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22.7.11

Mientras (y si) amanece por fin

Con los años, mi insomnio y yo cultivamos una relación de solidaria convivencia. No es una amistad elegida.  Se parece, más bien, al apego que nace entre dos condenados a perpetua que viven en la misma celda. La prisión de la noche de encorvados fierros de Borges, que odiaba tener que dormir porque, aunque apretara  fuerte los párpados, el único color que seguía viendo era el amarillo.
A veces, el insomnio se toma semanas y hasta meses de libertad condicional. El ángel negro me deja en paz. Y duermo como una persona normal; envuelta, no obstante, por las manías del té de pasionaria double black, uno o dos libros y una estampita de Santa Melatonina.
Otras veces vuelve, como ahora, con toda la fiereza de un adolescente inoportuno a rociar su adrenalina sobre mis noches. No es algo risueño, ni romántico, ni valioso para un escritor, como muchos suponen o me han dicho y me dicen. Claro, muchas veces lo que se hace es escribir.  Pero si me dan a elegir, como en la canción, prefiero los relatos oníricos que engordan los cuadernos de la mesa de luz.
Con el tiempo de trasnochada, y por pereza, he llegado a ejercitar, incluso, una escritura interior que sucede solo para mí. Relatos enteros que olvidaré, crónicas fugaces escritas en los renglones del cuaderno en blanco de las horas.  Juro que he querido ser  –pero no lo intenté lo suficiente, se ve-  de esas personas  que se levantan bien temprano y con la mente fresca, que hacen abdominales y salen a caminar, que toman café, comen cereal y luego encaran con disciplina y entusiasmo ocho horas de caracteres con espacios a tempo prestissimo. Pero no.  Lo mío es más bien la marcha camión de la vigilia.  Me tocó ser un animal nocturno,  una fiera desaforada y vagabunda, hay veces, o un obeso búho blanco parado en un poste como el que primero escuché y después vi -no me creen- una noche en Solís.
Hubo una época en la que quise saber por qué. Como si un diagnóstico sirviera para algo. Le pregunté a mi vieja y a la amiga con quien compartí el primer apartamento:   ¿Nací insomne o me fui volviendo?  Simplemente no lo recordaba.  Vagamente me veo a mí misma a los quince o dieciséis, soñando despierta y tomando nota, a oscuras, aterrada y febril. Historias con chimpancés colgados de la lámpara, la ventana abierta de la puerta de calle y siempre alguien a punto de entrar, la crónica de las visiones de aquel elfo que se paraba junto a mi cama, un hombre pequeñito y amable, probablemente, tan insomne como yo. Nos mirábamos a los ojos  durante horas hasta que me quedaba dormida; nunca nos dijimos ni una palabra. (No lo volví a ver, pero tengo mis razones –que no voy a explicar ahora- para creer que se trata de un pequeño fauno, de un pariente de Puck, o del mismísimo Robin Goodfellow  de Sueño de una Noche de Verano).
Cuando el sol está a punto de detonar,  en la frontera de la noche de los insomnes urbanos, espera siempre el grito del zorzal o la calandria. Malditos emplumados. Una de las pocas ventajas de  vivir en un piso nueve es que el precoz buen día de estos condenados no llega tan alto. Las gaviotas, en cambio, son gordas discretas.  Y la cadencia del oleaje es un arrullo que me avisa que -algo es algo- tengo dos horas de sueño.
El insomnio que regresó en estas últimas semanas no me molesta. Al contrario, diría que es un buen punto de nuestra relación. Se ve que estamos grandes, que somos pocos y nos conocemos. Convivo con él por la noche, lo dejo hacer, y de día me entrego a esta especie de película que se te queda pegada sobre la piel, una resaca abstemia, un des-velo que me separa un poco de la cosas prácticas y la rutina.
Porque después de muchas noches de insomnio -el que lo vive lo sabe-  aparecen los días clarividentes.  Jornadas en las cuales lo que normalmente hay para ver, lo evidente, desaparece;  y aquello que estaba oculto se ve con claridad.
No gozo de este insomnio pero no lo rechazo como no se reniega de un gran maestro. Sospecho que un día, pronto, volverá a dejarme en paz.
Mientras tanto, agradezco lo que me da: noches sin pensamiento, sin congoja, habitadas por fotos viejas, por imágenes pueriles proyectadas en Super 8 en la pantalla que tengo acá atrás de la frente.  Horas que se proyectan con finales de películas que alguna vez amé y después de amar amé, remendadas con retazos de escritura valiente y sin estufa;  con canciones que creía haber olvidado y han vuelto, no para decirme quien era sino para recordarme quien soy en realidad; buenas noches de insomnio pobladas de rostros que, como los de Eluard, responden a todos los nombres del mundo.

