5.8.12

Diario de un avatar VII


Abajo en el valle, el pastizal se mecía como una cabellera. Un lunar avanzaba lento, dibujando un surco hasta convertirse en un ser humano, tal vez un pastor.

Entrecerró la mirada rapaz: sin duda era ella. Aunque al principio le había parecido un pastor, eran los ojos y la mente de águila los equivocados. El corazón de caballo supo quién era aún antes de que se acercara lo suficiente para reconocer su perfil.

Bradamante llegó a pie. «Al menos, no me ha cambiado por otro», se alegró por dentro el hipogrifo. 

Llevaba un cayado en la mano, por eso le pareció un pastor ¿Dónde se ha visto una guerrera apoyada en un bastón? ¿No había recuperado su espada acaso? Pero no parecía herida. Solamente lo usaba para avanzar. Caminaba erguida pero con el paso aletargado y un cansancio infinito, como si cargara sobre los hombros una piedra invisible demasiado pesada hasta para una amazona.

Desapareció un momento de su campo visual; todavía tenía que escalar un poco para llegar a la cima del peñasco.  Se preparó. Se sacudió el lomo, bajó los ojos. Hizo como que picoteaba el pasto entre las piedras buscando un gusano.  No quería que ella lo descubriera alerta y se diera cuenta de que la había estado esperando todo el tiempo.

Había pasado madrugadas enteras en la cima del otero hurgando su presencia entre las sombras.  Durante cuatro lunas y sus fases, mirando el valle negro hasta perder el conocimiento, olfateando a la distancia cada ser vivo hasta cerciorarse de que no se trataba de ella. 

La vio caer al vacío una y mil veces, pero jamás dudó de que hubiera sobrevivido ni que algún día se volverían a encontrar. A veces se despertaba sobresaltado, creyendo reconocer su llegada en cada alteración nocturna,  el blando  roce de las patas de un zorro en la tierra húmeda, el crujido de la lengua de los ratones, el trino de los pájaros hundidos en los álamos.

Bradamante emergió sobre las piedras, a contraluz del atardecer. Por el rabillo del ojo vio que se detenía un momento antes de saltar al refugio de arena entre las rocas. Algo tembló dentro de su pecho de caballo. La figura negra de la amazona se recortaba sobre el cielo anaranjado. 

Cuando sus sandalias tocaron el suelo, tiró el cayado con desprecio hacia un costado. Uno siempre detesta los objetos  que solo fueron útiles para sobrevivir las etapas aciagas. No solo dejan de tener significado sino que nos recuerdan la fragilidad de la que fuimos presas.

Sin mover un solo músculo del rostro Bradamante sonrió con los ojos. Chocó las palmas de las manos, a la vez para quitarse el polvo y para anunciar su llegada. El hipogrifo levantó la vista, sereno, mirándola con indiferencia y sin ferocidad, lo cual es algo casi imposible para la fisonomía de un águila.

-Y bien ¿cómo te las arreglaste sin mí? - preguntó con un dejo de ironía.

-Perfectamente -respondió él-, no he salido a volar seguido, es cierto, pero tampoco nadie ha intentado asesinarme por transportar a una obsesa en salvar damiselas raquíticas o pusilánimes caballeros encerrados en torres que ellos mismos erigieron.

Bradamante suspiró. No quería discutir, estaba más cansada de lo que jamás hubiese creído posible.

-¿Te apetece estirar un poco las alas?

El hipogrifo aguzó los pequeños ojos y dejó que la amazona se aferrara a las plumas de su cuello para montarlo de un salto.

Todo se veía más claro desde arriba, con la brisa en la cara y ella abrazada a su espalda. 

17.7.12

Diario de un avatar IV


La barranca se convertía gradualmente en un socavón vertical y duradero. Ella caía pesada, con los brazos en cruz y la espalda hundida, desde lo más alto hacia lo más profundo, en un intervalo difícil de medir en el tiempo. 


La oscuridad y la velocidad la envolvían.


Iba a morir. Sus pensamientos se precipitaban uno a uno en dirección a la muerte, nítidos como los granos de arena en un reloj. Con cada partícula de minúscula piedra convertida en polvo, Bradamante perdía algo de lo que había sido su existencia hasta entonces.

Cada uno de los seres a los que había salvado. Cada hombre y cada mujer, cada posesión, cada recuerdo. Todo quedaba atrás. El roble de su infancia, la imagen de una hebra de cabello sobre la frente de su madre, su perfil confundido en el vapor de la caldera; la espalda sinuosa de su hermana lavando la ropa en la cisterna; la luz oblicua del ocaso que transforma al océano en una plancha de acero. Aquel caballero de la torre con quien solo tuvo en común el gesto del adiós.

Todo quedaba atrás. Aunque la muerte se hacía esperar, se dijo que tarde o temprano acabaría de una vez. Su cuerpo se desintegraría en el fondo y serviría de alimento para las fieras o de abono. 


Sin embargo, no temía por su vida. ¿Alguna vez lo había hecho? ¿Alguna vez había temido a algo tanto como para quitar su existencia de en medio? ¿Acaso no temía perder nada? Se asombró del pensamiento e hizo una enumeración mental de aquellas cosas que consideraba valiosas. Ya había perdido la inocencia y nada grave sucedió. Perdió su hogar, su padre, el amor de su madre y aún siguió viviendo. No tenía posesiones ni una reputación para perder. No tenía miedo de perder el honor, ni la pasión, ni la vida. No había buscado nada de aquello que tampoco lamentaba perder.

Pero si nada temía ¿acaso tenía algo? Se retrajo bruscamente, provocando una repentina voltereta en el aire que aprovechó para deshacerse de la armadura. Tampoco la necesitaba. El metal, al chocar con las salientes de la gruta produjo una fugaz melodía enclenque y atonal.

Recordó del profeta la historia de los dos que una vez cayeron desde diez mil metros de altura y llegaron vivos al suelo. Dos que montaban una nave como un ave de metal. Durante la caída, uno de ellos se convirtió en ángel; el otro en demonio. Dos entidades de distinta cifra engendrados por la caída. Alas negras, alas blancas. El bien y el mal que al caer se aferran el uno a los pies del otro para sobrevivir.

Pero ella no era un ángel, solamente una amazona, no tenía alas y estaba sola en la caída. «Qué absurdo estar muriendo sin poder hacer nada más que especular sobre ello», se dijo. Y aunque iba a toda velocidad, el completo descontrol que de la situación tenía, la hacía sentir inmóvil y paralizada.

De repente la asaltó la idea del hipogrifo. Vio los ojos negros del águila clavados en los suyos, lo sintió galopar en su interior. Experimentó el dolor intolerable de no ver más el despliegue de sus alas, la nostalgia de ya nunca posar su mano sobre el tibio sudor de su lomo. Jamás volvería a sentir sus articulaciones entre sus piernas al volar, ya no se aferraría a su cuello ni aspiraría su respiración oscura mezclada con la voz del viento.

Tenía que renunciar a él. Una punzada de espanto la atravesó y la obligó a plegarse sobre sí misma como un puño, una brasa extinta que guarda, no obstante, la memoria del fuego en su interior.
  
Se abrazó las piernas y metió la cabeza entre las rodillas.

De algún modo, su cuerpo de mujer sabía en qué posición esperar la muerte y naturalmente formuló el mismo gesto corporal con el que se prepara el feto para un nuevo nacimiento.

Pero a pesar de renunciar a ella con la razón, la idea del hipogrifo no quería irse. La certeza del sufrimiento del animal, de su desaparición, le causó una reacción inesperada. La desestabilizaba y le producía un intenso y desesperado sentimiento de pérdida y el deseo irracional de retenerlo. Como si su propia muerte y su dolor no fueran motivo suficiente para reunir el valor de salvarse.

