26.10.09

No te salves

Las banderas nos peinaban al pasar. Termo y mate. Mi hijo agitando una espada de luz, con los cachetes tricolor y colgado de los hombros del padre. Poco a poco nos fuimos colando entre la gente hasta trepar a la explanada circular frente al Hotel NH. Sobre el puerto caía un sol monumental y translúcido, contrastado de banderas y siluetas negras trepadas al farallón de la rambla. Sin euforia, nos sentíamos felices de estar ahí. "Sublime el sueño que me dejó, en el lugar justo donde estoy", parecía decirnos la brisa de ese mar. Hace un año atrás, cruzando la Plaza Matriz, pasé frente a una de las primeras mesitas destinadas a recolectar las firmas para plebiscitar la anulación de la ley de Caducidad. Yo no estaba de acuerdo con el plebiscito sino con la anulación parlamentaria, sin embargo, instantáneamente me dispuse a firmar. Fue un acto instintivo, casi a la vez que me daba cuenta de que no podía hacerlo porque soy extranjera. “Bueno, no sos tan extranjera, pero solo firman uruguayos”, me dijo la militante con una sonrisa de premio consuelo. Aunque ayer no votamos, igual que todos, nos comimos las uñas a la espera de los resultados. Mandamos y recibimos frenéticos mensajes. Cruzamos los dedos. Como Galeano repetimos el Abracadabra de la contratapa de Brecha: “envía tu fuego hasta el final”. Es que hay dolores que nos desdibujan las fronteras y, tanto ayer como hoy nos sentimos del lado de adentro de este nosotros hecho de pena, de rabia y de esperanza. Porque como también repite Galeano -y parece que tampoco lo entendimos esta vez-, es un error confundir domicilio con identidad. Ya no me acuerdo quién fue el que me mandó ese primer mensaje diciendo que la primera vuelta no, pero que la ley de Caducidad ya estaba casi segura. No fui la única, estallaron varias euforias en cadena festejando con los celulares en alto, marca en el orillo de estos tiempos electorales. Hoy creo que no fue solo por la altura del vuelo anticipado que las alas quemadas y el pavimento en la cara fueron más duros y ardientes. Las cifras en pantalla gigante de la televisión nos mostraban que una vez más, las mayorías decidían soberanamente perpetrar la injusticia -y aunque estábamos esperando la salida del Pepe desde hacía dos horas- no sentimos más deseos de estar allí. Caminando a contracorriente, encaramos la vuelta. Tampoco fuimos los únicos. No hay nada peor que vivir creyendo que no es posible cambiar nada. Ni siquiera una ley declarada anticonstitucional por todos los poderes del Estado, y que además viola varios tratados internacionales. En el plebiscito del 89, el pueblo uruguayo, aplastado todavía por el pulgar de la dictadura decidió amputarle al Estado de derecho su potestad de hacer justicia ante los crímenes cometidos por los militares. Pero ayer, ¿a qué le teníamos miedo? ¿A que algo cambie? Aunque no soy uruguaya también soy huérfana política de una generación que fue presa del mismo Cóndor. Acá nomás, del otro lado del charco, borraron del mapa a toda una posteridad de dirigentes. Toda una generación de jóvenes comprometidos asesinados. Algunos de mis amigos, mayores que yo, siendo muy jóvenes dejaron sus años más fértiles en las cárceles de la dictadura argentina y/o uruguaya. Fueron perseguidos, torturados y privados de su libertad. Otros, muchísimos, sufrieron una tortura distinta pero demoledora, obligados a desterrarse de su tierra para salvar la vida. Muchos no sobrevivieron. Fueron asesinados por los mismos militares que, amparados en la impunidad, hoy caminan a nuestro lado por la rambla, que van al cine y hacen la cola en el Devoto. Ensañados con sus mentes, desaparecieron sus cuerpos, robaron sus bienes, fueron detrás de sus amigos y de sus familiares. Son asesinos. Se robaron a los hijos de sus víctimas. Aún cuando creo que no se debería haber plebiscitado una ley que podría haber sido anulada por ambas mayorías parlamentarias, está claro que el militante común del Frente Amplio en su mayoría, puso su voto para anularla. No fue suficiente. A estas horas, y solo con los votos observados pendientes de revisión al plebiscito de anulación de la Ley de Caducidad le hubieran faltado dos puntos para haber sido aprobada. Cómo deben estar festejando los impunes. Sin el apoyo claro y explícito de candidatos y dirigentes de la izquierda, tampoco fue suficiente –por poco, por tan poquito- el trabajo de los militantes que dejaron el alma -casi sin apoyo y sin presupuesto, un trabajo heróico- para llevar esta causa a las urnas. ¿Hubiera cambiado el resultado con un mensaje claro y en voz alta de Mujica, de Astori, de Tabaré, de los ministros y referentes políticos de izquierda? Estoy segura. Me duele horrible decirlo pero creo que al Frente no le interesa juzgar a los criminales de la dictadura. Así como es claro que, con sus luces y sus sombras, es el gobierno con mayor vocación distributiva y promotora de derechos que ha tenido Uruguay en los últimos cien años. Pero no les interesa juzgar a los responsables de la desaparición y asesinato de los padres de Macarena Gelman, de Martina, Soledad y Valentín, de los hermanos Julien, del padre de Verónica, de Mariana Zaffaroni o Valentina Chavez, entre tantos otros. No les interesa. Si no, hubieran apoyado la anulación de la ley con énfasis. O mejor, no les interesa, porque de lo contrario, ni siquiera hubiera existido el plebiscito. No les interesa hacer justicia por aquellos que dieron la vida por un país y una América Latina como la que a este gobierno de centroizquierda el pueblo le ha dado la oportunidad de empezar a construir. En la marcha del 20 de octubre, mi hijo de 5 años me preguntó por qué estábamos ahí caminando, forrados de pegotines y globos rosados. Yo misma me asombré de lo clara que puede ser la verdad cuando uno quiere que sea clara: Mirá -le contesté- hace tiempo, acá, en Argentina y en otros países, unos ricachones y muchos militares se organizaron para tomar el poder de prepo. Muchísimos jóvenes se opusieron y entonces los mataron y escondieron sus cuerpos porque creían que sin cuerpo no los iban a agarrar. Después los militares hicieron una ley para que no los pudieran juzgar. “Qué vivos”, me dijo Tino, y agregó, “claro, entonces, si sacamos la ley, vamos a poder mandar a los policías malos a la cárcel y saber dónde escondieron los cuerpos de los chicos”. Lo han dicho las Madres de la plaza, girando como locas alrededor del mismo eje: mientras existan ciudadanos desaparecidos, hay un crimen que se sigue perpetrando ante nuestros ojos, un crimen que sigue vigente, flagrante, y criminales peligrosos que están sueltos. Ayer perdimos una gran oportunidad para hacer justicia. No la única, pero la más certera. Habrá que tragarse la amargura (hoy me es imposible, mañana será otro día) y el desaliento y seguir buscando el modo. Tal vez, cuando a fin de mes gane el Pepe, como es tan espontáneo y apasionado, por ahí nos da una sorpresa, un regalito de Navidad. (Esto se lo escuché decir ayer, alegremente, a una señora vestida de rojo, azul y blanco). O quedará en manos de los jueces, caso por caso. O de la justicia argentina o la chilena. Pero ya no, lamentablemente, en manos de la ciudadanía uruguaya. No te salves No te quedes inmóvil al borde del camino no congeles el júbilo no quieras con desgano no te salves ahora ni nunca no te salves no te llenes de calma no reserves del mundo sólo un rincón tranquilo no dejes caer los párpados pesados como juicios no te quedes sin labios no te duermas sin sueño no te pienses sin sangre no te juzgues sin tiempo pero si pese a todo no puedes evitarlo y congelas el júbilo y quieres con desgano y te salvas ahora y te llenas de calma y reservas del mundo sólo un rincón tranquilo y dejas caer los párpados pesados como juicios y te secas sin labios y te duermes sin sueño y te piensas sin sangre y te juzgas sin tiempo y te quedas inmóvil al borde del camino y te salvas entonces no te quedes conmigo. Mario Benedetti 1920 -2009