3.5.11

Sueño de una tarde de verano*

Cuando la oyó reír supo que la amaría a rabiar; supo también que aquel amor desigual no cambiaría de estación. La presintió cruzando en sordina el corredor monolítico del patio. Un trueno exagerado partió en dos las entrañas de la casa anticipando semanas de lluvia intermitente y vertical. Escuchó el tronar de las rodillas junto a su cama pero no abrió los ojos. El compás de su respiración despertó al pájaro en su jaula. Una fiera abrió las fauces para cazar al vuelo su mirada de colibrí. Lo que vino después se repitió otras veces, pero él la recordaría como una única tarde fatua, poblada de visiones: el secreto de su nombre repetido en otro idioma, un mechón pendular en el vaivén de la cópula, el dedo dibujando en su piel un tatuaje de asombrosos caracoles. Cerca de carnaval paró de llover. Sentada sobre su vientre ella era una cebra pintada por el eclipse de sol de las persianas. Hubiera podido escribir mil ficciones sobre aquellos renglones de luz. Hubiese podido viajar kilómetros por esas tetas ínfimas, pechos ingrávidos, de margarita, deshojados una y otra vez en la quimera de la palabra jamás dicha: mucho, poquito. Nada. El verano acabó. Aquella mujer, no. Aún reverbera en su cuerpo longevo. Su risa lo redime, perpetua e imposible, del paso de los años. El hueco que su talle le ha dejado entre las manos lo salva del abismo. Su ausencia es una reliquia que hurga y venera, a veces, en el claustro solitario de la siesta.
*Hoy de tarde encontré este archivo "XXX" solito en una carpeta del viejo disco duro, respaldo de la pc La Gorda, de 2006 (o antes?). La carpeta se llama "cortitos.doc". Creo que es mío. Me trae imágenes propias pero extrañas y dudosas como cuando leo, tiempo después, un sueño que anoté y olvidé; no recuerdo si lo escribí yo, espero que sí. Parece escrito por mí. Como sea, me gustó y me dieron ganas de postearlo.

15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.

30.1.09

Relatillos (f)estivales

“Eran dos alpinos que venían de la guerra...” De pronto, desde donde estaba, arrumbada en la hamaca, los ví llegar. Entraron por la tranca que da al bosque sin aplaudir ni dar aviso alguno. El más alto se quitó la mochila forzando hacia atrás lo hombros y la dejó caer junto al parrillero. La mole verde-gris quedó tendida sobre la pared como una pieza de caza, una gran vizcacha o un jabalí, con el cuero agujereado por los perdigones. Después se sentó en el banco de cemento y se quitó el sombrero y la chaqueta. Morocho, forzudo, barrigón. Llevaba en el rostro un agobio centenario. El otro, el menor o el más bajito, desapareció enseguida adentro de la casa. Tenía el pelo rubio y corto y se movía ligero, con confianza. Supe que buscaba algo fresco –me dije, con este calor, qué más- en la heladera, por el breve resplandor en la cocina y el ruido de sopapa de la puerta al cerrarse. Hubiera sido amable de mi parte dejar el libro, salir de mi lugar en la hamaca bajo los árboles, ponerme de pie para darles la bienvenida; al fin y al cabo son sobrevivientes de un conflicto armado, defensores de civiles inanimados, valientes que llegan a mi casa en busca de un poco de sosiego, algo de comida, ropa limpia, charla; qué se yo qué buscan hombres como esos en una casa de familia en enero. De pronto, escuché que alguien, a lo lejos, corregía justiciero: “eran tres los alpinos, no dos!”. Me dije entonces que, antes de abandonar la siesta, más vale esperar a que los cantautores de las nuevas generaciones se pongan de acuerdo en el reparto de las viejas canciones.

