18.4.12

Los abriles malditos

A Flavia

 (1976)
“Hay un picaporte en el suelo”.

Escucha la frase susurrada en la terraza y recuerda que, efectivamente, ese mediodía, mientras descolgaba la ropa, vio el viejo picaporte que indefectiblemente se desprende de la puerta del cuartito.  Hace falta buscarlo y encajarlo en la puerta de lata para abrir.
«Que lo levante Magoya», dijo con desidia cansada y los brazos cargados de sábanas tibias.

Se levanta en combinación sin hacer ruido y abre despacio la puerta del patio interior que da a la escalera. Yo escucho sus pasos descalzos, el crujir de los huesos de las rodillas. Me levanto también y voy a su lado. Intenta echarme, que me vaya, que me vuelva a la cama, inmediatamente y sin chistar; me lo dice en croata y en español.  Yo me aprieto más a sus caderas de satén; desde entonces más o menos, es que soy de no hacer caso cuando me dicen que debo huir. La brisa es fría, siempre es fría en el recuerdo aunque sea solamente abril, y se está mucho mejor amarrada al mástil del peligro junto a la persona que amas, que segura lejos de ella.

En la pared de cal de la medianera, los dedos de luz de unas linternas se encienden y desaparecen como en un teatro de sombras. No tengo miedo, pero percibo el temor en el leve temblor de su organismo.

Hay alguien en la terraza. Más de uno. Eso lo entiendo a pesar de la infancia.

Esa mañana, como otras, Tonka sintonizó puntualmente el programa Español para todos en ATC, con la intención nunca consumada de tratar de limar ese inmundo acento croata y ampliar el vocabulario. La audición del día se explayó en las variaciones del verbo ser: yo soy, él es, nosotros somos. Ser, existencia, identidad.

“Repita con nosotros, estimado televidente: yo me identifico, tú de identificas, él se identifica”.

Esa noche, Tonka se aclara la garganta y la lección aprendida se arroja certera como una saeta:
-Identifíquese o disparo.
Por un momento, se apagan las linternas y las voces se funden en la oscuridad.

Yo me escondo un poco más detrás de sus ancas, hundo la nariz para atrapar el hedor de su miedo que me da seguridad, me mantengo bien pegada a sus piernas de vellos suaves. Hago un rulo nervioso con el dedo índice enroscando el raso de la combinación; ella me aparta suavemente hacia atrás y no quita la vista del hueco ciego de la terraza al final de la escalera.

De pronto, dos pares de piernas en jeans comienzan a descender muy lentamente. En las entrañas de la casa, muy oculto, escucho los ronquidos de mi padre dormido. No quiso despertarlo (“Seguro agarraba el chumbo y salía muy machito a la tarraza. Parra qué? Parra nadda; para que los energúmenos le pongan un tiro y me lo dejan ahí, muerto”)

Los hombres bajan con las manos en alto. Ambos llevan una linterna en una mano y el arma en la otra.

“Señora…”
“Alto ahí”.
El que va adelante bajando en zapatillas, nos fusila con la linterna en la cara. Yo me escondo como detrás de un roble; ella se tapa el rostro con el dorso de la mano.
“Somos de la policía federal, señora. Estamos buscando a unos subversivos”.
Y entonces, lo inadmisible (solo con los años pude entenderlo):
“Identifíquese o disparo”.
La voz es formidablemente firme. En mi limitado acervo infantil la declamación de mi madre se repite con los años en los estertores de los yacarés del paso del Yabeberí: “No hay paso. Ni nunca!”
Unos pocos escalones antes de llegar al último, el milico de civil suspira hondo; hace un gesto de fastidio con la cara, deja la izquierda de la pistola en alto y con la otra, la de la linterna, saca una credencial del bolsillo trasero del pantalón y la extiende.
A la vez que adelanta la cabeza para ver, Tonka atrasa el cuerpo y se tapa con las manos para esconder el escote reconociendo de repente, como Eva después del error, que está casi desnuda. Sin embargo, los vuelve a mirar con la frente en alto y frunce el ceño, feroz y desconfiada:
“¿Podemos pasar a revisar, señora?”
Mi padre se enteró de todo recién a la mañana siguiente. Flor de pelotera: inconsciente, pelotuda, se serás reverenda boluda, de no creer, gringa tenías que ser. Supongo que ese día mi madre aprendió bastantes adjetivos en español de los que no enseñaba ATC.
Nunca voy a entender del todo por qué, pero esa noche no entraron. No sé si recuerdo o imagino la frase que salió de sus labios:

“Fuera. No se entra de noche a una casa de familia”.
***
(1978)

La tía Julieta se quedó a dormir. Una complicación. La tía en mi cama, Flavia en la suya y yo en el medio, en un colchón hecho de mantas sobre el suelo. Al día siguiente lo negará, pero ronca como una condenada y el aliento rancio de su boca abierta inunda la habitación cerrada con el paso de las horas. La genealogía de mi insomnio precoz también le debe una ficha al ítem tratar de conciliar el sueño a pesar de la apnea de la tía Julieta.

No sé cuántos minutos hace que caí en el dormir profundo. De repente, la luz se enciende. En la puerta del cuarto hay dos tipos de uniforme como salidos de una de Indiana Jones. Me llaman la atención las botas, a la altura pedestre de mi vista, duras y de trompa redonda como bulldogs.

La tía Julieta se despierta de golpe y pega un gritito absurdo cuando uno de los ursos levanta el colchón con todo y la veterana encima, para ver si hay alguien escondido debajo de la cama.

Después se van y me duermo, tal vez sueño, quién sabe, a pesar de los ronquidos de la tía Julieta.
No tengo registro familiar de ningún comentario posterior sobre esa noche. Pero una espina se me clava por dentro cuando al día siguiente en la cola de la panadería o el almacén, la escucho a la Pochi cuchichear con otra igual a la Pochi, que se los habían llevado por subversivos.
“Mirá vos, de no creer, gente tan normal. Algo habrán hecho”.
"Mamá, ¿qué es un subversivo?"
No debo haber hecho la pregunta con suficiente claridad porque la respuesta permanece a oscuras en mi memoria.

***
(1979)

A los once, mi más pesado lastre existencial es ser portadora de un par de tetas del mismo talle que tendré de grande.
«Es precoz», dicen, y yo empiezo a ensayar ese aire de estar papando moscas para ignorar lo que me hiere y atravesar en puntitas de pie por encima del barro cualquier la humillación. A todas las demás las tablas del delantal le quedan lisitas, prolijas, planchadas con apresto; no a mí. Se me infla la delantera y se arrugan las tablas. Eso y la trenza que llevamos obligatoriamente las de pelo largo para que no se te peguen los piojos. Las de las chicas son trenzas de ninfas del bosque, delgadas y sedosas;  mi trenza, de tanto pelo, rizado y largo hasta la cintura, parece la liana de Tarzán. La gilada estudiantil me otea las tetas y el chico que me gusta me tira de la trenza.

No voy a decir que no me defiendo.  A uno le hice sangrar el labio de una piña  (“tenés que poner el puño duro, así como una piedra, muy bien, y sacar el pulgar para no quebrártelo”, me enseñaría mi padre) y hubo también un puntapié certero en la fila que me condecoró con uno de mis escasos plantones en la Dirección. En cambio, tolero con paciencia de género el desapego hipócrita y la displicente piedad de las congéneres (“pobre, tiene tetas”).

