27.12.11

Diario de un avatar I

I

A la hora del crepúsculo todo él se encendía del mismo color escarlata. Gradualmente su perfil se apagaba en la turbia ceniza para morir a los ojos de todos, confundido en el negro de la noche.  Con el amanecer el roble renacía como un fénix; otra vez verde, frondoso y habitado por el murmullo de las aves.
Aquel árbol me tendía su brazo solemne y me alzaba un par de metros del suelo cada vez que yo se lo pedía. No me gustaba compartirlo. Elegía las horas desiertas de la tarde o esperaba que los otros niños se alejaran para montarlo.

El deseo de estar a solas con él, hundida en su perfume, es una de las primeras señales en las que me reconozco como una persona de naturaleza solitaria.

El grueso brazo del roble no servía para balancearse. Recién en el extremo del leño principal las ramas empezaban a volverse más delgadas y flexibles hasta acariciar la tierra con las hojas.


El tronco, paralelo al suelo, era un trono macizo lustrado durante dos siglos por el trasero de cientos de niños. Era un árbol eterno. Sin embargo, en aquel entonces, cuando pensaba que tenía veinte veces mi edad,  no me parecía ni él tan viejo, ni yo tan joven. Veinte no es un número tan importante.

Yo me refugiaba en él no para vigilar la casa sino para ocultarme de ella.


Mi hogar nunca fue una guarida. Jamás tuve un espacio allí que remotamente fuera mío. El movimiento de las mujeres, así como sus pausas, estaban regulados por las necesidades de los hombres.  Las habitaciones tenían ojos que veían lo que no habías hecho y el tiempo de ocio era algo vergonzoso, como la menstruación o la inteligencia, que debía der escondido aún a fuerza de mentiras.

Mejor que ser es parecer, decía mi madre, que siempre vio con amargura cómo su hija mayor se desentendía de las maneras y los afeites de las muchachas de su edad y cómo rechazaba un candidato tras otro, demoliendo así las aspiraciones de ascenso social de la familia. 


El día que cumplí quince, el notario del pueblo vino a pedir mi mano. Yo ni siquiera lo había visto de frente alguna vez; solo el perfil de cera blanca y nariz afilada, un domingo en la iglesia. 

A él y a mi padre les grité en la cara que jamás me casaría. Quiso darme un golpe pero me escurrí en medio de ambos y subí al roble. No bajé hasta el otro día, con el estómago pegado a la espalda y la decisión inamovible marcada en la cara.

No hubo bofetada.

Mi padre tardó ese día y el siguiente en amputar la rama. Nunca más ninguno de nosotros viviría lo suficiente para verla crecer de nuevo. Ni siquiera el roble mismo duraría tanto. Nunca más niños, ni juegos, no más escondite ni secretos.

Pero  el árbol parecía de fierro. Con cada golpe del arma saltaban centellas y el cuerpo menudo de mi padre rebotaba tambaleante hacia atrás. La madera rugió al desmayarse, rumorosa, en la hierba. La carne del árbol se abrió en una herida blanca llevándose parte del tronco. Los pájaros chillaron todos a la vez y huyeron despavoridos.

No lloré ni me moví.

A los pocos segundos, mi padre dejó caer el hacha al costado del cuerpo. Desde lejos podía ver su pecho que subía y bajaba, loco de cansancio y de furia. Giró la cabeza para mirarme a los ojos: no había más que desconcierto en los suyos. Se tomó el pecho como si fuera a buscar el pañuelo. Entonces, suavemente, se hincó primero de rodillas, y luego cayó de frente, muerto en el lecho de hojas muertas.

Ese día aprendí que ningún lugar es seguro si una vez te arrebataron los rincones de la infancia.
Por eso me fui. No sólo porque mi madre me echó a patadas, arrojándome solamente un atado de ropa que no quise llevar.

Cómo aprendí a usar las armas y a defenderme, a luchar y ser una guerrera, es parte de otra historia que no se contará en este momento.
Solo diré que un día, de un modo extraño, el árbol volvió a mí.


Caía la tarde detrás del peñasco que me servía de guarida. Tal vez por eso cuando lo vi venir, pensé en el roble de mi infancia que se incendiaba al atardecer. Por ese entonces, ya tenía varios enemigos de los cuales defenderme y me puse alerta.

Aquel animal mitad águila y mitad caballo descendió haciendo un círculo rojo y me miró de frente.  Nunca había visto un hipogrifo de cerca. Bajé la vista ante la fiereza de su mirada. 


Era un ser descomunal. Las alas parecían de acero. Exhalaba un vaho violento y arcaico. El olor me mareó un poco y casi pierdo el equilibrio. Resopló al comprobar su poder sobre mi pequeña estatura. 
Me afiancé al suelo abriendo un poco las piernas; el hipogrifo produjo una breve nube de polvo con los cascos para recobrar mi atención y desalentar cualquier intención ofensiva. 


Acaso alguna vez descubra por qué hice lo que hice, teniendo en cuenta que estaba aterrada: dí un paso al frente y extendí el brazo hasta tocar su cabeza con el dorso de mi mano. 

El temblor de su cuerpo se transmitió al mío.

Entonces, el hipogrifo extendió una de las alas y se inclinó un poco. Me invitaba a subir. Aquel animal podía terminar con mi vida pero lo cierto es que me ofrecía el cuello, su parte más blanda y más frágil. En la entrega desmedida y en la terquedad nos reconocimos iguales desde ese instante. 
También yo, si hubiese querido, podría haberlo rematado con un solo golpe de espada. Pero pegué un salto y me abracé a él con fuerza casi al mismo tiempo en que se elevaba sobre una nebulosa de tierra y de hojas y salía disparado como una furia.

