13.8.11

Lo que pegué en el Feisbuc y decenas de lerdos que no lo leyeron ahora me piden explicaciones y hacen tremendas escenas por mail, skype y sms

(3/8/2011)
En unas horas cruzo el charco -que por suerte no es la Estigia sino el Plata-, esa costura marrón que hace de nosotros los retazos de un mismo abrigo. 

Corro a besar su otra mejilla, uno de mis dos amores fatales, mi Buenos Aires querida.
Cuando vuelva, algunas cuestiones palaciegas y otras muy de pueblo, me van a complicar el seguir manteniendo abierta la pestaña del Feisbuc. Y sí, a veces hay que poner a dormir ciertas cosas para despertar otras.
En esta, mi pequeña porción de la red casi no hay amigos a los que no haya visto con mis propios ojos y tocado con mis propias manos.  Es cierto que, en muchos casos, eso fue del otro lado del mundo o hace un cuarto de siglo. Pero tratándose de redes sociales el tiempo y el espacio –esos que antes fueron inamovibles tiranos- son apenas las hilachas sueltas del destino.
Porque somos pocos y nos conocemos, les debo estas líneas a modo de 
hasta pronto, miren que no me morí, volveré y seré millones, o al menos cien, la cuestión es sumar.
Gracias por compartir este espacio. Gracias por hacerme pensar, reír y llorar. Los vínculos que aquí creamos son reales; lo que no existe es la histeria de quitarle el cuerpo y el alma a la vida.
No dejen que los muros se queden sin canciones. No dejen que dejen de hacerse preguntas. (Si tienen ganas de compartirlas, que sea vía mail, a la antigua.  Abrazos, palabras y otras materias primas de la felicidad se reciben por la misma ventanilla).
Recuerden regar las flores que a veces insisten en brotar entre las grietas de los muros.  No se amarguen ni se empeñen en borrar los grafitis que no vale la pena siquiera mirar. Sigamos volando bajo. Así tendremos más chances de descubrir en el barro las piedras preciosas que la vida nos regala. No aceptemos imitaciones por más brillantes que parezcan. Que cada uno se apure a compartir su porción de maravilla.
Nos vemos en alguna esquina de Montevideo o Buenos Aires, en algún bar, vino de por medio o a la intemperie, con un mate; con lluvia o con sol. A no olvidar que la única existencia que vale la pena es la que se vive con los cincos sentidos. Como me enseñaron a decir hace poco (al fin y al cabo todo se trata de eso, de aprender): Namasté.


Les dejo la más linda canción de estos meses.





PS: ¿Lo que de veras me provoca síndrome de abstinencia?: Compartir con otros el asombro por la música.

9.8.11

Puta ciudad

Sé que en unos días voy a volver a extrañarla. Con el pasar de las semanas la falta de Buenos Aires se siente acá, como un hueco de languidez que no se llena con ningún otro alimento.   
No hablo de la que se muestra evidente a los ojos de pincel de los turistas. Ni a la de los uruguayos, que no son turistas en absoluto, pero que evitan los bordes y se obstinan en ver solo el centro. 
Ni hablo de esa otra que miran sin ver los que andan como sonámbulos en una cinta transportadora programada siempre en el mismo carrusel.
Yo extraño a la ciudad que miro con los ojos del barrio; Agronomía con mirada verde de gansos, de alfalfa y de ovejas, de moras blancas, de trencito y lechuga, de un árbol marcado con iniciales secretas.
La Buenos Aires que extraño es la de la china Lili que toma mate  lavado en vasito de loza, todo el día detrás de la caja registradora, puteando en cantonés a los repartidores de Sancor mientras se quita de la frente un jirón de pelo negro lustrado antes de sonreir y cobrar. 

Es la que queda eternizada en el instante mismo de iniciar la conversación interminable del taxista que me dijo que a Tolkien lo inventó George Lucas; la del mozo demente que entre dientes perjuró que es injusto que Borges haya muerto y entendí qué quiso decir; la del puto que me aseguró que por más que quiera esta ciudad de porquería no te va a soltar de sus garras porque de acá nadie se va nunca.
Es la esquina de Flora a la intemperie, caserita de cilantro y hierbabuena que segó los amores tempranos en Oruro y los volvió a sembrar en Villa Pueyrredón. Es la carnicería de Orestes, orgulloso de un bife de chorizo endemoniado y sangrante que arroja como su corazón en la balanza. Son las empanadas de carne picante cortada a cuchillo de la salteña que logran la hazaña de un minuto de silencio en la ronda de amigos y de Quilmes.
Es el acento decadente y anarquista de un gallego, la cantinela de un tano, que te explican que allá es mejor pero que no volverían ni a ganchos.  