Defender al hipogrifo, su memoria y su recuerdo, no. Salvar lo que de él pervivía en ella. Le hizo falta la ilusión en la existencia de un animal imposible para desear su propia salvación.

Sonrió al pensar en la absurda bondad y la bravura terca del hipogrifo. «Si yo no creo en él tal vez deje de existir».

Esta vez con determinación, volvió a encogerse sobre sí misma como el blando y ferviente capullo de una rosa. Una rosa que cae.


Se abandonó a la fuerza de gravedad; simplemente como una mujer, dueña de su propia caída. 

Poco a poco, el oscuro despeñadero se fue afinando. Gradualmente se alisaron los bordes hasta convertirse en un túnel vertiginoso de piedra helada y lisa.

Los primero golpes contra las paredes de piedra fueron feroces y le arrancaron alaridos de dolor. La piel sufría, también los huesos y sus engranajes. Pero enseguida, su cuerpo –que ya había comprendido- se amoldó al tamaño cada vez más angosto de la galería vertical. Era una bola humana preservada de la violencia por la misma cualidad cóncava de su organismo. La órbita que su cuerpo delimitaba se hacía amiga de las paredes que, a la vez que la detenían y no sin violencia, la atajaban.

Cuando atravesó el tramo final y su cuerpo hizo contacto con el agua, volvió a estirarse. El golpe líquido le produjo un ardor insoportable pero el rumor de las burbujas y la caricia del agua helada la aliviaron.

La caída había desgastado todo lo inútil, todo lo accesorio, incluso su ropa. Estaba desnuda. La punta de su pie derecho tocó la arena levantando un repentino remolino y contoneando las algas del fondo.

Contuvo la respiración. Flotó deliberadamente hacia la superficie gozando la sensación de estar viva. Apenas llegó, boca abajo, sintió que dos manos le aferraban el talle y la arrastraban hacia la orilla. Dejó que aquellos brazos la sacaran del lago.

No abrió los ojos para ver quién era ni quiso identificarse. La oquedad de los sonidos le hizo pensar en una gruta, no en un lago a la intemperie. 


No tenía fuerzas para nada más que no fuera inspirar y expirar. Se durmió de inmediato y no despertó hasta el tercer día a partir de entonces.

Cuando volvió en sí y abrió los ojos, otra mirada, la más bella y más triste que jamás había visto, la contemplaba junto al fuego de la gruta.





6.7.12

Tocar de oído



¿Dónde estará mi pasacasete? Me pregunto y ubico con el puntero de la memoria o la imaginación el rincón del altillo donde está la única caja de zapatos con aquellas primeras atesoradas canciones en cajita. ¿Existe en realidad o solo sobrevive en mi memoria? ¿Mudé la caja en la última mudanza?

No eran mis propios casetes. Eran las canciones de mi madre. Se las fui hurtando de a poco; quedaban en la casa, pero en mi territorio. De noche, muy bajito, cuando leía a mansalva o escribía debajo de la frazada para que no se viera la luz insomne en la rendija, escuchaba música. Tenía unos auriculares parecidos a los que ahora están de moda, grandes y ridículos. Durante mucho pero mucho tiempo, solamente tuve tres casetes para escuchar: uno de Kenny Rogers, otro de los Carpenters y uno de ABBA. En español. Shiquitita dime por qué.

Siglos después, llegó mi primer disco comprado por mí misma: The Joshua Tree. Para entonces, ya estaba totalmente minada por el folclore y contaminada por las canciones de la parroquia. Aquellos salmos y letras de iglesia se sumaban con total ecumenismo musical, junto a Silvio y Charly en la carpeta. (Digresión: nunca reflexioné, sin embargo, el efecto que en mi personalidad, tuvo el haber copiado y cantado tantas veces el estribillo de El Puente.)

Una día, tirado en Navarro y Artigas, me encontré un casete de los Bee Gees. Original, atenti, no grabado. Miracolo. Tenía la cinta enroscada y flácida; hizo falta pegarle un pedacito con scotch y rebobinarlo con la bic varias veces para un lado y para el otro. Quedó como nuevo.

Mucho después llegaron las primeras canciones propias. Elegidas. Llegadas, varias, por obra y gracia de los novietes melómanos. Había quienes tenían doble casetera y te la prestaban para copiar. El detalle, no menor, era juntar la guita para comprar los casetes Bosch, que venían en un plástico de a tres y eran carísimos.  

“Y por qué no buscabas la canción en yutube o en el gugle y ta, la copiabas y ta”, pregunta mi hijo. No se lo puede imaginar. Realmente, este tipo, con su magnífica inteligencia 2.0 de siete años no puede encontrar la operación, la ruta mental para concebir la existencia de la música sin internet.

Mientras conversamos y copiamos letras de la web, tararea: “I say hello you say goodbye…” (Acá está diciendo hola qué tal no, ma?). Pero no pierde el hilo y me vuelve a preguntar cómo era antes lo de las letras.

Sus interrupciones me dan tiempo para pisar el acelerador del De Lorean hacia el pasado.


Siento el aroma a tinta de la vieja carpeta henchida de letras, borroneada; los lamparones verdes de apoyar el mate sobre las páginas como pétalos locos. Los dibujos en el margen –yo repetía frenéticamente una mujer adentro de una gota de agua, herencia y plagio de una publicidad de Casa de Troya, según creo- y cruces corazones iniciales, tonos encima de tonos, va con fa o va con re menor?, tachados y vueltos a escribir. Olor a canciones. Olor a amor. Devoción. Fiebre de aprender las letras, primer sendero más o menos bizarro de la poesía. 
Llegó a ponerse tan obesa la carpeta que apenas podía guardarla en el forro de la guitarra, forzando el cierre que un día se falseó.

Tenía un grabador chatito marca Braun. Lo heredé o alguien me lo regaló usado, no me puedo acordar. La tapa se levantaba así, clic, con el play nomás; ponías el casete y te preparabas para anotar lo más rápido posible. Play, sop, play, stop. Rewind, stop, play, stop. Si era en castellano, fácil. Si era en inglés, copiabas por fonética.

Las canciones a veces quedaban registradas en frases sin sentido, repetidas hasta el infinito del error, con inocencia y con la fe puesta en supuestas licencias poéticas hechas para rimar.

Yo cantaba con convicción y, guiada por el cuaderno, que no me deja mentir, le hacía decir a Reyes “Junto al estero del bajo, lo encontré tendido casi al espiar. Repetía el furzio sin entender qué clase de nombre -tal vez un animalito?- era la paicarrita que le dio su amor al tipo del tango. Del wincofón copié íntegro Permiso -Larralde recitaba clarito, por suerte-  pero se ve que nunca revisé y me quedó clavado el “les debo advertir que son muchos los que  callan y por temor a la biaba comen en las pavadas churrascos de agua caliente”.

Era más difícil, mucho más, copiar del wincofon porque no te dejaban correr la pua hacia atrás para que el disco no se rayara. Que me pasó, me pasó. Me tuvieron lejos del aparato por un buen tiempo.

La otra era copiar de la radio. Un arte, ponerle el stop justito antes de que empezara la voz del locutor para cagarte la fruta con un anuncio. El virtuosismo no era lo nuestro, alcanzaba con escuchar.

La mayoría de los que nos criamos tarareando folclore o tango, lo hicimos por la sencilla razón de que no había otra. No había una militancia ni una industria de la cultura musical para niños. Ni siquiera en la escuela. Y aunque María Elena y Leda estaban ahí, prendidas al corazón, mi sempiterna maestra de música, la señorita Josefina -una mujer muy bajita y muy tímida- nos hacía ensayar las canciones patrias una y otra vez hasta el punto de que llegaras a detestar a San Martín, al Sargento Cabral y a Alfonsina. Punto. Era rarísimo que te compraran un disco solo para vos. Yo, privilegiada, tuve -y eso de muy chica- el disco amarillo de Pipo, las Ardillitas y Bárbara y Dick.