5.10.09

Duerme Negrita

La primera vez que escuché Unicornio lo hice cabalgando en la voz oscura y densa de la Negra. Llegó a mi vida -y a la de millones- como una especie de canción imposible, amarrada a una voz imposible (Por cierto, todo era imposible en esa época, empezando por los amores). Mi primer Silvio y también el Pablo Milanés inicial, mi primer Caetano y Milton llegaron montados en ese caballo rebelde y noble que es la voz de la Negra. Su muerte es de esos sucesos que le ponen un antes y un después a la biografía de los otros. Que te explican, por si no lo entendiste, que el tiempo pasa a rabiar y que cambia, todo cambia. Algo parecido a lo que nos pasó hace muy poquito con la muerte de Benedetti. Leí en la Diaria que cada vez que la Negra tomaba prestada una canción, no se quería ir más de su lado. Las canciones se dejaban apropiar mansamente por ella, amaestradas por su dulzura, como si hubiesen sido compuestas para ella. Se que hay en el mundo por lo menos una persona que en estos días tiene guardada en la retina la imagen de una noche en el Opera. Escucharla, llevarla adentro y verla era parte del mismo ejercicio; no se trataba de un show musical, era una experiencia. La estoy viendo con aquel gesto roto y una mirada loca, por encima de nuestras cabezas, más allá de la gente y el teatro, como si viera fantasmas, qué se yo, la cana y el exilio, el desprecio amargo de muchos de sus contemporáneos, que habrá sido lo peor, pero no la mató, No quepo en su boca. Me trata de tragar pero se atora con un trébol de mi sien. Creo que está loca. Le doy de masticar una paloma Y la enveneno de mi bien. Me acuerdo de otro recital, en Obras creo, con el grupo Markama, al cual nunca más volví a escuchar. La Negra, de poncho rojo, cantaba inclinada sobre un mar de encendedores y fósforos, cantaba como si estuviera por ponerse de rodillas, con los ojos cerrados y la mano en el pecho: Quién dijo que todo está perdido Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando me fui y no antes, me enteré de algunas cosas que dicen de los argentinos. La mayoría son verdades o medias verdades y no son agradables al oído pero no es este el caso. Dicen que los argentinos somos un público especial, que vibra de manera diferente y da mucho de sí a sus artistas. Este amorío de ida y vuelta, esta crianza mutua entre artista y público es algo que respiré muchas veces con León, con Charly, con la Negra Sosa. Si tuviera que elegir un momento musical en toda mi vida, seguro sería alguno de los tantos junto a León Gieco. Tal vez, aquel recital en vivo con él y la Negra, abrazados debajo de las estrellas, frente a un nosotros compacto y fugaz, un público poseído de belleza y de nostalgia, pasandose a Carito de boca en boca, Mi suerte quiso estar partida Mitad verdad, mitad mentira Como esperanza de los pobres prometida. Con la Negra, un pueblo aprendió a cantar de nuevo. Aprendimos y le enseñamos a cantar a nuestros hijos. Yo con él. Pocas canciones me son tan insoportablmente conmovedoras como el Cuando ya me empiece a quedar solo de Charly en labios de la Negra. No puedo escucharla más. Allá lejos y hace tiempo, nos gustaba entonarla al final de la noche, cuando te tocaba la guitarra y no la podías devolver; cuando se acababa el vino y empezaba la ronda de mate de madrugada hurgando en la caja, la pizza fría. Tendré los ojos muy lejos Y un cigarrillo en la boca El pecho dentro de un hueco Y una gata medio loca. Otros fueron los que resistieron desde adentro y desde lejos con la lumbre encendida de su voz. Mi generación se prendió la palabra democracia al pecho, con el alfiler de su nombre y su regreso. Recién, en la cama y después del cuento, Tino me pide que le cante. De buena gana acepto siempre esa especie de radio viviente en la que me transforma todas las noches. Cantame Duerme Negrito, me dice. Le tomo la mano y le canto despacio, con intervalos hechos de susurros, tratando de rascar dentro de mí para encontrar la voz guardada de la Negra. La lámpara encendida, la casa silenciosa, la gata enroscada en nuestros pies. Mi país, velando, del otro lado del mar. Empecé cantando pero termino tarareando nomás, mis labios apenas vibran sobre la frente dormida de mi hijo, duerme, duerme Negrita.