Es poder nombrar las avenidas por sus nombres viejos y no saber que eso es un poder. Es el olor sin humo de los atardeceres de invierno. Son los colores que se usan opuestos y superpuestos como banderas del desparpajo. Es la pareja joven de coreanos con piercing que se detiene a besarse en cada umbral de Palermo. Es el ruso que toca el violín con los ojos cerrados en Corrientes y Rodriguez Peña. Es el Seddon, espejo del Bacacay. Es el mismo Bonafide, pero es otro.
No puedo sentir orgullo de Buenos Aires; no entiendo cómo hay quien puede. Yo la necesito febrilmente, con la terquedad y la ceguera con la que uno se apega a un amor inconveniente, como una piel necesita a otra piel y no sabe por qué, como una medicina.

Buenos Aires está hecha de las confesiones de mi madre, las mismas de siempre y siempre nuevas con dos copas de más; es mi viejo que agradece los tangos en el pendrive para el auto y la bondad de mi hermana que gotea como una canilla regando mi tierra reseca de inocencia. 
Es Amelia que me apunta con el bastón y me recuerda que fue ella quien me dió la primer mamadera; la Nona que asegura que vivió ahí toda la vida; el hombre con babero que pasa por la vereda en su triciclo, eterno niño con un hilo de saliva en las comisuras y la vista perdida, igual que hace veinte años.
Buenos Aires es la ruidosa iglesia que ahora desatanudos pero que antes enmudecía como el buen José en las tardes desiertas de Cristo yacente y Virgen del Carmen.
Es la presencia hechicera de los gatos, esos otros santos que van quedando y que saben que no aprendí a callar ni a mentir ni a pedir perdón, a pesar de todas las copas del mundo.
Es la gente que no veo pero que está suspendida, accesible e inalcanzable, como toda la felicidad que tenemos al alcance de la mano. El amigo de siempre que sonríe piadoso y burlón cuando me escucha decirle el mar; la gente que me insiste no te vayas, por joder y por amor.


Buenos Aires es la inconcebible valentía de buscar Libertador a medianoche cruzando los bosques de Palermo con el paso apretado y las manos en los bolsillos. La Fura en las tripas saciadas de romanos y godos en digestión ("Después de cada tragedia, la gente sigue comiendo"). Solo el viento amenaza en el follaje. Detrás y adelante, las sombras. Borrados los puntos cardinales.
Si en algún instante tuve miedo, las putas me cubrieron con su manto protector. 

Cada tantos metros, un ángel monumental, una bestia de tetas como visiones y piel de fuego a prueba de agostos, espera su presa temblorosa en los autos que pasan. Usan conmigo una sonrisa no laborable y ocultan la piel con inocencia pueril. Cómo quisiera tener un sexo que las necesitara urgente para tener el honor de rozarlas con mi torpeza de mujer común y corriente.

Buenos Aires es no poder escribir ni una sílaba por no poder parar de vivir un instante. No escucho tango en Buenos Aires porque el tango sucede. El folclore pasa delante de mis ojos. El rocanrol suena por intravenosa.



Como otras veces, ya lo sé, iré dejando pasar nomás el hambre de Buenos Aires. Se irá volviendo ayuno. Mientras tanto, la otra orilla me mantiene viva; alimenta con otro alimento otro estómago que tengo. Volveré a tener hambre, y a saciarme. Volveré a ayunar. Me someteré a otras sobredosis. Sobreviviré.