Rafaella Carrá, Sesto, Iglesias, Nino Bravo, los Olimareños, Figeroa Reyes, Gardel, Goyeneche, Cafrune, la Negra, el Varón, eran la música de todos. Sencillamente, no teníamos edad, como Gigliola Cinquetti, para tener discos propios. Escuchabas lo que escuchaban los grandes; heredabas letra y música.

Los oídos de mi infancia se cocinaron en la olla adobada por la voz de mi madre. Ay, Perales. Una no entendía por qué la vieja lloraba de ese modo. Detenía lo que estaba haciendo. Se quedaba con la mirada clavada en algún lugar de la pared del reloj pero como si no hubiera reloj. Paraba de cocinar, se amuraba de espaldas a la mesada de la cocina y con el borde del delantal (“¿Y cómo es él / En qué lugar se enamoró de ti / De dónde es? / A qué dedica el tiempo libre), se limpiaba una lágrima y se corregía el rimmel. Pregúntale por qué.

Levantabas la vista de los deberes y eras testigo de las garras misteriosas de la canción. Por alguna razón, el instinto o el pudor te indicaban que no hacía falta copiar las letra de esas canciones; las aprendías por repetición, como un mantra, y las cantabas al voleo nomás, pegadizas y desgarradoras, con suficiente información para un futuro garantizado de análisis lacaniano y constelaciones familiares.

Este fin de semana, después de postergaciones y excusas de índole inimaginable para un niño, cumplo con mi promesa de ayudarlo a armar su propia carpeta de canciones. La hacemos a la antigua, una por una, escuchando, eligiendo, pero con la facilidad y la velocidad de los nuevos tiempos: google, youtube, música.com e impresora láser. Cuando terminamos con los Beatles, me pide que le busque unas de Mateo y Notevagustar, del Cuarteto, de Charly, de Maia, de Fabi, de los Redondos y Divididos, de León y del Flaco. Y la del mundo que le falta un tornillo y esa zamba que tenés en el celular, también, imprimimelás todas, que un día las voy a querer cantar”.

Domingo. Ya estoy con la mitad de la masa neuronal en los dilemas del laburo que me espera en unas horas. Todavía resta la faena de hacer la mochila, sacarle punta a los lápices, firmar el cuaderno, armar el bolso de deporte, el de piscina y la merienda. Y el baño y lavarse los dientes y leer al menos un capítulo. Otra vez se me hizo tarde, me cacho.

Bajamos la escalera a los tumbos, medio bailando, moviendo el culo -Cleo cleo patra la reina del Nilo, Cleo cleo patra, la reina del twist-, locos de felicidad y muertos de hambre.

Termino descongelando la milanesa que sana y salva, y cortando una ensalada fresca de lechuga y cebolla. Me abro una botellita de cerveza mientras controlo la sartén. No hablamos. Dice la música.

La laptop en la mesada, Beatles a todo dar. Absorto, hojea sus letras recién cosechadas. Las lee con el asombro inmortal de las primeras veces.  Pone un título, organiza las páginas como le parece, busca otra canción en la playlist, anota alguna cosa que no llego a ver en el margen de Help.

Una nueva carpeta de canciones empieza a respirar. A pesar de los años y la aparatotecnia, la historia, milagrosamente, se repite: la cocina, la canción, la herencia de la música casera. 

Agarro mi Pilsen, tomo del pico. Como mi vieja, pero sin reloj y sin Perales, me amuro de espaldas a la mesada y tarareo con él: “Es-con-de-me en tu memoria, quiero vivir, quiero vivir”

Y cierro los ojos. Sigo copiando canciones en un cuaderno invisible que tengo adentro. Escucho crecer a mi hijo.





22.6.12

Diario de un avatar III


El relámpago parte en dos el cielo de negro raso y alumbra a los contendientes por un intervalo.

De un lado, Bradamante se yergue montada en el hipogrifo. Es un ser majestuoso de amplias alas negras y el pico afilado del mismo material indestructible que los cascos de caballo. La mujer lo domina, lo obliga a hacer pequeños círculos a un lado y al otro en un signo de infinito que pronto acabará. 

Del otro lado, el mago la espera de pie en la atalaya. Pinabel ríe pérfido y demencial con el arma homicida al costado del cuerpo. 


La espada destila a sus pies una alfombra de sangre.  Ha asesinado a los reyes y sus vasallos, a los hidalgos y las damas del palacio, a sus nodrizas, a los niños, aún a los recién nacidos. De todos ha conservado para sí el avatar, el soplo de vida eterna que hay en cada ser, y los ha arrojado luego al vacío que se yergue tras los cimientos.

Los luchadores son tragados nuevamente por la noche sin luna.

Un trueno se desenrosca lerdo, es la detonación de cien tambores que da inicio a la contienda.  La mujer aprieta los muslos y clava los talones en el abdomen del animal con más apremio que el usual. Casi podría afirmarse que para corroborar su lealtad, desea producirle dolor.

Una agitación y un jadeo recorren el cuerpo afiebrado de Bradamante. El águila advierte, sin embargo,  que esta vez se trata de un salvataje diferente. Aunque ella jamás lo admitirá, aquel caballero encerrado en el punto más alto de la torre no es solamente otra misión que el emperador le ha encomendado a su mejor servidora.

Ella no lo conoce, nunca lo ha visto, pero el animal intuye que la amazona le ha jurado una entrega desmedida, sin reservas y sin pretensiones de posesión. A veces poco importa poseer lo que se ama, sobre todo cuando uno sabe que jamás tendrá un lugar seguro donde conservarlo.

El hipogrifo recibe las señales del organismo de Bradamante por el contacto que tiene con su alma. O tal vez es al revés, nunca lo supo con certeza.  En cierto sentido son el mismo ser: en parte rapaz, en parte corcel y en parte mujer.  Una criatura monstruosa y difícil de entender.

El amor, en su calidad cegadora, la torna tremendamente vulnerable, y a él lo desconcentra.

Lo que de ave rapaz hay en el hipogrifo duda un instante en obedecer la señal de atacar en picada o huir, esconderse, llevársela de allí.  Su lado equino, en cambio, no piensa, nunca razona, pone su cuerpo y su magnífico impulso siempre hacia adelante; estúpido animal con el que le ha tocado compartir la existencia.

La guerrera se aferra a las crines y se abalanza sobre el villano. Del choque de los aceros brotan nuevas centellas a la par de las que el cielo profiere. Lejos del riesgo, con un segundo refucilo del cielo, la silueta del caballero se hace visible, recortada tras la ventana de la torre. El hipogrifo podría jurar que el cautivo observa la batalla con los brazos cruzados.

Bradamante va a luchar hasta el final. Para eso ha sido concebida.  Su amigo lo sabe y es claro que vencerá o morirá junto a ella. No hay más destino que aquel que nos elige.

El animal mitológico rodea al mago, se ladea y echa hacia atrás las formidables alas para permitir la parábola más amplia al filo de la espada de su compañera. Un corte en el rostro y otro en la espalda agrega la sangre de Pinabel a la de los inocentes.

De pronto, el hipogrifo siente una inesperada pérdida de peso. La amazona ha saltado a la atalaya y ahora pelea cuerpo a cuerpo con el enemigo. El caballo se agita pero no ve el peligro. El águila flanquea a los contendientes avivando el aire denso con las alas.

A punto de ser derrotado, Pinabel retrocede, precisa apoyarse en la baranda caliza. Con la espada empuñada a la altura del cuello, la amazona avanza casi sin rozar el suelo para dar fin al malvado.

Un rayo imposible rompe el cielo en pedazos y perfora la piedra; el pináculo de la torre empieza a arder endemoniado. Todo es muy veloz a partir de entonces.