15.9.09

Al borde de la primavera

Lo planeamos hace tiempo y al final se armó: fin de semana de escritura en Solís. No faltó ni una. Nueve musas. Nueve reinas. Ligeras de equipaje y consignas preestablecidas, asistimos al encuentro con papel y lápiz, (o laptop), una caja de buen vino y las ganas volver a enhebrar el hilo de la escritura. El sol acompañó, ensayando una primavera anticipada. Llegamos, nos acomodamos, algunas ya desde el viernes. El sábado, cada cual se había apropiado sigilosamente de su rincón. Un rato de esos, levanto la vista ensimismada de mi propia pantalla y las veo, esparcidas por la vegetación como enanos de jardín. Una, estirada en una lona entre el castaño y las azaleas, otra en la hamaca bajo la palmera riendo sola frente a la hoja de papel o dormitando encima del cuaderno en la terraza; cerca del naranjo, al rayo del sol, una en la reposera, mirando concentrada a un punto fijo más allá del cerco de jazmines. Hubo también, el par que prefirió antes que nada el amparo de la estufa a leña y el futón. Yo me quedé en el quincho, gentilmente oscuro para la pantalla y no tan a la intemperie. De a poco, fui vichando primero un par de capítulos, fotos, información y me pude ir reencontrando con el proyecto de la novela postergado, sin pena ni gloria, desde hacía más de dos meses. Cerca del mediodía y después de un par de horas intensas de concentración, me pasó algo raro. Estaba mirando unas fotos de wikipedia que guardé hace tiempo para trabajar un tramo de la historia y lo que vi me comprometió tanto emocionalmente, tanto me sumergí a bucear en el argumento, que empecé a sentir primero un mareo leve, después, mucho asco, y cuando me paré a buscar agua, ya era tarde y tuve que correr al baño a vomitar (¡!). Quienes me conocen desde la adolescencia, saben que –sin bulimia de por medio, al menos sin diagnóstico- yo solía ser una chica de arcada fácil. Nervios, ansiedad, parciales, amores rotos: yo bajaba la pelota vomitando. No es nada elegante ni glamoroso, ya sé, pero qué le voy a hacer, no lo puedo evitar. Por interpósita ayuda de mi analista, San Carlos V., dejé de expulsar mis problemas de un modo tan -por llamarlo de algún modo- naturalista. Hacía muchísimo tiempo que no me pasaba y jamás, que yo recuerde, me había pasado en maniobras (o descarrilamientos) con la escritura. El encuentro del fin de semana me sirvió, entre otras cosas, para darme cuenta que, a veces, los obstáculos de un proyecto literario pueden no ser de orden externo (falta de tiempo, mucho trabajo, poca intimidad) aunque a simple vista así parezca. Puede ser que ese estar trancado, en blanco venga más de cuestiones viscerales (y en mi caso no es metáfora!) del proyecto mismo, de la relación del autor con el proyecto. Siempre, de algún modo, nos escribimos o nos tachamos a nosotros mismos. Claro, se puede escribir más tangencialmente y no tocar fondo, mirar de reojo y no arrojarse vértigo del abismo. Tengo decenas de páginas muy bien escritas de ese modo. No es que sean una porquería, pero son letras muertas, inventos intelectuales (una porquería, sí). No me interesan. Es más, aunque nunca había encarado un proyecto de tan largo aliento y esta novela me está costando mucho más sudor del que imaginaba (los vanidosos y autosuficientes caemos de más alto) cuando me toque el glorioso momento de corregir todo el mamotreto, sospecho que estos lindos textos bien escritos, serán puestos de nuevo en el asador o irán a parar a la papelera de reciclaje. (Por ahora me dan un poco de pena y ahí quedan, como muestra de que el infierno (literario) también está empedrado de buenas intenciones). En fin, todo esto tan importante gracias a que me di (nos dimos) el permiso de dedicarle a la escritura tanto tiempo como a las otras cosas importantes de la vida: la familia, el amor, el trabajo. Bien a tono con la época del año, el equinoccio de primavera, momento en el cual la noche se iguala al día, para luego ir retrocediendo ante la temporada más fértil del año. Restaría decir, para terminar esta breve crónica, que quedaron defraudados aquellos (compañeros y amigos, varones, casualmente) que manifestaron sus dudas acerca de si la célebre locuacidad y espíritu fiestero del grupo B&T sería más tentadora que la introspección creativa y el aparente silencio de la letra. Pues, no. Tal como cuento aquí, hubo recreos ruidosos y corrieron las botellas de Alamos malbec junto al fuego la noche del sábado; pero el resto del tiempo fue pura maravilla creativa (y alguna siesta larga). Habrá que mejorar, para la próxima, la capacidad de compartir y leer lo escrito bajo la sombra de los eucaliptus, pero podemos festejar un muy buen primer tramo de la experiencia que nos habíamos propuesto. Próxima estación: equinoccio de otoño.

