6.9.12

Alter Ego 1.0: los avatares de Nahuel Maciel


Este pequeño ensayo fue originalmente publicado
en la Revista Replicante. Leerlo de su fuente original tiene la gran ventaja 
de acceder a los muy interesantes comentarios
de algunos lectores sobre el mismo.








Este artículo comenzó siendo una caminata de primavera con un viejo amigo por la rambla de Montevideo. Me propuso escribir el guión cinematográfico sobre la historia que relato a continuación para presentar a los fondos concursables del Instituto Nacional de Cine Argentino. El cuento, de parte de mi amigo, venía con el sabor de la primera mano porque hace casi dos décadas conoció al protagonista. El tema siguió con días febriles de escritura del susodicho guión y la respectiva auto censura antes de ser presentado, entre otras razones, porque parte del suceso ya había salido a la luz en una especie de ensayo documental.

La historia es real. Si no me creen, basta buscar en Internet, si es que confían en todo lo que allí se publica.

I. Entrevista por fax

Buenos Aires. Verano del 91. Arde el asfalto y el humor de los porteños.
Un joven entra a la redacción de El Cronista Comercial, periódico de orientación liberal y circulación nacional. El muchacho no es alto, tiene el rostro manso y una mirada oscura de fiereza mal domesticada. Lleva la tierra en la piel y calza sandalias. Parece no ser consciente de que es portador de una estampa mezcla —valga el pleonasmo— de Che Guevara y ángel caído. Camina lento pero sin timidez.
Golpea la puerta y entra al escritorio del director justo en el momento en que éste mantiene una conversación alterada con la jefa de redacción.
Es una mañana miserable en el periódico. La nota principal del suplemento cultural acaba de hacerse añicos y no hay con qué reemplazarla. Una tapa y una doble es mucho espacio para llenar. Hacen llamadas, barajan soluciones, todas opacas.
Se presenta con la digna humildad de un cacique desterrado. El nombre ayuda al hombre: Nahuel Maciel. Llegado desde el hondo desierto patagónico a las fauces de la gran ciudad. El director puede verificar los datos que acreditan su trayectoria en ascenso a través de las fotocopias de algunas colaboraciones suyas en Le Monde Diplomatique National Geographic, entre otros medios. Es activista en el campo de los derechos humanos e indígenas. Ha participado en campañas y ha sido vocero y orador en actos multitudinarios.
Viene a ofrecer la entrevista que le hizo, por fax, a Mario Vargas Llosa y trae, además, una carta de recomendación de su amigo y mentor Eduardo Galeano. Conoce bien al uruguayo porque tradujo al mapuche una parte de Las venas abiertas de América Latina.
Por lo demás, en la situación en la que están, la llegada de un indio mapuche que trae una larga entrevista al autor de La ciudad y los perros es un regalo de Dios —el cual, como dice el manual, es argentino.
La dirección lo acepta sin muchas más pruebas de vida. Aún no lo saben, pero se convertirá en el nuevo periodista estrella. Como aquellos indígenas guaraníes que tocaban el violín para los jesuitas en Europa, Nahuel Maciel será, por un breve lapso, la curiosidad, el número vivo del ambiente. El aura primitivista que lo rodea sirve para contrastar todavía más el permiso que este niño tiene de meter el dedo en la crema y nata progresista de la cultura latinoamericana.
Las mujeres, muchas de ellas colegas de la redacción, sudan por ganarse su mirada negra y, si es posible, un lugar en su lecho.
Y si el apuro y la oportunidad fueron los motivos de haber obviado el rigor periodístico que obligaba a la redacción a cerciorarse de los datos de aquella primera colaboración, no hay explicaciones contundentes respecto del haber pasado por alto la veracidad de las notas que siguieron. Muchas.
A la entrevista inicial, Nahuel añade reportajes a Carl Sagan, Rigoberta Menchú, Ray Bradbury, Umberto Eco y Gabriel García Márquez, entre otros.
Hay quienes dudan, sobre todo algunos colegas de la redacción. El blanco manto de sospecha estará manchado, sin duda, por una gota de racismo y otra de envidia.
Pero la dirección de El Cronista no se va en pequeñeces. Disfruta sus quince minutos de gloria mirando por encima del hombro a la competencia gráfica local que supura una envidia amarilla y desconfiada.
Nahuel Maciel se vuelve una pequeña celebridad del estrecho pero ruidoso planeta del periodismo porteño. Abandona en parte su talante de nativo con quinientos años de resistencia en la espalda y se deja llevar por los vientos del abanico de los conquistadores.
Por ese entonces también es enviado por El Cronista a seguir el rumor de la existencia del Museo de la Subversión en la provincia de Tucumán. Viaja solo y regresa con documentación escrita y un rollo de fotos tomadas a un escabroso y secreto muestrario militar con galardones de la dictadura, sus infamias y aberraciones. Las imágenes muestran partes humanas cercenadas, rótulos de NN en frascos con órganos, fetos, huesos.
El nombre del diario que da la primicia es catapultado a los cables de agencias internacionales: El Cronista Comercial. Chan.
Días después, el gobernador tucumano Ramón “Palito” Ortega (sí, el que en los 60`cantaba “La felicidad ja ja ja já”) niega la existencia del lugar alegando animosidad opositora en su contra. Los organismos de derechos humanos de la provincia también están azorados y declaran que todo el asunto es un delirio. El Cronista Comercial, que ha hecho volar muchas plumas en el gallinero, de pronto, guarda silencio. No hacerse cargo: Costumbres argentinas, tomo II.
Por esos días, cuando la dirección de El Cronista insinúa la posibilidad de publicar un libro con la tremendamente-larga-qué-pena-que-no-es-más-larga-todavía entrevista al Gabo, Maciel acepta y sugiere para el libro un prólogo de lujo: Eduardo Galeano. No se habla más. Manos a la obra.
En marzo de 1992 Maciel redobla la apuesta de aquella primera entrevista al autor de Cien años de soledad con más material listo para editar entre tapa y tapa.
En la Feria del Libro, y ante un notable público cultural, El Cronista presenta Elogio de la Utopía. El libro del periodista mapuche, íntegramente realizado vía fax, con prólogo de Galeano y doce secciones con introducciones filosóficas de adivinen quién.
Aquel día, ante más de quinientas almas y con gran pompa y emoción, Nahuel lee una carta muy elogiosa de García Márquez hacia esas intervenciones y hacia su persona. No puede negarse que todo es a lo grande en Buenos Aires, la gloria y la vergüenza ajenas.
Dicen que alguien vio que alguien más vio que había visto tal vez, a Eduardo Galeano saludando a Maciel en medio de la gente en la Feria del Libro.
Se dijo también que un colega periodista osó ir más allá de las sospechas iniciales preguntando cómo era posible preguntar y repreguntar tan alegremente y en un texto tan largo… vía fax. O a nadie le convenía escucharlo u optaron por matar al mensajero. Costumbres argentinas, ambas, tomo III.
Hay que decir que el libro ostenta una escritura muy elíptica y mal podada, pero digna. En aquel momento parecía ser una publicación necesaria, urgente. 
El aire fresco de la utopía para una militancia quebrada luego de una dictadura atroz que dejó treinta mil desaparecidos, una primera democracia pusilánime y el menemismo de los noventa que, como un elefante rabioso, terminó de aplastar lo poco bueno, útil y público que quedaba.
No obstante, sucedió lo predecible. Días más tarde, como las fichas de un dominó, las demandas empiezan a caer.
La voz de Galeano suena en el auricular. Denuncia, atónito, que jamás prologó el volumen, que todo es un fraude y que no conoce ni de mentas al tal Maciel.
Créase o no, después de eso, El Cronista publica una última y extensa entrevista central al escritor Juan Carlos Onetti realizada por Nahuel Maciel, aun cuando existía la advertencia de un escritor santafesino que aseguraba que el reportaje era idéntico a otro de la uruguaya María Esther Gillio. 
Días después llega la demanda legal de un tal Mamerto Menapace, abad trapense y escritor de varios libros de cuentos de estilo campestre e intención catequística. La demanda llega junto con las fotocopias de su propia obra de la cual Nahuel Maciel plagió cada palabra. 
Cada palabra, menos una.
Fundida la cera de las alas, Ícaro cae en picada y se estrella en el duro mar de la verdad.
El director del periódico agita la evidencia en su rostro y lo interpela: “Es verdad, todo es un plagio”, dicen que respondió, “uno a veces tiene impulsos que no controla. Como los que se sienten impulsados a matar. La verdad es que no sé por qué hago estas cosas”.
Se ha descubierto el relleno agusanado del pastel. Maciel es el único que marcha al horno, aunque -hay que decirlo- han sido más los que batieron los huevos y añadieron la mantequilla para lubricar un éxito impostor vendido en porciones durante meses y cobrado en efectivo.
Maciel no se defiende, casi como si hubiese llegado un momento esperado. No insiste, no da más explicaciones. Desaparece. Su silencio es estertóreo. Y lo que en Buenos Aires no hace ruido, no existe.
Los responsables del diario, a su tiempo, balbucen explicaciones de lo inexplicable. El de Nahuel Maciel no fue un artículo publicado por error. Su mitomanía vino como anillo al dedo para avalar una vertiginosa carrera periodística en ascenso adobada con la rutilante presentación de un libro a cobrar en cash. Y recordemos que la -relativa- fugacidad del plagiario no fue obra del rigor periodístico del diario sino de la intervención y la denuncia de los autores.
Para resarcimiento de los plagiados, la justicia determinó que era suficiente la quema pública de la edición completa de Elogio de la Utopía (aunque no el ejemplar que tengo en mi estante).
Tiempo después, la demanda legal cursada por Eduardo Galeano es desestimada por la jurisprudencia argentina alegando que aquel prólogo no constituye propiedad literaria digna de protección puesto que no había sido escrito por él, y que tampoco existía defraudación pues no perjudicaba de manera alguna el patrimonio de Galeano.
No es para reírse. Aun cuando este tomo del manual se llame Costumbres argentinas, la justicia en los `90 como broma pesada.
Pero la biografía del que todavía vamos a llamar, un rato más, Nahuel Maciel, no termina aquí.
En 2007 se presenta una especie de documental, un ensayo en tono de burla al colectivo ecologista entrerriano que generó un largo y penoso corte del puente internacional entre Argentina y Uruguay. La protesta fue a propósito de la instalación de una planta de celulosa en el río lindero entre ambos países. Hasta hace unos años fue un conflicto doloroso, con aristas puntiagudas y pendiente de resolución durante mucho tiempo. La película se estrenó, sin éxito alguno, en Uruguay pero no en Argentina.
El realizador, Eduardo Montes-Bradley, tomó la historia de Maciel como eje de su trabajo ya que Nahuel fue uno de los voceros del movimiento a través de su trabajo periodístico en un diario local. Hay que decir que la biografía de Nahuel Maciel fue ridiculizada y utilizada por Montes-Bradley de forma humillante, igual que la de otros personajes, para fundamentar la mirada del realizador. Por lo demás, el filme no aporta información confiable ni de la industria papelera, ni de la ciudadanía que estaba a favor o en contra de la instalación de la misma.

