4.3.14

La soledad de Diana Prince (o Qué absurdo sería el mundo sin mi hermana)

La pedí. Insistí. Porfiada. Dicen que hice todo lo que estaba a mi alcance. Mandé cartas a los Reyes y sus secuaces, recé todas las noches, se lo pedí a Pipo Pescador por el micrófono, pregunté si venían de semillas y se podían plantar; incluso cuentan que traté de sembrar uno en el jardín de tres por tres que da a la calle:

-¿Qué hacés?
-Planto.
-¿Qué cosa?
-Un hermanito.
-Los hermanitos no se plantan.
-Ah, ¿no?  Entonces ¿qué?

Pensé que me lo negaban por gusto.  Llegó cuando ya casi había perdido las esperanzas.

Como hasta los tres, mal que le pese, era gorda. Una niñita fornida que mordía de lo lindo. Exclusivamente a mí. Avanzaba como R2D2, un tanquecito imparable listo para atacar. A veces también le hincaba el diente al gato, pero el Negro era peludo y tiraba el tarascón; y ella prefería morderme la nariz mientras dormía (yo), o algún miembro desnudo si escribía o dibujaba y no le prestaba atención.

El doctor Nieri dijo que la niña mordía por cariño.

Una vez, en un saludable reflejo de autodefensa, intenté inculparla mordiéndome con ferocidad a mí misma el brazo y denunciando el hecho ante la autoridad materna con la evidencia de las marcas de los dientes en mi piel amoratada.

Cinco veces mentí en mi infancia y todas me atraparon: esa fue una. A causa de una pelea en la escuela me había roto los incisivos, por eso las marcas de la mordida, en vez de dos rayitas eran dos puntitos, morse delator que provocó el castigo de esa Hipólita, mi madre, y la burla familiar durante años.

No solía jugar con muñecas. Lo mío eran los cuadernos, cualquier porquería legible que llegara a mis manos, los bichos bolita y las rodillas arañadas de trepar, sacar sapos de su agujero con paciencia zen, las carreras de caracoles y autos con cucharita, mirar correr los barquitos de papel en el caudal del desagüe en la vereda después de la lluvia. Fuera de la escuela, andaba bastante sola, o con compinches varones, la amazona de la cuadra.

La única muñeca que pedí, -una Lucy, que traía un disquito y decía Hola Soy Tu Amiga en español y en coreano al apretar un botón en la panza-  llegó una Navidad demasiado tardía. La quise un poco, igual, pero una tarde la puse en fila con otros muñecos, les lavé el pelo con champú y los pelé a todos al ras en una disciplinada peluquería penal.

Años antes que aquella absurda muñeca de plástico, el último día de un febrero no bisiesto, llegó esa milagrosa muñeca de carne y hueso que se dejaba convertir de manera aleatoria en paciente operada de urgencia, niña perdida, princesa muda lista para ser rescatada, perro, cowboy de once pasos, león de domadora, modelo vivo, muerta destripada, policía, clienta en un almacén.  (También pasó por mi peluquería, la pobre; y me sentí culpable cada día hasta que más o menos le empezó a crecer el pelo).

Llegó para redimirme de la tiranía del número impar, del agobio tardío de las muñecas y de la soledad de la Mujer Maravilla.




Como tanto la pedí, la deseé tanto y hasta el nombre le puse, hasta hoy no abandono del todo la idea de que yo inventé a mi hermana.

Me seguía a todas partes, me miraba hacer, con esos ojazos de gato con botas, de un azul oceánico, y una carcajada explosiva que todavía sigue inalterable. Era una niña bastante terca, hay que decir, y tenía esa malevolencia de la cual carecemos los primogénitos. Pero yo la adoraba, le justificaba todo y creía fervientemente que necesitaba mi protección.

De pronto, a los cinco años, se estiró; parecía más grande, y a la vez le empezó a dar miedo todo. Se puso como esos personajes de Tim Burton, puro ojo y ojeras, brazo y piernas largas, con cara de susto, como si cualquier viento fuerte se la pudiera llevar; ni hablar del temor al mar abierto.

Ignoro si mi afición a contar historias terroríficas a los pibes más chicos colaboró en algo con esa traumática etapa de pánico de mi hermana. Es posible. Lo cierto es que su transitorio miedo a la oscuridad combinado con las ganas de hacer pis de madrugada, me obligaban a acompañarla de la mano los cinco metros de la cama al baño, caminando dormida, pero aparentemente útil como ángel de la guarda.

Lejos de subestimarla, le tomé respeto. Tenía un carácter irreductible; era cagona en la diaria, pero valiente en la adversidad. Sus temores nocturnos no le impidieron oficiar de cómplice en un planeado asalto a la farmacia de la esquina, con una secuaz tres años mayor. La operación se realizó con todo éxito. Mientras una -5, femenino, alias Ojitos de Gato con Botas- le pedía ayuda al gordo Geniol que, de rodillas y con ese culazo XXL en alto buscaba el anillito supuestamente perdido de la niña, la otra -8, femenino, alias Speedy- se afanaba los esmaltes, labiales y joyitas de fantasía de las canastas de ofertas del farmacéutico. Brillante. Lástima que las descubrieran días después por ostentar demasiado pronto su botín.

Ibamos a la Agronomía a andar en bici y corretear por los campos de alfalfa con Almendra que ladraba como loca y corría al trencito; yo me trepaba a colectar moras o subía al árbol, el de las vías del lado de acá, que tiene un brazo extendido paralelo al suelo, a contar vagones. Cuando tuve una especie de primer novio, me la endosaban en esas salidas; supongo que para amortiguar el riesgo de algún beso dado con mayor efusividad que la recomendable para la edad.