Tres lagartos overos recorren la siesta de tarde. Uno grande, uno mediano y el más chico, de más o menos el doble de largo que una lagartija. Al principio los alimentábamos con huevos. Era una diversión para todos. Aparecía un lagarto y alguien corría enseguida a buscar un huevo a la cocina. Es así: el huevo se hace rodar sobre el pasto suavemente y el lagarto, que suele arrastrarse lento como si tuviera un sueño tremendo, se abalanza sobre el bocado con insólita velocidad y lo atrapa delicadamente ladeando apenas la cabeza. Luego eleva las patas del suelo y camina ya no reptando sino trotando en sus cuatro patas, tal como un potro o un perro hacia un lugar en el que pueda comerse el huevo con más privacidad, detrás del cerco o bajo las matas de los helechos. He ahí el show del verano. Lo de darles la carne del asado vino después. Lo hacíamos todos y aplaudíamos la gracia del correteo final que se iba volviendo mucho más ansioso y agresivo como si la carne los exitara especialmente. Los restos: un pedacito de chorizo, la morcilla dulce, que siempre queda porque a nadie le gusta; la orilla fría y quemada de la carne. Los lagartos empezaron a venir todos los mediodías, sin falta. Y como no siempre había carne, se quedaban merodeando la casa desde cierta distancia, midiendo nuestros movimientos con sus ojos helados. De a poco -pero no sé por qué me parece que fue de un día para otro- empezaron a familiarizarse más. Y como pasa siempre con las personas que tenemos muy cerca, no nos damos cuenta cuando cambian. Nosotros no registramos lo mucho que estaban empezando a crecer. Aceptaban de todo, fiambre, manzana, duraznos enteros; el melón nunca les gustó. A veces entraban en la casa, de incógnito, a comerse la ración de la gata. Hasta que un día la gata desapareció. Tan fiel que era, y se fue por ahí, pensamos. Nadie se dió cuenta del aumento de tamaño. Alguien decía, mirá esa sombra en el frente, y era un lagarto que venía, tapando el sol con la cola. Uno estaba jugando un solitario o haciendo un crucigrama a mediamañana y sentía una presencia fría y muda en la espalda: un lagarto. Ya no les alcanzaba con un huevo. Les dábamos, sí, pero ni siquiera se los llevaban como antes; lo comían en el lugar, sin pudor, como un aperitivo, una aceituna, y te observaban después con esa mirada soberana que tienen los seres prehistóricos. Se fue poniendo bravo. Pensamos en huir pero nos dió no sé qué abandonar la búsqueda de la Nona tan rápido. Ella solía quedar solita a mediatarde, dormitando en la reposera bajo los eucaliptos. La revista doblada en la falda, los pies colgando, chuequitos; es que de vieja se fue achicando y cualquier asiento le quedaba holgado. Una tarde nos despertamos y no estaba más. La buscamos por todo el balneario y nada. La Nona, con esa piel finita y transparente y los huesitos delgados casi sin carne. Nadie la vió salir ni llegar a ninguna parte. Se había vuelto diminuta y vulnerable. “Para el lagarto grande la Nona debe tener el tamaño de un canapé”, dijo papá a los dos días de búsqueda y poniendo volumen al pensamiento de todos. El día en que nos fuimos, el bicho nos observaba inmóvil desde el límite del terreno. Los ojos entreabiertos; la panza asomando gorda, blanda y blanca sobre el pasto. Así lo vimos por última vez ya sentados en el auto encendido, los cuatro en silencio con la mirada colgada como en un velorio. No nos animamos a acercarnos. Le echamos candado a la casa y volvimos a la ciudad. … Era como un animal grande y viejo que intentaba salir de su letargo. Sus dedos crepitaron al moverse pegajosos de esa sustancia gomosa y volátil que él antes sabía sacarse tan fácil como un guante de plástico. Había pensado que la lluvia sería propicia. Pero no había caso, ya no podía escribir. No le salían las palabras o lo que era más triste, morían antes de llegar a la punta de sus dedos. El viento en los eucaliptos dejaba entrever el final de la tormenta. Los grillos regresaban afónicos a su murga nocturna. Nuevos mosquitos nacían en los charcos. La casa en calma, que solía ser una incitación al murmullo de su imaginación era la sorda tumba de todas las palabras. Durante un largo rato, se obligó a volver sobre el teclado, una y otra vez. Avanzaba sobre una frase, cuesta arriba y la enganchaba a otra como esos forzudos que prueban unir dos vagones de tren. Un sudor frío recorrió las nervaduras de sus dedos; un calambre le recorrió el cuerpo desde el meñique al último cabello. Ni modo; no le dió más vueltas al asunto. Dejó el párrafo tal como estaba, con la página en blanco como una alfombra tendida bajo la última letra. La noche se ahogaba en el último trago de whisky. Y fue el sueño quién finalmente contó la historia.

