir de la segunda copa. Como última confesión: he tenido, hay que decirlo, noches de fe desmesurada. Espero que les haya gustado esta pequeña colección de confesiones. Le paso la posta a las amigas bloguernautas (a pesar de las reglas del juego, no son siete y eso de los desconocidos no es para mí) y que tomen la posta si les parece divertido, y si no, la dejan pasar y a otra cosa. http://www.adioslevrero.blogspot.com/ http://ula-di-miro.blogspot.com/ http://ahappydisease.blogspot.com/ http://www.solec.blogspot.com/

5.7.08

Berlinesas IV

Debería jurar sobre los Santos Evangelios pero en esta casa de numerosas bibliotecas no encuentro ninguno, así que: Juro sobre este ejemplar de Harry Potter II que no comeré más que un (1) pancito berlinés Broetchen por día. Tiene que funcionar o, entre este pan celestial y la cerveza de trigo, voy a volver rodando al Río de la Plata. Ayer a la noche fuimos a ver a L. que actúa en una obra de Teatro: Lado B. La hacen en un viejo complejo fabril junto al Río Spree, decadente, magnífico, llueve afuera y adentro, me encantó. La obra era en alemán, por supuesto. Justo estoy leyendo las Conversaciones con Levrero; en una parte ML dice que cuando una obra literaria o una película te gusta mucho, ya no importa el argumento sino la forma de contarlo, y eso es el motivo del disfrute. Pude experimentar muy bien esto en la obra de teatro de L. pues la forma es lo único que pude entender. Y funcionó, de hecho me gustó mucho. En casa de B&B dormimos en el altillo. Un espacio amplísimo -mi amigo Eleuterio diría "un salón de 15!"- con pisos de madera clara y grandes ventanales. Precioso. Podría vivir en esta pecera de altura. No me hace falta más espacio. Además, logré conectarme a la red inhalámbrica. Qué más puedo pedir? Lo malo es que a mayor conexión, mayor consulta de mails y más tentación de vichar la casilla laboral. Meto la nariz y las malas noticias llegan. Procuro leer con distancia las novedades de trabajo. Trato que el malestar estomacal que me provocó este primer semestre de contrato con esta gente, sea solo un cosquilleo que desaparece cuando me rasco. Gloriosas vacaciones. (A la noche soñaré con la pobre Gaby que quedó al mando del timón de este viaje fantasma por un mes más) Tip del Primer Mundo: más sobre bicis. En algunas esquinas de Berlín hay bicicletas públicas estacionadas. Es decir, vos pagás por X horas a través de tu celular y podés usar la bici y dejarla tirada en cualquier lugar que se te ocurra. Sí, digo bien. No están dentro de una jaula con cerrojo, ni en un local con alarma ni hay un tipo al lado cuidando. Las bicis están estacionadas en las esquinas.