Sus músculos y las articulaciones vibraban entre mis piernas desnudas. Hundí la nariz en las plumas del cogote; en el olor oscuro y ácido del animal se hacía presente el perfume primitivo de toda la naturaleza. En él reconocí la fragancia del árbol de mi infancia y, junto a ella, mi propia esencia.


Nos sumergimos en el cielo color vino, cada vez más alto y más lejos del mundo.

Ya no tenía miedo. Ni de las fieras, ni del pasado, ni de mí. Un par de alas me elevaban del cielo. Sin embargo, nunca había estado más aferrada a mis raíces.


(continúa)

*Ilustración de Gustav Dore - Ariostos, Orlando Furioso

5.12.11

El fin del mundo

Era un terreno mediano hilvanado por un cerco de vides. Se extendía a la sombra de árboles antiguos y algunos frutales: un manzano elegante de frutas pequeñas y salvajes; un árbol de higos almibarados y ramas retorcidas.

Eva cargó la cesta de frutas y la calzó en el hueco de sus caderas de madre de muchos. Cruzó frente al hombre sin mirarlo, sonriendo por dentro.  Le gustaba pasar así frente a él. Llevaba su cuerpo como un don, no como un arma. Caminaba como si no supiera que estaba desnuda.

El estaba echado bajo un cedro, aparentemente dormido; un nudo de carne en el nudo de las raíces.
Delante de los pasos de Eva el ocaso hizo desaparecer las sombras. Se acercó sigilosamente. Las plantas de sus pies silbaron sobre el césped.
El abrió los ojos aún antes de tenerla en su campo visual.  El sexo oscuro de Eva desprendía un olor orgánico y fugaz al cual no sabía resistirse. Eva usaba ese poder sin culpa y sin crueldad.
Cuando le dio la espalda sintió el hilo viscoso en la entrepierna y el calor de sus ojos clavados como una flecha entre las nalgas. A poco de inclinarse de rodillas sobre el resquicio de piedra para dejar la canasta, lo tendría encima. Detuvo su aliento cuando sintió el de él en la nuca.

Se inclinó un poco más, se aferró a la piedra con una mano. Dejó que un brazo le apresara el vientre y el otro, los senos.  Sintió su sexo entrando por detrás, como otras veces; se deslizaba suave como una delgada canoa sobre la superficie de un lago.
Eva se derramó antes. De la garganta un lamento ahogado y ronco desató una nube de golondrinas.

Después, quedaron uno junto al otro, cubiertos de sudor, esperando que la respiración regresara a su cauce. Muy de a poco también volvieron los grillos.
-Paraíso terrenal, pongámosle así a este lugar, dijo Eva y suspiró hondo.
-¿Y crees que a él le va a hacer gracia el nombre?


No terminaron la conversación. Se quedaron dormidos, llevados por el declive del placer y el sopor de la noche. Ninguno sintió la mordida. Ninguno, la baba fría de la serpiente atravesando la desnudez.
Pasaron sin darse cuenta del sueño a la muerte.

Así los encontró Adán la mañana siguiente, cuando volvió de cazar cargado de animales muertos.

2.11.11

Baba Lucija

Nació un día trece del año trece. No tuvo madre, apenas padre. Huyó de su casa a los nueve años. Tenía en la mano izquierda, truncada, la línea de la vida; pero saltó sobre ella y decidió sobrevivir.

Fue sirvienta y cocinera, y la primer mujer tornero en su época. Se aplastaba los senos con una faja para no lastimarse en la fábrica y para que los hombres no la vieran como a una mujer. Tenía una belleza maciza, de potranca. El cabello casi blanco de tan rubio y, los ojos, aguijones de un celeste translúcido.

Atravesó la guerra y el océano con tres hijas colgadas. Iba detrás
de una carta que no había sido enviada para ella.

Un día descubrí que Alan Lee había copiado su sonrisa en la ilustración de un libro de seres mitológicos.

Le gustaban las canciones, el helado de durazno, jugar a la quiniela y tomarse una grapita a las once del día con su esposo. Cuando Ivan murió, se tomaba dos: la de siempre y la otra, en honor del difunto.

Entre otros tesoros me legó sus cuchillos centenarios. Uno es largo y de un acero delgado, como una  cimitarra, útil para cortar carne. El otro, muy viejo, es un estilete con mango de guampa y una punta peligrosa. El tercero sirve para separar el hueso de la pulpa; la hoja , casi triangular, tiene apenas unos centímetros de tanto haber pasado por la piedra de afilar.

De la Baba tengo, además, la receta de la sopa de pobre hecha con agua, harina y ajo; el chucrut con sarma y el misterio del café clarividente. Manuscrita en el alma, me dejó la novela de su vida y a esta madre que me parió y que cada vez más, se parece a ella.


Se fue una mañana de Día de Muertos. Dicen que ese día el sol caía a rajatabla sobre el barrio de Agronomía. Que levantó la vista y lo miró de frente, como tantas otras veces cuando se detenía a descansar sobre la azada en el surco.

Pero ese día estaba sentada en un sillón de mimbre en un patio del barrio Agronomía, lejos de Zagreb y de la tierra sembrada.

No era una mujer para estar sentada.


Le dijo a mi madre que ese era un buen día para morir. Por el sol y porque sumaba trece. Y que había que jugarlo. Zivili Baba Lucija.



19.10.11

Noche de Lidia

Había una mujer, creo que se llamaba Lidia. Ponele que se llamara así. Yo era chica, tendría diez; la vi pocas veces, no más de tres o cuatro.