Tal vez por eso, mi mayor preocupación cuando me piden lo que me piden en casa al salir de la escuela es que se den cuenta del asunto de las tetas.
“Andá a llevarle una cocacola y unas galletitas a esos pobres muchachos”.
Camino con los hombros levemente inclinados,  la vista baja y las mejillas de fuego.  Es doblar la esquina de Artigas y achicar el paso. Me acerco a los soldados sentados en fila en la vereda durante horas al rayo del sol sobre Navarro.
Dicen que están ahí porque el cura Martinetti tiene un arreglo con los milicos para que ayuden a construir la escuela, justo enfrente de mi casa, al lado de la parroquia San José. Entiendo que ese fue solo uno de los tantos pecados mortales del padre Martinetti. Muchos años más tarde aquello sería una pista en la comprensión entre la relación carnal entre la iglesia oficial, que no la otra, y la dictadura.
Por el momento, mi único conflicto son las tetas demasiado grandes a la vista de los jóvenes soldados. Me doblan en edad. Pero a ellos no parece importarles en absoluto mi aspecto; ni siquiera parecen detectar mi pudor. Me tratan con camaradería como se trata a una mascota.  Enseguida, me resultan más amables que mis compañeritos de escuela.
“¿Por qué 'colimba'?”, me animo a preguntar un día -ya en más confianza, aunque me parece que no siempre son los mismos- mientras espero a que terminen de hacer correr la botella y el cuarto de Chocolinas que manda mi madre:
“Colimba, piba: corre, limpia, barre”.
“¡Pero si eso es lo que yo hago en mi casa todos los días!”, digo con esa temprana tendencia a la comedia para salir del paso y el descubrimiento no tan cómico de que el servicio militar es bastante parecido al destino implacable de nacer en un hogar balcánico con una pedagogía materna lindante al de un campo de entrenamiento marcial. 
Se revuelcan de la risa. Yo también río, un poco sorprendida de haber dicho algo significativo; y me olvido de las tetas.

“Gracias, rubia”,  dice uno – tal vez el único del que guardo el rostro; moreno, de lentes circulito y con un libro en la mano, de esos de bolsillo-  mientras me devuelve el envase de vidrio, los dos vasos y la mirada pudorosa.

Me dan envidia.  Tan grandes y ya guerreros. Flacos y macizos, morenazos, alegres y ágiles. Huelen a alegría. Muchachos tratando de pasarla lo mejor posible mientras pasa ese momento robado a la existencia que es la colimba.
«Si algún día me caso, cosa que no voy a hacer nunca en la vida, me voy a casar con uno de estos»,  pienso y dejo los vasos en la pileta de la cocina.



***
(1980)
El último 176 pasa a la una y media y hace rato que no pasa, así que debe ser mucho más que la una y media. Cierro los ojos y me dejo llevar por el declive del sueño, pero las imágenes aparecen, desencajadas y con sonido,

por favor, despierta, despierta ya mismo, dice la voz escondida.
Pero no. Una formación de aviones como patos negros sobrevuela el barrio durante la noche; bombardea la casa de Pochi, el patio de Amelia, el almacén de la esquina, la carnicería de Orestes y la semillería. Caen lenguas de fuego sobre la Agronomía y las vías del tren se convierten en hierros retorcidos de los cuales sale gente que parece que vivía ahí mismo, mirá vos, en unos sótanos debajo de la tierra. Yo miro todo como a través de un catalejo, pero estoy ahí, en medio de todo, en cualquier momento me toca. Tengo miedo. La gente que conozco corre por la vereda, hecha un bonzo, con la cara desencajada que apenas reconozco.  Mi madre también es una niña, apenas más chica que yo, le doy la mano.

Cada una corre arrastrando su propia guerra.
La guerra, la guerra, la guerra. Dice la tele que empieza en cualquier momento. Por qué no les regalamos a los chilenos ese pedazo de mierda de canal que no sirve para nada. A mí me parece que Chile es un país largo y demasiado delgado y se merece un pedacito más.
En realidad, me importa un bledo. No quiero sentir este terror al dormir. Mi madre contó que era muy pequeña, que apenas llegaba a la ventana y veía caer las bombas en Zagreb, su estatura no le permitía verlas estallar: "parecían semillas".
Me despierto cubierta de sudor, temblando de la cabeza a los pies. Me vuelvo a cubrir con la manta verde; me hace sentir segura estar allí debajo de la frazada, aun cuando después de un rato no pueda respirar. Ja! Las bombas no pueden atravesar mi manta verde.  Mastico el ribete de raso y uso la tela como un chupete hasta hacerle un agujero.
Si eso no funciona miro fijamente el ancianito de lentes que suele sentarse en la mesa de luz o al lado de mi cama. El se sienta ahí y deja colgando los pies, levanta los hombros como diciendo qué tal, qué contás. El y yo nos miramos y nos entendemos sin abrir la boca, cabeza-a-cabeza. Me dice cosas que no puedo repetir porque no se inventaron las palabras, solamente las puedo guardar y esperar que aparezca con el tiempo, algún sinónimo útil. Lo que pasa es que el duende no está ahí para protegerme, nunca vino para eso; solamente me observa, quiere conversar y no entiende mi miedo atroz. El hombrecito de la mesa de luz solo quiere que nos miremos a los ojos y conversar un poco; no le interesa nada más; no está ahí para cuidarme.
Pero yo le temo al bombardeo chileno con el que voy a soñar ni bien cierre los ojos.

Y como nada funciona, estiro la mano y agarro un libro y la linterna. Cualquier libro sirve. Hay varios de la colección Robin Hood en la mesita. Leer hasta caer rendida aplastando las tapas amarillas con el cachete siempre es buen remedio; caer por agotamiento, dormir sin soñar, para no soñar con la guerra ni el miserable canal Beagle. Qué importa andar como una sonámbula al día siguiente, si evito morir en sueños.
Si, aun, nada de esto funciona y sigo sin entregarme al descanso, me deslizo desde la mía, a la cama de abajo.

La pequeña duerme, maciza y tibia. Me acomodo a su lado; todo mi cuerpo como una media luna apretado al suyo. Sus leves ronquidos me serenan. Su pecho sube y baja; trato de acomodar el mío al ritmo de su respiración. Hermanita, hermanita, hermanita. La aprieto demasiado y se mueve. Abrazada a ella, me deslizo como un canto rodado que alguien arroja alegremente al fondo oscuro de un lago. Sobre mi mano, un hilo de baba se desliza de su boca entreabierta y me protege como un agua bendita.
"¿Esta chica tiene unas ojeras tremendas, la hiciste ver?"

Las marcas del insomnio, hundidas y sombrías como aquella piedra en el fondo; el secreto de la lectura nocturna debajo de las mantas hasta escuchar los malditos pájaros del amanecer. Los pájaros se llevan bien lejos a la noche y con ella a la guerra, a los chilenos y a las bombas.
***
(1982)
Sufrimos a la profesora Estela Noly Cepeda de primero a tercero del secundario, en historia, instrucción cívica y muy entusiasta suplente de religión en caso de que faltara la Diez, que además era la encargada de vender la revista:

“Quién quiere el Esquiú?”, entraba con una pila y repartía sin preguntar. Si no la comprabas, al menos cada tanto, sumabas porotos para entrar en una sutil lista negra. La misma lista en la que las monjas anotaban tu nombre si te pintabas las uñas, si usabas anillos o te teñías el pelo.
“De pie, señoritas”, profiere la hermana Silvia, una polaca resentida y filosa vestida de azul marino.