La décima parte de un instante es lo que Bradamante utiliza para mirar hacia el lugar donde permanece el cautivo. Ni el águila ni el caballo sabrán jamás lo que ella vio. Pero ese instante es el mismo tiempo insignificante que Pinabel aprovecha para tomarla de los cabellos y empujarla al precipicio. 

La espalda de Bradamante cruje contra la piedra y su cuerpo gira en una contorsión hacia el vacío.

El hechicero la sostiene del cabello, sobre la nada, solo el tiempo suficiente para lanzar una carcajada.

Lo que sucede después, llevará mucho tiempo comprenderlo. 


La espada de Bradamante cae en la oscuridad y no toca el fondo. El mago abre el puño y la suelta. El hipogrifo se lanza fulminante detrás de ella y con la última pluma negra del ala, rígida como una lanza, arrastra al tirano hacia la muerte.


Pero entonces, en caída libre y con el rugido más feroz que jamás una mujer ha proferido,  la amazona le ordena salvar al hombre en la torre. 


El águila se negará, se partirá en dos su alma, pero es el caballo el que manda. Siempre es el caballo. 

Bradamante cae más pesada todavía por el peso de su armadura y más rápido; su cuerpo desaparece de inmediato hasta convertirse en un punto ciego en el abismo. 

¿Quién puede juzgar el error cuándo es el amor quien lo motiva? ¿Es posible salvar a otro sin pagar el precio de emplazar un abismo insuperable entre el salvador y el salvado?

El hipogrifo piensa en ello mientras transporta al caballero de regreso al pequeño reino al que pertenece. No le preguntará su nombre.  Tampoco será capaz de juzgar si merecía o no el alto precio que se ha pagado por su salvación.



Intuye que Bradamante no morirá con la caída. Las mujeres y los abismos se entienden bien. 

Su parte de caballo seguirá trotando alegremente con el correr de los meses. El otro, su lado de águila, no dejará pasar una sola noche de luna sin sentirse abandonado.

13.6.12

Tormenta vespertina


Cuando la vi sonreír supe que llegaría a amarla. Supe también que aquel amor desigual no cambiaría de estación.
La tarde a la que me refiero, la lluvia caía pesada y burocrática, como si el cielo tratara de deshacerse de todo el agua en el menor tiempo posible.
La adiviné cruzando en sordina el corredor de baldosas resbaladizas. El cansino rumor del aguacero y los truenos esporádicos eran la coartada perfecta para cualquier delito.
A la vez que el cielo, escuché el tronar de sus rodillas junto a la cama. 
El sonido de su respiración despertó al pájaro en su jaula. Y ese animal narcotizado que habitaba a la vez entre mis piernas y en el esternón, abrió las fauces para cazar al vuelo su mirada de colibrí.
Lo que vino después se repitió otras veces; pero yo la retuve como una única tarde fatua, poblada de visiones. 
El secreto de mi nombre gemido en otro idioma, el mechón pendular sobre su frente en el vaivén de la cópula, mi dedo dibujando caracoles en su espalda.
Sentada sobre mi vientre, era una cebra pintada por el eclipse de los relámpagos a través de las persianas. Hubiese podido escribir mil ficciones sobre aquellos renglones de luz.  Hubiera deseado viajar kilómetros por la colina de esos senos ínfimos; pechos ingrávidos, de margarita, deshojados una y otra vez en la quimera de la palabra que jamás habríamos de pronunciar.  Mucho, poquito. Nada.

El verano acabó; aquella mujer, no. Todavía llueve su nombre en mi cuerpo longevo como un desierto. Todavía fulgura su silueta imposible, un boceto agitado, hecho a mano, onírico y fugaz, en el papel en blanco de la siesta de un domingo. 

29.5.12

Tres Plumas*


«Viajar, hacerle un tajo de lado a lado al mundo a bordo de un barco»

Se despertó pensando en el océano. Estaba mareado. En su cabeza se multiplicaban las ondulaciones del alcohol de la noche anterior.

Vagamente, recordaba la discusión con su jefe por unas monedas de menos, la injuria y la defensa, la piedra certera en la vidriera del bar. Daba igual. Estaba hastiado de ese empleo absurdo desde el primer día

Había caminado durante horas, olfateando el rumbo como un animal doméstico que se ha perdido después de la lluvia. 

Al llegar a la pensión, apenas quiso comer un poco de pan con queso. Recostado sobre la mesa, había gastado la noche entera junto a la botella de Tres Plumas y el cuaderno. Al mediodía siguiente, no le quedaba ni un solo rastro de lo que había pensado o tal vez, escrito; tampoco del momento en el que la ebriedad había derrotado su conciencia y lo había arrojado vestido sobre la cama.

Se levantó, puso agua a calentar y esperó junto al fuego. Los pensamientos y las cosas reverberaban. No había manera de que se estuvieran quietos.

Una baranda, el faro, la piedra. Los fragmentos del sueño que había tenido explotaban frente a sus ojos como pompas. Una falda roja, una noche sin luna, una bahía.

El hormigueo de la caldera le avisó que el agua ya estaba caliente. Preparó un café negro y volvió a la cama con la taza, el cuaderno y la birome. Algo sonrió en su interior cuando advirtió que era bien pasada la hora de entrada al trabajo. Quiso rescatar aquel sueño del olvido pero el gorjeo de una pareja de gorriones en la ventana le robó la intención. Los chiflidos le llegaban abultados,  como si él estuviera de un lado de un tubo y los pájaros del otro. Cuando apoyó la lapicera en el papel, las visiones del sueño se habían escondido. No hay caso; correr detrás de las pistas de un sueño es tan inútil como perseguir a un cachorro con una rama en el hocico. Hay que ignorarlo. Hacer otra cosa. Entonces el sueño vuelve y te deja atrapar las imágenes tras los barrotes de los renglones.

Pensó en buscar pan y deshacerlo en migajas sobre la ventana pero desechó la maniobra pensando que las aves se asustarían y luego tardarían en volver.

Volvió al cuaderno. Al principio su mano estaba muda. Después las nociones fueron llegando, primero de a una, luego asomándose varias y agolpándose para salir de sus dedos como una multitud desordenada y ruidosa de niños huérfanos.

No era la primera vez que, en estado de resaca, su afición natural por la escritura rodaba con facilidad. No escribía nada inventado; es como si estuviera copiando, a la mayor velocidad posible, algo pronunciado en su interior, algo que normalmente no es posible escuchar. Escribía frenético,  las cursivas se dibujaban carnosas y orondas sobre la página en blanco. 
Cuando detuvo la lapicera, una mancha de tinta creció desde la punta y se derramó hasta formar una verruga negra sobre el papel. Se quedó mirando la gota hasta que fueron dos en vez de una. Tuvo ganas de oler la tinta y se llevó la hoja a la nariz. La gota se derramó formando una lágrima invertida; respiró aquel sudor astringente con los ojos cerrados. Olía a azul, pero era negro.

Recién entonces una puntada leve empezó a picotearle la frente. «Tengo los gorriones adentro » . El súbito pensamiento lo impresionó porque al levantar la vista los pájaros ya no estaban en la ventana.  Tomó un sorbo de café pero no quiso buscar una aspirina. Mientras el dolor fuera así, un pichón distraído en su cabeza, quería soportarlo.

Varias veces se había sorprendido a sí mismo tolerando pequeñas molestias físicas: la rodilla de la humedad, un dolor de cintura, la carne afiebrada alrededor de una cutícula. Le gustaba transportar esos dolores sin atenuarlos, como un íntimo ejercicio de resistencia. 