17.5.08

Una soga

No se trata de un acontecimiento nomás, sino de la suma o yuxtaposición de imágenes y momentos vistos, unos, y otros intuidos debajo de la piel del día. Resulta que, de pronto, apareció la soga cayendo desde lo alto, y vaya si seré despistada que, oia, recién entonces caí en la cuenta de que lo que había a mi alrededor eran las paredes negras de un agujero, que estaba atascada y que esa soga era para mí. Todo al mismo tiempo. Así hacemos algunos a veces para poder seguir: más o menos negamos todo hasta que sabemos que la salida está cerca, entonces se nos superpone el miedo de la caida, la angustia del pozo y la alegría desmesurada de la soga que nos está rescatando. Funciona. Con contraindicaciones, pero funciona. No viene al caso hablar del pozo. Trataré más bien de recapitular la suma de pequeñeces que sincronizaron su aparición para corporizar la soga de la cual, no de inmediato pero finalmente con firmeza, me aferré hoy durante la tarde, y empecé a subir. Lo primero fue su mano diciendo adiós desde la silla de ruedas, dejándose rodar en la silla plateada pero más sentada que nunca en su sonrisa de diabla vieja; verla desaparecer detrás de las mamparas grises; quedarme enfocando su ausencia hasta hacer foco más acá, con la mirada borrosa, sobre el grito luminoso que había en la pared: "Miracle. Está en tus manos”. Fue volver manejando de Carrasco sabiendo que podía llegar a dormirme en un semáforo en rojo, pero que la frase del espejo rebotaba en mi cabeza como las esferas de lata de un despertador. Fue un reencuentro imposible con quien yo fui alguna vez, a través de una canción de gigantes y de amores de diferentes tamaños, un recuerdo indispensable que llegó sin que lo llame. Fue la remota tibieza del deber cumplido, al menos en parte, después de mucho tiempo de deudas; una tregua para la conciencia atosigada por obligaciones que no deberían pinchar de puro pinches que son, falsas delicatessen de la realidad que son unasco y sin embargo, yo me trago sin chistar. Fue lo que una de ellas dijo luego de reír en el teléfono y la otra, a la vez, en un correo: vas a volver a estar alegre. Fue la gata Menta husmeando el colchón vacío en la habitación que hoy volvió a convertirse en mi habitación. Fue palpar mi presencia en la soledad de la casa, mi presencia ociosa, recostada e insomne. Fue darme ese recreo hasta para no extrañar, hasta para no necesitar y no esperar el regreso de los marineros. Fue este diálogo con mi hijo que me hizo sonreír en la oscuridad y me quitó todo el miedo: -Ma, otro cuento, me hacés? Uno con la boca? -No, muac; dormite de una buena vez, que sueñes con los angelitos. -Bueno. -… -Ma? -…Hum? -…Qué es un angelito? -… -Maa?.. -...Es un espíritu que está siempre con vos para que no te pase nada malo. -Bueno? -Sí! -Blanco? -Y... sí, blanco puede ser. -…Un fantasma! -… -Mami? -…Qué pasa? -Puedo dormir en tu cama? -No. -Entonces sacame de acá al angelito ese. Y ahí fue que me aferré a la soga. Y me dí cuenta de que todas las noches podrían ser más o menos como esta. Por ahí es cierto que hay quienes somos como el gigante aquel que al final descubrió que la única compañía a su medida era su gigantesca y bienamada soledad.

23.2.08

Arqueología del insomnio (apuntes a la salida del sol)