El aula es amplia y limpia, con grandes ventanales que hay que mantener abiertos para espabilar la mente. Cuando abrís la puerta del pasillo, se genera una ventolina que te pone la piel de gallina; la poca piel que queda al descubierto entre las medias bien altas y el ruedo de la pollera que cada tanto la hermana Silvia mide para verificar el largo adecuado.
Si hay algo que tiene la Noly es que es una tipa directa, dueña de un estilo totalmente ajeno a la metáfora y la alegoría. Su estampa es de una afabilidad corrosiva y una arrogancia de villana que en Disney no se consigue. Estela Noly Cepeda nos hizo destinatarias de la más clara y contundente exégesis del Estado terrorista durante tres largos e indelebles años de secundaria, los tres últimos años de la dictadura argentina.
“Hace falta sacrificar a algunos para el bien de muchos”, nos explica.

“A veces un poquitín de picana, a veces –repite y sonríe con picardía-  puede salvar a personas inocentes de una muerte cruel en manos de los comunistas”.
Por supuesto, nos cuenta de qué se trata el aparato, cómo funciona y cómo se aplica.
“Un poquititín de picana”, lo dice y muestra el tamaño entre el pulgar y el índice, y se vuelve a reír en sordina como una niña demente que esconde la trampa de un caramelo robado a otro niño a costa de degollarlo.
“Hay familias piadosas que, para salvar la vida de las pobres criaturas, los hijos de esos monstruos, los crían en la piedad cristiana para salvarlos. Es un gran acto de generosidad, ¿no creen?”.
Hay una chica entre las pupilas, repetidora, la única que de veras le hace frente. A veces me parece que no tiene nada que perder y que el ser castigada es su mayor galardón.  Tiene dos años más que el resto, lo cual le otorga un grado extra de respeto como si tuviera varias niveles de juego a su favor.

“Y lo de la gente que desaparece, qué?” dice una vez.
“La gente no desaparece. Cómo va a desaparecer la gente, señorita. Se van del país y abandonan todo, incluso a sus hijos, para salvarse de la justicia y la mano de dios”.
Que eso no es cristiano, que es horrible, que no es justo. Hablamos de a una, levantando la mano para decir; usamos apenas el diminuto espacio de disenso que existe, somos la mugre en la uña de una monja.
Aquella alumna más grande termina siempre en la Dirección. La dejan de castigo, lavando las aulas, balde y escoba en mano, al final de las clases durante toda una semana tal vez. No hay permiso para ayudar.
Ese día de abril, la monja Silvia le da paso a la Noly que entra meneando el culo de hipopótamo, el mentón en alto y la nariz respingada haciendo juego con la melena ya canosa y durita de fijador. Colón redivivo. Camisa celeste, pollera gris. Nada de tintura; lo suyo es un glamoroso envejecer patricio y fascista.
La Noly deja los libros en el escritorio, nos da la espalda sin saludar y escribe en cursiva bien grande, de lado a lado del pizarrón:
“Las Malvinas son argentinas”.
Y desenrolla un mapa.
Nos los explica todo en un santiamén. Las Malvinas son unas islas muy al sur, que están al lado de otras, las Georgias –y nos muestra la foto de un joven capitán Astiz plantando una bandera en unas piedras- y las Sandwich y son todas nuestras desde hace muchísimo tiempo. El insigne gobierno militar, que ya ha acabado con el comunismo, ahora rescata el bastión más caro al sentimiento nacional.
Mirá vos, de pronto aparecen unas islas que ni existían en el programa de geografía.
Estudiamos todo: orografía, población, economía, historia. En las islas hay algunos habitantes, los kelpers, algunas ovejas y mucho krill que comen las ballenas, a la sazón, también argentinas. Los ingleses son los malos, los chilenos también y nosotros somos los buenos. Eso es todo.
Y se acabó todo el programa de estudios de tercero, y nos ponemos a ver, reflexionar y registrar desde este instante el más mínimo pedo que se tiran los –hasta último momento, ups- victoriosos generales de Malvinas.
Conservo una gruesa carpeta tamaño A3 con cada recorte, cada noticia y cada crónica de la guerra: el hundimiento del Belgrano, el Papa bendiciendo las armas ("gracias Juan Pablo, bienvenido a nuestro hogar", todavía me la sé Mirta Legrand recolectando joyas. La plaza. Un trabajo práctico minucioso realizado por las manos de una niña. La carpeta de la vergüenza. La carpeta grande de la derrota. La de la memoria.
Piedad cristiana; por dios, nada menos que la Noly. Si no está muerta, debería estar presa.
Me fui del colegio ese año.
***

Las despedidas se van imprimiendo unas sobre otras pincelando el paisaje de una única postal.

Susurra para no despertarnos pero el aroma de mi padre al salir de la ducha y la leve niebla húmeda del baño que flota al contraluz por la puerta entreabierta de mi cuarto, me despiertan. Ya se va. Sin abrir los ojos escolto, muda, una nueva despedida; observo todo lo que pasa con el olfato y el oído.

El olor frío de la madrugada se confunde con el gorjeo de un mate recién empezado. Las voces graves, no aclaradas aun por la vigilia. El rastro de Old Spice en el aire y el rumor de las suelas de sus zapatos en la baldosa
y el silbido del cierre del bolso
y el hueco de silencio de un beso
y el ya está el taxi, susurrado.
Son los ruidos y las palabras que se escuchan en tierra, bajo el brevísimo techo de las casas de los marineros.

Los protocolos de la partida son siempre los mismos; se te instala un hueco en el pecho; alguna vez fue de color rojo y hoy es cicatriz, latente e indolora; daño intangible a fuerza de tanto tocar la herida.
Es sabido que una manera de evitar el dolor es acostumbrándose a él.
Lo llamaron de urgencia. No le quisieron decir al personal civil qué carga llevaban ni adonde iban. Recién lo supieron en altamar.
Todos aquellos sueños de la guerra con Chile volvieron a colarse nuevamente debajo de mis sábanas. Viví esos meses, noche tras noche imaginando en cámara lenta el misil cayendo derechito justo encima de su cabeza. Virgen del Carmen, protegelo por favor te lo pido, sé buenita. Me sentaba horas frente a la estatua de bello rostro de la virgen, me acomodaba justo delante de sus ojos de yeso para sentir que me miraba. Y me miraba.

Cuando lograba conciliar el sueño, en mi pesadilla él no sufría para nada. Se ve que algo de mí había logrado cierta alianza con el inconsciente para soñarlo en una muerte indolora, porque las imágenes oníricas me lo ofrecían dormido en su camarote o hincado sobre algún motor en la sala de máquinas, civil, laburante, ajeno a la guerra.
Llamaba cada tanto por radio Pacheco.
No era fácil. Había que hablar cortito y al pie y decir cambio. “Hola, cómo estás, cambio” “Bien, acá, un frío de la gran siete; cómo te fue en la escuela, cambio”.
Nos repartieron unas fotocopias con el himno que (¿a diario?) cantábamos:
Tras su manto de neblina/ no las hemos de olvidar/las Malvinas, argentinas/ clama el viento y ruge el mar /Ni de aquellos horizontes nuestra enseña han de alcanzar / pues su blanco está en los montes y en su azul se tiñe el mar.
La Noly llegaba con el diario del día, para mostrarnos que era cierto, que estábamos ganando la guerra nomás. Nunca pude festejar. Estaba aterrada y sabía que lo que decía era mentira.