Casi nadie veía a Lidia porque vivía de noche.

Escuché a su marido -un tano que trabajaba de albañil para mi viejo en épocas de tierra firme- decirlo de ese modo, vive de noche, con tristeza y con pudor, en la cocina de casa.  Mi padre levantó las cejas y mamá se sacó el delantal y lo hizo un bollo en el hueco del estómago. Los dos guardaron un silencio a tono con la amargura de aquel hombre.

Cuando se fue, mi mamá dijo que Lidia era linda: “Y mirá que es linda ella, eh?”. Como si eso fuera algo que debería jugar a favor, pero no.

Tenían tres hijos. Una chica y dos varones, de once para abajo. Pibes raros. A veces el padre los traía a casa a jugar. Hablábamos poco. Jugaba cada uno en lo suyo. Eran chicos flacos, ojerosos y tenían las uñas sucias de mugre. Se lo dije a mamá y ella me vino con eso de que era obvio porque la madre vivía al revés.

Yo no pregunté más pero entendí que había algo en la vida que estaba muy mal y hacía muy infelices a todos: no dormir.

–¿Y los demás qué hacen?- pregunté.
–Duermen.
–Y ella ¿qué hace de noche?
–Escucha la radio y llama por teléfono.
–¿A la radio llama?  Jamás había escuchado una cosa así.
–Claro  –dijo con un tono de reproche y, creo, un delgado hilo de envidia –llama a Hugo Guerrero Marthineitz.
–¿Y para qué los llama? Yo no salía de mi asombro.
–Y para qué va a ser –mi madre no estaba del todo segura de darme tanta información pero agregó  –para salir en la radio con eso que escribe, poemas serán.

Lidia me fascinó de inmediato. No dormir y escribir: cosas que a mí empezaban a perecerme familiares y misteriosamente magníficas pero que, era evidente, eran de una deshonestidad axiomática y un error de orillas perversas. Por eso me cuidé muy bien de mantener en secreto mi admiración por Lidia. Porque si estaba tan mal no dormir, leer escritos por la radio y hablar con el conductor por teléfono, mucho peor debía de ser el convertirse, con diez años, en partidaria de semejante facinerosa.




Un día fui a jugar a la casa de estos chicos. Vivían en el monoblock 11 frente a la Grafa. Entramos y nos fuimos derecho a jugar al balcón con unos muñequitos Jack que yo había llevado. Los ahogábamos adentro de una palangana con agua y los íbamos salvando con barquitos de papel que, al final, también se hundían dejando el agua cada vez más turbia de pasta deshecha.

El tano leía el diario en camiseta y masticaba escarbadientes.

Yo oteaba el interior de la casa y pedía para ir al baño a cada rato. No es que tuviera ganas. Lo que quería era verla. La puerta de su habitación, junto al baño, estuvo cerrada esa primera vez. Pero la siguiente no. Fue Lidia la que abrió la puerta. Llevaba una bata rosada de matelassé muy raído y con enganches; el pelo largo y negro alborotado y unas uñas de un rojo despampanante. Parecía una actriz encerrada en un manicomio.

Nos saludó a los cuatro con dulzura y a mí, especialmente. “Qué ojos tenés, por dios” dijo, tomándome el mentón con delicadeza y acercando su rostro al mío. Exhalaba un lejano aroma a tabaco. Sus uñas me hicieron cosquillas en el cuello. Giró sobre su eje y se fue a la cocina a preparar un Vascolet mientras nosotros nos íbamos a jugar al cuarto. No me animé a preguntarle nada pero no pude dejar de mirarla como hechizada por encima de la taza.

–¡Mamá –grité como loca al volver a casa
– ya sé qué hace esta señora Lidia a la noche cuando espera que en la radio atiendan el teléfono!
– …
–¡Se pinta las uñas!
–Eso es porque es paraguaya.
La nueva información, que tampoco parecía muy a tono con las buenas costumbres, me trastornó del todo.

***

Mi casa era la casa del pueblo, de manual. Todo el día entrando y saliendo vecina. Si alguien hacía torta, convidaba. O milanesas. Y para devolver la atención, te mandaban con la fuente llena de buñuelos o de alfajores de maicena. Cuando mi viejo estaba embarcado, siempre había alguna vecina que se cruzaba a hacerle compañía a mamá.  Durante la temporada en que estábamos solas, solían quedarse de noche hasta tarde.

A mí me mandaban a dormir.

Era así: la vecina tal o cual llegaba cuando yo, supuestamente, ya estaba dormida. No tocaba el timbre. Golpeaba despacito el vidrio de la puerta de calle. Yo escuchaba la sopapa del burlete al abrirse y un soplo de brisa que llegaba hasta mi cuarto.
Se encerraban en la cocina a tomar café o mate y conversaban.
Con la luz apagada y la cabeza a los pies de la cama, forzaba a un nivel imposible el sentido del oído. Las sentía susurrar pero con dos puertas de madera de por medio era misión imposible. Me levantaba en remera y bombacha, pegaba la oreja a la madera: palabras sueltas, poco y nada. Me daba cuenta de que hablaban del novio de una o del marido de la otra o ¡de mi padre! Cada tanto, estallaban en carcajadas. Me quería convertir en mosca. Hacía todo lo posible para no dormir y tratar de escuchar.

Sin embargo todo, todo lo tenía que imaginar.
A veces, harta de intentar al cuete, agarraba la linternita y me ponía a leer debajo de la manta. O escribía enajenada en el cuaderno Gloria tratando de hilvanar retazos de conversaciones que no comprendía. El resto, es decir, casi todo, lo rellenaba con mis propias suposiciones.