I.
Soy insomne. Al menos desde los quince, tal vez antes. Sencillamente, me cuesta apagarme, bajar el interruptor, parar los motores. Relaciono mi insomnio con la genética –a mi mamá le cuesta pegar el ojo- y con la mala educación del sueño en mi primera infancia. Esto último agravado por dos cuestiones biográficas: la curiosidad incontrolable que yo tenía por mantenerme despierta y tratar de escuchar desde mi cuarto las reuniones de mis padres con sus amigotes o el delicioso morbo sufriente al escucharlos discutir en la madrugada. (El otro día vi un fragmento del documental de Berliner, en el que él se confiesa insomne irredento y le reclama a su madre en cámara por no haberlo educado en el buen dormir, además el tipo se ha convertido en un obsesivo con los horarios de sueño de su bebé, etc. Me pareció decadente pero me sentí identificada).
La otra madre de mis desvelos es la lectura, claro. Soy del club (de grande descubrí que somos legión) de los que usaban una linterna bajo la frazada para leer hasta altas horas de la noche. Para no ser descubierta, interrumpida o reprimida en el final de una novela, podía sudar dos horas debajo de la manta y terminar con tortícolis por todo el día siguiente. Ahí me pregunto qué fue primero, si el huevo o la gallina, el insomnio o la literatura.
II
No sé cómo hacía para rendir en la escuela. Y eso que no era mala alumna, al contrario, de mediocre para arriba. Quién sabe, con un buen descanso en esa etapa germinal de mi formación, tal vez hubiese sido un genio, una pequeña maravilla infantil. El caso es que, ya con quince, aparezco en las fotos con una expresión flemática y unas ojeras del siglo XIX muy a tono con la que ineludiblemente sería mi temprana vocación por la escritura. Era la época de ir a la Agronomía con mi perra Almendra y hundirme boca arriba en el campo de alfalfa a leer a Borges, Hesse, Tolkien; y de noches enteras con Lorca, Poe, Teresa de Avila, San Juan de la Cruz. Dormir era pecado mortal. Parafraseando a la santa, podría ilustrar esta etapa de mi vida con “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no… leo” (!).
III
Probé de todo, valeriana, melatonina, pasionaria, ramas de lavanda, digitopuntura, meditación, yoga, sexo, tecito “Duérmete!”, plidex. El té, que tiene pasionaria, en dosis doble, creo que me ayuda, al menos forma parte del rito personal de “finalmente, tenés que ir a la cama y dormir, carajo!” (habría que abrir un capítulo aparte sobre las manías del insomne y aquellas otras ejercidas meticulosamente para conciliar el sueño). Pero, si realmente quiero dormir, si debo hacerlo por razones de vida o muerte, tengo que tomar un somnífero del estilo Rivotril para arriba. (Tengo que pensar la palabra del medicamento porque siempre la confundo con Rivendel, la tierra élfica de Tolkien. Una vez, incluso, dejé perplejo a un farmacéutico).
Entonces, con la pildorita blanca, caigo como una piedra al fondo de un lago, sin cansancio ni sueños; sin disfrutar nada de lo disfrutable del dormir, amanezco igual de embotada que si hubiese dormido poco y con algún brazo o la cara aplastada y con surcos por estar toda la noche en la misma posición, no diría descansando, sino recuperándome del knock out químico. (Por eso no uso Rivotril desde hace años, aunque no lo descarto del todo para alguna época crítica en la cual necesite imperiosamente dormir temprano).
En estas últimas semanas, encima, estoy durmiendo muy, muy tarde y a veces me despierto con la primera luz del alba. Siento los párpados de papel de lija y empiezo a experimentar, aún sin levantarme, una especie de mareo que arrastro toda la jornada. Durante el día necesito hablar en voz muy baja y moverme con lentitud, como si estuviera en “modo de ahorro de energía”.
Ni hablar del estado en el que quedo si la cena anterior estuvo regada con más de dos copas de vino o más de dos puchos. Pero sobrevivo. He descubierto que soy fuerte. Ya no es usual que me angustie al paso de las horas de desvelo, salvo en esas ocasiones en las que soy yo la que está más sombría que la noche. Y, aunque me gustaría aprender a dormir un poco mejor, no sé si cambiaría mi condición desvelada por la de una mañanera corredora de la rambla; esas con expresión brillante en los ojos, las que tienen la piel de nácar y las respuestas rápidas antes del mediodía.
IV
Recién ahora, a los cuarenta años, casi, y con un hijo de tres, empiezo a reconciliarme con mi naturaleza noctámbula. Ayer, por ejemplo, me quedé leyendo hasta las 2 (una biografía espléndida de C. Lispector). Hoy me desperté a las 6 de la mañana porque no podía seguir durmiendo. En la madrugada había un corro de voces e imágenes rondando alrededor de mí. Como los pensamientos en la cabeza de Damiel y Cassiel. Impresiones, escenas que me parece que soñé o que simplemente están ahí ante mis ojos, que suceden con mi protagonismo pero sin mi voluntad, como una vida paralela.
Así es como estoy durmiendo las últimas semanas, para la mierda.
Durante todo el año pasado en el cual me dediqué exclusivamente al trabajo literario, no digo que mi sueño mejoró, pero mejoró mi relación con el insomnio. Por primera vez desde mi adolescencia, dejé que mi insomnio me mostrara su lado fructífero y benefactor.
Es distinto desvelarse por la noche sabiendo que, al otro día, habrá la posibilidad de seguir trabajando en la simiente de un relato nacido al borde de la vigilia y con una siesta de por medio, que la realidad inminente de tener que estar bien descansada para funcionar, andar veloz en tacos, parecer inteligente y convencer de ello a un grupo de expertos en traje y corbata con gerundios infames en inglés del estilo Leveraging, Fostering, Strengthening, Promoting, Improving. Es ingrato.
V
Estos primeros meses del año me tienen a mal traer. No escribo (no tengo el espacio, el ocio y la energía espiritual que necesito) ergo, no estoy bien, ergo, duermo peor que nunca. (Estoy escribiendo esto, casi en forma automática, como un experimento de exorcismo).
Cuando escribo, bien o mal, duermo mejor. O bien, mis insomnios son de mejor calidad. Si no escribo, duermo pésimo y los insomnios son de terror.
Me levanto malhumorada y todo el tiempo siento que debería estar haciendo otra cosa. Me la paso pidiendo disculpas por tratar mal a los que quiero. No soy yo la que está en mí sino un personaje de la galería de los pusilánimes, una sustituta que me fastidia con su parálisis mental.
Este estar fuera de lugar, cansada y enajenada, me contamina el ánimo aún en aquellas cosas que me gusta muchísimo hacer y que me son vitales: estar con mi hijo, cocinar, charlar con R, estar en la casa de la playa. Adoro todo esto, pero no puedo disfrutarlo plenamente si no escribo. Es así, no se cómo funciona, pero es así.
He llegado a pensar que para mí, escribir, no se trata de vocación. Que no tiene nada que ver con un acto estético o algún imperativo de orden espiritual. Que poner el alma en un papel es una necesidad orgánica, una tendencia de carácter obsesivo, arraigada vaya a saber en qué oscuros pasajes psíquicos de mi infancia, mi ego o mi aparato neurológico.
Tal vez, debería empezar a considerar la escritura como una droga.
Así sería más franca conmigo misma y podría elegir curarme, dejarme consumir por ella o morir de sobredosis.
Y dormir, en paz, al fin, por más de ocho horas.