Las llamadas regulares por radio Pacheco, no sabría decir cada cuánto, fueron las que me mantuvieron la mente iluminada mientras armaba la oscura carpeta del horror para la Noly.
“Los tienen encerrados en las bodegas con el agua helada hasta los tobillos. Cambio”.
“Son unos pibes nomás, tienen miedo, un poco más grandes que la nena. Cambio”.
“Esto es una locura, cambio".
No me lo dice a mí, sino a mi madre. Se atoraba del llanto al contarlo. Pero no se podía decir nada en la escuela.
Hubo civiles a bordo que se ofrecieron, sin éxito, para ocupar el lugar de los colimbas.
“Hoy le escribí una carta, a mi querido hermano, le puse que lo extraño, y que lo quiero mucho. Mamá me ha contado que él es un buen soldado que cuida las fronteras de la patria”.

La pasaban a cada rato en la televisión. Te taladraba la cabeza. ¿Quién era el niño o niña que la interpretaba? Me parece que era el mismo de Bobby, mi buen amigo, este verano no podrás venir conmigo.
Con las colectas de joyas,  el puño con el dedo en alto de la revista Gente, los ejércitos de mujeres tejedoras, la voz de Nicolás Kasanzew transmitiendo triunfal y toda esa prodigiosa capacidad de despliegue social a la argentina, se terminan de hilvanar en mi memoria los retazos del rompecabezas que es la guerra para una niña.

El padre de mi padre enfermó gravemente en esos días.

Lo mandaron a llamar por radio Pacheco. Vino en avión.  El abuelo resistió, tendido en la sala de terapia intensiva del hospital israelita. Esperaba a su hijo. Cuando murió, mi padre lo afeitó y le puso ropa limpia y el mejor traje. Jamás me permití agradecer, no sin culpa, al abuelo Humberto por morirse tan oportunamente y traerlo de vuelta a casa.
Mi padre nunca quiso hablar. No hubo forma de que contara nada. Durante años anduvo con el humor cambiado. No lo decíamos, pero se sabía que era por Malvinas. Un antes y un después. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Decía, hijos de puta, qué hijos de puta.
Por ausente, por vencido
bajo extraño pabellón,
ningún suelo más querido;
de la patria en la extensión.

18.1.12

Diario de un avatar II

Los verdaderos relatos, los que realmente cuentan, se narran al tiempo y en el orden de quien ha sobrevivido a ellos, no de quien los escucha.





Tiempo antes de conocer al hipogrifo, después de ser expulsada de su hogar, Bradamante caminó durante varios días. Una nueva sensación se instalaba en su organismo: la inquietante y novedosa ausencia de reglas. Cuando el cuerpo y la mente abandonan los mandatos de la familia, las obligaciones aparentemente naturales de la crianza, el cuerpo, primero, siente un vacío absoluto parecido a la orfandad. Bradamante caminaba como un caracol, cuesta abajo, llevada por la inercia haragana del destino, llevando su casa adherida a la piel y nada más.

Eligió el camino del océano; el ritmo de las olas y la profundidad del horizonte la instruyeron en la medida de su propia variable condición y lo insondable de su ser. El añil y el gris plomizo del mar, el púrpura inflamado y el oro del amanecer, le enseñaron la variedad de tonos de su alma. El silencio hizo el resto.  Cuando no se tiene con quien hablar, uno empieza a dialogar consigo mismo.
De alguna manera, el tener el mar a su diestra, sus blandas arenas y sus graves acantilados, la hacían sentir orientada. El mar fue un gran compañero de ruta; un dios tutor de la deidad  que nacía en su oscuridad interior.  «Si el mar acaba en alguna parte -pensaba Bradamante-  también yo voy a llegar algún día. Si el mar no acaba, no hay forma de llegar a ninguna parte».

Su primer viaje tuvo más lunas que soles. Prefería la soledad de la noche. Andar a la luz del día, recorrer puertos, plazas y mercados, hacerse ver, la obligaría a detenerse. Conocer a alguien más, darse a conocer; un escalofrío la atravesaba de solo pensarlo. En lo profundo de su alma sentía que no deseaba cruzar la barrera hacia los demás. No era una niña pero tampoco una mujer; apenas tenía una historia  y no podía demostrar con la experiencia nada de lo que pudiera expresar. No tenía más para mostrar que  su apariencia: una mujer sola y joven, de una belleza taciturna y alejada, frágil, al menos hasta verse obligada a demostrar lo contrario; asunto que representaba en sí mismo una complicación.

De día, elegía el recodo acolchado de algún árbol del bosque o la playa  o el callejón desierto de un pueblo para descansar. La mayor parte del viaje lo hizo sin pensar en nada más que eso: caminar, alimentarse, ocultarse, dormir.
Si tenía hambre comía de la tierra; si pasaba por uno de los tantos pueblos de pescadores se ofrecía para limpiar el establo o la atalaya de la faena;  limpiaba las tripas de los peces al pie de una chalana o ayudaba en la cosecha de manzanas de una granja familiar, lejos del litoral.

Si se encontraba en la situación obligada de socializar para sobrevivir, trataba de conseguir algo más que el mero pan con chicharrón o la cazuela de alubias. Unas monedas, un morral, un saco de sal, unas sandalias.

Una viuda a la cual ayudó a reparar el techo del cobertizo quebrado por un nogal derribado por una tormenta, le pagó con dos pantalones y una camisa de su difunto marido. En otro pueblo, un herrero al cual le negó sus favores más inmediatos pero con quien pasó varios días lustrando el acero de las azadas recién forjadas, le pagó con un cuchillo.

Era una daga filosa como un demonio, labrada con una hendidura en el medio para acelerar el sangrado. Dormía en un estuche de cuero negro. Bradamante no descansó la primera noche que la tuvo en su alforja. La recibió a la vez con sorpresa y familiaridad, a sabiendas de que se la había ganado pero sin estar segura del todo de si era la daga la poseída o era ella la sumisa posesión de aquel arma experta y callada.

Cuando el herrero, que no era malo pero era hombre, la vio alejarse del portal otra vez hacia el camino del bosque, le gritó: Algún día vendrá a ti una espada, un acero que tenga grabado tu nombre; no importa si se ve o no, solo importa que tú sepas que solo tu nombre puede estar destinado a ese filo.


Antes de internarse en la espesura, Bradamante escuchó una vez más la lejana y débil voz del hombre con una última advertencia en la que no creyó necesario reflexionar por creerla, en parte, fruto del despecho inicial: “¡Cuidado con la ciudad!”, le dijo. El herrero no era bueno, pero era un hombre.

Fue necesaria la absoluta soledad de los días que siguen a otros días para que Bradamante descubriera el valor de algunas cosas que llenaran el vacío de lo que su vida había sido hasta entonces. La soledad es una gran maestra. Cruel y bondadosa a la vez.
A la sabrosa e inocente recolección de raíces y frutas silvestres durante jornadas enteras, le siguió  el desagrado de ingerir la naturaleza fresca, y fría y cruda. Siempre fresca, siempre fría, siempre cruda.

Siempre, esa palabra cuya analogía es nunca. Recién en ese escalón negado de su existencia sintió surgir el llamado de la muerte indispensable.