11.8.09

Ausencia

No hubo ni un solo día sin su nombre en estos años de olvido. Lo que alguna vez fue su abstracción, se fue convirtiendo en una ausencia maciza, cotidiana, parlante. Me habla desde un hueco ciego, como un ventrílocuo, y me dice qué hacer, cómo multiplicarme en la vida sin su mirada-espejo. De pronto me sorprendo preguntándome qué pensaría de tal o cual cosa, qué diría en equis situación, la cara que pondría si, el gesto, si no. Y lo veo, clarito, pasando por detrás de mi frente como una película. Sin embargo, su presencia no es. Es su fantasma el que me mueve a control remoto. Ni siquiera es el que es hoy (ignoro por completo su paradero, señas particulares o aficiones) ni el que fue ayer, que es historia. Lo se. Es inverosímil. Cómico. Inevitable. No lo amo ni volveré a amarlo. Pero cada día de mi vida, esa ausencia que lleva su nombre, se despierta conmigo y se enciende aquí, en el plexo solar, como un apéndice, un tumor. Como una antena.

7.8.09

Cinco años

Cinco años atrás, a esta misma hora la vida me llevaba meta y salga de la bañera. Si lo pienso, me parece oler el romero sobre el vapor del agua caliente; después, me duermo y me despiertan de pronto las contracciones, no muy dolorosas ni alarmantes, pero bien molestas (el dolor todavía no es suficiente para suponer que ESAS son las verdaderas contracciones, las famosas, las intransmitibles. Aquellas, las primeras, son "otra cosa, algo previo"). Enseguida, como buena alumna, voy a buscar reloj, anotador y lápiz. Naaa, falta. Los retortijones infames vienen una vez por hora, y cuando retroceden, abandonarme a la modorra es agradable. Como ahora, dejan de importarme los tiempos verbales: pasado, presente; todo es futuro, por venir. Dejo de anotar. Leer un rato. El Palacio de la Luna, me acuerdo bien. Sueeeño. Dolor. Sueeño. Dolor. A eso de las 3 am., sacudo a R. del hombro porque la masacre en la tripa, sumada a los ronquidos –los estoy escuchando ahora mismo y no es un deja vu- es tortura lisa y llana. Entre las 3 am. y las 6 me siento en el living con un reloj a tomarme el tiempo. Ahh, si hubiera existido el sms, sé de un par de amigas a las que no hubiese dejado dormir.
Todavía es de noche pero una resolana asoma por encima de los techos. Ya no me es posible dormir entre un amasijo y el otro. A las 6.30 despierto a R. y le pido que llamemos a la partera o al médico o al hombre araña. En algún momento alguien llama a Sarita, la partera, y ella resuelve que nos vemos en la clínica a las 8. Una dulce, Sarita, eso pienso yo, parada en ese lugar intermedio del umbral del dolor, sin entrar todavía. A las 7, R. llama a un taxi urgente y le pide por favor a la operadora que mande a una mujer “porque son más precavidas al manejar”. Cuando me entero del pedido, me pongo a llorar -literalmente- de solo pensar cuánto se podría tardar en encontrar a una mujer taxista en Buenos Aires y a esa hora. Ya me veía yo, pariendo en el paliere. Igual, no culpo a R.; era una mañana extravagante. Y estaba recién despierto. Y yo hice cosas peores ese día. Bolsito, listo. A las 7 y media de la mañana, nos subimos al taxi –no se si es varón o mujer; creo que varón-; estoy enferma de dolor. A partir de ahí, los recuerdos son claros, indelebles, pero muy fragmentados. Como un cristal roto en mil pedazos; cada uno refleja una parte de la historia. Ha llovido o hay humedad en la avenida Santa Fe. La fresca, como le dicen. Las llantas silban al frenar. La calle parece lustrada. Un sol rojo sobre el asfalto brillante. Recuerdo que pensé: voy a recordar esto. Llegamos enseguida, pero a mí me parece una eternidad. Hace frío, creo, pero si fuera por mí me desnudo ahí mismo en la puerta de la Suizo Argentina. Me incendio. R. me ayuda a bajar del taxi y me deja -no más de 10 segundos- sola, parada, abrazada, amarrada a una columna, para ir a buscar una silla de ruedas. Lo odio por dejarme sola. Lo odio por no dejarme sola. Lo odio por la silla de ruedas y por ofrecerme el brazo. No es en el segundo piso. Y eso que pregunté como tres veces la semana anterior. Otra vez al ascensor, al quinto. Ocho de la mañana en punto; soy un desastre, tengo los pelos parados, huelo a adobo de romero, me agarro la panza y grito, me lamento, por el pasillo; nada me avergüenza, no tengo pudor, soy impune. No puedo precisar el lugar del dolor. Soy el dolor. Sarita la partera, aparece. Pantalón negro, pelo largo y negro y lacio, uñas pintadas, maquillaje. Parece una modelo madura y yo una fiera suelta, rabiosa, desgreñada. Sarita hace un gesto como de que estoy exagerando. Cuando lo percibo, siento instintos asesinos. Me llevan a una salita. Salita, Sarita. Está Enrique. El Doc. Era el ginecólogo pero se transformó en obstetra. El hombre con las manos más grandes que he visto (y no sólo he visto). Todos parecen saber lo que hacen. Es el momento más descontrolado de mi vida. No tengo timón. Me muero de dolor. No puedo pensar. Todo lo que leí en esos libros editados en España, el parto sin miedo, el contacto con el centro y la respiración, el contro. Qué control ni control, pindonga control. Por nada del mundo, quiero estar dormida. Lo digo. "No quiero que me duerman y no quiero que me duela!". Me incorporo al grito de "Peridural!". Nadie me contesta. Se que estoy algo paranoica. Ni modo. En la camilla. Me siento atada. Estoy atada? Camisas verdes. Barbijos. Ojitos que van y vienen. Gran reloj frente a mí. Las 9. El que entra ahora, con gorrita verde y camisón, me parece conocido: es mi esposo. Me toma la mano, la amasa, le pego y me desligo de ella. La vuelvo a agarrar, la estrujo. Pido, exijo, !peridural!. Tengo que sentarme en una posición rara para que me la den. Una posición que no me sale. Me recuesto, el dolor cede, cede, cede. Alguien me dice: Pujá! Madre, pujá! (Esa soy yo? Madre, mirá vos, es la primera vez que respondo al título.) Hago fuerza y vuelve a doler como el carajo. Qué hice para merecer esto? Saco el pujo y parece que no alcanza. No lo voy a lograr. Grito. Sarita me dice, no grites así, mujer! Se sube a la camilla en cuatro patas, me aplasta la panza, me em-puja. No me gusta, no me gusta nada. Cómo me va a aplastar la panza? Me pellizca la pierna sobre la baranda de metal. Le pego en un brazo. No me la devuelve -faltaba más- pero me agarra las muñecas. La detesto. Podría matar a esa burra en este intstante sin ningún remordimiento. Debajo del pantalón verde hospital, le veo los tacos aguja. Demonio. Siento como si cortaran una telita gruesa de jean. Criiic. Escucho, Sale! Sale! Y un Ploop. Y ya no duele más. De pronto, se acaba, ni rastro del dolor. Qué curioso. Estoy medio mareada, entontecida, borracha. Y entonces lo veo, el cuerpito de sapo azul, dulce y baboso, alguien lo pone en mi panza y trepa por mi vientre; es un camaleón escalando hacia las tetas que caen a los dos lados como grandes banderas sin viento. Le alcanzo una. Puñito y trompa que prueba, abre grande. Yo no sé cómo se hace, pero él mama con la destreza del que ha hecho lo mismo siempre; perito en teta, maestro. Ya no soy el dolor, lo sé: desde este instante soy la leche. Casquete de pelo miserable con islas peladas. Olor a sangre y fluido. El padre nos abraza y llora y besa. Ahora lo puedo ver. El hijo, resbaloso y gris, ajeno a todo lo que no sea teta. No ama, mama. Y así fue. Podría contarlo de cien maneras distintas. Es un recuerdo con capas y capas. Esta es una. Hoy, hace cinco años. Mi Valentín.