13.2.08

desencanto

despertar y seguir en sombras sin nombre propio vivir con los ojos cerrados soñar y olvidar, como la bella durmiente; inmóviles los músculos del alma las manos infecundas, las mismas que antes sudaban tomates y palabras otra vez, cien años cien años de página en blanco cien páginas de años dormidos no hay príncipes, ni besos que curan, sólo enanos piadosos y manzanas envenenadas

11.12.07

historia doméstica

Cuando I. se despertó esa mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertida en un moderno electrodoméstico hogareño. Al principio creyó que se trataba de un sueño y que el pinchazo en la cadera era nada más que el nervio ciático que molestaba de vuelta. Pero cuando estiró el brazo - lo que ella todavía creía que era brazo- vio un aparato de cocina de esos que sirven para picar, licuar y batir. En el lugar del hombro tenía una articulación plástica muy estilizada que continuaba en un apéndice metálico rematado por una bocha semicircular con dos cuchillas. I. estaba aturdida; no pensó que fuera imposible que una mujer se convirtiese en robot de cocina así nomás, lo descabellado era que le estuviera sucediendo a ella. Hizo el gesto de tocar a su marido para despertarlo pero temió lastimarlo con las cuchillas afiladas. Entonces quiso levantarse para lavarse la cara. Cuando apoyó los pies descubrió que en lugar de ellos debía incorporarse -no sin cierta dificultad inicial- sobre un tubo de metal encastrado a otro tubo que terminaba en el pico de una aspiradora. La cabeza le resultaba liviana en posición vertical, aunque se bamboleaba un poco y le hacía perder su ya precaria estabilidad. Corrió hasta el baño –más bien, rodó- sobre las ruedas de su pie izquierdo curiosamente transformado en una lustradora de piso, y se miró en el espejo. En vez del rostro y la melena castaña sobre los hombros tenía un balde color celeste, sin mango, claro, para qué, si lo llevaba puesto. En el sitio del vientre había una puerta de vidrio circular en la cual podía colocarse ropa para lavar. Del lado donde debería estar el seno derecho, tenía una libreta con una birome colgada y, del otro, un almanaque con las fechas de cumpleaños, aniversarios y vencimiento de los servicios de agua, luz y teléfono. Nuevamente, intentó llamar a su esposo que aún dormía en la cama matrimonial; pero en vez de su voz, salió el pitido monótono y agudo de una lustradora. De la nuca le habían nacido una serie de cables extensibles multicolores con sus tomas eléctricas –desenchufadas- como un manojo de trenzas rastafaris. Giró un poco por encima del hombro (la bola plástica de la multiprocesadora) para mirarse en el espejo del baño. En la espalda, de un metal opaco muy moderno, colgaban simpáticos percheros. Imaginó que serían útiles para hacer las compras en la feria o cargar la mochila de la escuela de su hijo (la verde con vivos rojos, la de la piscina y la valijita de la merienda). El cambio en su fisonomía era tan abrupto que, en vez de desesperarse, se sentó en el sanitario a pensar –porque el balde le permitía eso, al parecer- qué hacer de ahora en más. Es cierto que en esos días ella se había estado preguntando casi obsesivamente cuál era su verdadera misión en la vida. ¿Ser un ama de casa vocacional a tiempo completo o perseguir la loca pasión que sentía por la escritura? ¿Quedarse encerrada en una vida hecha de pequeños detalles higiénicos o extender las alas de su talento hacia los cielos negros de la creación literaria? Jamás pensó que la respuesta le llegaría de un modo tan brutal. Algún extraño designio se había pronunciado esa noche, uno que le hacía saber de un modo categórico, que su destino era ser madre y esposa devota, preparar almuerzos celestiales y cenas lujuriosas, limpiar la casa hasta dejarla brillante y aireada como la de un sultán. En un gesto típico de ella quiso rascarse la palma derecha con la mano izquierda y casi gritó de alegría cuando vio que allí seguían, en perfecto estado de humanidad, sus cinco dedos de piel blanca y uñas cortas, con el índice mocho de la cicatriz y la alianza de plata en el anular. De lo que ella había sido alguna vez, sólo quedaba esa mano boba, la torpe, la del corazón. Pensó que, en cierta forma, la utilidad de ese miembro era vital para enchufar y poner en marcha sin ayuda externa todos los aparatos que tenía integrados en su nuevo organismo. También -se consoló- podría volver a acariciar a su hijo, saludar de lejos al bus escolar, quitar las malezas del jardín y todo lo que, en fin, puede hacerse con una mano. En eso, su esposo se despertó; pasó de largo junto a ella y siguió hasta la ducha farfullando un buendía enroscado en la lengua. No se había dado cuenta del cambio. A I. no le llamó la atención ni le molestó porque no era la primera vez y porque sabía que los hombres suelen ver solo lo que quieren ver y, el trabajo doméstico, en general, les resulta invisible. Por el solo hecho de que estuviese todo tan claro, I. casi empezó a sentirse a gusto con su destino. Estaba a punto de empezar con las tareas de aquella casa enorme cuando, de pronto, por detrás de la lluvia de la ducha, escuchó el canto de un pájaro en la terraza de su casa. Le pareció un trino diferente, afinado. Rodó sobre el piso de parquet hasta la ventana y allí lo vio, picoteando con fruición los pastitos tiernos de la maceta de los geranios. No era un gorrión ni una gaviota, muy comunes en ese vecindario. Era un canario, un manojito emplumado y nervioso de color amarillo. Por el modo entusiasta y algo tímido de moverse se notaba que el ave gozaba de una libertad repentina, fruto, tal vez, de la puerta mal cerrada de una jaula. Cada tanto, levantaba la cabeza por el borde de la maceta y miraba a los costados como diciendo “aquí estoy, finalmente, quién lo hubiera dicho”. I. se quedó inmóvil en el umbral pensando que al pajarito le asustaría ver a esa especie de armadura viviente con accesorios en la que se había convertido. Pero el ave no se alarmó, al contrario, le dedicó una mirada chiquita y piadosa, y siguió con lo suyo. Entonces algo en ella se desconectó. Inexplicablemente, en vez de seguir el mandato del balde que tenía sobre los hombros, rodó derecho a su escritorio. Cerró la puerta, encendió la computadora y, siempre con la mano izquierda pero con una destreza aumentada por la discapacidad, olvidó toda la mugre y el desorden del mundo y empezó a escribir una historia cualquiera, una que empezaba con un canario amarillo fugado de una jaula.