30.7.11

Diez minutos

De no salir ni a la esquina, vengo de bar en bar.
Ayer, en pas de deux,  la vuelta al perro en Ciudad Vieja para terminar donde siempre al borde de un Alamos. Muy cerca, acá en el oído del alma, todavía repican las décimas curativas de José Hernández, no el de Fierro, sino el mozo más buen mozo y poeta mayor con quien cultivo una amistad forjada de a diez minutos de cigarros compartidos a la intemperie.
Hoy, el enjambre del Mercado. Don García a reventar. Andrés sudando la gota gorda al ras del fuego y cinco lugares en la barra. Los alemanes, obedientes, devoran lo que voy pidiendo y cuándo me preguntan qué es esto como un cañito les digo que prueben nomás, que después les cuento.
Ruego que no aparezcan los gauchos que cantan o aquellos otros bipolares  que la van de mariachis a murguistas y a los que más de una vez estuve tentada de pagarles para que se callen. Pero cuando lo veo a lo lejos con la guitarra al revés, colgando y midiendo la pinta de los locales por encima de los lentes, empiezo a desear que se acerque. El Zurdo nunca me recuerda aunque muchas veces le pedí canciones.  Indefectiblemente me mira como si le resultara familiar y después, derrotado, vuelve a preguntarme el nombre a cambio de un piropo. Esta vez es lo mismo. Escucho su voz acá en la nuca: "¿qué te puedo cantar, preciosa?". Sin darme vuelta del todo le pido alguna del Negro Juárez.
Arruga la boca,  dice que la única que sabe es muy triste y señala como excusa al ejército de mandíbulas que piden pan y circo. Me ofrece Naranjo en Flor, Sur. No negocio. Ya mi sábado es en extremo for export.
Se aclara la garganta y empieza a cantar con esa voz inmensa que tiene y que cubre como un manto la batahola del mercado. La canción es bella, pero decir que es triste, es menos que poco. Ni bien empieza me doy cuenta de que el sujeto de la historia no llegará vivo a la última estrofa.  A medida que cunde la voz y la letra transcurre las caras se deforman, la gente para de comer y abre grandes los ojos: “puse rosas negras sobre nuestra cama, sobre su memoria puse rosas blancas”.   Yo bajo la vista para no reirme: como estoy justo al lado, esos doscientos ojos también me apuntan a mí. El Zurdo canta con los ojos cerrados. El encargado nos mira, detenido, con una bandeja de papas fritas, los ojos a media asta y expresión de disgusto. Claro, los tristes comerán menos, pienso, y eso no conviene.
La onda suicida llega hasta el Medio y Medio porque empiezo a ver que desde ahí se estiran algunos cogotes para ver qué pasa. Los alemanes no entienden nada pero sienten que algo se ha suspendido y están atentos. “Yo lo puse todo, vida cuerpo y alma; ella, dios lo sabe, nunca puso nada”. Hay partes de la melodía que no le deben nada a una wagneriana. Y el tipo, como era de esperar, se mata ahí nomás, para no matarla.
Cuando termina, se hace una milésima de segundo de silencio antes del aplauso. El agradece y no se resiste al billete que le pongo en el bolsillo de la camisa. La gente sale del trance y vuelve a lo suyo, pero no es lo mismo. Entonces acerca su cabeza a la mía: “Ahora vení a arreglar el desastre que armaste y ayudá con Peor para el Sol, que no falla”. Mi pobre soprano es un ripio invisible alrededor de esa voz de gruta. Ahora sí, los comensales aplauden y piden otra. Pero él no quiere. Nos confesamos un par de asuntos que uno apenas le contaría a su almohada, me mira a los ojos, me besa la mano, agradece y se va. Apuesto lo que sea a que la próxima vez que me vea, no me reconoce.
Celebro los amores de los bares que duran diez minutos y siempre vuelven a empezar. Si su vigencia se midiera por la intensidad, serían amistades eternas.


Ya en casa,  busco el nombre de aquel tema tan tortuoso googleando los pocos pero dramáticos versos que recuerdo. Del Negro no es, la canta Falcón y se le atribuye, cómo no, a Alberto Cortez.  Como era de esperar le puso Amor Desolado. La versión de youtube -ilustrada por uno de esos espantosos powerpoints que habría que prohibir- no es tan linda como la del Zurdo Darwin. El que quiere la busca o va un día y se la pide. No la pego acá por las dudas, a ver si encima provoco otro incidente.