II. Un Robin Hood de las ideas

Lo que hace años me sedujo de la historia de Nahuel Maciel no fue la arista fundamental del derecho a la información, la transparencia y el insoslayable respeto al contrato de lectura con la ciudadanía. Aun cuando la biografía de Maciel es valiosa en moralejas y también su arrepentimiento y la madurez al dar la cara en entrevistas posteriores e, incluso, en la citada película, ni de lejos me atrevo a pensar que es el único caso de plagio, material apócrifo o lisa y llana malversación de fuentes y datos en la prensa argentina y ainda mais. Ni en aquellos años 90` ni ahora, en un contexto político de movimientos singulares en la distribución de la riqueza, con plataformas tectónicas multimedia de pretendida imparcialidad pero con intereses parciales y atados al poder por sórdidos lazos históricos. 
Pero no fue este el carozo de mi apetito por la historia. Mi interés en Nahuel Maciel se encendió con el fósforo de un dato que tal vez ha pasado inadvertido y que mi amigo me contó por primera vez, en aquella caminata por la rambla.
En el libro publicado sobre la entrevista a Gabriel García Márquez, Maciel transcribe cada párrafo del texto del abad Menapace; copia cada palabra menos una, la única palabra de su autoría: donde dice Dios, Nahuel Maciel escribe Utopía. 
Si lo único y verdaderamente importante es la información, la literatura y el pensamiento y no la mano que la escribe, esta reflexión podría terminar aquí mismo. También si, como afirma Valery, la historia de la literatura podría contarse sin mencionar un solo escritor.
¿Sería lícito entonces, dejarse llevar por el declive de cierto ecumenismo creativo, al menos en ciertos ámbitos y géneros?
Confieso que desde el primer momento, y en contradicción con los principios que defiendo, no pude dejar de ver en Maciel a una especie de Robin Hood de las ideas. Un ladrón no exento de picardía empática que engañó a la nobleza para derramar las monedas de la cultura entre el pueblo, sin intención de enriquecerse seriamente.
No voy a atribuirle intenciones que él mismo no ha manifestado pero, en primer lugar, no creo que la voluntad principal del plagiario fuera la de la propia gloria. Esto hace la diferencia entre un mentiroso y un mitómano.
El periodista apócrifo sentía que tenía un rol en la transmisión de un mensaje. Al carecer, aparentemente, de otras herramientas psíquicas y personales, puso su propio cuerpo como pararrayos entre la palabra de los dioses y el destinatario. Y vaya si se quemó.
En segundo lugar, no quiero olvidar que Nahuel Maciel hizo lo propio para engañar a un medio de comunicación que se dejó engatusar para bien del negocio. La mentira no le fue ajena a El Cronista. No hay excusas sustentables para afirmar lo contrario.
En tercer lugar, me resisto a suponer que Nahuel Maciel creyera en la sostenibilidad de su ardid. 
Tampoco parece ser una persona enferma (a menos que alguien me asegure que todos los que poseemos una o varias personalidades en internet no lo somos, también, en parte).
Por último, es improbable sostener que una mente brillante como la de Maciel y una devoción a cierta línea de pensamiento progresista creyera que sus mentiras, en realidad, tendrían patas largas.