4.6.09

Digresiones al mamotreto

Mi “monstruo del ropero” no es la página en blanco sino todo lo cotidiano y trivial que en ella podría escribir y por vanidad, pereza o invalidez anímica, no escribo. Pero eso, además de los dos o tres libros, en la mesa de luz está la que llamo la libreta del momento en donde van a parar las cosas que escribo cuando no escribo. Sobre ella hay un librito verde de hojas pardas con una lapicera atada al lomo para que no se escape. Es el cuaderno de sueños. La costumbre de llevar un diario onírico se la debo -entre tanto que ya le debo- a la gran maestra y amiga Gabriela Onetto. Cuando lo sugirió, hace años, rechacé la idea casi con una burla porque “no es para mí, yo jamás me acuerdo de los sueños”. Sin embargo me equivoqué desde el primer intento. De pronto, algo hizo clic. Con el cuaderno al lado, empecé a recordar mis sueños detalladamente y me sorprendí a mí misma anotando historias sicodélicas, con olores, sonido y en colores. Tampoco era del todo cierta mi afirmación sobre eso de no recordar nunca los sueños. Había olvidado que, años atrás, después de haber tenido el peor trancazo literario de mi vida –que duró años-, empecé a hacer unos ejercicios matinales de escritura a partir de la orientación de Julia Cameron en “El camino del artista”, libro que en su momento me recomendó efusivamente mi querido Eleuterio. El libro parece insustancial, bobo y conductista, pero no lo es (Bueno, en realidad, sí es un poco conductista, pero funcionó conmigo, que estaba moribunda, en términos de impulso creativo). Para decirlo sencillamente, Cameron propone escribir durante doce semanas, tres páginas diarias (ni una más ni una menos) “en automático”, e incluye una consigna semanal de reflexión sobre el proceso creativo o la indagación personal y biográfica del sujeto. En aquel entonces yo estaba tan seca por dentro y alejada de mi voz que encarar esas tres páginas en blanco antes de despertarme del todo, calentar el agua del mate o lavarme los dientes me costaba sangre y sudor. Cuando agoté todos los recuerdos y las descripciones, después de llenar páginas enteras con un “no se me ocurre nada, no se me ocurre nada”, fue que empecé a anotar algunos sueños. De hecho, durante esas sinuosas semanas transitando el “camino del artista” (no llegué a la número doce) es cuando empecé a buscar información en la web y “accidentalmente” descubrí a Levrero y a su corte feérica, con lo cual volví a ser yo misma, y en eso estamos. Pero, volviendo, en realidad, es desde el diario onírico “oficial” sugerido por la Onetto que convivo familiarmente con el gusano nocturno de mi inconciente. A veces, me perfora con las mismas obsesiones y otras se descuelga con imágenes sorprendentes que jamás se le ocurrirían al aburridísimo superyó con el que me ha tocado cargar. Durante los primeros tiempos de cacería de sueños yo estaba tan entusiasmada que anotaba cada miserable cosa, cada pequeña imagen o hilacha de recuerdo que la vigilia me permitía atrapar. Después fui cultivando el hábito de separar los sueños merecedores de salir a flote de las remakes, por llamarlas de alguna manera. En general, trato de anotarlos en el momento porque varias veces, al despertar en medio la noche con un sueño vívido, juré que jamás podría olvidarlo y seguí durmiendo. Pero como siempre, en contacto con el mundo conciente, la arena onírica se escurre entre los dedos de Orfeo. La mayoría de las veces, para no molestar a mi compañero con la luz de la lámpara, el ruido del papel y el ras-ras del lápiz, manoteo el cuadernito y me voy a escribir al baño. Escribo sentada en la tapa del inodoro con los ojos semicerrados para no despertarme del todo (Porque bucear en el inconciente, fantástico, pero no a costa de abrirle la jaula a la temible fiera del insomnio. Ya volveré a ser insomne y disfrutarlo como antes: cuando sea una anciana y no me haga falta despertarme tan temprano, vestir a un niño que se mueve como un pulpo vivo y preparar la vianda y dos mochilas). Bajando de las ramas, dos cosas más sobre el asunto de anotar los sueños. Hace un par de meses me puse a leer el cuaderno verde: ¡Recuerdo muy poco de lo que está escrito! Hay sueños cortos y largos, párrafos prolijos y otros que casi no se entienden (deben ser los que escribí medio dormida); hay dibujos y varias notas marginales. Hay muchos sueños recurrentes con animales salvajes que me atacan (varios tigres, dos serpientes, un oso polar -debe ser que voy por la segunda temporada de Lost- y un perro negro que entra en mi mundo onírico como Pancho por su casa) o peor, las fieras atacan a alguien que quiero. De estos, casi no tengo registro conciente, como si fueran sueños de otro. Hay historias de “perderse” encuentros con vivos y muertos o con gente que conozco y no veo hace tiempo. Hay sueños que sin duda alguna son encuentros con personas que ya no están y son maravillosos. Tengo varios sueños con mi hijo, algunos son terroríficos y verlos por escrito me ha puesto los pelos de punta. Pero hay algunos sueños -o a veces solo imágenes- que se dejan ver, pero no directamente, como esos libros de ilustraciones en 3D que aparecen después de quedarte bizco con los ojos llorosos frente a una página hecha de arabescos de colores. Regresar a esta clase de sueños me hace sentir extraña, como si entrara en terreno prohibido; como si pasara por un complejo deja vú. Al recorrerlos con la lectura tengo la sensación de que hay algo más, que son una llave a otra dimensión, son una pista, un llamado. No estoy hablando de nada sobrenatural, por si existiera alguna duda. Y tampoco lo digo –aunque es verdad- porque esta última clase de sueños hechos de recortes, pedacitos y repeticiones son una ofrenda de lujo para el altar del analista. Son sueños misteriosos, oscuros, incómodos. Están ahí, disponibles como la punta de un ovillo para un gato. Dicen quienes lo conocieron, que Mario Levrero afirmaba que se puede escribir una novela entera detrás de una imagen onírica suficientemente inquietante. Incluso creo que alguna de las tres novelas de la trilogía involuntaria fue escrita a partir de un disparador onírico. Probablemente, El Lugar. Hace unos meses, también, tuve el placer de leer una maravillosa antología inédita de relatos tejidos a partir de los sueños de su autora. No es casual –pero tampoco deliberado- que los pocos miserables posts de este blog en los últimos meses huelan todos, a cosa onírica. Muchos sueños y algunas notas sueltas, casi siempre mentando el rastro de un sueño mal escondido; es lo único que escribí a diario durante estos meses “que no escribo”. De nuevo, le debo a la tenacidad del inconciente el retorno a la escritura festiva y placentera. Parece que hace bien soñar para estar despierta. Que sean estas líneas una forma de volver a decirle buen día al blog abandonado y el relatito que sigue -fruto de un sueño que, curiosamente, me aterrorizó- un primer intento de espabilarme.