9.7.08

Berlinesas V

Hace años sueño con visitar el museo Pergamon de Berlín. Ayer, con la venia de los dioses, mi amiga K. y yo cruzamos el puente hacia la isla de los Museos y nos perdimos por cuatro horas en la muestra Babylon, Mith and Truth. Ya en la entrada, el altar de Pergamon y los frisos de la puerta de Ishtar te quitan el aliento. Parte del recorrido revela el mito de Nabucodonosor, el rey más cruel de Babilonia y el paralelismo de su destino con el de quien se autodenominara su heredero, Sadamm Hussein. En una sala hay una performance hecha con aquellas famosas tapas de los diarios del día que lo atraparon (imágenes rasgadas con brillantina y pegadas al paspartú que las sostiene con el semen del artista!). Según la leyenda, el profeta Daniel había anunciado la ruina del monarca y la destrucción del reino debido al pecado y la infidelidad de Babilonia. Paradójicamente, la profecía se ha cumplido para ambos Nabucodonosores quienes terminaron en un agujero del desierto, con la barba larga y mugrienta y comiendo alimañas. De hecho, las fotos de los diarios y los cuadros de Durero se parecen bastante. Y el rostro de los Nabucodonosores inspiran en uno y otro caso, un miedo y una piedad irracionales. El tono modulado de un guía Ignacio en los auriculares me llevó a la siguiente sala. Su voz nos recordaba también que uno de los nombres de New York es The new Babylon. Luego pasamos a una sala dedicada a la torre de Babel y la megalomanía humana expresada en las grandes torres de la era moderna: Eiffel, la torre de Tokio, el edificio Chrysler y otras que no conozco... Luego, imágenes apocalípticas de la destrucción de la torre en el imaginario de pintores y artistas. Fascinadas, mi amiga y yo dimos la vuelta alrededor del lugar, nos pusimos a mirar detrás de las mamparas de yeso pensando que si no estaban en la sala de las torres era porque seguramente les habrían dedicado una sala individual, pero no: aunque los curadores de la muestra decidieron mostrar a Sadamm como el monstruo Nabucodonosor, a New York como la nueva Babilonia y a las torres del siglo XX como sucesoras de la primera y derribada Babel, no hay una sola referencia a las Torres Gemelas. No es increíble? Semejante esfuerzo de producción en todo lo demás y al final te tratan de estúpida. Igual, todo el resto -las reliquias, el mito de Semiramis, el código de Hamurabi, el poema de Gilgamesh- justifican con creces la visita. La muestra del Pergamon termina con uno de los mitos clásicos, el de la confusión de lenguas. Al pasar por esta última sala no pude dejar de sonreír de costado asociando lo que estaba viendo con mi agobiante semestre laboral y pensando especialmente en mi socia que ahora mismo y del otro lado del océano, termina con las traducciones de un sitio web. Se trata de una performance en la cual el artista Timm Ulrich hace la siguiente demostración de confusión de lenguas: él toma un texto inicial en alemán sobre la definición de la palabra traducción y va traduciendo este texto de un idioma a otro pasando por 52 traductores oficiales en distintas lenguas (!!) hasta volver al alemán. El resultado es paradigmático: un texto coherente, pero con un significado completamente diferente y opuesto! Tip del primer mundo. Ya no solo se trata del uso intensivo de bicicletas, el vegetarianismo militante o el riguroso reciclaje de la basura en tres bolsitas diferentes. Los berlineses son gente que está en la vanguardia Bio. Bio es una de las palabras que más aparece en las calles de Berlin: Bio verduras, Bio bebidas -soda, jugos, café-, restaurantes que ofrecen Bio-breakfast. Hay Bio Cosmética, Moda Bio Textil, Bio farmacias. Hay pequeños y grandes almacenes en cada barrio –y hasta ví un supermercado enorme- con una oferta exclusiva para quienes eligen el bio consumo. Todo se ve sano, natural, intocado por la mano de la producción masiva. También, hay que decirlo, los precios Bio son más caros. Con todo lo bueno y progre de ser tan sano, está visto que mi tercermundismo endémico no me permite disfrutar del todo la onda verde. El yogur sin esencia de vainilla me parece agrio y con sabor a levadura, las barras de cereal sin azúcar agregada se estiran –y saben- como chicle usado, el café sin torrar ni tostar es flojito y anodino, el biovino es como vino reducido con agua. Me da vergüencita confesarlo en medio de tanta salud, pero definitivamente hay un gen dentro de mí decidido a suicidarse en un mar de aromatizantes, tinturas y conservantes.