Ese día, en un claro caluroso rodeado de frambuesas, manzanos cargados de frutas crocantes y prados tapizados de arándanos, logró calcular la medida entre el inmenso hambre que tenía y la aversión a quitarle la vida a otro ser. Inventó del hambre el sentido de la palabra muerte. Experimentó por primera vez la potestad de darle un destino al cuchillo, la vileza de agazaparse y esperar, el valor de estrangular, mirando de frente a los ojos honestos de la presa.  Esa fue la primera pero no la única vez que sintió la pequeña vanagloria de matar un conejo y despellejarlo. La crueldad es noble y es un derecho cuando nace de la inocencia.
En el vacío que antes había ocupado la infancia empezó a surgir la mujer; del hueco vacante de las costumbres y los ritos familiares, emergió la eremita y la cazadora; con los maderos de su propia intemperie se construyó un refugio.

Recorrió varios pueblos, sus gentes y sus lugares. La mayor parte de las veces, trataba de no dejarse ver. Precisaba estar alerta, pero no lo sabía. Si se ocultaba de las miradas curiosas de los vecinos no era por precaución o por miedo, sino por cierta fobia de ser nombrada en boca de otro; ella, que aún no había forjado su nombre en ninguna espada.

Para poder vivir, comerciaba con lo que tenía: un metro setenta de cuerpo y espíritu dispuesto a todo y preparado para nada. O casi nada. Sabía caminar, sabía hacer fuego y sabía cazar.  Sabía limpiar, callar y desaparecer. Pasaba por un pueblo y pedía comida en la primer casa o posada, con la mansedumbre y la dignidad de quien jamás le negaría la mitad de su pan a otro. Sin embargo, la vida era más empinada y más cruel que la corteza del roble en el que había crecido. Y la caída, más dolorosa.


En la ciudad, la mujer que no es madre o esposa o monja, es puta. Puede que no lo sepa al nacer, pero tarde o temprano alguien se lo hará saber.

Bradamante estaba alegremente agotada ese atardecer. Ya de lejos vio balancearse el cartel de la taberna en cuya madera ya no se distinguía el nombre pero sí el burdo grabado de un cordero.  Entró a la taberna con el último rayo de sol; su sombra, tan larga, se posó sobre la cabeza inclinada de un ebrio en la última mesa. Se hizo un instante de atento silencio en el momento en que atravesó el umbral. Se sentó sin mirar, en un lugar apartado e hizo un gesto con la cabeza hacia la barra. La posadera se acercó sin apuro y con una media sonrisa. Era una mujer de caderas generosas y con piel de un brillo sebáceo y verdoso, sin edad; se acercó con las manos en la cintura y le dedicó una mirada impúdica y meticulosa, como si estuviera tasando el precio de una res.
Le preguntó si quería trabajar. Bradamante se interesó: “¿Y qué puedo hacer?”. Inclinándose hacia atrás, la risotada de la mujer sonó como una campana de llamada para los clientes alrededor. Todos entendieron, solo algunos apoyaron la moción con el gesto. Con un dedo amable y firme, Bradamante apartó de sus senos la caricia cubierta de pulseras baratas de la posadera. Antes de retirarla del todo, la mano de la mujer dibujó un espiral en la piel de su escote;  garabato invisible que ella siguió sintiendo durante un rato todavía, como una marca fantasma.

“Si no hay trabajo que pueda hacer, al menos habrá una cerveza y un pan con grasa; eso puedo pagarlo”, dijo sin sonreír y sin dudar.

Después de comer y beber, un sopor y un cansancio impostergable le cayeron encima como un yunque. Dejó sobre la mesa las tres monedas y salió al fresco de la calle, unos pocos metros cerca de la entrada, se sentó sobre un umbral de piedra. Se sentía tan cansada que cualquier lugar era bueno. Escondió la cabeza entre los brazos y rodó cuesta abajo en un sueño profundo y ciego, cuyo último pensamiento fue la haragana pregunta de cómo haría para huir de allí antes del amanecer. No soñó con su casa ni con su cama; se encaramó como un gato al firme sostén del roble, colgada y leve, abrazada en sueños a un ser inexistente pero cierto.
La mano de un hombre que le aferraba las piernas, otro que la inmovilizaba rodeando su pecho con todo un brazo,  una garra obscena en la entrepierna y uno más, con su flamante cuchillo en la garganta, la despertaron de golpe.

Era la vida real. Luchó como pudo contra ella y, al final, solo pensó en los tonos y lo profundo del mar. No supo si fue su mano la que arrebató la daga o fue la empuñadura de metal labrado la que al fin encontró su mano. Sin poder evitar nada de lo horrible del destino, salvó su vida. Dos de los atacantes se perdieron en el callejón desierto. El hombre que la sostenía por detrás, quedó tendido debajo de ella con el cuello rasgado y una expresión eternamente sorprendida. La sangre del extraño le cubría los hombros como un manto real.


Así que eso era, finalmente, aquello de lo que tanto había oído hablar. Un tesoro codiciado que se alojaba en medio de sus piernas. Así que solo era eso. No era tan importante. Lo hubiera entregado de buen ánimo a cambio de una mirada amable, un trago y una buena historia o una canción que la hiciese reír. «Qué placer puede haber en hurtar algo que podrías conquistar?»
De repente, los ojos rojos del conejo degollado entre sus manos se le aparecieron como un consuelo, una explicación y un espejo. Se sintió tonta y vulnerable. Los odiosos pájaros del amanecer empezaban a chillar.
Corrió a tientas; ebria de asco y cubierta de mugre y sudor, calle abajo, hacia el mar. Se dejó caer de espaldas en la orilla. Las olas leves y heladas se llevaban gradualmente la sangre.  No toda era la del hombre que había matado.
La sal que la penetraba y la ungía por dentro le producía infinito dolor en la piel rasgada.  Así, echada boca arriba en la palma del océano comprendió que lo que duele, a veces también cura.  La primer parte del viaje había terminado.

27.12.11

Diario de un avatar I

I

A la hora del crepúsculo todo él se encendía del mismo color escarlata. Gradualmente su perfil se apagaba en la turbia ceniza para morir a los ojos de todos, confundido en el negro de la noche.  Con el amanecer el roble renacía como un fénix; otra vez verde, frondoso y habitado por el murmullo de las aves.
Aquel árbol me tendía su brazo solemne y me alzaba un par de metros del suelo cada vez que yo se lo pedía. No me gustaba compartirlo. Elegía las horas desiertas de la tarde o esperaba que los otros niños se alejaran para montarlo.

El deseo de estar a solas con él, hundida en su perfume, es una de las primeras señales en las que me reconozco como una persona de naturaleza solitaria.

El grueso brazo del roble no servía para balancearse. Recién en el extremo del leño principal las ramas empezaban a volverse más delgadas y flexibles hasta acariciar la tierra con las hojas.


El tronco, paralelo al suelo, era un trono macizo lustrado durante dos siglos por el trasero de cientos de niños. Era un árbol eterno. Sin embargo, en aquel entonces, cuando pensaba que tenía veinte veces mi edad,  no me parecía ni él tan viejo, ni yo tan joven. Veinte no es un número tan importante.

Yo me refugiaba en él no para vigilar la casa sino para ocultarme de ella.


Mi hogar nunca fue una guarida. Jamás tuve un espacio allí que remotamente fuera mío. El movimiento de las mujeres, así como sus pausas, estaban regulados por las necesidades de los hombres.  Las habitaciones tenían ojos que veían lo que no habías hecho y el tiempo de ocio era algo vergonzoso, como la menstruación o la inteligencia, que debía der escondido aún a fuerza de mentiras.

Mejor que ser es parecer, decía mi madre, que siempre vio con amargura cómo su hija mayor se desentendía de las maneras y los afeites de las muchachas de su edad y cómo rechazaba un candidato tras otro, demoliendo así las aspiraciones de ascenso social de la familia. 