3.6.09

Gato encerrado

Subo al taxi antes de que caigan las primeras gotas. El agua se huele en el aire. Llevo a Menta en la falda, sin aparejos ni correa. La gata está nerviosa, odia viajar en auto. Silban las llantas al frenar en la esquina del semáforo; hay un silencio lleno de sonidos de la calle. Las gotas explotan como bombas descomunales sobre la mugre del cristal delantero. Rojo, amarillo. Las luces del semáforo se desdibujan detrás de la lluvia. Verde. El viejo motor regresa a su ronroneo desparejo sobre el empedrado. La gata sigue confundida, la acaricio pero se arrastra sobre mis piernas y me clava las uñas. Cuando desprendo suavemente una garra, ella hunde la otra en mi piel y avanza aterrorizada por mi brazo derecho, sube por el antebrazo, la nuca. La tomo de las ancas en un movimiento forzado; quedo estancada en una posición ridícula. La gata se estira olfateando el aire húmedo con desesperación. Recién ahí reparo en la ventanilla, que está abierta hasta la mitad. Menta podría intentar escaparse. No llego a la manija y quiero pedir ayuda, pero es inútil: el chofer está del todo ausente del dilema. Entonces me agacho un poco y suelto la mano derecha para alcanzar la perilla pero, aunque quiero, no llego y en ese momento Menta salta por la ventana. En un rápido movimiento, llego a atraparla de nuevo pero ella, no sé cómo, ya se ha prendido de la cerca de madera blanca de una casa. Mis manos forman un cinto apretado por encima de sus patas traseras. De pronto, toda la escena tarda en suceder. El auto marcha en cámara lenta. La lluvia cae en forma de inmensas gotas que se demoran en la atmósfera. Y la gata se estira, se estira como un chicle. Sé que si la suelto correrá aterrorizada y no volveré a verla. Pero si no desprende las uñas del cerco o si yo no la dejo ir, se va a desarticular hasta partirse en dos. No se queja ni chilla, aunque su cuerpo es un fuelle que se alarga más y más. Me desespera saber que sufre, pero no la quiero soltar todavía. Me niego a perder su ternura, su presencia silenciosa, su amor gratuito y salvaje. El cuerpito de Menta es muy delgado como una bufanda tupida. De todas maneras la voy a perder, pienso. Pero no aflojo, sigo jugando con el tiempo que es tan lento y todavía me doy unos segundos más. Cede ella o suelto yo? Creo que puedo ganar pero sé que es a riesgo de su vida. Siento crujir las frágiles articulaciones, es casi imposible resistir más y estoy por dejarla ir cuando, de pronto, libera una pata. Y después la otra. Las cosas vuelven a su velocidad habitual. Otra vez la gata Menta está sentada en mi falda. Pero ya no se aferra ni parece asustada; está agotada, deshecha, respira con dificultad, pero está conmigo. Eso es lo único que importa, me escucho decir en voz alta, justo cuando el auto dobla en nuestra calle y empiezo a sentirme a salvo.