5.7.08

Berlinesas IV

Debería jurar sobre los Santos Evangelios pero en esta casa de numerosas bibliotecas no encuentro ninguno, así que: Juro sobre este ejemplar de Harry Potter II que no comeré más que un (1) pancito berlinés Broetchen por día. Tiene que funcionar o, entre este pan celestial y la cerveza de trigo, voy a volver rodando al Río de la Plata. Ayer a la noche fuimos a ver a L. que actúa en una obra de Teatro: Lado B. La hacen en un viejo complejo fabril junto al Río Spree, decadente, magnífico, llueve afuera y adentro, me encantó. La obra era en alemán, por supuesto. Justo estoy leyendo las Conversaciones con Levrero; en una parte ML dice que cuando una obra literaria o una película te gusta mucho, ya no importa el argumento sino la forma de contarlo, y eso es el motivo del disfrute. Pude experimentar muy bien esto en la obra de teatro de L. pues la forma es lo único que pude entender. Y funcionó, de hecho me gustó mucho. En casa de B&B dormimos en el altillo. Un espacio amplísimo -mi amigo Eleuterio diría "un salón de 15!"- con pisos de madera clara y grandes ventanales. Precioso. Podría vivir en esta pecera de altura. No me hace falta más espacio. Además, logré conectarme a la red inhalámbrica. Qué más puedo pedir? Lo malo es que a mayor conexión, mayor consulta de mails y más tentación de vichar la casilla laboral. Meto la nariz y las malas noticias llegan. Procuro leer con distancia las novedades de trabajo. Trato que el malestar estomacal que me provocó este primer semestre de contrato con esta gente, sea solo un cosquilleo que desaparece cuando me rasco. Gloriosas vacaciones. (A la noche soñaré con la pobre Gaby que quedó al mando del timón de este viaje fantasma por un mes más) Tip del Primer Mundo: más sobre bicis. En algunas esquinas de Berlín hay bicicletas públicas estacionadas. Es decir, vos pagás por X horas a través de tu celular y podés usar la bici y dejarla tirada en cualquier lugar que se te ocurra. Sí, digo bien. No están dentro de una jaula con cerrojo, ni en un local con alarma ni hay un tipo al lado cuidando. Las bicis están estacionadas en las esquinas.

3.7.08

Berlinesas III

Desayuno con trucha ahumada, salame italiano, jugo de tomate, café expresso y pan caliente… Ah, Berlín. Me hago un mate con Canarias, después, para digerir todo y para evitar el síndrome de abstinencia rioplatense. Anoche, con B&B (B-ella y B-él), los amigos que nos alojan, recordamos la época en la que nos conocimos. Hace casi quince años, en Buenos Aires. Los alemanes llegaron de visita con sus mochilas gigantescas y sus ganas de devorarse la ciudad. Y se quedaron a vivir en nuestros corazones. Recuerdo que llegué a pedir días en el trabajo para disfrutar de esas visitas. Nos quedábamos hablando hasta la madrugada. Empezábamos y terminábamos en la misma noche una botella de ginebra. Cantábamos Silvio y Pablo como condenados y respetábamos boquiabiertos de admiración a aquel o aquella que en una guitarreada ofrecía una versión punteada de Ojalá. Ellos de chinelas canadienses, nosotros de alpargatas; ellos de colores, nosotros de gris; ellos nudistas por el living, nosotros con traje de baño entero. Los alemanes eran guapísimos y más de una vez en aquellos años, nos ocupamos de “defenderlos” de las garras de alguna chiruza enamoradiza. Los alemanes eran nuestros solamente. Amigos del alma. Fue mi amiga G. quien nos presentó con B-él. B. se alojaba en su casa y G. le dijo: “Ahora va a venir Vesna, está muy deprimida y con mal de amores y se va a emborrachar; va a ser muy divertido”. Parece que así fue, yo no me acuerdo.
Tip del Primer Mundo: Berlin no solamente es una ciudad prolijamente surcada por bici-sendas sino que hay… semáforos para bicicletas!! Son como mini semáforos, están debajo de los grandes para automóviles y el verde antes que el verde de los autos, para que pasen las bicis.