El día que cumplí quince, el notario del pueblo vino a pedir mi mano. Yo ni siquiera lo había visto de frente alguna vez; solo el perfil de cera blanca y nariz afilada, un domingo en la iglesia. 

A él y a mi padre les grité en la cara que jamás me casaría. Quiso darme un golpe pero me escurrí en medio de ambos y subí al roble. No bajé hasta el otro día, con el estómago pegado a la espalda y la decisión inamovible marcada en la cara.

No hubo bofetada.

Mi padre tardó ese día y el siguiente en amputar la rama. Nunca más ninguno de nosotros viviría lo suficiente para verla crecer de nuevo. Ni siquiera el roble mismo duraría tanto. Nunca más niños, ni juegos, no más escondite ni secretos.

Pero  el árbol parecía de fierro. Con cada golpe del arma saltaban centellas y el cuerpo menudo de mi padre rebotaba tambaleante hacia atrás. La madera rugió al desmayarse, rumorosa, en la hierba. La carne del árbol se abrió en una herida blanca llevándose parte del tronco. Los pájaros chillaron todos a la vez y huyeron despavoridos.

No lloré ni me moví.

A los pocos segundos, mi padre dejó caer el hacha al costado del cuerpo. Desde lejos podía ver su pecho que subía y bajaba, loco de cansancio y de furia. Giró la cabeza para mirarme a los ojos: no había más que desconcierto en los suyos. Se tomó el pecho como si fuera a buscar el pañuelo. Entonces, suavemente, se hincó primero de rodillas, y luego cayó de frente, muerto en el lecho de hojas muertas.

Ese día aprendí que ningún lugar es seguro si una vez te arrebataron los rincones de la infancia.
Por eso me fui. No sólo porque mi madre me echó a patadas, arrojándome solamente un atado de ropa que no quise llevar.

Cómo aprendí a usar las armas y a defenderme, a luchar y ser una guerrera, es parte de otra historia que no se contará en este momento.
Solo diré que un día, de un modo extraño, el árbol volvió a mí.


Caía la tarde detrás del peñasco que me servía de guarida. Tal vez por eso cuando lo vi venir, pensé en el roble de mi infancia que se incendiaba al atardecer. Por ese entonces, ya tenía varios enemigos de los cuales defenderme y me puse alerta.

Aquel animal mitad águila y mitad caballo descendió haciendo un círculo rojo y me miró de frente.  Nunca había visto un hipogrifo de cerca. Bajé la vista ante la fiereza de su mirada. 


Era un ser descomunal. Las alas parecían de acero. Exhalaba un vaho violento y arcaico. El olor me mareó un poco y casi pierdo el equilibrio. Resopló al comprobar su poder sobre mi pequeña estatura. 
Me afiancé al suelo abriendo un poco las piernas; el hipogrifo produjo una breve nube de polvo con los cascos para recobrar mi atención y desalentar cualquier intención ofensiva. 


Acaso alguna vez descubra por qué hice lo que hice, teniendo en cuenta que estaba aterrada: dí un paso al frente y extendí el brazo hasta tocar su cabeza con el dorso de mi mano. 

El temblor de su cuerpo se transmitió al mío.

Entonces, el hipogrifo extendió una de las alas y se inclinó un poco. Me invitaba a subir. Aquel animal podía terminar con mi vida pero lo cierto es que me ofrecía el cuello, su parte más blanda y más frágil. En la entrega desmedida y en la terquedad nos reconocimos iguales desde ese instante. 
También yo, si hubiese querido, podría haberlo rematado con un solo golpe de espada. Pero pegué un salto y me abracé a él con fuerza casi al mismo tiempo en que se elevaba sobre una nebulosa de tierra y de hojas y salía disparado como una furia.

Sus músculos y las articulaciones vibraban entre mis piernas desnudas. Hundí la nariz en las plumas del cogote; en el olor oscuro y ácido del animal se hacía presente el perfume primitivo de toda la naturaleza. En él reconocí la fragancia del árbol de mi infancia y, junto a ella, mi propia esencia.


Nos sumergimos en el cielo color vino, cada vez más alto y más lejos del mundo.

Ya no tenía miedo. Ni de las fieras, ni del pasado, ni de mí. Un par de alas me elevaban del cielo. Sin embargo, nunca había estado más aferrada a mis raíces.


(continúa)

*Ilustración de Gustav Dore - Ariostos, Orlando Furioso

5.12.11

El fin del mundo

Era un terreno mediano hilvanado por un cerco de vides. Se extendía a la sombra de árboles antiguos y algunos frutales: un manzano elegante de frutas pequeñas y salvajes; un árbol de higos almibarados y ramas retorcidas.

Eva cargó la cesta de frutas y la calzó en el hueco de sus caderas de madre de muchos. Cruzó frente al hombre sin mirarlo, sonriendo por dentro.  Le gustaba pasar así frente a él. Llevaba su cuerpo como un don, no como un arma. Caminaba como si no supiera que estaba desnuda.

El estaba echado bajo un cedro, aparentemente dormido; un nudo de carne en el nudo de las raíces.
Delante de los pasos de Eva el ocaso hizo desaparecer las sombras. Se acercó sigilosamente. Las plantas de sus pies silbaron sobre el césped.
El abrió los ojos aún antes de tenerla en su campo visual.  El sexo oscuro de Eva desprendía un olor orgánico y fugaz al cual no sabía resistirse. Eva usaba ese poder sin culpa y sin crueldad.
Cuando le dio la espalda sintió el hilo viscoso en la entrepierna y el calor de sus ojos clavados como una flecha entre las nalgas. A poco de inclinarse de rodillas sobre el resquicio de piedra para dejar la canasta, lo tendría encima. Detuvo su aliento cuando sintió el de él en la nuca.

Se inclinó un poco más, se aferró a la piedra con una mano. Dejó que un brazo le apresara el vientre y el otro, los senos.  Sintió su sexo entrando por detrás, como otras veces; se deslizaba suave como una delgada canoa sobre la superficie de un lago.
Eva se derramó antes. De la garganta un lamento ahogado y ronco desató una nube de golondrinas.

Después, quedaron uno junto al otro, cubiertos de sudor, esperando que la respiración regresara a su cauce. Muy de a poco también volvieron los grillos.
-Paraíso terrenal, pongámosle así a este lugar, dijo Eva y suspiró hondo.
-¿Y crees que a él le va a hacer gracia el nombre?


No terminaron la conversación. Se quedaron dormidos, llevados por el declive del placer y el sopor de la noche. Ninguno sintió la mordida. Ninguno, la baba fría de la serpiente atravesando la desnudez.
Pasaron sin darse cuenta del sueño a la muerte.

Así los encontró Adán la mañana siguiente, cuando volvió de cazar cargado de animales muertos.

2.11.11

Baba Lucija

Nació un día trece del año trece. No tuvo madre, apenas padre. Huyó de su casa a los nueve años. Tenía en la mano izquierda, truncada, la línea de la vida; pero saltó sobre ella y decidió sobrevivir.

Fue sirvienta y cocinera, y la primer mujer tornero en su época. Se aplastaba los senos con una faja para no lastimarse en la fábrica y para que los hombres no la vieran como a una mujer. Tenía una belleza maciza, de potranca. El cabello casi blanco de tan rubio y, los ojos, aguijones de un celeste translúcido.

Atravesó la guerra y el océano con tres hijas colgadas. Iba detrás
de una carta que no había sido enviada para ella.