2.6.09

Camino al andar

He aquí un párrafo bastante claro acerca de la clase de propuesa con la que me encontré hace años a través de J. Cameron y su libro, (efusivamente recomendado por mi amigo F) el cual, por cierto, no está destinado solo a escritores sino a todo aquel que necesite crear para sentirse bien: "No pienses en hacer “lo que deberías” hacer. Trata de hacer lo que te atrae; piensa en el misterio y no en la maestría. Aunque hayas hecho una obra de arte realmente espantosa, puede tratarse de un eslabón necesario hacia tu próximo trabajo. Demos lugar al artista juvenil para que intente, se equivoque y vuelva a intentar. Recordemos que en la naturaleza toda pérdida tiene un significado. Lo mismo para nosotros. Bien usado, un fracaso puede ser el abono que nutra en éxito de la siguiente estación creativa. La maduración y la cosecha son procesos a largo plazo y no una receta rápida. La creatividad nunca ha sido sensata. ¿Por qué habría de serlo? ¿Por qué tú deberías ser sensato? 
A lo largo del tiempo, lo que un artista necesita es entusiasmo, no disciplina. La ansiedad es un combustible: podemos usarla para escribir, para pintar, para trabajar con ella. Como artista mi autoestima proviene de realizar mi trabajo. No necesito ser rica pero necesito mucho aliento. No puedo permitir que mi vida intelectual o emocional se estanquen, o mi trabajo sufrirá. Mi vida y mi temperamento sufrirán: si no puedo crear me pongo de mal humor. Una cólera verdadera brota cuando sentimos que parientes o amigos bien intencionados interfieren en un nivel que impide la continuación de nuestro arte: reaccionamos como si se tratara de un asunto de vida o muerte y en verdad lo es. El arte es una acción del alma y no del intelecto. El proceso de creación es un proceso de entrega y no de control". El Camino del Artista Julia Cameron (1992) (Ed. Troquel)

30.1.09

Relatillos (f)estivales

“Eran dos alpinos que venían de la guerra...” De pronto, desde donde estaba, arrumbada en la hamaca, los ví llegar. Entraron por la tranca que da al bosque sin aplaudir ni dar aviso alguno. El más alto se quitó la mochila forzando hacia atrás lo hombros y la dejó caer junto al parrillero. La mole verde-gris quedó tendida sobre la pared como una pieza de caza, una gran vizcacha o un jabalí, con el cuero agujereado por los perdigones. Después se sentó en el banco de cemento y se quitó el sombrero y la chaqueta. Morocho, forzudo, barrigón. Llevaba en el rostro un agobio centenario. El otro, el menor o el más bajito, desapareció enseguida adentro de la casa. Tenía el pelo rubio y corto y se movía ligero, con confianza. Supe que buscaba algo fresco –me dije, con este calor, qué más- en la heladera, por el breve resplandor en la cocina y el ruido de sopapa de la puerta al cerrarse. Hubiera sido amable de mi parte dejar el libro, salir de mi lugar en la hamaca bajo los árboles, ponerme de pie para darles la bienvenida; al fin y al cabo son sobrevivientes de un conflicto armado, defensores de civiles inanimados, valientes que llegan a mi casa en busca de un poco de sosiego, algo de comida, ropa limpia, charla; qué se yo qué buscan hombres como esos en una casa de familia en enero. De pronto, escuché que alguien, a lo lejos, corregía justiciero: “eran tres los alpinos, no dos!”. Me dije entonces que, antes de abandonar la siesta, más vale esperar a que los cantautores de las nuevas generaciones se pongan de acuerdo en el reparto de las viejas canciones.

Tres lagartos overos recorren la siesta de tarde. Uno grande, uno mediano y el más chico, de más o menos el doble de largo que una lagartija. Al principio los alimentábamos con huevos. Era una diversión para todos. Aparecía un lagarto y alguien corría enseguida a buscar un huevo a la cocina. Es así: el huevo se hace rodar sobre el pasto suavemente y el lagarto, que suele arrastrarse lento como si tuviera un sueño tremendo, se abalanza sobre el bocado con insólita velocidad y lo atrapa delicadamente ladeando apenas la cabeza. Luego eleva las patas del suelo y camina ya no reptando sino trotando en sus cuatro patas, tal como un potro o un perro hacia un lugar en el que pueda comerse el huevo con más privacidad, detrás del cerco o bajo las matas de los helechos. He ahí el show del verano. Lo de darles la carne del asado vino después. Lo hacíamos todos y aplaudíamos la gracia del correteo final que se iba volviendo mucho más ansioso y agresivo como si la carne los exitara especialmente. Los restos: un pedacito de chorizo, la morcilla dulce, que siempre queda porque a nadie le gusta; la orilla fría y quemada de la carne. Los lagartos empezaron a venir todos los mediodías, sin falta. Y como no siempre había carne, se quedaban merodeando la casa desde cierta distancia, midiendo nuestros movimientos con sus ojos helados. De a poco -pero no sé por qué me parece que fue de un día para otro- empezaron a familiarizarse más. Y como pasa siempre con las personas que tenemos muy cerca, no nos damos cuenta cuando cambian. Nosotros no registramos lo mucho que estaban empezando a crecer. Aceptaban de todo, fiambre, manzana, duraznos enteros; el melón nunca les gustó. A veces entraban en la casa, de incógnito, a comerse la ración de la gata. Hasta que un día la gata desapareció. Tan fiel que era, y se fue por ahí, pensamos. Nadie se dió cuenta del aumento de tamaño. Alguien decía, mirá esa sombra en el frente, y era un lagarto que venía, tapando el sol con la cola. Uno estaba jugando un solitario o haciendo un crucigrama a mediamañana y sentía una presencia fría y muda en la espalda: un lagarto. Ya no les alcanzaba con un huevo. Les dábamos, sí, pero ni siquiera se los llevaban como antes; lo comían en el lugar, sin pudor, como un aperitivo, una aceituna, y te observaban después con esa mirada soberana que tienen los seres prehistóricos. Se fue poniendo bravo. Pensamos en huir pero nos dió no sé qué abandonar la búsqueda de la Nona tan rápido. Ella solía quedar solita a mediatarde, dormitando en la reposera bajo los eucaliptos. La revista doblada en la falda, los pies colgando, chuequitos; es que de vieja se fue achicando y cualquier asiento le quedaba holgado. Una tarde nos despertamos y no estaba más. La buscamos por todo el balneario y nada. La Nona, con esa piel finita y transparente y los huesitos delgados casi sin carne. Nadie la vió salir ni llegar a ninguna parte. Se había vuelto diminuta y vulnerable. “Para el lagarto grande la Nona debe tener el tamaño de un canapé”, dijo papá a los dos días de búsqueda y poniendo volumen al pensamiento de todos. El día en que nos fuimos, el bicho nos observaba inmóvil desde el límite del terreno. Los ojos entreabiertos; la panza asomando gorda, blanda y blanca sobre el pasto. Así lo vimos por última vez ya sentados en el auto encendido, los cuatro en silencio con la mirada colgada como en un velorio. No nos animamos a acercarnos. Le echamos candado a la casa y volvimos a la ciudad. … Era como un animal grande y viejo que intentaba salir de su letargo. Sus dedos crepitaron al moverse pegajosos de esa sustancia gomosa y volátil que él antes sabía sacarse tan fácil como un guante de plástico. Había pensado que la lluvia sería propicia. Pero no había caso, ya no podía escribir. No le salían las palabras o lo que era más triste, morían antes de llegar a la punta de sus dedos. El viento en los eucaliptos dejaba entrever el final de la tormenta. Los grillos regresaban afónicos a su murga nocturna. Nuevos mosquitos nacían en los charcos. La casa en calma, que solía ser una incitación al murmullo de su imaginación era la sorda tumba de todas las palabras. Durante un largo rato, se obligó a volver sobre el teclado, una y otra vez. Avanzaba sobre una frase, cuesta arriba y la enganchaba a otra como esos forzudos que prueban unir dos vagones de tren. Un sudor frío recorrió las nervaduras de sus dedos; un calambre le recorrió el cuerpo desde el meñique al último cabello. Ni modo; no le dió más vueltas al asunto. Dejó el párrafo tal como estaba, con la página en blanco como una alfombra tendida bajo la última letra. La noche se ahogaba en el último trago de whisky. Y fue el sueño quién finalmente contó la historia.