El alcohol tenía el poder de espantar al miedo y sin él, el sufrimiento era inofensivo. Por obra de la resaca, el dolor redondeaba sus aristas, se volvía esférico y acolchado, confortable. Con la espalda incrustada en la almohada y en la soledad del cuarto, recordó haber leído que ciertas tribus de Oriente Medio decidían sus estrategias de guerra en total estado de ebriedad. Mientras los generales del ejército se daban la gran farra acodados en la mesa sobre los mapas de la región, un escriba abstemio anotaba las decisiones tomadas por los jerarcas. Maniobras, traiciones, batallas; todo lo que decidían los borrachos quedaba registrado. Todo se anotaba con precisión, por más extravagante, suicida o sanguinario que fuera. A la tarde siguiente, con la cabeza fría, los generales se reunían en el mismo lugar y se leía en voz alta lo que el escriba había anotado. Casi nunca se cambiaba una coma de lo escrito y el documento se utilizaba como protocolo. De guerra, como si hiciera falta aclararlo.

Los gorriones habían vuelto. Ahora picoteaban las rendijas de masilla de la ventana. Pensó en los generales. Volvió las hojas del cuaderno hacia atrás y empezó a recorrer, curioso, las páginas que había escrito bajo el mando del alcohol la noche anterior. Cuando terminó de leer, cerró el cuaderno. «Por qué no?»

Se dijo que, en sus decisiones, aquellas tomadas con el razonamiento intacto y abstemio, las personas sobreestiman aquello que tienen para perder. Y aunque creen decidir por sí mismas, muchas veces es el miedo quien decide. El alcohol, como los sueños, no ayudan a razonar con mayor claridad pero sí es un gran consejero para identificar el lugar en el que se alojan los deseos. Se puso de pie y abrió las ventanas de par en par. Las aves huyeron; la ciudad entró a su cuarto. Ofreció su mejilla a la cachetada del viento y le devolvió un suspiro.

No había nada más que pensar. Tomó una ducha, se calzó el vaquero y las botas. Buscó su mochila debajo del ropero y puso sus pocas cosas adentro –la ropa, los tres libros, el reloj, la foto de su hermana y de su madre- y cerró los cordeles. Antes de salir, deshizo una hogaza de pan sobre el alféizar de la ventana.

Caminó calle abajo, hacia el puerto. De lejos vio al barco cargando grano. 
Probablemente zarpara ese día. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Se sentía un poco por encima de las cosas, a salvo de todo, de la rutina, de la prudencia, del control. Mientras la brisa marina le iba lavando la resaca, se dio ánimo. Cantaba por dentro y todavía sentía una punzada en las sienes.

Nunca antes había subido a un barco;  por eso se sintió más mareado de lo que ya estaba cuando cruzó el breve puente entre el muelle y la cubierta.

El viejo estaba hincado sobre una gran rueda de aparejos gruesos y encerados. Se rascó la barba cana y lo midió palmo a palmo al escuchar la pregunta. Le dijo que que, efectivamente, era su día de suerte; salían ese día y les hacía falta un marinero.



*De El Horóscopo del Bebedor. 1994

25.5.12

En el medio de mi pecho



La patria no me cabe adentro de un mapa.

Su cartografía es apenas un boceto a lápiz, un dibujo concéntrico que empieza en el caracol de las calles de Agronomía, donde la ciudad deviene campo y contar cometas es tan inagotable como contar estrellas. Apenas dos cuadras más allá, en las coordenadas de mi patria, te encontrás con la subida de Malvín, barriada sin fin escrita en los papeles de la arena, poema donde gorrión rima con gaviota. Mi patria tiene la piel multicolor como los cantos rodados de la playa de Solís y las laderas sombrías de la Sierra de las Animas.

Mi patria se llama Juan y María, Jonhatan y Jennifer.

Y los chinos Rosa y Mario y Flora, de Oruro a Pueyrredón, Analía la cubana y Cosme el polaco.  Mi patria se llama Ivan y huele a chucrut con sarma, a rakia y ginebra Bols; a Nona la del tuco que ni te cuento, a vino patero, a ristra de ajo y silpancho y rocoto. Tiene los nombres de los avatares de verano que vienen de Berlín, el acento tirando a Bahía, el viento reseco del desierto patagónico, los ojos gitanos que ven el futuro en la borra del café. 

Mi patria, partida al medio por un río como una cicatriz.

Tiempo atrás, la vinieron a buscar de noche los cobardes. Se la llevaron encapuchada, le rompieron los huesos y la dejaron caer desde lo alto de un avión, a merced de la intemperie del terror y la mala memoria. Era peligrosa, mi patria. Llevaba un sueño en las entrañas y era peligrosa.  Por eso idearon un modo de hundirla en el fondo del mar y allí alternó con las algas y los bagres durante años. Pero ellos, los sueños de la patria, tercos y buenos nadadores, salieron a flote. Llegaron a la playa como las botellas al mar de los náufragos, con un mensaje intacto y ensordecedor.
  
Mi patria resucitó al tercer día.

Empezó a moverse lentamente. Se estiró y escupió al polvo el mal aliento de las pesadillas. Primero se hizo un mate. Después se miró al espejo y se dijo, voy a vivir. Y miró a sus enemigos a los ojos. Algunos se escondieron abajo de las piedras y otros permanecen agazapados detrás de ellas, y esperan el momento para saltarle encima. Cuando lo hacen, la patria, que no es tonta ni novata, se defiende. A veces la gana, otras la empata;  termina agotada de esas luchas pero es fuerte y tiene una polenta descomunal.

Mi patria anda más contenta que de costumbre.

Usa ruleros y canta debajo de la ducha. Baila con viejas melodías y hace pogo con las nuevas; canciones que brotan como hongos después de la lluvia, cantadas debajo de un farol, al cordón de la vereda, en el medio de la pampa, con guitarra y bandoneón.  Y se gasta las cuerdas vocales con León y con Jaime; con el Polaco, con el Negro y con don Carlos; con La Negra, Fander y el Darno, con Cabrera, los Redondos y el Flaco.

Mi patria anda de a pie y viene de muy lejos, muy atrás en el tiempo, por eso aunque corre, tarda.

Viene descalza y a la intemperie; se abriga con las banderas raídas. Se ha tomado el trabajo de remendarlas para que vuelvan a flamear. No son banderas nuevas, son nuevos los brazos que las alzan. Son brazos que habían olvidado todo, cómo trabajar, como abrazar, cómo alzar las banderas. Muy de a poco están recuperando la memoria. La patria levanta y agita las banderas para decir aquí estoy, mirá para este lado, la historia pasa por acá. Muchos andan codo a codo con la patria. Otros más atrás o tan adelante que ya se fueron. Qué se le va a hacer.

Todos nosotros hacemos la patria en marcha.

¿Qué país, qué fronteras? Esta patria se derrama de los mapas. El mundo cabe en ella, pero mi patria no cabe en el mundo.  Me tiene a maltraer, sin dormir. La lleno de reproches pero me lleva enamorada.  La siento latir como al corazón en cada paso que falta. La llevo puesta como a mi nombre, en el medio de mi pecho. Como se lleva un talismán, una herida, como se lleva puesto el destino. 





18.4.12

Los abriles malditos

A Flavia

 (1976)
“Hay un picaporte en el suelo”.

Escucha la frase susurrada en la terraza y recuerda que, efectivamente, ese mediodía, mientras descolgaba la ropa, vio el viejo picaporte que indefectiblemente se desprende de la puerta del cuartito.  Hace falta buscarlo y encajarlo en la puerta de lata para abrir.
«Que lo levante Magoya», dijo con desidia cansada y los brazos cargados de sábanas tibias.

Se levanta en combinación sin hacer ruido y abre despacio la puerta del patio interior que da a la escalera. Yo escucho sus pasos descalzos, el crujir de los huesos de las rodillas. Me levanto también y voy a su lado. Intenta echarme, que me vaya, que me vuelva a la cama, inmediatamente y sin chistar; me lo dice en croata y en español.  Yo me aprieto más a sus caderas de satén; desde entonces más o menos, es que soy de no hacer caso cuando me dicen que debo huir. La brisa es fría, siempre es fría en el recuerdo aunque sea solamente abril, y se está mucho mejor amarrada al mástil del peligro junto a la persona que amas, que segura lejos de ella.