Un día descubrí que Alan Lee había copiado su sonrisa en la ilustración de un libro de seres mitológicos.

Le gustaban las canciones, el helado de durazno, jugar a la quiniela y tomarse una grapita a las once del día con su esposo. Cuando Ivan murió, se tomaba dos: la de siempre y la otra, en honor del difunto.

Entre otros tesoros me legó sus cuchillos centenarios. Uno es largo y de un acero delgado, como una  cimitarra, útil para cortar carne. El otro, muy viejo, es un estilete con mango de guampa y una punta peligrosa. El tercero sirve para separar el hueso de la pulpa; la hoja , casi triangular, tiene apenas unos centímetros de tanto haber pasado por la piedra de afilar.

De la Baba tengo, además, la receta de la sopa de pobre hecha con agua, harina y ajo; el chucrut con sarma y el misterio del café clarividente. Manuscrita en el alma, me dejó la novela de su vida y a esta madre que me parió y que cada vez más, se parece a ella.


Se fue una mañana de Día de Muertos. Dicen que ese día el sol caía a rajatabla sobre el barrio de Agronomía. Que levantó la vista y lo miró de frente, como tantas otras veces cuando se detenía a descansar sobre la azada en el surco.

Pero ese día estaba sentada en un sillón de mimbre en un patio del barrio Agronomía, lejos de Zagreb y de la tierra sembrada.

No era una mujer para estar sentada.


Le dijo a mi madre que ese era un buen día para morir. Por el sol y porque sumaba trece. Y que había que jugarlo. Zivili Baba Lucija.



19.10.11

Noche de Lidia

Había una mujer, creo que se llamaba Lidia. Ponele que se llamara así. Yo era chica, tendría diez; la vi pocas veces, no más de tres o cuatro.

Casi nadie veía a Lidia porque vivía de noche.

Escuché a su marido -un tano que trabajaba de albañil para mi viejo en épocas de tierra firme- decirlo de ese modo, vive de noche, con tristeza y con pudor, en la cocina de casa.  Mi padre levantó las cejas y mamá se sacó el delantal y lo hizo un bollo en el hueco del estómago. Los dos guardaron un silencio a tono con la amargura de aquel hombre.

Cuando se fue, mi mamá dijo que Lidia era linda: “Y mirá que es linda ella, eh?”. Como si eso fuera algo que debería jugar a favor, pero no.

Tenían tres hijos. Una chica y dos varones, de once para abajo. Pibes raros. A veces el padre los traía a casa a jugar. Hablábamos poco. Jugaba cada uno en lo suyo. Eran chicos flacos, ojerosos y tenían las uñas sucias de mugre. Se lo dije a mamá y ella me vino con eso de que era obvio porque la madre vivía al revés.

Yo no pregunté más pero entendí que había algo en la vida que estaba muy mal y hacía muy infelices a todos: no dormir.

–¿Y los demás qué hacen?- pregunté.
–Duermen.
–Y ella ¿qué hace de noche?
–Escucha la radio y llama por teléfono.
–¿A la radio llama?  Jamás había escuchado una cosa así.
–Claro  –dijo con un tono de reproche y, creo, un delgado hilo de envidia –llama a Hugo Guerrero Marthineitz.
–¿Y para qué los llama? Yo no salía de mi asombro.
–Y para qué va a ser –mi madre no estaba del todo segura de darme tanta información pero agregó  –para salir en la radio con eso que escribe, poemas serán.

Lidia me fascinó de inmediato. No dormir y escribir: cosas que a mí empezaban a perecerme familiares y misteriosamente magníficas pero que, era evidente, eran de una deshonestidad axiomática y un error de orillas perversas. Por eso me cuidé muy bien de mantener en secreto mi admiración por Lidia. Porque si estaba tan mal no dormir, leer escritos por la radio y hablar con el conductor por teléfono, mucho peor debía de ser el convertirse, con diez años, en partidaria de semejante facinerosa.




Un día fui a jugar a la casa de estos chicos. Vivían en el monoblock 11 frente a la Grafa. Entramos y nos fuimos derecho a jugar al balcón con unos muñequitos Jack que yo había llevado. Los ahogábamos adentro de una palangana con agua y los íbamos salvando con barquitos de papel que, al final, también se hundían dejando el agua cada vez más turbia de pasta deshecha.

El tano leía el diario en camiseta y masticaba escarbadientes.

Yo oteaba el interior de la casa y pedía para ir al baño a cada rato. No es que tuviera ganas. Lo que quería era verla. La puerta de su habitación, junto al baño, estuvo cerrada esa primera vez. Pero la siguiente no. Fue Lidia la que abrió la puerta. Llevaba una bata rosada de matelassé muy raído y con enganches; el pelo largo y negro alborotado y unas uñas de un rojo despampanante. Parecía una actriz encerrada en un manicomio.

Nos saludó a los cuatro con dulzura y a mí, especialmente. “Qué ojos tenés, por dios” dijo, tomándome el mentón con delicadeza y acercando su rostro al mío. Exhalaba un lejano aroma a tabaco. Sus uñas me hicieron cosquillas en el cuello. Giró sobre su eje y se fue a la cocina a preparar un Vascolet mientras nosotros nos íbamos a jugar al cuarto. No me animé a preguntarle nada pero no pude dejar de mirarla como hechizada por encima de la taza.

–¡Mamá –grité como loca al volver a casa
– ya sé qué hace esta señora Lidia a la noche cuando espera que en la radio atiendan el teléfono!
– …
–¡Se pinta las uñas!
–Eso es porque es paraguaya.
La nueva información, que tampoco parecía muy a tono con las buenas costumbres, me trastornó del todo.

***

Mi casa era la casa del pueblo, de manual. Todo el día entrando y saliendo vecina. Si alguien hacía torta, convidaba. O milanesas. Y para devolver la atención, te mandaban con la fuente llena de buñuelos o de alfajores de maicena. Cuando mi viejo estaba embarcado, siempre había alguna vecina que se cruzaba a hacerle compañía a mamá.  Durante la temporada en que estábamos solas, solían quedarse de noche hasta tarde.

A mí me mandaban a dormir.

Era así: la vecina tal o cual llegaba cuando yo, supuestamente, ya estaba dormida. No tocaba el timbre. Golpeaba despacito el vidrio de la puerta de calle. Yo escuchaba la sopapa del burlete al abrirse y un soplo de brisa que llegaba hasta mi cuarto.
Se encerraban en la cocina a tomar café o mate y conversaban.
Con la luz apagada y la cabeza a los pies de la cama, forzaba a un nivel imposible el sentido del oído. Las sentía susurrar pero con dos puertas de madera de por medio era misión imposible. Me levantaba en remera y bombacha, pegaba la oreja a la madera: palabras sueltas, poco y nada. Me daba cuenta de que hablaban del novio de una o del marido de la otra o ¡de mi padre! Cada tanto, estallaban en carcajadas. Me quería convertir en mosca. Hacía todo lo posible para no dormir y tratar de escuchar.

Sin embargo todo, todo lo tenía que imaginar.
A veces, harta de intentar al cuete, agarraba la linternita y me ponía a leer debajo de la manta. O escribía enajenada en el cuaderno Gloria tratando de hilvanar retazos de conversaciones que no comprendía. El resto, es decir, casi todo, lo rellenaba con mis propias suposiciones.