22.7.11

Mientras (y si) amanece por fin

Con los años, mi insomnio y yo cultivamos una relación de solidaria convivencia. No es una amistad elegida.  Se parece, más bien, al apego que nace entre dos condenados a perpetua que viven en la misma celda. La prisión de la noche de encorvados fierros de Borges, que odiaba tener que dormir porque, aunque apretara  fuerte los párpados, el único color que seguía viendo era el amarillo.
A veces, el insomnio se toma semanas y hasta meses de libertad condicional. El ángel negro me deja en paz. Y duermo como una persona normal; envuelta, no obstante, por las manías del té de pasionaria double black, uno o dos libros y una estampita de Santa Melatonina.
Otras veces vuelve, como ahora, con toda la fiereza de un adolescente inoportuno a rociar su adrenalina sobre mis noches. No es algo risueño, ni romántico, ni valioso para un escritor, como muchos suponen o me han dicho y me dicen. Claro, muchas veces lo que se hace es escribir.  Pero si me dan a elegir, como en la canción, prefiero los relatos oníricos que engordan los cuadernos de la mesa de luz.
Con el tiempo de trasnochada, y por pereza, he llegado a ejercitar, incluso, una escritura interior que sucede solo para mí. Relatos enteros que olvidaré, crónicas fugaces escritas en los renglones del cuaderno en blanco de las horas.  Juro que he querido ser  –pero no lo intenté lo suficiente, se ve-  de esas personas  que se levantan bien temprano y con la mente fresca, que hacen abdominales y salen a caminar, que toman café, comen cereal y luego encaran con disciplina y entusiasmo ocho horas de caracteres con espacios a tempo prestissimo. Pero no.  Lo mío es más bien la marcha camión de la vigilia.  Me tocó ser un animal nocturno,  una fiera desaforada y vagabunda, hay veces, o un obeso búho blanco parado en un poste como el que primero escuché y después vi -no me creen- una noche en Solís.
Hubo una época en la que quise saber por qué. Como si un diagnóstico sirviera para algo. Le pregunté a mi vieja y a la amiga con quien compartí el primer apartamento:   ¿Nací insomne o me fui volviendo?  Simplemente no lo recordaba.  Vagamente me veo a mí misma a los quince o dieciséis, soñando despierta y tomando nota, a oscuras, aterrada y febril. Historias con chimpancés colgados de la lámpara, la ventana abierta de la puerta de calle y siempre alguien a punto de entrar, la crónica de las visiones de aquel elfo que se paraba junto a mi cama, un hombre pequeñito y amable, probablemente, tan insomne como yo. Nos mirábamos a los ojos  durante horas hasta que me quedaba dormida; nunca nos dijimos ni una palabra. (No lo volví a ver, pero tengo mis razones –que no voy a explicar ahora- para creer que se trata de un pequeño fauno, de un pariente de Puck, o del mismísimo Robin Goodfellow  de Sueño de una Noche de Verano).
Cuando el sol está a punto de detonar,  en la frontera de la noche de los insomnes urbanos, espera siempre el grito del zorzal o la calandria. Malditos emplumados. Una de las pocas ventajas de  vivir en un piso nueve es que el precoz buen día de estos condenados no llega tan alto. Las gaviotas, en cambio, son gordas discretas.  Y la cadencia del oleaje es un arrullo que me avisa que -algo es algo- tengo dos horas de sueño.
El insomnio que regresó en estas últimas semanas no me molesta. Al contrario, diría que es un buen punto de nuestra relación. Se ve que estamos grandes, que somos pocos y nos conocemos. Convivo con él por la noche, lo dejo hacer, y de día me entrego a esta especie de película que se te queda pegada sobre la piel, una resaca abstemia, un des-velo que me separa un poco de la cosas prácticas y la rutina.
Porque después de muchas noches de insomnio -el que lo vive lo sabe-  aparecen los días clarividentes.  Jornadas en las cuales lo que normalmente hay para ver, lo evidente, desaparece;  y aquello que estaba oculto se ve con claridad.
No gozo de este insomnio pero no lo rechazo como no se reniega de un gran maestro. Sospecho que un día, pronto, volverá a dejarme en paz.
Mientras tanto, agradezco lo que me da: noches sin pensamiento, sin congoja, habitadas por fotos viejas, por imágenes pueriles proyectadas en Super 8 en la pantalla que tengo acá atrás de la frente.  Horas que se proyectan con finales de películas que alguna vez amé y después de amar amé, remendadas con retazos de escritura valiente y sin estufa;  con canciones que creía haber olvidado y han vuelto, no para decirme quien era sino para recordarme quien soy en realidad; buenas noches de insomnio pobladas de rostros que, como los de Eluard, responden a todos los nombres del mundo.