9.11.08

El juego de las confesiones

He sido elegida para contar siete cosas sobre mí misma y pasar la posta a otros. Las reglas del juego son las siguientes: - Hay que decir quién te pasó semejante fardo (mi amigo Eleuterio desde su blog http://deseosayunos.blogspot.com/) - Hay que escribir siete cosas sobre uno (es lo que suelo hacer todo el tiempo, pero bue). - Hay que encomendar a otros siete hacer lo mismo. - Hay que avisar a los elegidos a través de un comentario en sus blogs. - Si no se tienen siete amigos con blog, encomendar la tarea a siete desconocidos. Aquí van mis siete confesiones: 1. Recién alrededor de los 40 años, casi 28 después de empezar con el asunto (Ayer escuché la frase en el almacén! Todavía se usa!), aprendí que las hormonas me trastornan de un modo espeluznante durante los períodos menstruales. Más o menos me pasa como al Dr. Jekyll con Mr. Hyde; comprendo que algunos quieran encerrarme, por eso yo misma me retiro todo lo que puedo en los días fatales, así no tengo que pedir tantas disculpas. Todavía me asombra lo mal y poco que las mujeres hemos sido educadas en el conocimiento del propio cuerpo: lo de las hormonas estaba escrito en el aire todo el tiempo, y parece que yo no me enteraba. 2. Me gusta ABBA y disfruto bailando Dancing Queen o Mamma Mía con mi hijo de cuatro años en el living o la cocina, como dos desaforados salidos de un manicomio. En el mismo orden, escucho a Fredy Mercury y canto sus canciones a todo dar en el auto. Me importa un pito que me miren los demás en los semáforos de la rambla. 3. Eso sí, yo no tengo erecciones con ninguna música en particular; no tengo erecciones en absoluto, en realidad. 4. Tengo verdadera experiencia con cuchillos grandes. Sé descajetar un pollo con la precisión de un asesino serial, puedo vérmelas con un cordero (muerto) y no pestañeo a la hora de decapitar a un cochinillo. Hay, al menos, una veintena de fotos para atestiguarlo, imágenes de mí misma en acción que harían vomitar a los vegetarianos. (Lo de las patas de gallina, un poroto!) 5. Si no escribo regularmente me siento deprimida y veo el mundo solamente del lado malo. La escritura para mí es una droga y el síndrome de abstinencia –provocado por el trajín cotidiano, el trabajo, la rutina- es intolerable. 6. Mi otra gran adicción en la vida es cocinar. No es que lo haga muy bien pero cuando cocino me relajo y vuelo de tal modo que me olvido de que, al fin y al cabo, todo se trata de alimentarse. Me gusta cocinar para mis amigos, es mi modo de hacerles una caricia en el alma y dar mi afecto, como quien regala flores o envuelve un paquete en papel de seda. Mi amor le llega a mis amados por el tubo digestivo. 7. Me daría mucho corte y más clase decir que es el queso francés, o la comida india, o las delicias de oriente; sin embargo prefiero entre todas las comidas las milanesas con puré, y entre todas las bebidas, el vino tinto. Un buen cabernet o un malbec argentino bien criado me hacen feliz y me devuelven la fe en la humanidad a partir de la segunda copa. Como última confesión: he tenido, hay que decirlo, noches de fe desmesurada. Espero que les haya gustado esta pequeña colección de confesiones. Le paso la posta a las amigas bloguernautas (a pesar de las reglas del juego, no son siete y eso de los desconocidos no es para mí) y que tomen la posta si les parece divertido, y si no, la dejan pasar y a otra cosa. http://www.adioslevrero.blogspot.com/ http://ula-di-miro.blogspot.com/ http://ahappydisease.blogspot.com/ http://www.solec.blogspot.com/