III. La literatura y el plagio

Como borgiana devota me gusta pensar que la literatura es parte de un gran canto sin fin erigido por todos los artistas de la historia y del cual todos los artistas de todas las épocas abrevan.
El plagio, no obstante no deja de ser un error y un recurso cobarde, absurdo y reprobable.
No me tiren piedras los defensores del derecho de autor, que no a la detracción de este me refiero,  sino a la bienvenida de la circulación cada vez más colectiva del pensamiento, la literatura, la música y los contenidos en general y a los cambios en los parámetros de propiedad intelectual.
Basta con hacer la prueba de sacar en un tris y un solo clic una cuenta en una red social —y pasar cinco minutos o cinco horas, todo depende del estado mental, el objetivo y las ganas de navegar— para dedicarse a dar voz a distintas facetas de la propia personalidad, ser el escritor negro de sí mismo o -y vaya si sucede- replicar el pensamiento de otros como propio.
Avatar, así se llama el nombre de un usuario en Twitter. La piedra que un avatar tira en las redes sociales puede provocar ondas expansivas de intensidad relativa, de acuerdo a su creatividad e imaginación y al número de seguidores que tenga. La mayoría de las personas todavía no comprendió qué significa el Twitter.
Es notable observar la fruición y la furia con la que algunos usuarios denuncian las ideas robadas, recicladas a veces, y devueltas como propias a la red. En otra acepción, son avatares de la red, circunstancias que vale la pena saber antes de colectivizar una idea, un texto o un poema en el mar de la web.
Se trata de aguas virtuales mal iluminadas en las que, por lo demás, es muy fácil tirar la piedra y esconder la mano. Aguas en donde el plagio nada libremente por ser el líquido virtual conductor por excelencia de la electricidad del pensamiento global.
Curiosamente, un avatar es también el nombre que en el hinduismo se le da a la encarnación terrestre de un dios, en particular Visnú, que junto con Brahama y Siva forman la tríada creadora cuyos atributos son la bondad, la pasión y la ignorancia.
La asociación libre tiene su coherencia: Internet es paradigma de creación original de múltiples autores, de intercambio solidario, apasionados lazos virtuales y, también, un propalador divino de la estupidez y la ignorancia.

IV. Errores reales, virtudes virtuales

El gran error de Nahuel Maciel fue intervenir en la historia del pensamiento vía fax.
Su equivocación fue del tipo 1.0. Su insensatez, llegar antes de tiempo a la fiesta de confusión de lenguas en la Torre de Babel de internet. Como el invitado que acude vestido de pingüino a una fiesta de gala y al que siguen recordando, llorando de risa, años después y disfrazados, los mismos invitados de entonces.
El punto no es la mediación tecnológica en sí sino sus consecuencias en el contrato de lectura y el capital simbólico del que da cuenta. Lo que en los 90`escandalizó de Nahuel Maciel y su particular modo de mentir para decir su verdad hoy suele ser pan de todos los días, en el trinar del pajarito de Twitter tanto como en el amplificado clarín del gran diario argentino. 
No con el mismo modus operandi, pero sí con los mismos resultados.
Defiendo la propiedad intelectual y el amparo de la obra cuya creación costó ese 99% de transpiración. 
Pero me pregunto qué es lo propio y lo ajeno en un mundo de creaciones que se repiten y pasan de mano en mano como una antorcha, de avatares e identidades extendidas, un mundo que va demasiado rápido en la línea de tiempo y donde todo se olvida tan fácilmente.
El otro error de Nahuel Maciel fue decir a través del periodismo lo que debería haber intentado a través de la creación literaria. Mentir es condición de la literatura; los escritores somos embusteros por naturaleza.
La escritura altera la rutina de la vida, la enjaeza, le da una dimensión fantástica, absurda u onírica. Por eso escribir es un ejercicio curativo y transformador que puede cambiar la vida.
Apuesto a que un hombre que pudo recrear una ficción de tales dimensiones podrá crear las mismas historias —siempre son las mismas— de su propia mano. Me alegró mucho saber que a esto se dedica actualmente.
Por mi parte, la sola esperanza de tratar de recuperar la propia voz que entonces no llegó a oír y que ahora intentaría conquistar le otorga los cien años de perdón.
Por último, debo decir que el protagonista de esta historia no es mapuche. Que nació en Corrientes y allí fue criado. Nahuel Maciel es, a su vez, un seudónimo, un avatar elegido por el muchacho que fue anotado en el registro civil bajo el nombre de Arquímedes Benjamín.
Algo parecido a lo que sucede con una servidora, Vesna Kostelić. No soy croata aunque es cierto que fui criada por abuelos balcánicos. Desde adolescente utilizo mi segundo nombre y mi segundo apellido para firmar cualquier tipo de intervención literaria. Mi avatar es @bradamante. Al respecto, también debería decir “No sé por qué hago estas cosas”.
Del hombre a quien elijo seguir llamando Nahuel Maciel aprendí que el alter ego de una persona es a veces una forma de ser más fiel a la propia identidad y no a la que impone la cédula, la rutina y la supervivencia. Es el verdadero nombre escondido en el nombre.
A veces los avatares son como esas muñecas rusas, huecas, tramposas y ocultas una dentro de la otra. Hace falta la voluntad de abrirlas una por una para llegar a la verdad. 





5.8.12

Diario de un avatar VII


Abajo en el valle, el pastizal se mecía como una cabellera. Un lunar avanzaba lento, dibujando un surco hasta convertirse en un ser humano, tal vez un pastor.

Entrecerró la mirada rapaz: sin duda era ella. Aunque al principio le había parecido un pastor, eran los ojos y la mente de águila los equivocados. El corazón de caballo supo quién era aún antes de que se acercara lo suficiente para reconocer su perfil.

Bradamante llegó a pie. «Al menos, no me ha cambiado por otro», se alegró por dentro el hipogrifo. 

Llevaba un cayado en la mano, por eso le pareció un pastor ¿Dónde se ha visto una guerrera apoyada en un bastón? ¿No había recuperado su espada acaso? Pero no parecía herida. Solamente lo usaba para avanzar. Caminaba erguida pero con el paso aletargado y un cansancio infinito, como si cargara sobre los hombros una piedra invisible demasiado pesada hasta para una amazona.

Desapareció un momento de su campo visual; todavía tenía que escalar un poco para llegar a la cima del peñasco.  Se preparó. Se sacudió el lomo, bajó los ojos. Hizo como que picoteaba el pasto entre las piedras buscando un gusano.  No quería que ella lo descubriera alerta y se diera cuenta de que la había estado esperando todo el tiempo.

Había pasado madrugadas enteras en la cima del otero hurgando su presencia entre las sombras.  Durante cuatro lunas y sus fases, mirando el valle negro hasta perder el conocimiento, olfateando a la distancia cada ser vivo hasta cerciorarse de que no se trataba de ella. 

La vio caer al vacío una y mil veces, pero jamás dudó de que hubiera sobrevivido ni que algún día se volverían a encontrar. A veces se despertaba sobresaltado, creyendo reconocer su llegada en cada alteración nocturna,  el blando  roce de las patas de un zorro en la tierra húmeda, el crujido de la lengua de los ratones, el trino de los pájaros hundidos en los álamos.