En la pared de cal de la medianera, los dedos de luz de unas linternas se encienden y desaparecen como en un teatro de sombras. No tengo miedo, pero percibo el temor en el leve temblor de su organismo.

Hay alguien en la terraza. Más de uno. Eso lo entiendo a pesar de la infancia.

Esa mañana, como otras, Tonka sintonizó puntualmente el programa Español para todos en ATC, con la intención nunca consumada de tratar de limar ese inmundo acento croata y ampliar el vocabulario. La audición del día se explayó en las variaciones del verbo ser: yo soy, él es, nosotros somos. Ser, existencia, identidad.

“Repita con nosotros, estimado televidente: yo me identifico, tú de identificas, él se identifica”.

Esa noche, Tonka se aclara la garganta y la lección aprendida se arroja certera como una saeta:
-Identifíquese o disparo.
Por un momento, se apagan las linternas y las voces se funden en la oscuridad.

Yo me escondo un poco más detrás de sus ancas, hundo la nariz para atrapar el hedor de su miedo que me da seguridad, me mantengo bien pegada a sus piernas de vellos suaves. Hago un rulo nervioso con el dedo índice enroscando el raso de la combinación; ella me aparta suavemente hacia atrás y no quita la vista del hueco ciego de la terraza al final de la escalera.

De pronto, dos pares de piernas en jeans comienzan a descender muy lentamente. En las entrañas de la casa, muy oculto, escucho los ronquidos de mi padre dormido. No quiso despertarlo (“Seguro agarraba el chumbo y salía muy machito a la tarraza. Parra qué? Parra nadda; para que los energúmenos le pongan un tiro y me lo dejan ahí, muerto”)

Los hombres bajan con las manos en alto. Ambos llevan una linterna en una mano y el arma en la otra.

“Señora…”
“Alto ahí”.
El que va adelante bajando en zapatillas, nos fusila con la linterna en la cara. Yo me escondo como detrás de un roble; ella se tapa el rostro con el dorso de la mano.
“Somos de la policía federal, señora. Estamos buscando a unos subversivos”.
Y entonces, lo inadmisible (solo con los años pude entenderlo):
“Identifíquese o disparo”.
La voz es formidablemente firme. En mi limitado acervo infantil la declamación de mi madre se repite con los años en los estertores de los yacarés del paso del Yabeberí: “No hay paso. Ni nunca!”
Unos pocos escalones antes de llegar al último, el milico de civil suspira hondo; hace un gesto de fastidio con la cara, deja la izquierda de la pistola en alto y con la otra, la de la linterna, saca una credencial del bolsillo trasero del pantalón y la extiende.
A la vez que adelanta la cabeza para ver, Tonka atrasa el cuerpo y se tapa con las manos para esconder el escote reconociendo de repente, como Eva después del error, que está casi desnuda. Sin embargo, los vuelve a mirar con la frente en alto y frunce el ceño, feroz y desconfiada:
“¿Podemos pasar a revisar, señora?”
Mi padre se enteró de todo recién a la mañana siguiente. Flor de pelotera: inconsciente, pelotuda, se serás reverenda boluda, de no creer, gringa tenías que ser. Supongo que ese día mi madre aprendió bastantes adjetivos en español de los que no enseñaba ATC.
Nunca voy a entender del todo por qué, pero esa noche no entraron. No sé si recuerdo o imagino la frase que salió de sus labios:

“Fuera. No se entra de noche a una casa de familia”.
***
(1978)

La tía Julieta se quedó a dormir. Una complicación. La tía en mi cama, Flavia en la suya y yo en el medio, en un colchón hecho de mantas sobre el suelo. Al día siguiente lo negará, pero ronca como una condenada y el aliento rancio de su boca abierta inunda la habitación cerrada con el paso de las horas. La genealogía de mi insomnio precoz también le debe una ficha al ítem tratar de conciliar el sueño a pesar de la apnea de la tía Julieta.

No sé cuántos minutos hace que caí en el dormir profundo. De repente, la luz se enciende. En la puerta del cuarto hay dos tipos de uniforme como salidos de una de Indiana Jones. Me llaman la atención las botas, a la altura pedestre de mi vista, duras y de trompa redonda como bulldogs.

La tía Julieta se despierta de golpe y pega un gritito absurdo cuando uno de los ursos levanta el colchón con todo y la veterana encima, para ver si hay alguien escondido debajo de la cama.

Después se van y me duermo, tal vez sueño, quién sabe, a pesar de los ronquidos de la tía Julieta.
No tengo registro familiar de ningún comentario posterior sobre esa noche. Pero una espina se me clava por dentro cuando al día siguiente en la cola de la panadería o el almacén, la escucho a la Pochi cuchichear con otra igual a la Pochi, que se los habían llevado por subversivos.
“Mirá vos, de no creer, gente tan normal. Algo habrán hecho”.
"Mamá, ¿qué es un subversivo?"
No debo haber hecho la pregunta con suficiente claridad porque la respuesta permanece a oscuras en mi memoria.

***
(1979)

A los once, mi más pesado lastre existencial es ser portadora de un par de tetas del mismo talle que tendré de grande.
«Es precoz», dicen, y yo empiezo a ensayar ese aire de estar papando moscas para ignorar lo que me hiere y atravesar en puntitas de pie por encima del barro cualquier la humillación. A todas las demás las tablas del delantal le quedan lisitas, prolijas, planchadas con apresto; no a mí. Se me infla la delantera y se arrugan las tablas. Eso y la trenza que llevamos obligatoriamente las de pelo largo para que no se te peguen los piojos. Las de las chicas son trenzas de ninfas del bosque, delgadas y sedosas;  mi trenza, de tanto pelo, rizado y largo hasta la cintura, parece la liana de Tarzán. La gilada estudiantil me otea las tetas y el chico que me gusta me tira de la trenza.

No voy a decir que no me defiendo.  A uno le hice sangrar el labio de una piña  (“tenés que poner el puño duro, así como una piedra, muy bien, y sacar el pulgar para no quebrártelo”, me enseñaría mi padre) y hubo también un puntapié certero en la fila que me condecoró con uno de mis escasos plantones en la Dirección. En cambio, tolero con paciencia de género el desapego hipócrita y la displicente piedad de las congéneres (“pobre, tiene tetas”).

Tal vez por eso, mi mayor preocupación cuando me piden lo que me piden en casa al salir de la escuela es que se den cuenta del asunto de las tetas.
“Andá a llevarle una cocacola y unas galletitas a esos pobres muchachos”.
Camino con los hombros levemente inclinados,  la vista baja y las mejillas de fuego.  Es doblar la esquina de Artigas y achicar el paso. Me acerco a los soldados sentados en fila en la vereda durante horas al rayo del sol sobre Navarro.
Dicen que están ahí porque el cura Martinetti tiene un arreglo con los milicos para que ayuden a construir la escuela, justo enfrente de mi casa, al lado de la parroquia San José. Entiendo que ese fue solo uno de los tantos pecados mortales del padre Martinetti. Muchos años más tarde aquello sería una pista en la comprensión entre la relación carnal entre la iglesia oficial, que no la otra, y la dictadura.
Por el momento, mi único conflicto son las tetas demasiado grandes a la vista de los jóvenes soldados. Me doblan en edad. Pero a ellos no parece importarles en absoluto mi aspecto; ni siquiera parecen detectar mi pudor. Me tratan con camaradería como se trata a una mascota.  Enseguida, me resultan más amables que mis compañeritos de escuela.
“¿Por qué 'colimba'?”, me animo a preguntar un día -ya en más confianza, aunque me parece que no siempre son los mismos- mientras espero a que terminen de hacer correr la botella y el cuarto de Chocolinas que manda mi madre:
“Colimba, piba: corre, limpia, barre”.
“¡Pero si eso es lo que yo hago en mi casa todos los días!”, digo con esa temprana tendencia a la comedia para salir del paso y el descubrimiento no tan cómico de que el servicio militar es bastante parecido al destino implacable de nacer en un hogar balcánico con una pedagogía materna lindante al de un campo de entrenamiento marcial. 
Se revuelcan de la risa. Yo también río, un poco sorprendida de haber dicho algo significativo; y me olvido de las tetas.