6.7.11

Gata Conga

Con niños que no llegan al año o ciudadanos que mueren de frío a unas cuadras de mi casa,  siento que es casi un insulto dejar rodar esta tristeza por la muerte de Conga, mi gata porteña. Hoy llamaron para contarme que murió ayer a la noche. De vieja nomás. Papá la enterró en el jardín, igual que a casi todos los bichos desde que tengo memoria.
Conga es negra y brillante como la noche más negra. Brava y percherona. Cazadora. Cuando camina, lenta y pesada, los omóplatos puntiagudos le asoman sobre el espinazo como a las panteras (Acabo de escribir lo anterior en presente, error que no quiero corregir).

La recogió P. de la puerta de casa en el 94 y se quedó. Estuvo conmigo muchos años en mi primer dos ambientes de chica sola, el de la calle Conde entre los dos Virreyes. Si habrá visto desfilar, esa gata, comedias bufas, dramas y hasta alguna tragedia real. Después se mudó conmigo y los petates. Estuvimos juntas en las buenas y en las malas. Epocas de apego y de indiferencia mutua. No llegó a cruzar el charco. Se fue quedando. Pero cuando visito la casa de mis viejos y la llamo, me reconoce, cómo no, y se trepa por mi pierna arañando el jean.
"Fulgencia", la llama Tonka, porque nunca perdió el gusto por jugar de igual a igual con peluches o cachorros. La semana pasada, antes de irme, me dijeron que estaba agonizando. Bajé del auto, de camino al Buquebús, un momento nomás, para despedirme. La encontré echada junto a la salamandra con apenas una brasa encendida entre el rescoldo. Cada pata apuntaba a una dirección diferente, como una rosa de los vientos hecha pedazos.
Tonka le estuvo dando vitaminas para que tire un poco más. Cuando entré y la llamé levantó la vista enseguida. La piel pegada al hueso triangular de la cabeza, el pelaje opaco y pringoso.  Las orejas desmesuradas por lo delgada, los ojos desorbitados y cubiertos por un velo gris. Me dí cuenta de que no podía verme ni oírme muy bien porque movía la cabeza confundida como buscando mi presencia. Me agaché y cuando la quise acariciar se descansó un poco en la concavidad de mi mano.
«Gracias gata Conga, gracias negra, por tu amor infinito gata mía, gata buena». Les pedí que dejaran de darle vitaminas, que le dieran permiso para irse nomás.
Piedad y agradecimiento, eso sentí a su lado. Casi la misma disposición que hace falta para creer en dios. Justo en estos días alguien escribió que los gatos son eternos. Ojalá. Significaría que gané un ángel felino, negro y vigilante. Llega justo a tiempo.
Sin embargo, todavía no me puedo despegar el asombro de que un animal tan vigoroso pueda llegar a consumirse así, de pronto, en un manojo de extrema fragilidad y pavura. Pensé en nosotros, en qué hacemos con la vida, que por corta o larga que sea, se acaba un poco cada día. Lo pensé así en plural y también en primera del singular.
Conga era muy vieja. Vivió plenamente cada una de sus vidas.  Se dejó domesticar pero nunca renunció a su ferocidad. Hasta hace poco, le gustaba perseguir bolitas de lana o de papel de cocina. Las agarraba entre las fauces, las manoteaba en el aire y se deslizaba por el piso para atajarlas con total agilidad. 
Piedad y agradecimiento, gata Conga, y un duelo pequeño como una bolita de lana, que no sé bien dónde poner.

23.6.11

Culpable*

La Gorda se agacha sin mirar si viene alguien o no. Se desliza debajo de la persiana boca arriba, con la pereza despreocupada del que está habituado al delito. Hubiera jurado que no, pero su cuerpo pasa como un cisne bajo un puente. Cuando está del otro lado, me da la señal.