Bradamante emergió sobre las piedras, a contraluz del atardecer. Por el rabillo del ojo vio que se detenía un momento antes de saltar al refugio de arena entre las rocas. Algo tembló dentro de su pecho de caballo. La figura negra de la amazona se recortaba sobre el cielo anaranjado. 

Cuando sus sandalias tocaron el suelo, tiró el cayado con desprecio hacia un costado. Uno siempre detesta los objetos  que solo fueron útiles para sobrevivir las etapas aciagas. No solo dejan de tener significado sino que nos recuerdan la fragilidad de la que fuimos presas.

Sin mover un solo músculo del rostro Bradamante sonrió con los ojos. Chocó las palmas de las manos, a la vez para quitarse el polvo y para anunciar su llegada. El hipogrifo levantó la vista, sereno, mirándola con indiferencia y sin ferocidad, lo cual es algo casi imposible para la fisonomía de un águila.

-Y bien ¿cómo te las arreglaste sin mí? - preguntó con un dejo de ironía.

-Perfectamente -respondió él-, no he salido a volar seguido, es cierto, pero tampoco nadie ha intentado asesinarme por transportar a una obsesa en salvar damiselas raquíticas o pusilánimes caballeros encerrados en torres que ellos mismos erigieron.

Bradamante suspiró. No quería discutir, estaba más cansada de lo que jamás hubiese creído posible.

-¿Te apetece estirar un poco las alas?

El hipogrifo aguzó los pequeños ojos y dejó que la amazona se aferrara a las plumas de su cuello para montarlo de un salto.

Todo se veía más claro desde arriba, con la brisa en la cara y ella abrazada a su espalda. 

17.7.12

Diario de un avatar IV


La barranca se convertía gradualmente en un socavón vertical y duradero. Ella caía pesada, con los brazos en cruz y la espalda hundida, desde lo más alto hacia lo más profundo, en un intervalo difícil de medir en el tiempo. 


La oscuridad y la velocidad la envolvían.


Iba a morir. Sus pensamientos se precipitaban uno a uno en dirección a la muerte, nítidos como los granos de arena en un reloj. Con cada partícula de minúscula piedra convertida en polvo, Bradamante perdía algo de lo que había sido su existencia hasta entonces.

Cada uno de los seres a los que había salvado. Cada hombre y cada mujer, cada posesión, cada recuerdo. Todo quedaba atrás. El roble de su infancia, la imagen de una hebra de cabello sobre la frente de su madre, su perfil confundido en el vapor de la caldera; la espalda sinuosa de su hermana lavando la ropa en la cisterna; la luz oblicua del ocaso que transforma al océano en una plancha de acero. Aquel caballero de la torre con quien solo tuvo en común el gesto del adiós.

Todo quedaba atrás. Aunque la muerte se hacía esperar, se dijo que tarde o temprano acabaría de una vez. Su cuerpo se desintegraría en el fondo y serviría de alimento para las fieras o de abono. 


Sin embargo, no temía por su vida. ¿Alguna vez lo había hecho? ¿Alguna vez había temido a algo tanto como para quitar su existencia de en medio? ¿Acaso no temía perder nada? Se asombró del pensamiento e hizo una enumeración mental de aquellas cosas que consideraba valiosas. Ya había perdido la inocencia y nada grave sucedió. Perdió su hogar, su padre, el amor de su madre y aún siguió viviendo. No tenía posesiones ni una reputación para perder. No tenía miedo de perder el honor, ni la pasión, ni la vida. No había buscado nada de aquello que tampoco lamentaba perder.

Pero si nada temía ¿acaso tenía algo? Se retrajo bruscamente, provocando una repentina voltereta en el aire que aprovechó para deshacerse de la armadura. Tampoco la necesitaba. El metal, al chocar con las salientes de la gruta produjo una fugaz melodía enclenque y atonal.

Recordó del profeta la historia de los dos que una vez cayeron desde diez mil metros de altura y llegaron vivos al suelo. Dos que montaban una nave como un ave de metal. Durante la caída, uno de ellos se convirtió en ángel; el otro en demonio. Dos entidades de distinta cifra engendrados por la caída. Alas negras, alas blancas. El bien y el mal que al caer se aferran el uno a los pies del otro para sobrevivir.

Pero ella no era un ángel, solamente una amazona, no tenía alas y estaba sola en la caída. «Qué absurdo estar muriendo sin poder hacer nada más que especular sobre ello», se dijo. Y aunque iba a toda velocidad, el completo descontrol que de la situación tenía, la hacía sentir inmóvil y paralizada.

De repente la asaltó la idea del hipogrifo. Vio los ojos negros del águila clavados en los suyos, lo sintió galopar en su interior. Experimentó el dolor intolerable de no ver más el despliegue de sus alas, la nostalgia de ya nunca posar su mano sobre el tibio sudor de su lomo. Jamás volvería a sentir sus articulaciones entre sus piernas al volar, ya no se aferraría a su cuello ni aspiraría su respiración oscura mezclada con la voz del viento.

Tenía que renunciar a él. Una punzada de espanto la atravesó y la obligó a plegarse sobre sí misma como un puño, una brasa extinta que guarda, no obstante, la memoria del fuego en su interior.
  
Se abrazó las piernas y metió la cabeza entre las rodillas.

De algún modo, su cuerpo de mujer sabía en qué posición esperar la muerte y naturalmente formuló el mismo gesto corporal con el que se prepara el feto para un nuevo nacimiento.

Pero a pesar de renunciar a ella con la razón, la idea del hipogrifo no quería irse. La certeza del sufrimiento del animal, de su desaparición, le causó una reacción inesperada. La desestabilizaba y le producía un intenso y desesperado sentimiento de pérdida y el deseo irracional de retenerlo. Como si su propia muerte y su dolor no fueran motivo suficiente para reunir el valor de salvarse.

Defender al hipogrifo, su memoria y su recuerdo, no. Salvar lo que de él pervivía en ella. Le hizo falta la ilusión en la existencia de un animal imposible para desear su propia salvación.

Sonrió al pensar en la absurda bondad y la bravura terca del hipogrifo. «Si yo no creo en él tal vez deje de existir».

Esta vez con determinación, volvió a encogerse sobre sí misma como el blando y ferviente capullo de una rosa. Una rosa que cae.


Se abandonó a la fuerza de gravedad; simplemente como una mujer, dueña de su propia caída. 

Poco a poco, el oscuro despeñadero se fue afinando. Gradualmente se alisaron los bordes hasta convertirse en un túnel vertiginoso de piedra helada y lisa.

Los primero golpes contra las paredes de piedra fueron feroces y le arrancaron alaridos de dolor. La piel sufría, también los huesos y sus engranajes. Pero enseguida, su cuerpo –que ya había comprendido- se amoldó al tamaño cada vez más angosto de la galería vertical. Era una bola humana preservada de la violencia por la misma cualidad cóncava de su organismo. La órbita que su cuerpo delimitaba se hacía amiga de las paredes que, a la vez que la detenían y no sin violencia, la atajaban.

Cuando atravesó el tramo final y su cuerpo hizo contacto con el agua, volvió a estirarse. El golpe líquido le produjo un ardor insoportable pero el rumor de las burbujas y la caricia del agua helada la aliviaron.