2.7.08

Berlinesas II

Camino a Zehlendorf, el barrio-bosque donde nació R., mi compañero, observamos los edificios a los costados de la autopista. Los berlineses hacen de sus balcones de 2 x 2 un pequeño lugar de vacaciones donde se concentran los íconos del verano: reposera de madera, mesita, sombrilla ladeada, casita para ver comer a los pájaros, maceta con aromáticas y tomates cherry, enano de yeso: todo junto. Y las flores, chorros y chorros de flores de colores colgando en el verano de Balconlandia. Nos dirigimos a la Krumme Lanke (traducción: el Lago Largo-Torcido) de Zehlendorf. 34 grados, pero sin humedad. Unos hacen picnic, los niños juegan en la arena, hay juegos de cartas y de dados, dos jóvenes dan el toque turco fumando esas simpáticas pipas de agua que están de moda acá. A esta hora, la angosta franja de arena de la Krumme Lanke parece la playa de Pocitos o un retazo de Mar del Plata. Excepto por una pareja de ancianos, quienes, muy meticulosamente se sacan toda la ropa, la doblan sobre la loneta y se sumergen a nadar, desnudos y ágiles como dos delfines. Nadie les presta demasiada atención. Tip del Primer Mundo. Me pide R que anote esto: no solo hay varias empresas telefónicas en Alemania, sino que la segmentación de precios para las llamadas se calcula por bandas horarias. Al número de teléfono local o internacional se antecede uno u otro prefijo del tipo 0945 o 0987 y así la llamada se computa para una u otra empresa. El tema es que, entonces, llamás a alguien en Berlin y, antes de saludarte, te grita: “Pero, qué hora es? Las 3? Colgá colgá! Que tengo una tarifa más barata para las 3!”.

1.7.08

Berlinesas I

Llegamos ayer. El aire estival nos abrazó al bajar del avión. Eramos una montaña de ropa de invierno colgada e inservible. Mi suegro nos buscó en el aeropuerto para dejarnos el auto pero huyó antes de que lográramos invitarlo a almorzar. (Es buena persona, pero sus pocas emociones se expresan de manera fugaz: cuando voy a darle un beso él ya sacó la cara y me quedo besando el aire; cuando mi mano va a dar el apretón él ya quitó la suya y quedo con la mano extendida como pidiendo limosna. Mi suegro es un fast-emotion guy. En el trayecto Madrid-Berlin hubo un incidente muy europeo. Delante de nosotros había una pareja de niños afrodescendientes muy simpáticos; ella de cinco y él de no más de ocho. Terminaron jugando con Tino. Los niños viajaban solos, con un cartelón colgado del cuello. La azafata españolísima ubicó entre ellos a otro joven de catorce, que viajaba con sus padres. Ante nuestro pedido de que no separara a los hermanitos y de mala gana, la azafata sacó al chico blanco de en medio y lo sentó en el asiento de al lado. En el aire presurizado flotaba un olor a sobaco impresionante. Lo primero que pensé -conociendo el paño- es “algún gallego o algún alemán no se bañó esta mañana”. Parece que la azafata de Iberia, entre otros, pensó otra cosa porque al rato vino y le dijo al adolescente blanco: “Shielo, si te molesta estar aquí sentado, te puedo buscar otro shitio”. Bienvenidos a Europa, la pura.

12.2.08

Postales del verano

"Hay vivos, muertos y... marineros." Joseba Beobide
Gracias G. por la gráfica del poster (y por la valentía de salir en la foto del barquito con R!). A vos, Gaby, por prestarme el epígrafe, el libro y regalarme tu amistad que es también, la amistad de los elfos y los gigantes. Gracias a mi familia amadísima y a las amigas y amigos que pasaron a dejarnos su abrazo y su compañía este verano en Solís, pueblito de río y mar, diría Gieco, en nuestra Uwa Wasi, la casita de las uvas, el vino y el brindis. Veranos como este y gente como ustedes, entibian el alma para todo el año.