Sabía que era realmente tarde cuando el 87 ya no pasaba por la puerta. Entonces, una especie de oficial de policía interior me recordaba que estaba muy, muy cansada y que al otro día había escuela.
Por las mañanas despertarme era tan difícil para mi madre como para mí había sido conciliar el sueño. La culpa no era de nadie porque ella no sabía que yo había estado en vela y a mí me parecía una cuestión inevitable el estar despierta. Iba a la escuela con los ojos llenos de arena y, a veces, me dormía en el pupitre y volvía con una nota en el cuaderno. La vergüenza que todavía me da confesarlo es irracional. No dormir me hacía sentir infractora, desgraciada y mala. Como Lidia.

El tiempo pasó, ya no escribo debajo de la manta. Pero esa es exactamente la sensación que sigo teniendo cuando, a menudo, escucho cantar a esos pájaros infames del amanecer y veo el cuaderno abierto, exhausto, a mi lado.
Empecé a dejar de lidiar con el insomnio, aunque no con mucho éxito ni muy constante, hace varios años, más o menos cuando conocí a Levrero, a sus libros, quiero decir. La Novela Luminosa fue escrita en casi un año entero de noches en vela.
“La gente que no duerme se siente culpable y es aborrecida por los demás”. Bioy registra el lamento de Borges en el bodoque publicado luego de la muerte de ambos.

Me imagino el infame rencor de un escritor ciego que no escribe sino que está obligado a dictar y depender de gente que se va a dormir a las diez. Un infierno. "El universo de esta noche tiene la vastedad del olvido y la precisión de la fiebre", dirá el pobre en uno de sus poemas más bellos y más ciertos.  Dice Bioy también que, para atravesarlo, su amigo pasaba noches enteras recostado con el dial clavado en los tangos de Radio Nacional y el volumen muy bajito para no despertar a su madre.
Por mi parte, y en vistas de que esta temporada de insomnio va para largo, estoy empezando a considerar seriamente dejarme las uñas largas y pintármelas del rojo más brillante que encuentre.

*La obra pertenece a la artista plástica Selva Zabronski.

8.9.11

Otra Odisea*

Ulises despierta cuando el mar todavía es negro. Es el primero en levantarse y el último en cerrar los ojos. Cada madrugada su sombra blanca cruza el laberinto de corredores desde el camarote hasta la bodega. Allí recoge y se carga la garrafal bolsa de harina como un muerto sobre la espalda.

El Canal Beagle es una nave gris y marcial, un descomunal animal de lata que zarpa cada quince días desde el puerto de Buenos Aires, cargado de petróleo y de fierros. Amaestrado por un mismo contrato estatal de por vida, el Beagle surca cada vez los mismos mares helados hasta el fin del mundo.

Como pasa con los prostíbulos, las cocinas de todos los barcos se parecen. Los tubos de neón tiemblan y se crispan antes de iluminar del todo el ambiente; luego se quedan zumbando como invisibles insectos en la noche. Cada tanto se escucha también el crujir de los huesos del buque.

Ulises disfruta esos primeros ruidos. Luego, hace girar el dial hasta encontrar un tango en la onda corta. Entonces comienza. Mezcla la harina, el azúcar, la manteca, la vainilla. Aprieta y dobla, estira la masa y las estrofas del tango. Corta, tararea y espera. El hojaldre es un libro que se abre poco a poco. Luego el fuego hace crecer los panes y bizcochos para el hambre siempre urgente de los marineros.

A Ulises le gustan las revistas con escotes rellenos de mujeres. Siempre esconde alguna dentro de la marmita grande. Mientras espera al pan que crece, amasa y manosea para él mismo algunos bizcochos en forma de senos generosos. En la soledad de la cocina nocturna Ulises se inspira y las rellena con crema pastelera, con dulce de membrillo o chocolate. A veces se demora en encajes y puntillas de azúcar y sedosas túnicas de impecable glacé, les pone pezones de cerezas y alhajas bruñidas de frutos secos.

Al abrir la puerta de hierro la bocanada infernal del horno le empaña los lentes. “Ahí van, mis chiquilinas” él se alegra, y las llama por su nombre: los pechos erizados de Mimí, las regias ubres de Olga, las tetitas pueriles y prohibidas de Norma. Ulises acerca el banquito de madera a la mirilla para esperar y ver cómo las tetas caseras crecen y se tornan voluptosas y doradas.

Es en ese momento cuando le gusta sentir el chistido de la tapa a rosca de la botella. El primer trago de ginebra es una estampida de toros que baja por la tráquea inflamada. Después, ya no quema ni siente nada.

Cuando están listas, Ulises pincela los bizcochos con almíbar y agua de azhar. Toma entonces una teta humeante y la goza con los dientes apartando los labios para no quemarse. Su boca se demora en pezones de membrillo derretido, resopla y gruñe, arranca negras blusas de chocolate. Aunque ya es un hombre maduro, Ulises saborea con la vehemencia de un joven amante. Al final, la masa desnuda acaba siempre en un precoz bocado y el fuego se extingue con un trago de ginebra.

Antes de seguir con el trabajo de la cocina, previo a la llegada de oficiales, pelapapas y lavacopas, el maestro pastelero envuelve y reserva en el estante más alto un par de tetas. Para la merienda. Eso será todo lo que su apetito pida; así ha sido durante meses.

Desde hace algunas semanas, Ulises también se ocupa de alimentar la variedad de minúsculos monstruos que habitan su camarote. Para ellos amasa panes del tamaño de una uña y emparedados liliputienses de jamón serrano; cuece guisados de bacalao servidos en cáscaras de maní y mezquinas porciones de fideos municiones. Éste es el breve alimento con el que Ulises nutre el zoológico de su imaginación.