La caída había desgastado todo lo inútil, todo lo accesorio, incluso su ropa. Estaba desnuda. La punta de su pie derecho tocó la arena levantando un repentino remolino y contoneando las algas del fondo.

Contuvo la respiración. Flotó deliberadamente hacia la superficie gozando la sensación de estar viva. Apenas llegó, boca abajo, sintió que dos manos le aferraban el talle y la arrastraban hacia la orilla. Dejó que aquellos brazos la sacaran del lago.

No abrió los ojos para ver quién era ni quiso identificarse. La oquedad de los sonidos le hizo pensar en una gruta, no en un lago a la intemperie. 


No tenía fuerzas para nada más que no fuera inspirar y expirar. Se durmió de inmediato y no despertó hasta el tercer día a partir de entonces.

Cuando volvió en sí y abrió los ojos, otra mirada, la más bella y más triste que jamás había visto, la contemplaba junto al fuego de la gruta.





6.7.12

Tocar de oído



¿Dónde estará mi pasacasete? Me pregunto y ubico con el puntero de la memoria o la imaginación el rincón del altillo donde está la única caja de zapatos con aquellas primeras atesoradas canciones en cajita. ¿Existe en realidad o solo sobrevive en mi memoria? ¿Mudé la caja en la última mudanza?

No eran mis propios casetes. Eran las canciones de mi madre. Se las fui hurtando de a poco; quedaban en la casa, pero en mi territorio. De noche, muy bajito, cuando leía a mansalva o escribía debajo de la frazada para que no se viera la luz insomne en la rendija, escuchaba música. Tenía unos auriculares parecidos a los que ahora están de moda, grandes y ridículos. Durante mucho pero mucho tiempo, solamente tuve tres casetes para escuchar: uno de Kenny Rogers, otro de los Carpenters y uno de ABBA. En español. Shiquitita dime por qué.

Siglos después, llegó mi primer disco comprado por mí misma: The Joshua Tree. Para entonces, ya estaba totalmente minada por el folclore y contaminada por las canciones de la parroquia. Aquellos salmos y letras de iglesia se sumaban con total ecumenismo musical, junto a Silvio y Charly en la carpeta. (Digresión: nunca reflexioné, sin embargo, el efecto que en mi personalidad, tuvo el haber copiado y cantado tantas veces el estribillo de El Puente.)

Una día, tirado en Navarro y Artigas, me encontré un casete de los Bee Gees. Original, atenti, no grabado. Miracolo. Tenía la cinta enroscada y flácida; hizo falta pegarle un pedacito con scotch y rebobinarlo con la bic varias veces para un lado y para el otro. Quedó como nuevo.

Mucho después llegaron las primeras canciones propias. Elegidas. Llegadas, varias, por obra y gracia de los novietes melómanos. Había quienes tenían doble casetera y te la prestaban para copiar. El detalle, no menor, era juntar la guita para comprar los casetes Bosch, que venían en un plástico de a tres y eran carísimos.  

“Y por qué no buscabas la canción en yutube o en el gugle y ta, la copiabas y ta”, pregunta mi hijo. No se lo puede imaginar. Realmente, este tipo, con su magnífica inteligencia 2.0 de siete años no puede encontrar la operación, la ruta mental para concebir la existencia de la música sin internet.

Mientras conversamos y copiamos letras de la web, tararea: “I say hello you say goodbye…” (Acá está diciendo hola qué tal no, ma?). Pero no pierde el hilo y me vuelve a preguntar cómo era antes lo de las letras.

Sus interrupciones me dan tiempo para pisar el acelerador del De Lorean hacia el pasado.


Siento el aroma a tinta de la vieja carpeta henchida de letras, borroneada; los lamparones verdes de apoyar el mate sobre las páginas como pétalos locos. Los dibujos en el margen –yo repetía frenéticamente una mujer adentro de una gota de agua, herencia y plagio de una publicidad de Casa de Troya, según creo- y cruces corazones iniciales, tonos encima de tonos, va con fa o va con re menor?, tachados y vueltos a escribir. Olor a canciones. Olor a amor. Devoción. Fiebre de aprender las letras, primer sendero más o menos bizarro de la poesía. 
Llegó a ponerse tan obesa la carpeta que apenas podía guardarla en el forro de la guitarra, forzando el cierre que un día se falseó.

Tenía un grabador chatito marca Braun. Lo heredé o alguien me lo regaló usado, no me puedo acordar. La tapa se levantaba así, clic, con el play nomás; ponías el casete y te preparabas para anotar lo más rápido posible. Play, sop, play, stop. Rewind, stop, play, stop. Si era en castellano, fácil. Si era en inglés, copiabas por fonética.

Las canciones a veces quedaban registradas en frases sin sentido, repetidas hasta el infinito del error, con inocencia y con la fe puesta en supuestas licencias poéticas hechas para rimar.

Yo cantaba con convicción y, guiada por el cuaderno, que no me deja mentir, le hacía decir a Reyes “Junto al estero del bajo, lo encontré tendido casi al espiar. Repetía el furzio sin entender qué clase de nombre -tal vez un animalito?- era la paicarrita que le dio su amor al tipo del tango. Del wincofón copié íntegro Permiso -Larralde recitaba clarito, por suerte-  pero se ve que nunca revisé y me quedó clavado el “les debo advertir que son muchos los que  callan y por temor a la biaba comen en las pavadas churrascos de agua caliente”.

Era más difícil, mucho más, copiar del wincofon porque no te dejaban correr la pua hacia atrás para que el disco no se rayara. Que me pasó, me pasó. Me tuvieron lejos del aparato por un buen tiempo.

La otra era copiar de la radio. Un arte, ponerle el stop justito antes de que empezara la voz del locutor para cagarte la fruta con un anuncio. El virtuosismo no era lo nuestro, alcanzaba con escuchar.

La mayoría de los que nos criamos tarareando folclore o tango, lo hicimos por la sencilla razón de que no había otra. No había una militancia ni una industria de la cultura musical para niños. Ni siquiera en la escuela. Y aunque María Elena y Leda estaban ahí, prendidas al corazón, mi sempiterna maestra de música, la señorita Josefina -una mujer muy bajita y muy tímida- nos hacía ensayar las canciones patrias una y otra vez hasta el punto de que llegaras a detestar a San Martín, al Sargento Cabral y a Alfonsina. Punto. Era rarísimo que te compraran un disco solo para vos. Yo, privilegiada, tuve -y eso de muy chica- el disco amarillo de Pipo, las Ardillitas y Bárbara y Dick.

Rafaella Carrá, Sesto, Iglesias, Nino Bravo, los Olimareños, Figeroa Reyes, Gardel, Goyeneche, Cafrune, la Negra, el Varón, eran la música de todos. Sencillamente, no teníamos edad, como Gigliola Cinquetti, para tener discos propios. Escuchabas lo que escuchaban los grandes; heredabas letra y música.

Los oídos de mi infancia se cocinaron en la olla adobada por la voz de mi madre. Ay, Perales. Una no entendía por qué la vieja lloraba de ese modo. Detenía lo que estaba haciendo. Se quedaba con la mirada clavada en algún lugar de la pared del reloj pero como si no hubiera reloj. Paraba de cocinar, se amuraba de espaldas a la mesada de la cocina y con el borde del delantal (“¿Y cómo es él / En qué lugar se enamoró de ti / De dónde es? / A qué dedica el tiempo libre), se limpiaba una lágrima y se corregía el rimmel. Pregúntale por qué.