“Gracias, rubia”,  dice uno – tal vez el único del que guardo el rostro; moreno, de lentes circulito y con un libro en la mano, de esos de bolsillo-  mientras me devuelve el envase de vidrio, los dos vasos y la mirada pudorosa.

Me dan envidia.  Tan grandes y ya guerreros. Flacos y macizos, morenazos, alegres y ágiles. Huelen a alegría. Muchachos tratando de pasarla lo mejor posible mientras pasa ese momento robado a la existencia que es la colimba.
«Si algún día me caso, cosa que no voy a hacer nunca en la vida, me voy a casar con uno de estos»,  pienso y dejo los vasos en la pileta de la cocina.



***
(1980)
El último 176 pasa a la una y media y hace rato que no pasa, así que debe ser mucho más que la una y media. Cierro los ojos y me dejo llevar por el declive del sueño, pero las imágenes aparecen, desencajadas y con sonido,

por favor, despierta, despierta ya mismo, dice la voz escondida.
Pero no. Una formación de aviones como patos negros sobrevuela el barrio durante la noche; bombardea la casa de Pochi, el patio de Amelia, el almacén de la esquina, la carnicería de Orestes y la semillería. Caen lenguas de fuego sobre la Agronomía y las vías del tren se convierten en hierros retorcidos de los cuales sale gente que parece que vivía ahí mismo, mirá vos, en unos sótanos debajo de la tierra. Yo miro todo como a través de un catalejo, pero estoy ahí, en medio de todo, en cualquier momento me toca. Tengo miedo. La gente que conozco corre por la vereda, hecha un bonzo, con la cara desencajada que apenas reconozco.  Mi madre también es una niña, apenas más chica que yo, le doy la mano.

Cada una corre arrastrando su propia guerra.
La guerra, la guerra, la guerra. Dice la tele que empieza en cualquier momento. Por qué no les regalamos a los chilenos ese pedazo de mierda de canal que no sirve para nada. A mí me parece que Chile es un país largo y demasiado delgado y se merece un pedacito más.
En realidad, me importa un bledo. No quiero sentir este terror al dormir. Mi madre contó que era muy pequeña, que apenas llegaba a la ventana y veía caer las bombas en Zagreb, su estatura no le permitía verlas estallar: "parecían semillas".
Me despierto cubierta de sudor, temblando de la cabeza a los pies. Me vuelvo a cubrir con la manta verde; me hace sentir segura estar allí debajo de la frazada, aun cuando después de un rato no pueda respirar. Ja! Las bombas no pueden atravesar mi manta verde.  Mastico el ribete de raso y uso la tela como un chupete hasta hacerle un agujero.
Si eso no funciona miro fijamente el ancianito de lentes que suele sentarse en la mesa de luz o al lado de mi cama. El se sienta ahí y deja colgando los pies, levanta los hombros como diciendo qué tal, qué contás. El y yo nos miramos y nos entendemos sin abrir la boca, cabeza-a-cabeza. Me dice cosas que no puedo repetir porque no se inventaron las palabras, solamente las puedo guardar y esperar que aparezca con el tiempo, algún sinónimo útil. Lo que pasa es que el duende no está ahí para protegerme, nunca vino para eso; solamente me observa, quiere conversar y no entiende mi miedo atroz. El hombrecito de la mesa de luz solo quiere que nos miremos a los ojos y conversar un poco; no le interesa nada más; no está ahí para cuidarme.
Pero yo le temo al bombardeo chileno con el que voy a soñar ni bien cierre los ojos.

Y como nada funciona, estiro la mano y agarro un libro y la linterna. Cualquier libro sirve. Hay varios de la colección Robin Hood en la mesita. Leer hasta caer rendida aplastando las tapas amarillas con el cachete siempre es buen remedio; caer por agotamiento, dormir sin soñar, para no soñar con la guerra ni el miserable canal Beagle. Qué importa andar como una sonámbula al día siguiente, si evito morir en sueños.
Si, aun, nada de esto funciona y sigo sin entregarme al descanso, me deslizo desde la mía, a la cama de abajo.

La pequeña duerme, maciza y tibia. Me acomodo a su lado; todo mi cuerpo como una media luna apretado al suyo. Sus leves ronquidos me serenan. Su pecho sube y baja; trato de acomodar el mío al ritmo de su respiración. Hermanita, hermanita, hermanita. La aprieto demasiado y se mueve. Abrazada a ella, me deslizo como un canto rodado que alguien arroja alegremente al fondo oscuro de un lago. Sobre mi mano, un hilo de baba se desliza de su boca entreabierta y me protege como un agua bendita.
"¿Esta chica tiene unas ojeras tremendas, la hiciste ver?"

Las marcas del insomnio, hundidas y sombrías como aquella piedra en el fondo; el secreto de la lectura nocturna debajo de las mantas hasta escuchar los malditos pájaros del amanecer. Los pájaros se llevan bien lejos a la noche y con ella a la guerra, a los chilenos y a las bombas.
***
(1982)
Sufrimos a la profesora Estela Noly Cepeda de primero a tercero del secundario, en historia, instrucción cívica y muy entusiasta suplente de religión en caso de que faltara la Diez, que además era la encargada de vender la revista:

“Quién quiere el Esquiú?”, entraba con una pila y repartía sin preguntar. Si no la comprabas, al menos cada tanto, sumabas porotos para entrar en una sutil lista negra. La misma lista en la que las monjas anotaban tu nombre si te pintabas las uñas, si usabas anillos o te teñías el pelo.
“De pie, señoritas”, profiere la hermana Silvia, una polaca resentida y filosa vestida de azul marino.

El aula es amplia y limpia, con grandes ventanales que hay que mantener abiertos para espabilar la mente. Cuando abrís la puerta del pasillo, se genera una ventolina que te pone la piel de gallina; la poca piel que queda al descubierto entre las medias bien altas y el ruedo de la pollera que cada tanto la hermana Silvia mide para verificar el largo adecuado.
Si hay algo que tiene la Noly es que es una tipa directa, dueña de un estilo totalmente ajeno a la metáfora y la alegoría. Su estampa es de una afabilidad corrosiva y una arrogancia de villana que en Disney no se consigue. Estela Noly Cepeda nos hizo destinatarias de la más clara y contundente exégesis del Estado terrorista durante tres largos e indelebles años de secundaria, los tres últimos años de la dictadura argentina.
“Hace falta sacrificar a algunos para el bien de muchos”, nos explica.

“A veces un poquitín de picana, a veces –repite y sonríe con picardía-  puede salvar a personas inocentes de una muerte cruel en manos de los comunistas”.
Por supuesto, nos cuenta de qué se trata el aparato, cómo funciona y cómo se aplica.
“Un poquititín de picana”, lo dice y muestra el tamaño entre el pulgar y el índice, y se vuelve a reír en sordina como una niña demente que esconde la trampa de un caramelo robado a otro niño a costa de degollarlo.
“Hay familias piadosas que, para salvar la vida de las pobres criaturas, los hijos de esos monstruos, los crían en la piedad cristiana para salvarlos. Es un gran acto de generosidad, ¿no creen?”.
Hay una chica entre las pupilas, repetidora, la única que de veras le hace frente. A veces me parece que no tiene nada que perder y que el ser castigada es su mayor galardón.  Tiene dos años más que el resto, lo cual le otorga un grado extra de respeto como si tuviera varias niveles de juego a su favor.