Y la ginebra, diseminada en decenas de tapitas por toda la recámara.

Los tripulantes del Canal Beagle lo tratan con cordial desapego. No es raro tratándose de hombres que llevan años viviendo entre hombres sobre un suelo que se mueve. No prestan atención ni a la curiosa obsesión pastelera de Ulises ni a esa jauría etílica de mascotas que esconde bajo llave. Su mollera, descarriada como un tren, apenas les vale la creación de algún apodo ocurrente de sobremesa, una broma o un comentario lateral hecho con picardía y con piedad. No lo juzgan ni intentan socorrerlo porque no pueden dar lo que no tienen. Para un marino, el riguroso respeto por la demencia ajena garantiza la libertad de cultivar la propia. Vivir y dejar vivir; morir y dejar morir. Esa es la ley de a bordo. En tierra firme, la anarquía y la fragilidad de las relaciones humanas los ofusca y los confunde. Se pierden en el amor como perros después de la lluvia. Por lo demás, Ulises se ha vuelto invisible a sus ojos por el hechizo de la costumbre.

El día en que faltó el pan, notaron su ausencia. Fueron varios los que salieron a buscarlo. Pero el universo de un barco es limitado. Fue el capitán quien tomó la decisión de forzar la cerradura del camarote. El ojo de buey al tope dejaba entrar la brisa atropellada. Debajo, sobre una silla, Ulises había doblado el pijama con esmero. Junto al par de chinelas quedaron los lentes. No hubo cartas ni palabras de más. Apenas la letanía de las olas golpeando el casco y una ovación de albatros en el aire.

Cerraron la puerta y pusieron un precinto de plástico amarillo. En la soledad del camarote, sobre la única mesita amurada al piso, gobernaba solitaria una botella de ginebra a media asta. El líquido formaba círculos concéntricos repitiendo del mar los golpes, en un oleaje diminuto e infinito.




*Este relato pertenece a El Horóscopo del Bebedor (inédito) y fue publicado en Malabar, revista digital creada y dirigida por Carlos Pascual.

5.9.11

Too much love will kill you



feliz cumpleaños
amor de mi vida




Oh yes I’m the great pretender
Just laughing and gay like a clown
I seem to be what I’m not, you see,
I’m wearing my heart like a crown
Pretending that you’re
still around.


1.9.11

Esta esperanza de miércoles

No es que me moleste la basura, pero es como si hoy alguien hubiera descargado un contenedor entero frente a la Plaza Cagancha, junto a la glorieta. El viento no ayuda, juega nomás. Las bolsas vuelan como palomas de plástico; hay calesitas de hojas, botellas y boletos.
Es temprano. Creo que soy la única en este salón interminable. El mozo me trae el cortado y la medialuna; corro un poco la laptop y la libreta para hacerle lugar y por las dudas.

Recién despiertos, los habitantes de la calle se van acercando al montón de deshechos a buscar algún desayuno. Tres hombres y una mina. Uno viene atrás, rezagado, y no quiere soltar su sobre de dormir; primero lo lleva como una capa, después lo arrastra. Me contagia el bostezo. Se refriega los ojos y camina en zigzag barriendo el cemento; tiene la barba larga y complicada, pero parece un niño sonámbulo tirando de la punta de su frazada tras una pesadilla.

Unos encuentran un pan y otros unas frutas y vuelven al banco. Los observo a través del vidrio del bar. La mujer sacó un cuchillo para pelar una naranja. El cortado caliente y amargo me incendia la garganta.

La Lupe le puso voz a un pensamiento que me anda rondando desde hace semanas: ¿cómo llegamos a esto? No digo a la pobreza, eso se sabe. ¿Cómo fue que nos acostumbramos?

Si alguna vez esperamos o desesperamos, es claro que ya no.

¿Es el dejar de esperar lo que nos ha quitado la furia y la valentía sobre la que cabalgaba nuestra esperanza?


Ahora ha brotado una niña de una bolsa de papas rellena de diarios. Se para y corre a las palomas de verdad. Veo a la gente despertar aterida y húmeda en la calle, arrastrar su humanidad por un pan duro.  Yo observo, tomo mi café y, enseguida, en un rato, voy a escribir algo lindo y cierto y bien pago.

En mi biografía -en relación a los vínculos y las posesiones- dejar de esperar, dejar que los deseos vuelvan a enrollarse y dormirse, ha sido el talismán para encontrar la paz interior y, paradójicamente, hay veces, toparme por azar con aquello que esperaba (Por algún motivo pueril y egoísta, tengo temor de que al confesarlo deje de suceder, sin embargo voy a arriesgarme).

A veces, dejar de esperar es la mejor manera de encontrar.

Pero no puedo renunciar a esta otra esperanza que saca la mano de la basura y dice aquí estoy, te duele porque estoy, no tenés paz porque estoy. Renunciar a esa esperanza es un movimiento inútil de la voluntad porque no depende de ella. Como no es posible conseguirla con solo desearla ni quitármela de encima como un disfraz. La esperanza es un don. Como el amor.


Pero la única manera de lidiar con una esperanza que sigue encendida es hacer algo con ella. Y parece ser que a ella no le alcanza con que yo  ponga un papel en una urna cada tantos años. La esperanza inmóvil quema, duele, se hunde en la carne. Es una brasa encendida que nos incinera por dentro. Como el amor. (Desde la marcha de los Indignados un amigo hizo un cartel con lapiz labial en un trapo: "es amor, y lo llaman revolución").