Levantabas la vista de los deberes y eras testigo de las garras misteriosas de la canción. Por alguna razón, el instinto o el pudor te indicaban que no hacía falta copiar las letra de esas canciones; las aprendías por repetición, como un mantra, y las cantabas al voleo nomás, pegadizas y desgarradoras, con suficiente información para un futuro garantizado de análisis lacaniano y constelaciones familiares.

Este fin de semana, después de postergaciones y excusas de índole inimaginable para un niño, cumplo con mi promesa de ayudarlo a armar su propia carpeta de canciones. La hacemos a la antigua, una por una, escuchando, eligiendo, pero con la facilidad y la velocidad de los nuevos tiempos: google, youtube, música.com e impresora láser. Cuando terminamos con los Beatles, me pide que le busque unas de Mateo y Notevagustar, del Cuarteto, de Charly, de Maia, de Fabi, de los Redondos y Divididos, de León y del Flaco. Y la del mundo que le falta un tornillo y esa zamba que tenés en el celular, también, imprimimelás todas, que un día las voy a querer cantar”.

Domingo. Ya estoy con la mitad de la masa neuronal en los dilemas del laburo que me espera en unas horas. Todavía resta la faena de hacer la mochila, sacarle punta a los lápices, firmar el cuaderno, armar el bolso de deporte, el de piscina y la merienda. Y el baño y lavarse los dientes y leer al menos un capítulo. Otra vez se me hizo tarde, me cacho.

Bajamos la escalera a los tumbos, medio bailando, moviendo el culo -Cleo cleo patra la reina del Nilo, Cleo cleo patra, la reina del twist-, locos de felicidad y muertos de hambre.

Termino descongelando la milanesa que sana y salva, y cortando una ensalada fresca de lechuga y cebolla. Me abro una botellita de cerveza mientras controlo la sartén. No hablamos. Dice la música.

La laptop en la mesada, Beatles a todo dar. Absorto, hojea sus letras recién cosechadas. Las lee con el asombro inmortal de las primeras veces.  Pone un título, organiza las páginas como le parece, busca otra canción en la playlist, anota alguna cosa que no llego a ver en el margen de Help.

Una nueva carpeta de canciones empieza a respirar. A pesar de los años y la aparatotecnia, la historia, milagrosamente, se repite: la cocina, la canción, la herencia de la música casera. 

Agarro mi Pilsen, tomo del pico. Como mi vieja, pero sin reloj y sin Perales, me amuro de espaldas a la mesada y tarareo con él: “Es-con-de-me en tu memoria, quiero vivir, quiero vivir”

Y cierro los ojos. Sigo copiando canciones en un cuaderno invisible que tengo adentro. Escucho crecer a mi hijo.





22.6.12

Diario de un avatar III


El relámpago parte en dos el cielo de negro raso y alumbra a los contendientes por un intervalo.

De un lado, Bradamante se yergue montada en el hipogrifo. Es un ser majestuoso de amplias alas negras y el pico afilado del mismo material indestructible que los cascos de caballo. La mujer lo domina, lo obliga a hacer pequeños círculos a un lado y al otro en un signo de infinito que pronto acabará. 

Del otro lado, el mago la espera de pie en la atalaya. Pinabel ríe pérfido y demencial con el arma homicida al costado del cuerpo. 


La espada destila a sus pies una alfombra de sangre.  Ha asesinado a los reyes y sus vasallos, a los hidalgos y las damas del palacio, a sus nodrizas, a los niños, aún a los recién nacidos. De todos ha conservado para sí el avatar, el soplo de vida eterna que hay en cada ser, y los ha arrojado luego al vacío que se yergue tras los cimientos.

Los luchadores son tragados nuevamente por la noche sin luna.

Un trueno se desenrosca lerdo, es la detonación de cien tambores que da inicio a la contienda.  La mujer aprieta los muslos y clava los talones en el abdomen del animal con más apremio que el usual. Casi podría afirmarse que para corroborar su lealtad, desea producirle dolor.

Una agitación y un jadeo recorren el cuerpo afiebrado de Bradamante. El águila advierte, sin embargo,  que esta vez se trata de un salvataje diferente. Aunque ella jamás lo admitirá, aquel caballero encerrado en el punto más alto de la torre no es solamente otra misión que el emperador le ha encomendado a su mejor servidora.

Ella no lo conoce, nunca lo ha visto, pero el animal intuye que la amazona le ha jurado una entrega desmedida, sin reservas y sin pretensiones de posesión. A veces poco importa poseer lo que se ama, sobre todo cuando uno sabe que jamás tendrá un lugar seguro donde conservarlo.

El hipogrifo recibe las señales del organismo de Bradamante por el contacto que tiene con su alma. O tal vez es al revés, nunca lo supo con certeza.  En cierto sentido son el mismo ser: en parte rapaz, en parte corcel y en parte mujer.  Una criatura monstruosa y difícil de entender.

El amor, en su calidad cegadora, la torna tremendamente vulnerable, y a él lo desconcentra.

Lo que de ave rapaz hay en el hipogrifo duda un instante en obedecer la señal de atacar en picada o huir, esconderse, llevársela de allí.  Su lado equino, en cambio, no piensa, nunca razona, pone su cuerpo y su magnífico impulso siempre hacia adelante; estúpido animal con el que le ha tocado compartir la existencia.

La guerrera se aferra a las crines y se abalanza sobre el villano. Del choque de los aceros brotan nuevas centellas a la par de las que el cielo profiere. Lejos del riesgo, con un segundo refucilo del cielo, la silueta del caballero se hace visible, recortada tras la ventana de la torre. El hipogrifo podría jurar que el cautivo observa la batalla con los brazos cruzados.

Bradamante va a luchar hasta el final. Para eso ha sido concebida.  Su amigo lo sabe y es claro que vencerá o morirá junto a ella. No hay más destino que aquel que nos elige.

El animal mitológico rodea al mago, se ladea y echa hacia atrás las formidables alas para permitir la parábola más amplia al filo de la espada de su compañera. Un corte en el rostro y otro en la espalda agrega la sangre de Pinabel a la de los inocentes.

De pronto, el hipogrifo siente una inesperada pérdida de peso. La amazona ha saltado a la atalaya y ahora pelea cuerpo a cuerpo con el enemigo. El caballo se agita pero no ve el peligro. El águila flanquea a los contendientes avivando el aire denso con las alas.

A punto de ser derrotado, Pinabel retrocede, precisa apoyarse en la baranda caliza. Con la espada empuñada a la altura del cuello, la amazona avanza casi sin rozar el suelo para dar fin al malvado.

Un rayo imposible rompe el cielo en pedazos y perfora la piedra; el pináculo de la torre empieza a arder endemoniado. Todo es muy veloz a partir de entonces.

La décima parte de un instante es lo que Bradamante utiliza para mirar hacia el lugar donde permanece el cautivo. Ni el águila ni el caballo sabrán jamás lo que ella vio. Pero ese instante es el mismo tiempo insignificante que Pinabel aprovecha para tomarla de los cabellos y empujarla al precipicio. 