Son las dos. A la una en punto la vieja cierra para almorzar y echarse una siesta. En verano no cierra del todo la cortina para que corra el viento y el piso se seque.
Entrar al almacén mientras duerme está absolutamente prohibido. Varias veces la escuché advertirnos de los posibles castigos destinados a quien desobedeciera esa, la única regla estricta que la gorda Susana tiene que cumplir. Su abuela no tiene tiempo para mucho más que mandarla al colegio y tratar de evitar, en lo posible, que siga ensanchándose hasta convertirse en el acorazado Potemkin: “¡Pará! Parecés el acorazado Potemkin”, dice a veces cuando estamos tomando la merienda.
Yo me arrastro como un lagarto, con menos maña y más miedo que mi amiga. Para pasar por debajo pego el cachete a la baldosa. El mármol me enfría la piel. Me llevo puesto el tufo a lavandina del baldeo. Los dedos de la cortina plástica me rozan la espalda y un escalofrío me recorre el espinazo. Atrás quedó el aire ahogado del verano en las veredas, la lentitud de la tarde en los umbrales, el fragor de las chicharras en el follaje de los tilos.
El local está en penumbras. Las estanterías se yerguen más altivas sin la luz de neón. Las aspas del ventilador cortan fetas de sol en la pared. Dos heladeras ronronean. Me sobresalto cuando una de ellas enmudece luego de un repentino eructo de lata. La Gorda agarra fuerte mi mano que suda. Atravesamos el almacén flotando como dos astronautas –talón, planta, punta-, los hombros levantados, el cuello alerta.
De pronto, me paraliza lo que veo del otro lado del local. A través de un breve rectángulo formado por la base del anaquel de los vinos y la puerta entreabierta que da a la vivienda, mi vista enfoca una porción descalza del pie de la vieja. Está echada en el patio sobre una especie de catre o reposera de lona, entre dos filas de apilados cajones vacíos. Agarrotados y bestiales, los dedos de esa única extremidad que veo se quieren amontonar debajo de la tiranía de un pulgar que ostenta una uña pétrea y angular como el pico de un carancho.
La Gorda me da un tirón y me lleva detrás del mostrador de los fiambres. Con mucho cuidado, abre la heladera sosteniendo el pestillo para silenciar el mecanismo de la manija. “Dale, elegí”, susurra. Yo meto la cabeza en el Polo y no dudo en sacar el cilindro de salame –que le paso hacia atrás sin salir ni mirarla- y, después, una mortadela rosada y pecosa que es un sueño. Cuando asomo la cabeza, Susana ya está subida a un banquito frente a la cortadora de fiambre. Gira la manivela del aparato con una destreza y una agilidad que me asombran. La máquina se mueve en absoluto silencio, excepto por un débil silbido, el de la caricia del filo en la carne. Los dedos toman las fetas y las depositan en el papel. Estoy pasmada. Mirá vos. No le conocía esa habilidad a la Gorda. La miro cortar y relojear cada tanto hacia la puerta del local que comunica con la vivienda. Antes de salir, me señala con la vista los sobres de Hellmann´s y agarra al pasar una larga pieza de pan y una Coca.
Salir es fácil, también entrar a mi casa y subir a la terraza.
Mi madre está de espaldas a la escalera. Escucha en la radio un debate sobre ovnis y aplica parsimoniosas puntadas sobre un vestido de novia que, estoy segura, debería haber entregado hace días. La tela se acumula a su diestra como un montón de espuma. Nos escucha pasar, apenas mueve la cabeza hacia el hombro, pero no termina de darse vuelta.
Subimos a la terraza y de ahí, pisando un tacho, a la azotea. Estiradas boca abajo como en una trinchera, vigilamos la calle desierta. Abrimos el pan con las manos y armamos los sándwiches. Salame primero. La Gorda abre el sobre con los dientes y reparte la mayonesa. La crosta me lastima el paladar; me gusta el sabor de la sangre. Comemos victoriosas, sin apetito y en silencio. La Coca caliente se rebalsa al desenroscar al tapa.
“Pensé que no te ibas a animar”, dice, y se quita con el dedo un pedacito de pan de la encía. Yo mastico una sonrisa, levanto las cejas y los hombros a la vez, como si no tuviera importancia.
Todavía no lo sé pero esa noche seré castigada: unos extraterrestres me arrastran de las axilas hacia un altar todo hecho de baldosas monolíticas y me obligan a casarme con la Gorda. Ella me espera vestida de blanco como un super merengue. Lloro y pataleo pero no puedo hacer nada. No puedo moverme ni huir. “Pensé que no te ibas a animar”, me dice la Gorda en el sueño y se ríe, se acerca, más, más y me besa en los labios, me mete la lengua y me muerde. Grito pero de mi boca no quiere salir ningún sonido. El beso me deja un sabor pastoso a mortadela.
Encaramado al altar hay un pájaro, mitad buitre mitad gárgola. Se aferra al borde de la piedra con los garfios. La piel del cuello le cuelga y la aterradora cabeza desnuda se hunde entre las alas. Tiene la mirada malévola, paciente. Se limpia en el mármol el pico de sangre fresca y no me quita los ojos de encima. Es muy parecido al pie de la vieja.