Es Vitamina E, dijo Galeano en la plaza Catalunya, a quien todavía quisiera escucharlo, hablando de lo bien que viene una buena dosis de rebeldía y esperanza.

Habrá que hacer algo urgente porque unos se mueren de frío y otros nos estamos convirtiendo en cenizas.

Y si no, claro, está la opción de hacer, manso y tranquilo, la cola para que te apliquen la inyección diaria de anestesia local.



Ya no te espero
ya estoy regresando solo
de los tiempos venideros
ya he besado cada plomo
con que mato y con que muero
ya se cuándo, quién y cómo.

Ya no te espero
porque de esperarte hay odio
en una noche de novios
en los hábitos del cielo,
en madre de un hijo ciego,
ya soy ángel del demonio.

Silvio Rodríguez

23.8.11

Sobre dónde poner el alma

mi mesa en el Seddon de 25 de mayo.
Ahora vigila la esquina de Chile y Defensa.


















A veces, escribir no es suficiente.

Cuando el alma está agobiada, furiosa o cargada como un arma, repele el gesto catártico de la escritura y amenaza con aplastar como una mosca cualquier intento de volcarla en un papel. Como el agua, el humor se acomoda en los resquicios, se amontona en los diques de la autocomplacencia, en las drogas y los psiquiatras o desemboca suave en un bar.


Si tenemos suerte, el destino nos concede la gracia de tener uno.

Los boliches de mi vida siempre tienen estantes libres, una alacena, un lugar en el fondo de un cajón para guardar esos trozos de alma que se me desprenden como la piel de los lagartos, escombros que sé que tienen algún sentido -aunque ignoro cuál- y que debo guardar hasta tanto lo comprenda.

En los bares dejé en salvaguarda los deseos que las estrellas fugaces ignoraron sistemáticamente, algún que otro fantasma reincidente, todos los dolores sin consuelo.

El jueves pasado conocí el Museo del Vino llevada por la entusiasta y muy postergada intención de volver a bailar tango. Le pregunté a la profesora si algún día me sería posible relajarme en el vaivén de una milonga sin pensar en qué lado del cuerpo está el peso, olvidando la pisada y el firulete. "Puede suceder -dijo Felicidad, así se llama ella- pero a veces pasan años de años y solo es posible si hay verdadera conexión con el compañero" (Digresión: no fue esta la única indicación técnica con aristas ontológicas de la clase: "tenés que escuchar lo que su cuerpo te dice para poder decidir sobre el tuyo", "ella no tiene ojos en la espalda, no la culpes si se choca con alguien, vos la tenés que cuidar").

Mientras mi alma se acomoda y aprende, disfruto del error, ejercito el músculo del volver a empezar, voy ganando pista.

Un local con una barra, diez mesas, una radio y una maquina de café puede ser un hospital para el espíritu.

¿Tendrán registro los bolicheros de que no se trata solo, ni de lejos, de comer y beber?

Se trata de la sonrisa de gato de Cheshire de Michel del Garní que flota alrededor para hacerte bien; del perfil de Ani que uno no ve pero adivina detrás del aroma a canela y cilantro, de las mejillas de bienvenida de Daniel encendidas como el fuego al fondo de su horno de barro.  ¿Sabrá Jose que una sola de sus décimas, cada línea recitada en una vuelta de sacacorchos, es una pócima curativa? Si ando negativa, Regina me levanta el ánimo mostrándome las pruebas de que todo puede ser y es, de hecho, un poco peor. Edu seguro sí sabe que el filo de su ironía corta en rebanadas la más dura de mis tristezas. Pero tal vez Pamela ya no se acuerde que me salvó la vida, hace veinte años, cuando aquella madrugada sin clientes se sentó a compartir la última medida de Johnnie y me dijo: mirá Caperucita que si una da tanto, un día mete la mano en la canasta y, de pronto, no queda nada.



Yo trato de convencerlos de la superstición de que los bares son salvadores, que redimen a esa porción de humanidad inmolada en los altares de la noche.
Pero, sin excepción, se ríen, no hacen caso. Tienen cosas más importantes entre manos: revisar que haya pan, cerrar la caja, lidiar con un proveedor. A veces me miran como verdaderos amigos que son; otras como los piadosos profesores de un psiquiátrico a una paciente, que no sabe que lo es y alegremente delira, lo cual es probable.
Es poco decir que tengo buena estrella con los bares, el azar y los amigos. No en ese orden, aunque por ahí sí. Sucede cuando los bares se vuelven amigos, los amigos mensajeros del azar y el azar un lugar seguro donde se puede habitar en una noche de soledad.

Echado en una esquina de mis diecisiete persiste el Tigre, sitio al que los varones de 5°B se rateaban y al que el preceptor más bueno del mundo iba a buscar cuando la Directora llamaba a su oficina, porque sabía que no estaban en el colegio. Andy corría como loco las varias cuadras desde ahí al bar (¿dónde podían estar si no?) para traerlos de vuelta. Llevaba en el bolsillo una corbata de repuesto de esas falsas, con elástico, por las dudas.

Años después, con L., nos refugiábamos en el Moliere a leer desenfrenadamente a Borges, a Vallejo y a Cortázar. Por esa época fuimos también feligresas del bar de Guido, que un día cambió de dueño y le pusieron -vaya paradoja- Café de los Ángeles. Explicar esta historia podría llevarme la extensión de una novela.
Sobrevive, aunque solo en mi memoria, el Pernambuco de la Avenida Corrientes donde Ulises Dumont reinaba cada noche en la mesa del centro y en cuyo depósito me ocultaron los mozos, una extraña madrugada de humor negro. Enfrente, el Astral, angosto y habitado por sátiros y faunos jubilados y en el que décadas más tarde imaginé ver entrar, lento como un dromedario, a un Jorge Varlotta que jamás conocí. La Academia y la Opera tuvieron su minuto de gloria cuando cambiar de noviete significaba cambiar rigurosamente de establecimiento, de trago y de género musical.