La espalda de Bradamante cruje contra la piedra y su cuerpo gira en una contorsión hacia el vacío.

El hechicero la sostiene del cabello, sobre la nada, solo el tiempo suficiente para lanzar una carcajada.

Lo que sucede después, llevará mucho tiempo comprenderlo. 


La espada de Bradamante cae en la oscuridad y no toca el fondo. El mago abre el puño y la suelta. El hipogrifo se lanza fulminante detrás de ella y con la última pluma negra del ala, rígida como una lanza, arrastra al tirano hacia la muerte.


Pero entonces, en caída libre y con el rugido más feroz que jamás una mujer ha proferido,  la amazona le ordena salvar al hombre en la torre. 


El águila se negará, se partirá en dos su alma, pero es el caballo el que manda. Siempre es el caballo. 

Bradamante cae más pesada todavía por el peso de su armadura y más rápido; su cuerpo desaparece de inmediato hasta convertirse en un punto ciego en el abismo. 

¿Quién puede juzgar el error cuándo es el amor quien lo motiva? ¿Es posible salvar a otro sin pagar el precio de emplazar un abismo insuperable entre el salvador y el salvado?

El hipogrifo piensa en ello mientras transporta al caballero de regreso al pequeño reino al que pertenece. No le preguntará su nombre.  Tampoco será capaz de juzgar si merecía o no el alto precio que se ha pagado por su salvación.



Intuye que Bradamante no morirá con la caída. Las mujeres y los abismos se entienden bien. 

Su parte de caballo seguirá trotando alegremente con el correr de los meses. El otro, su lado de águila, no dejará pasar una sola noche de luna sin sentirse abandonado.

13.6.12

Tormenta vespertina


Cuando la vi sonreír supe que llegaría a amarla. Supe también que aquel amor desigual no cambiaría de estación.
La tarde a la que me refiero, la lluvia caía pesada y burocrática, como si el cielo tratara de deshacerse de todo el agua en el menor tiempo posible.
La adiviné cruzando en sordina el corredor de baldosas resbaladizas. El cansino rumor del aguacero y los truenos esporádicos eran la coartada perfecta para cualquier delito.
A la vez que el cielo, escuché el tronar de sus rodillas junto a la cama. 
El sonido de su respiración despertó al pájaro en su jaula. Y ese animal narcotizado que habitaba a la vez entre mis piernas y en el esternón, abrió las fauces para cazar al vuelo su mirada de colibrí.
Lo que vino después se repitió otras veces; pero yo la retuve como una única tarde fatua, poblada de visiones. 
El secreto de mi nombre gemido en otro idioma, el mechón pendular sobre su frente en el vaivén de la cópula, mi dedo dibujando caracoles en su espalda.
Sentada sobre mi vientre, era una cebra pintada por el eclipse de los relámpagos a través de las persianas. Hubiese podido escribir mil ficciones sobre aquellos renglones de luz.  Hubiera deseado viajar kilómetros por la colina de esos senos ínfimos; pechos ingrávidos, de margarita, deshojados una y otra vez en la quimera de la palabra que jamás habríamos de pronunciar.  Mucho, poquito. Nada.

El verano acabó; aquella mujer, no. Todavía llueve su nombre en mi cuerpo longevo como un desierto. Todavía fulgura su silueta imposible, un boceto agitado, hecho a mano, onírico y fugaz, en el papel en blanco de la siesta de un domingo. 

29.5.12

Tres Plumas*


«Viajar, hacerle un tajo de lado a lado al mundo a bordo de un barco»

Se despertó pensando en el océano. Estaba mareado. En su cabeza se multiplicaban las ondulaciones del alcohol de la noche anterior.

Vagamente, recordaba la discusión con su jefe por unas monedas de menos, la injuria y la defensa, la piedra certera en la vidriera del bar. Daba igual. Estaba hastiado de ese empleo absurdo desde el primer día

Había caminado durante horas, olfateando el rumbo como un animal doméstico que se ha perdido después de la lluvia. 

Al llegar a la pensión, apenas quiso comer un poco de pan con queso. Recostado sobre la mesa, había gastado la noche entera junto a la botella de Tres Plumas y el cuaderno. Al mediodía siguiente, no le quedaba ni un solo rastro de lo que había pensado o tal vez, escrito; tampoco del momento en el que la ebriedad había derrotado su conciencia y lo había arrojado vestido sobre la cama.

Se levantó, puso agua a calentar y esperó junto al fuego. Los pensamientos y las cosas reverberaban. No había manera de que se estuvieran quietos.

Una baranda, el faro, la piedra. Los fragmentos del sueño que había tenido explotaban frente a sus ojos como pompas. Una falda roja, una noche sin luna, una bahía.

El hormigueo de la caldera le avisó que el agua ya estaba caliente. Preparó un café negro y volvió a la cama con la taza, el cuaderno y la birome. Algo sonrió en su interior cuando advirtió que era bien pasada la hora de entrada al trabajo. Quiso rescatar aquel sueño del olvido pero el gorjeo de una pareja de gorriones en la ventana le robó la intención. Los chiflidos le llegaban abultados,  como si él estuviera de un lado de un tubo y los pájaros del otro. Cuando apoyó la lapicera en el papel, las visiones del sueño se habían escondido. No hay caso; correr detrás de las pistas de un sueño es tan inútil como perseguir a un cachorro con una rama en el hocico. Hay que ignorarlo. Hacer otra cosa. Entonces el sueño vuelve y te deja atrapar las imágenes tras los barrotes de los renglones.

Pensó en buscar pan y deshacerlo en migajas sobre la ventana pero desechó la maniobra pensando que las aves se asustarían y luego tardarían en volver.

Volvió al cuaderno. Al principio su mano estaba muda. Después las nociones fueron llegando, primero de a una, luego asomándose varias y agolpándose para salir de sus dedos como una multitud desordenada y ruidosa de niños huérfanos.

No era la primera vez que, en estado de resaca, su afición natural por la escritura rodaba con facilidad. No escribía nada inventado; es como si estuviera copiando, a la mayor velocidad posible, algo pronunciado en su interior, algo que normalmente no es posible escuchar. Escribía frenético,  las cursivas se dibujaban carnosas y orondas sobre la página en blanco. 
Cuando detuvo la lapicera, una mancha de tinta creció desde la punta y se derramó hasta formar una verruga negra sobre el papel. Se quedó mirando la gota hasta que fueron dos en vez de una. Tuvo ganas de oler la tinta y se llevó la hoja a la nariz. La gota se derramó formando una lágrima invertida; respiró aquel sudor astringente con los ojos cerrados. Olía a azul, pero era negro.

Recién entonces una puntada leve empezó a picotearle la frente. «Tengo los gorriones adentro » . El súbito pensamiento lo impresionó porque al levantar la vista los pájaros ya no estaban en la ventana.  Tomó un sorbo de café pero no quiso buscar una aspirina. Mientras el dolor fuera así, un pichón distraído en su cabeza, quería soportarlo.

Varias veces se había sorprendido a sí mismo tolerando pequeñas molestias físicas: la rodilla de la humedad, un dolor de cintura, la carne afiebrada alrededor de una cutícula. Le gustaba transportar esos dolores sin atenuarlos, como un íntimo ejercicio de resistencia. 