Sabía que era realmente tarde cuando el 87 ya no pasaba por la puerta. Entonces, una especie de oficial de policía interior me recordaba que estaba muy, muy cansada y que al otro día había escuela.
Por las mañanas despertarme era tan difícil para mi madre como para mí había sido conciliar el sueño. La culpa no era de nadie porque ella no sabía que yo había estado en vela y a mí me parecía una cuestión inevitable el estar despierta. Iba a la escuela con los ojos llenos de arena y, a veces, me dormía en el pupitre y volvía con una nota en el cuaderno. La vergüenza que todavía me da confesarlo es irracional. No dormir me hacía sentir infractora, desgraciada y mala. Como Lidia.

El tiempo pasó, ya no escribo debajo de la manta. Pero esa es exactamente la sensación que sigo teniendo cuando, a menudo, escucho cantar a esos pájaros infames del amanecer y veo el cuaderno abierto, exhausto, a mi lado.
Empecé a dejar de lidiar con el insomnio, aunque no con mucho éxito ni muy constante, hace varios años, más o menos cuando conocí a Levrero, a sus libros, quiero decir. La Novela Luminosa fue escrita en casi un año entero de noches en vela.
“La gente que no duerme se siente culpable y es aborrecida por los demás”. Bioy registra el lamento de Borges en el bodoque publicado luego de la muerte de ambos.

Me imagino el infame rencor de un escritor ciego que no escribe sino que está obligado a dictar y depender de gente que se va a dormir a las diez. Un infierno. "El universo de esta noche tiene la vastedad del olvido y la precisión de la fiebre", dirá el pobre en uno de sus poemas más bellos y más ciertos.  Dice Bioy también que, para atravesarlo, su amigo pasaba noches enteras recostado con el dial clavado en los tangos de Radio Nacional y el volumen muy bajito para no despertar a su madre.
Por mi parte, y en vistas de que esta temporada de insomnio va para largo, estoy empezando a considerar seriamente dejarme las uñas largas y pintármelas del rojo más brillante que encuentre.

*La obra pertenece a la artista plástica Selva Zabronski.

8.9.11

Otra Odisea*

Ulises despierta cuando el mar todavía es negro. Es el primero en levantarse y el último en cerrar los ojos. Cada madrugada su sombra blanca cruza el laberinto de corredores desde el camarote hasta la bodega. Allí recoge y se carga la garrafal bolsa de harina como un muerto sobre la espalda.

El Canal Beagle es una nave gris y marcial, un descomunal animal de lata que zarpa cada quince días desde el puerto de Buenos Aires, cargado de petróleo y de fierros. Amaestrado por un mismo contrato estatal de por vida, el Beagle surca cada vez los mismos mares helados hasta el fin del mundo.

Como pasa con los prostíbulos, las cocinas de todos los barcos se parecen. Los tubos de neón tiemblan y se crispan antes de iluminar del todo el ambiente; luego se quedan zumbando como invisibles insectos en la noche. Cada tanto se escucha también el crujir de los huesos del buque.

Ulises disfruta esos primeros ruidos. Luego, hace girar el dial hasta encontrar un tango en la onda corta. Entonces comienza. Mezcla la harina, el azúcar, la manteca, la vainilla. Aprieta y dobla, estira la masa y las estrofas del tango. Corta, tararea y espera. El hojaldre es un libro que se abre poco a poco. Luego el fuego hace crecer los panes y bizcochos para el hambre siempre urgente de los marineros.

A Ulises le gustan las revistas con escotes rellenos de mujeres. Siempre esconde alguna dentro de la marmita grande. Mientras espera al pan que crece, amasa y manosea para él mismo algunos bizcochos en forma de senos generosos. En la soledad de la cocina nocturna Ulises se inspira y las rellena con crema pastelera, con dulce de membrillo o chocolate. A veces se demora en encajes y puntillas de azúcar y sedosas túnicas de impecable glacé, les pone pezones de cerezas y alhajas bruñidas de frutos secos.

Al abrir la puerta de hierro la bocanada infernal del horno le empaña los lentes. “Ahí van, mis chiquilinas” él se alegra, y las llama por su nombre: los pechos erizados de Mimí, las regias ubres de Olga, las tetitas pueriles y prohibidas de Norma. Ulises acerca el banquito de madera a la mirilla para esperar y ver cómo las tetas caseras crecen y se tornan voluptosas y doradas.

Es en ese momento cuando le gusta sentir el chistido de la tapa a rosca de la botella. El primer trago de ginebra es una estampida de toros que baja por la tráquea inflamada. Después, ya no quema ni siente nada.

Cuando están listas, Ulises pincela los bizcochos con almíbar y agua de azhar. Toma entonces una teta humeante y la goza con los dientes apartando los labios para no quemarse. Su boca se demora en pezones de membrillo derretido, resopla y gruñe, arranca negras blusas de chocolate. Aunque ya es un hombre maduro, Ulises saborea con la vehemencia de un joven amante. Al final, la masa desnuda acaba siempre en un precoz bocado y el fuego se extingue con un trago de ginebra.

Antes de seguir con el trabajo de la cocina, previo a la llegada de oficiales, pelapapas y lavacopas, el maestro pastelero envuelve y reserva en el estante más alto un par de tetas. Para la merienda. Eso será todo lo que su apetito pida; así ha sido durante meses.

Desde hace algunas semanas, Ulises también se ocupa de alimentar la variedad de minúsculos monstruos que habitan su camarote. Para ellos amasa panes del tamaño de una uña y emparedados liliputienses de jamón serrano; cuece guisados de bacalao servidos en cáscaras de maní y mezquinas porciones de fideos municiones. Éste es el breve alimento con el que Ulises nutre el zoológico de su imaginación.

Y la ginebra, diseminada en decenas de tapitas por toda la recámara.

Los tripulantes del Canal Beagle lo tratan con cordial desapego. No es raro tratándose de hombres que llevan años viviendo entre hombres sobre un suelo que se mueve. No prestan atención ni a la curiosa obsesión pastelera de Ulises ni a esa jauría etílica de mascotas que esconde bajo llave. Su mollera, descarriada como un tren, apenas les vale la creación de algún apodo ocurrente de sobremesa, una broma o un comentario lateral hecho con picardía y con piedad. No lo juzgan ni intentan socorrerlo porque no pueden dar lo que no tienen. Para un marino, el riguroso respeto por la demencia ajena garantiza la libertad de cultivar la propia. Vivir y dejar vivir; morir y dejar morir. Esa es la ley de a bordo. En tierra firme, la anarquía y la fragilidad de las relaciones humanas los ofusca y los confunde. Se pierden en el amor como perros después de la lluvia. Por lo demás, Ulises se ha vuelto invisible a sus ojos por el hechizo de la costumbre.

El día en que faltó el pan, notaron su ausencia. Fueron varios los que salieron a buscarlo. Pero el universo de un barco es limitado. Fue el capitán quien tomó la decisión de forzar la cerradura del camarote. El ojo de buey al tope dejaba entrar la brisa atropellada. Debajo, sobre una silla, Ulises había doblado el pijama con esmero. Junto al par de chinelas quedaron los lentes. No hubo cartas ni palabras de más. Apenas la letanía de las olas golpeando el casco y una ovación de albatros en el aire.

Cerraron la puerta y pusieron un precinto de plástico amarillo. En la soledad del camarote, sobre la única mesita amurada al piso, gobernaba solitaria una botella de ginebra a media asta. El líquido formaba círculos concéntricos repitiendo del mar los golpes, en un oleaje diminuto e infinito.




*Este relato pertenece a El Horóscopo del Bebedor (inédito) y fue publicado en Malabar, revista digital creada y dirigida por Carlos Pascual.