También sobre Corrientes -caminar mucho nunca ha sido mi fuerte-, er mío el café de Liberarte sobre cuyas paredes, una vez, no hace tanto, apoyé el oído para cerciorarme de que la voz del Polaco no hubiese quedado atrapada como el mar adentro de los caracoles.

En Montevideo, en el ángulo del pasaje y Buenos Aires, está el eterno Bacacay, extensión del living de mi alma y espejo del Seddon justo al otro lado de ese mar. Al Seddon lo vi morir y volver a nacer como un fénix y doy fe de que sus cimientos también se sostienen sobre los cascotes de mi corazón hecho pedazos.

Mucho después llegaron el Gallo para Esculapio, segado joven como un poeta tuberculoso y bello, y el café Homero que sigue habitado por el espectro blanco de un bandoneón. Tan lejos y tan cerca, en la asombrosa ciudad de La Paz vuelvo en sueños al Socavón que tiene esculpidos en la entrada un querubín y un demonio porque dicen que, como en las minas, necesitarás la ayuda de dios y del diablo para salir de allí, asunto del que soy testigo, aunque no en un estado del todo lúcido.

Como en cada cielo y cada infierno, el Edén de mis bares tiene un centinela. Un bar caído, un ángel condenado injustamente por un dios incompetente: vigilando la placita, sobre la esquina de Serrano y Honduras, el Taller era la prueba de que seríamos jóvenes por siempre. Mentira. Hace un par de semanas, cuando doble la esquina y levanté la vista, ya no estaba ahí. Ni él ni mi juventud.

¿Adónde habrán ido a parar los retazos de vida que dejé en sus mesas, adónde los besos furtivos? ¿En qué estante quedaron las trampas, las promesas, los tragos de más? Busqué los graffitis de los baños, pero una mano impecable de pintura los había borrado.

Cuando se muere un bar, cuando un bar se rompe, el alma de quienes le tuvimos devoción se derrama como a través de una tumba rajada.



Y andá a cantarle a Gardel. No hay nada que hacer, los bares no resucitan ni reencarnan ni despiertan con un beso. Si en algún lugar siguen viviendo es en el medio del pecho. Son la escarapela de ese barrio inventado que llevamos puesto.

Ahí es donde, algunas veces, la escritura regresa y es útil para volver a rescatarlos y juntar, del alma, poco a poco los pedazos.



Yo simplemente te agradezco la poesía
que la escuela de tus noches
le enseñaron a mis días.