El alcohol tenía el poder de espantar al miedo y sin él, el sufrimiento era inofensivo. Por obra de la resaca, el dolor redondeaba sus aristas, se volvía esférico y acolchado, confortable. Con la espalda incrustada en la almohada y en la soledad del cuarto, recordó haber leído que ciertas tribus de Oriente Medio decidían sus estrategias de guerra en total estado de ebriedad. Mientras los generales del ejército se daban la gran farra acodados en la mesa sobre los mapas de la región, un escriba abstemio anotaba las decisiones tomadas por los jerarcas. Maniobras, traiciones, batallas; todo lo que decidían los borrachos quedaba registrado. Todo se anotaba con precisión, por más extravagante, suicida o sanguinario que fuera. A la tarde siguiente, con la cabeza fría, los generales se reunían en el mismo lugar y se leía en voz alta lo que el escriba había anotado. Casi nunca se cambiaba una coma de lo escrito y el documento se utilizaba como protocolo. De guerra, como si hiciera falta aclararlo.

Los gorriones habían vuelto. Ahora picoteaban las rendijas de masilla de la ventana. Pensó en los generales. Volvió las hojas del cuaderno hacia atrás y empezó a recorrer, curioso, las páginas que había escrito bajo el mando del alcohol la noche anterior. Cuando terminó de leer, cerró el cuaderno. «Por qué no?»

Se dijo que, en sus decisiones, aquellas tomadas con el razonamiento intacto y abstemio, las personas sobreestiman aquello que tienen para perder. Y aunque creen decidir por sí mismas, muchas veces es el miedo quien decide. El alcohol, como los sueños, no ayudan a razonar con mayor claridad pero sí es un gran consejero para identificar el lugar en el que se alojan los deseos. Se puso de pie y abrió las ventanas de par en par. Las aves huyeron; la ciudad entró a su cuarto. Ofreció su mejilla a la cachetada del viento y le devolvió un suspiro.

No había nada más que pensar. Tomó una ducha, se calzó el vaquero y las botas. Buscó su mochila debajo del ropero y puso sus pocas cosas adentro –la ropa, los tres libros, el reloj, la foto de su hermana y de su madre- y cerró los cordeles. Antes de salir, deshizo una hogaza de pan sobre el alféizar de la ventana.

Caminó calle abajo, hacia el puerto. De lejos vio al barco cargando grano. 
Probablemente zarpara ese día. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Se sentía un poco por encima de las cosas, a salvo de todo, de la rutina, de la prudencia, del control. Mientras la brisa marina le iba lavando la resaca, se dio ánimo. Cantaba por dentro y todavía sentía una punzada en las sienes.

Nunca antes había subido a un barco;  por eso se sintió más mareado de lo que ya estaba cuando cruzó el breve puente entre el muelle y la cubierta.

El viejo estaba hincado sobre una gran rueda de aparejos gruesos y encerados. Se rascó la barba cana y lo midió palmo a palmo al escuchar la pregunta. Le dijo que que, efectivamente, era su día de suerte; salían ese día y les hacía falta un marinero.



*De El Horóscopo del Bebedor. 1994

25.5.12

En el medio de mi pecho



La patria no me cabe adentro de un mapa.

Su cartografía es apenas un boceto a lápiz, un dibujo concéntrico que empieza en el caracol de las calles de Agronomía, donde la ciudad deviene campo y contar cometas es tan inagotable como contar estrellas. Apenas dos cuadras más allá, en las coordenadas de mi patria, te encontrás con la subida de Malvín, barriada sin fin escrita en los papeles de la arena, poema donde gorrión rima con gaviota. Mi patria tiene la piel multicolor como los cantos rodados de la playa de Solís y las laderas sombrías de la Sierra de las Animas.

Mi patria se llama Juan y María, Jonhatan y Jennifer.

Y los chinos Rosa y Mario y Flora, de Oruro a Pueyrredón, Analía la cubana y Cosme el polaco.  Mi patria se llama Ivan y huele a chucrut con sarma, a rakia y ginebra Bols; a Nona la del tuco que ni te cuento, a vino patero, a ristra de ajo y silpancho y rocoto. Tiene los nombres de los avatares de verano que vienen de Berlín, el acento tirando a Bahía, el viento reseco del desierto patagónico, los ojos gitanos que ven el futuro en la borra del café. 

Mi patria, partida al medio por un río como una cicatriz.

Tiempo atrás, la vinieron a buscar de noche los cobardes. Se la llevaron encapuchada, le rompieron los huesos y la dejaron caer desde lo alto de un avión, a merced de la intemperie del terror y la mala memoria. Era peligrosa, mi patria. Llevaba un sueño en las entrañas y era peligrosa.  Por eso idearon un modo de hundirla en el fondo del mar y allí alternó con las algas y los bagres durante años. Pero ellos, los sueños de la patria, tercos y buenos nadadores, salieron a flote. Llegaron a la playa como las botellas al mar de los náufragos, con un mensaje intacto y ensordecedor.
  
Mi patria resucitó al tercer día.

Empezó a moverse lentamente. Se estiró y escupió al polvo el mal aliento de las pesadillas. Primero se hizo un mate. Después se miró al espejo y se dijo, voy a vivir. Y miró a sus enemigos a los ojos. Algunos se escondieron abajo de las piedras y otros permanecen agazapados detrás de ellas, y esperan el momento para saltarle encima. Cuando lo hacen, la patria, que no es tonta ni novata, se defiende. A veces la gana, otras la empata;  termina agotada de esas luchas pero es fuerte y tiene una polenta descomunal.

Mi patria anda más contenta que de costumbre.

Usa ruleros y canta debajo de la ducha. Baila con viejas melodías y hace pogo con las nuevas; canciones que brotan como hongos después de la lluvia, cantadas debajo de un farol, al cordón de la vereda, en el medio de la pampa, con guitarra y bandoneón.  Y se gasta las cuerdas vocales con León y con Jaime; con el Polaco, con el Negro y con don Carlos; con La Negra, Fander y el Darno, con Cabrera, los Redondos y el Flaco.

Mi patria anda de a pie y viene de muy lejos, muy atrás en el tiempo, por eso aunque corre, tarda.

Viene descalza y a la intemperie; se abriga con las banderas raídas. Se ha tomado el trabajo de remendarlas para que vuelvan a flamear. No son banderas nuevas, son nuevos los brazos que las alzan. Son brazos que habían olvidado todo, cómo trabajar, como abrazar, cómo alzar las banderas. Muy de a poco están recuperando la memoria. La patria levanta y agita las banderas para decir aquí estoy, mirá para este lado, la historia pasa por acá. Muchos andan codo a codo con la patria. Otros más atrás o tan adelante que ya se fueron. Qué se le va a hacer.

Todos nosotros hacemos la patria en marcha.

¿Qué país, qué fronteras? Esta patria se derrama de los mapas. El mundo cabe en ella, pero mi patria no cabe en el mundo.  Me tiene a maltraer, sin dormir. La lleno de reproches pero me lleva enamorada.  La siento latir como al corazón en cada paso que falta. La llevo puesta como a mi nombre, en el medio de mi pecho. Como se lleva un talismán, una herida, como se lleva puesto el destino.