*Este relato forma parte del libro 22 Mujeres, editado por Irrupciones Grupo Editor (Montevideo, abril de 2012)


28.5.11

olvido

Recortadas en el marco de la noche las grúas del puerto parecen dinosaurios. El agua, que de día es negra, refleja una luna temblorosa y anémica. No es seguro recorrer el puerto a esta hora. Pero Ulises no tiene miedo. Camina por el empedrado irregular de los silos desde que tiene memoria. Conoce a todos los mendigos, a todos los chorros, a todas las putas de la Dársena sur. Se sabe la historia de todos los barcos hundidos que están muertos antes de que él naciera. Y aunque todo lo conoce se detiene un momento para ver de nuevo. El pobre Tino B, su cascajo apenas rojo hundido en la negrura. El Alma Mía, abandonado por sus dueños después de incendiarla para cobrar el seguro. El Dolores III que hace sonar sus huesos reumáticos de hierro, y al final, la pobre barca del práctico Lucas -que sigue vivo- con su única lucecita encendida de leer. Hay otros barcos anónimos amarrados a la noche por la precaria cuerda del olvido. Ulises los conoce, los saluda en silencio al pasar, con confianza y buen ánimo, como a pasajeros habituales con quien comparte cada día un viaje de pocas paradas hacia el mismo ningún lugar.

animal jaula

Al león lo conocí enjaulado. Pude adivinar algunos de sus hábitos por los cartelitos pegados en la jaula. Así aprendimos el uno del otro, por estos mensajes en los barrotes. Yo afuera, él en ese adentro. Esto me gusta, dice, esto no me gusta parece decir cuando no dice nada. Me hacés reír decía un papelito amarillo que la humedad despegó enseguida y el viento se llevó. Ahí me di cuenta de que yo también estoy enjaulada. Hay muchas jaulas y todas se repiten.

Las nuestras no se tocan. Nadie se toca. Nadie quiere salir. Todos somos un ni siquiera te conozco. Pero estamos atentos. A veces espío a través de los barrotes. Trato de ver si el león aún sigue vivo o si ha muerto hace siglos como una estrella vieja. Hago sonar los fierros con mis nudillos como un xilofón monocorde. Imagino que abro la puerta de mi jaula -muy sigilosa para no hacer ruido- la entorno y avanzo en puntitas para no despertar a los demás. Las jaulas no tienen llave pero el ojo que vigila te deja pasar a veces. El está hecho un ovillo en su propio rincón. Es un animal majestuoso pero herido y furioso. Imagino que estiro un dedo y lo toco, acá en la columna vertebral. El no se da vuelta, pero detiene la respiración un instante, se revuelve en su soledad, como sabiendo que hay alguien. Sin embargo, no se da vuelta. El sabe que no debe. Son las reglas. Sabe -igual que yo sé- que si lo hace, todas las jaulas del mundo van a apagarse de pronto y no habrá modo de salir de esta libertad.

 
Texto in situ a propósito de la maravillosa obra de Rodrigo Flo en el Torres García. Gracias Morgana, gracias.