Cacho Castaña / Polaco Goyeneche


16.8.11

De la niebla a la luna

Las copas de los árboles emergen entre la niebla a los costados, allí donde se  supone que está el campo. No es de día ni de noche. Del camino no se ve más que un trozo veloz de pavimento iluminado por los focos delanteros.
Ya se durmieron las cuatro mujeres sentadas adelante –maduras,  cincuenta y cinco pasados, tres rubias y una pelirroja, envueltas en esa pilcha con mucho de negro y dorado que desentona cuando sale el sol-. Más que quedarse dormidas, creo que cayeron fritas. Se la pasaron bromeando con estruendo durante los primeros minutos de viaje. Discutían acerca de si a una mina muy irritable (se referían a una empleada del Buquebús en particular), se le diría mal servida en Buenos Aires y en Montevideo mal atendida, o si es al revés. Las variaciones entre uno y otro concepto provocaban la carcajada de las cuatro. Algunos pasajeros ejercen sobre ellas esa censura visual tan nuestra, otros sonreímos y miramos para otro lado.  Juraría que llevan varias botellas puestas, que compraron una de esas promociones de dos días de joda en Montevideo, tres estrellas, todo incluido. Apuesto a que siguieron derecho de la milonga al bus, de aquí al barco y, al llegar, directo a una oficina pública, a la dirección de una escuela secundaria o a la cama, alegando con voz ronca al teléfono tremendo ataque de hígado que, probablemente, se convierta en realidad con el transcurso de las horas. Por el momento, una de ellas ha empezado a roncar suavemente.
La neblina es sólida todavía. El bus avanza con cautela como un ciego tanteando el camino.  El ronroneo del motor me invita a cerrar los ojos. Por la comisura se me escapa una lágrima que no es de pena, es la arena de ese reloj que marca los siglos que hace que duermo mal y me lija los párpados por dentro. 
El aparato de aire acondicionado escupe una correntada tibia que confunde y esparce los hedores de los pasajeros; los que estamos, los que viajaron antes que nosotros y antes que ellos. Despojos adheridos al tapizado, sustancias entre las rendijas de metal de las ventanas, mugre disimulada por un desodorante de ambientes barato.
Detrás de los cristales el campo y las pocas casas aparecen muy lentamente. La niebla se extiende ahora al ras del pasto; unos caballos y unas vacas flotan sin extremidades, los hocicos hundidos en la bruma.
Me vuelvo a ajustar los auriculares y oprimo play sin sacar la mano del bolsillo. “Oh, yeah, I´m calling you”, la voz traversa de Aznar me atraviesa como un escalofrío. 
Me entrego al raro privilegio de dejar pasar el tiempo.
Asumiría alegremente la condena perpetua de viajar escuchando música. Música, un lápiz y una libreta. Si hubiera nacido varón tal vez sería viajante (no entiendo por qué, pero no hay mujeres en el oficio);  un hombre introvertido y gris que gastara la vida recorriendo kilómetros desde  Buenos Aires a Corrientes, de Rosario y Fray Bentos a Salto, Rivera y Treinta y Tres. Ida y vuelta, cien, mil idas y vueltas con mi valijita. De pronto recuerdo que alguien me dijo una vez que los viajantes conocen del país solamente la senda que recorren y que, casi siempre, es la misma toda la vida.
¿Se aprenderán los paisajes de memoria? ¿Todos los rebaños y todos los campos sembrados? ¿Cada molino, cada farol y cada rancho? ¿Se alojarán siempre en los mismos hoteles y los extrañarán siendo ancianos, como uno añora de viejo el olor de las almohadas de la infancia? De pronto, ser viajante me parece una mierda;  un infierno en el cual moverse es la forma implacable y paradójica de estar petrificado (pienso en anotar esto último en la libreta pero me da pereza y me digo que, de todos modos, no es gran cosa).
En cambio, me deslizo un poco más buscando la concavidad del asiento. La mujer que está a mi lado no se sacó el abrigo y ocupa más lugar del que le corresponde. El cálido vaho verde de un mate recién empezado, que adivino en el asiento de atrás pero no veo, me toca la nariz y las ganas se convierten en saliva. 
Pienso en las personas que conozco y en las que no, la mayoría debe estar despertando en este momento, en camas distintas de ciudades diferentes. Las caras arrugadas e hinchadas de sueño, el aliento rancio, el cabello pegado al sudor. En todos los casos,  el siseo del gas en la cocina calentando la pava o la caldera, según sea la orilla que le haya tocado en suerte al mate.
Parece que la niebla insiste, pero no, son las ventanas empañadas. Abro un redondel con la mano. Detrás del vidrio los verdes aparecen al fin, deslumbrantes, lustrados por el rocío. El día arremete: “Mi corazón es de río y ha salido más el sol”, me dice al oído la canción como si supiera.
Durante un buen trecho un cable de alta tensión subraya, paralelo, la línea del horizonte. Cosas de pais lisito. Pronto entraremos en el camino de las palmeras y enseguida llegaremos a Colonia.
Aunque ya se hizo de día y sé que es inútil tratar de dormir, cierro de nuevo los ojos:  necesito recuperar algo que dejé en la noche anterior. Vuelvo a sus fauces para traer de vuelta la visión de la luna poniente, hace una hora y algo, en el taxi camino a Tres Cruces. Explotó ante mí justo al doblar a la derecha desde la Rambla hacia Propios. Lástima no poder compartir un recuerdo tan exagerado con alguien más, culpa de la hora.
Tengo al menos este pequeño truco de cerrar los ojos para rescatarla solo para mí: inmensa, una luna absorta y estriada como la pupila de un cíclope, asomada por encima de los pinos del cementerio del Buceo. 


Calling you / Pedro Aznar / A solas con el mundo, 2010:
http://grooveshark.com/s/Calling+You/3lF0xn?src=5

13.8.11

Lo que pegué en el Feisbuc y decenas de lerdos que no lo leyeron ahora me piden explicaciones y hacen tremendas escenas por mail, skype y sms

(3/8/2011)
En unas horas cruzo el charco -que por suerte no es la Estigia sino el Plata-, esa costura marrón que hace de nosotros los retazos de un mismo abrigo. 

Corro a besar su otra mejilla, uno de mis dos amores fatales, mi Buenos Aires querida.
Cuando vuelva, algunas cuestiones palaciegas y otras muy de pueblo, me van a complicar el seguir manteniendo abierta la pestaña del Feisbuc. Y sí, a veces hay que poner a dormir ciertas cosas para despertar otras.
En esta, mi pequeña porción de la red casi no hay amigos a los que no haya visto con mis propios ojos y tocado con mis propias manos.  Es cierto que, en muchos casos, eso fue del otro lado del mundo o hace un cuarto de siglo. Pero tratándose de redes sociales el tiempo y el espacio –esos que antes fueron inamovibles tiranos- son apenas las hilachas sueltas del destino.
Porque somos pocos y nos conocemos, les debo estas líneas a modo de 
hasta pronto, miren que no me morí, volveré y seré millones, o al menos cien, la cuestión es sumar.
Gracias por compartir este espacio. Gracias por hacerme pensar, reír y llorar. Los vínculos que aquí creamos son reales; lo que no existe es la histeria de quitarle el cuerpo y el alma a la vida.
No dejen que los muros se queden sin canciones. No dejen que dejen de hacerse preguntas. (Si tienen ganas de compartirlas, que sea vía mail, a la antigua.  Abrazos, palabras y otras materias primas de la felicidad se reciben por la misma ventanilla).
Recuerden regar las flores que a veces insisten en brotar entre las grietas de los muros.  No se amarguen ni se empeñen en borrar los grafitis que no vale la pena siquiera mirar. Sigamos volando bajo. Así tendremos más chances de descubrir en el barro las piedras preciosas que la vida nos regala. No aceptemos imitaciones por más brillantes que parezcan. Que cada uno se apure a compartir su porción de maravilla.
Nos vemos en alguna esquina de Montevideo o Buenos Aires, en algún bar, vino de por medio o a la intemperie, con un mate; con lluvia o con sol. A no olvidar que la única existencia que vale la pena es la que se vive con los cincos sentidos. Como me enseñaron a decir hace poco (al fin y al cabo todo se trata de eso, de aprender): Namasté.


Les dejo la más linda canción de estos meses.





PS: ¿Lo que de veras me provoca síndrome de abstinencia?: Compartir con otros el asombro por la música.