“Y lo de la gente que desaparece, qué?” dice una vez.
“La gente no desaparece. Cómo va a desaparecer la gente, señorita. Se van del país y abandonan todo, incluso a sus hijos, para salvarse de la justicia y la mano de dios”.
Que eso no es cristiano, que es horrible, que no es justo. Hablamos de a una, levantando la mano para decir; usamos apenas el diminuto espacio de disenso que existe, somos la mugre en la uña de una monja.
Aquella alumna más grande termina siempre en la Dirección. La dejan de castigo, lavando las aulas, balde y escoba en mano, al final de las clases durante toda una semana tal vez. No hay permiso para ayudar.
Ese día de abril, la monja Silvia le da paso a la Noly que entra meneando el culo de hipopótamo, el mentón en alto y la nariz respingada haciendo juego con la melena ya canosa y durita de fijador. Colón redivivo. Camisa celeste, pollera gris. Nada de tintura; lo suyo es un glamoroso envejecer patricio y fascista.
La Noly deja los libros en el escritorio, nos da la espalda sin saludar y escribe en cursiva bien grande, de lado a lado del pizarrón:
“Las Malvinas son argentinas”.
Y desenrolla un mapa.
Nos los explica todo en un santiamén. Las Malvinas son unas islas muy al sur, que están al lado de otras, las Georgias –y nos muestra la foto de un joven capitán Astiz plantando una bandera en unas piedras- y las Sandwich y son todas nuestras desde hace muchísimo tiempo. El insigne gobierno militar, que ya ha acabado con el comunismo, ahora rescata el bastión más caro al sentimiento nacional.
Mirá vos, de pronto aparecen unas islas que ni existían en el programa de geografía.
Estudiamos todo: orografía, población, economía, historia. En las islas hay algunos habitantes, los kelpers, algunas ovejas y mucho krill que comen las ballenas, a la sazón, también argentinas. Los ingleses son los malos, los chilenos también y nosotros somos los buenos. Eso es todo.
Y se acabó todo el programa de estudios de tercero, y nos ponemos a ver, reflexionar y registrar desde este instante el más mínimo pedo que se tiran los –hasta último momento, ups- victoriosos generales de Malvinas.
Conservo una gruesa carpeta tamaño A3 con cada recorte, cada noticia y cada crónica de la guerra: el hundimiento del Belgrano, el Papa bendiciendo las armas ("gracias Juan Pablo, bienvenido a nuestro hogar", todavía me la sé Mirta Legrand recolectando joyas. La plaza. Un trabajo práctico minucioso realizado por las manos de una niña. La carpeta de la vergüenza. La carpeta grande de la derrota. La de la memoria.
Piedad cristiana; por dios, nada menos que la Noly. Si no está muerta, debería estar presa.
Me fui del colegio ese año.
***

Las despedidas se van imprimiendo unas sobre otras pincelando el paisaje de una única postal.

Susurra para no despertarnos pero el aroma de mi padre al salir de la ducha y la leve niebla húmeda del baño que flota al contraluz por la puerta entreabierta de mi cuarto, me despiertan. Ya se va. Sin abrir los ojos escolto, muda, una nueva despedida; observo todo lo que pasa con el olfato y el oído.

El olor frío de la madrugada se confunde con el gorjeo de un mate recién empezado. Las voces graves, no aclaradas aun por la vigilia. El rastro de Old Spice en el aire y el rumor de las suelas de sus zapatos en la baldosa
y el silbido del cierre del bolso
y el hueco de silencio de un beso
y el ya está el taxi, susurrado.
Son los ruidos y las palabras que se escuchan en tierra, bajo el brevísimo techo de las casas de los marineros.

Los protocolos de la partida son siempre los mismos; se te instala un hueco en el pecho; alguna vez fue de color rojo y hoy es cicatriz, latente e indolora; daño intangible a fuerza de tanto tocar la herida.
Es sabido que una manera de evitar el dolor es acostumbrándose a él.
Lo llamaron de urgencia. No le quisieron decir al personal civil qué carga llevaban ni adonde iban. Recién lo supieron en altamar.
Todos aquellos sueños de la guerra con Chile volvieron a colarse nuevamente debajo de mis sábanas. Viví esos meses, noche tras noche imaginando en cámara lenta el misil cayendo derechito justo encima de su cabeza. Virgen del Carmen, protegelo por favor te lo pido, sé buenita. Me sentaba horas frente a la estatua de bello rostro de la virgen, me acomodaba justo delante de sus ojos de yeso para sentir que me miraba. Y me miraba.

Cuando lograba conciliar el sueño, en mi pesadilla él no sufría para nada. Se ve que algo de mí había logrado cierta alianza con el inconsciente para soñarlo en una muerte indolora, porque las imágenes oníricas me lo ofrecían dormido en su camarote o hincado sobre algún motor en la sala de máquinas, civil, laburante, ajeno a la guerra.
Llamaba cada tanto por radio Pacheco.
No era fácil. Había que hablar cortito y al pie y decir cambio. “Hola, cómo estás, cambio” “Bien, acá, un frío de la gran siete; cómo te fue en la escuela, cambio”.
Nos repartieron unas fotocopias con el himno que (¿a diario?) cantábamos:
Tras su manto de neblina/ no las hemos de olvidar/las Malvinas, argentinas/ clama el viento y ruge el mar /Ni de aquellos horizontes nuestra enseña han de alcanzar / pues su blanco está en los montes y en su azul se tiñe el mar.
La Noly llegaba con el diario del día, para mostrarnos que era cierto, que estábamos ganando la guerra nomás. Nunca pude festejar. Estaba aterrada y sabía que lo que decía era mentira.

Las llamadas regulares por radio Pacheco, no sabría decir cada cuánto, fueron las que me mantuvieron la mente iluminada mientras armaba la oscura carpeta del horror para la Noly.
“Los tienen encerrados en las bodegas con el agua helada hasta los tobillos. Cambio”.
“Son unos pibes nomás, tienen miedo, un poco más grandes que la nena. Cambio”.
“Esto es una locura, cambio".
No me lo dice a mí, sino a mi madre. Se atoraba del llanto al contarlo. Pero no se podía decir nada en la escuela.
Hubo civiles a bordo que se ofrecieron, sin éxito, para ocupar el lugar de los colimbas.
“Hoy le escribí una carta, a mi querido hermano, le puse que lo extraño, y que lo quiero mucho. Mamá me ha contado que él es un buen soldado que cuida las fronteras de la patria”.

La pasaban a cada rato en la televisión. Te taladraba la cabeza. ¿Quién era el niño o niña que la interpretaba? Me parece que era el mismo de Bobby, mi buen amigo, este verano no podrás venir conmigo.
Con las colectas de joyas,  el puño con el dedo en alto de la revista Gente, los ejércitos de mujeres tejedoras, la voz de Nicolás Kasanzew transmitiendo triunfal y toda esa prodigiosa capacidad de despliegue social a la argentina, se terminan de hilvanar en mi memoria los retazos del rompecabezas que es la guerra para una niña.

El padre de mi padre enfermó gravemente en esos días.

Lo mandaron a llamar por radio Pacheco. Vino en avión.  El abuelo resistió, tendido en la sala de terapia intensiva del hospital israelita. Esperaba a su hijo. Cuando murió, mi padre lo afeitó y le puso ropa limpia y el mejor traje. Jamás me permití agradecer, no sin culpa, al abuelo Humberto por morirse tan oportunamente y traerlo de vuelta a casa.
Mi padre nunca quiso hablar. No hubo forma de que contara nada. Durante años anduvo con el humor cambiado. No lo decíamos, pero se sabía que era por Malvinas. Un antes y un después. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Decía, hijos de puta, qué hijos de puta.
Por ausente, por vencido
bajo extraño pabellón,
ningún suelo más querido;
de la patria en la extensión.