24.5.11

Ciudad del sino*

Todavía no son las siete pero ya está oscuro. La tarde se ha licuado veloz en una noche que parece de verano. Acostumbrada a Montevideo amago a cruzar la calle dando un paso sobre la cebra, casi sin mirar. Pero no estoy caminando por el Centro ni por Malvín; esta no es Rivera, ni Avenida Italia, ni 18. Es Avenida San Martín y Nazca y aunque esté en la esquina cruzando por la senda peatonal y con el semáforo a favor, si me pisan, la culpa es toda mía.
La conductora hace sonar los frenos junto con la bocina y una maldición que dedica con vehemencia muy a mi persona. Rubia teñida, arrugada y vuelta a estirar; pudiente, liberada, vulgar; una de esas abuelitas porteñas con cruza de camionero. Seguro que en Gorlero se hace la civilizada dejando pasar a los bañistas frente al Conrad y alabando la idiosincrasia oriental tan distinta de la nuestra, viste. Pero no aquí ni ahora. Siento el rugido de la 4 x 4 junto a las pantorrillas. Retrocedo y levanto la mano en señal de disculpas que no acepta y avanza, pisando el acelerador.
Buenos Aires no es una ciudad. Es una entidad, una especie de fiera mitológica a la que hay que invocar y alabar para que no te devore ni te aplaste. Cuando está de tu lado, es como tener un dios aparte. Pero si no la conocés, si la abandonaste o le tenés miedo, la ciudad lo huele. Te hará temblar como un perro babeante de tres cabezas. Aunque veas que la bestia está atada no podrás confiarte ni adivinar si la cuerda es o no demasiado larga, si te tocará o no, si será esta o la próxima vez.
Decido salir del infierno y adentrarme unas cuadras más adentro, hacia el barrio. En las ventanas entreabiertas se repite el mismo noticiero, las veredas suenan a otoño y huele a merienda. El barrio no es la ciudad; el barrio es distinto; sus calles y sus ritmos están domesticados por la mano benévola de la costumbre y la pereza de un tiempo que no termina de pasar.
No son muchos los mandados que tengo que hacer pero son raros: manteles baratos para la fiesta, flores para las mesas, una cacerola más grande para el gulasch, más tomates cherry para la picada porque se los comieron los nenes.
La china Li no tiene, pero consigo manteles blancos de un plástico que parece tela en lo del turco de Cuenca y la vía.
La verdura del boliviano es sobrenatural: turgente, fresca, aromática; compro más de lo que necesito. El advierte mi devoción, sonríe y me regala una manzana verde de la pirámide.
En el bazar de Nogoyá hay un universo de objetos apilados en estantes desde el suelo hasta el techo. Al atravesar la entrada suena una alarma de campanitas. La dueña es una mujer muy mayor. Está peinada de peluquería, apenas maquillada y es amable. Apoya la escalera en una de las estanterías, se trepa con una agilidad de colegiala y baja con la cacerola en la mano. “¿Seguro que querés esta tan grande, nena?”. Le explico que la olla es para la fiesta de cumpleaños de mi padre. Mientras me cobra pregunta la receta del guiso y la anota en otro papel junto a la cuenta. Yo parezco un Ekeko; apenas puedo sacar la mano entre bolsas y bultos para pagar. Antes de salir del local me pregunta cuántos años cumple. “¿Setenta? ¡Pero si es un pibe!”. Cuando cruzo el umbral, a mis espaldas, su carcajada se funde con las campanitas. Me hace pensar en un hada urbana, laboriosa y sensible, un poco cansada de ser eterna.












*"Buenos Aires, ciudad del sino / duende de un destino /ante la luz de tus amores, de tu misterio divino / hoy no se /mañana tal vez, caiga rendido". Buenos Aires (de tus amores), León Gieco.
http://www.youtube.com/watch?v=3J7514dP3v8

3.5.11

Sueño de una tarde de verano*

Cuando la oyó reír supo que la amaría a rabiar; supo también que aquel amor desigual no cambiaría de estación. La presintió cruzando en sordina el corredor monolítico del patio. Un trueno exagerado partió en dos las entrañas de la casa anticipando semanas de lluvia intermitente y vertical. Escuchó el tronar de las rodillas junto a su cama pero no abrió los ojos. El compás de su respiración despertó al pájaro en su jaula. Una fiera abrió las fauces para cazar al vuelo su mirada de colibrí. Lo que vino después se repitió otras veces, pero él la recordaría como una única tarde fatua, poblada de visiones: el secreto de su nombre repetido en otro idioma, un mechón pendular en el vaivén de la cópula, el dedo dibujando en su piel un tatuaje de asombrosos caracoles. Cerca de carnaval paró de llover. Sentada sobre su vientre ella era una cebra pintada por el eclipse de sol de las persianas. Hubiera podido escribir mil ficciones sobre aquellos renglones de luz. Hubiese podido viajar kilómetros por esas tetas ínfimas, pechos ingrávidos, de margarita, deshojados una y otra vez en la quimera de la palabra jamás dicha: mucho, poquito. Nada. El verano acabó. Aquella mujer, no. Aún reverbera en su cuerpo longevo. Su risa lo redime, perpetua e imposible, del paso de los años. El hueco que su talle le ha dejado entre las manos lo salva del abismo. Su ausencia es una reliquia que hurga y venera, a veces, en el claustro solitario de la siesta.
*Hoy de tarde encontré este archivo "XXX" solito en una carpeta del viejo disco duro, respaldo de la pc La Gorda, de 2006 (o antes?). La carpeta se llama "cortitos.doc". Creo que es mío. Me trae imágenes propias pero extrañas y dudosas como cuando leo, tiempo después, un sueño que anoté y olvidé; no recuerdo si lo escribí yo, espero que sí. Parece escrito por mí. Como sea, me gustó y me dieron ganas de postearlo.