25.9.07

Diagnóstico

Hoy desperté con dolor de cabeza y así seguí todo el día, transportando ese dolor. Un dolor insistente y tozudo, implacable. Traté con paracetamol y después con algo más fuerte, pero no resultó. Miles de pinchacitos en las sienes siguieron molestándome y la luminosidad de este día de primavera me hizo arder los ojos. ¿Será el dolor de haberme puesto a trabajar? No digo a escribir, digo a trabajar en algo real y concreto, con divisas por delante, ni siquiera muy deseadas. Es que estuve dos o tres horas revisando un sitio de internet y un plan de comunicación X, poniendo en juego esa parte de mi cerebro adormecida por el año sabático. Esa parte que no deseaba despertar todavía, que estaba bien donde estaba, hibernando, dejando soñar a la otra parte, la que está incrustada en el alma y vive feliz en la punta de mis dedos. Paradójicamente, recién, de noche, mientras me regodeaba en un ejercicio chiquito y divertido para el taller de escritura, me descubrí sin más dolor. Eso fue hace un rato. Aunque estoy agotada, escribir un poco me aflojó las mandíbulas y me suavizó la espalda. Dedicarme a pergeñar esos tres retacitos de literatura trivial y lúdica, resultó el analgésico más fuerte. Escribir me cura; la escritura me lame las heridas como el perro de un mendigo. ¿Y si este año sabático hubiese inoculado en mí una especie de anticuerpo al trabajo? ¿Y si el volver a trabajar en mi profesión seria y oficial antes de lo planeado encendiera dentro de mí el relojito indolente de una bomba de tiempo? Hoy estoy cercada por el terrorismo de la realidad.