Cuando los viejos se fueron de viaje, disfracé mi sentimiento de abandono detrás de una faceta de anarquía rebelde hacia mis abuelos, un consumo compulsivo de TV hasta el cierre del Padre Lombardero y una sobreprotección a mi hermanita. Pero cuando todo estaba en silencio y el terror y el insomnio eran solamente míos, me gustaba escucharla respirar, ese mantra redondo y protector que fabrican los niños pequeños cuando duermen me tranquilizaba y tomarla de la mano me ayudaba a conciliar el sueño.

El año nuevo que pasamos solas hicimos fiesta en la cocina: hamburguesas y coca cola, chatarra igualita a la del Pumper Nic, pero hecha por mis propias manos. Miramos Rey de Reyes, oteando el reloj cada tanto, pero las doce tardaban en llegar y nos moríamos de sueño. El viejo reloj de loza verde de la cocina siempre tuvo el cristal roto y las manecillas giraban libres y juntaban polvo. Y si adelantamos el tiempo, dijo mi hermana, se subió a un banquito, corrió la manecilla y se hizo el año nuevo, chin chin, el más lindo que recuerdo y el último antes de irme de casa.

Como regalo para sus 18 nos fuimos solas a Mar del Plata, con el único objetivo de ir al Casino y la certeza de que nos convertiríamos en multimillonarias. Por las dudas que fallara el plan, descubrimos que mamá nos había puesto un pan y un salame en el fondo del bolso.

En esa edad, para seguirle el tren a una amiga, quiso ser modelo por un tiempo. Atributos le sobraban. Por esas cosas de mi trabajo ligado entonces a la publicidad, hicimos un book con el mejor productor, el mejor fotógrafo y el maquillador de la más célebre estrella de la tele. La intención de modelar le duró menos que lo que tardaron las fotos en ser reveladas. Pero las imágenes siguen ahí, testimonio de la belleza élfica de mi hermana.

Tiempo después, en medio de una carrera y con dos empleos, dio a luz a un sujeto maravilloso. No paró de estudiar ni de trabajar durante el embarazo. Llegué a contarle trece bondis en un mismo día. Cuando la panza creció, la usaba, echada en el sofá, de atril para las fotocopias.

El día anterior al parto, se habían probado unos disfraces de duende que yo tenía para la presentación a la prensa de un perfume de Avon. Saltaron sobre el sofá, eufóricos, vestidos de dorado con sombreros de punta y cascabeles.

De mañana muy temprano, la radio bajita en el informativo, planchaba yo mi camisa para la cosa con la prensa, y ella viene y me dice, doblada como un junco, me duele la espalda. Le doy un mate sin levantar la vista y le pregunto dónde te duele. Me duele y me para, me duele y me para, es raro, dice.

Desenchufo la plancha y agarro el reloj: regulares cada cuatro. Llamo a papá. Le digo hay que apurarse. El, por no correr riesgos no logra acelerar a más de, yo qué sé, iba lentísimo. Mi hermana en el asiento de atrás, aferrada con una mano a la mano del padre del sujeto maravilloso a punto de nacer, y la otra, atajándose la entrepierna.

Una barrera de tren, dos, agitando un pañuelo por la ventana veía pasar los restoranes cerrados de Corrientes, practicando (yo) la respiración de parto, y exclamando (ella) le estoy tocando la cabeza, y razonando (yo) que, si nos agarraba el tren y no llegábamos al hospital, lo mejor sería parar en un restorán, que es un lugar en el que seguro tienen a) manteles impecables de lavandería, b)agua muy caliente -aunque no sepa bien para qué pero siempre hay en las películas- y, c)un adminículo afilado para cortar un cordón umbilical, acto previo al feliz chillido natal.

No hizo falta. Llegamos a la emergencia y se armó tremendo jaleo. A los pocos minutos de entrar, abrí la puerta vaivén adonde la habían llevado en una camilla y ahí estaban: el joven padre, mi hermana de espaldas, las rodillas flexionadas, alzando al bebé, un renacuajo alargado color morado unido a ella por un grueso piolín como un barrilete.

Como en Hollywood, llegamos al borde mismo del borde mismo de la llegada del sujeto maravilloso, que sigue siendo, hasta hoy, un tipo apurado. Cualidad que lo ha convertido, entre otras cosas, en un golero asombroso, pesadilla de cualquier delantero, que atrapa la pelota con la destreza entrenada de esa prisa por llegar que trae desde nacido.

Esa mujer me enseñó todo sobre ser madre;  su hijo -que masticaba mi celular-ladrillo, rompía mis libros y hacía de mí lo que quería-  fue mi primer maestro Jedi, mi Qui-Gon Jinn. Por ese gurí aprendí todas las señas y muestras de los trucos que hay que saber y no están en ningún libro. Por ella supe lo que hace falta para lograr mantener a un ser humano con vida, contento y medianamente civilizado.




Mi hermanita cumple 39. La pequeña caníbal que quería devorarme por amor. La que se hizo obrero de la constru conmigo para limpiar, rasquetear y derrocar décadas de abandono en las paredes y los pisos de mi primer apartamento. La que en cada uno de sus pacientes ve a un ser humano irreemplazable. La primera heredera del elfo de oro del clan ultra secreto. La persona adulta con quien más me río. La que me alcanza los anteojos de ver lo mejor de mí. La que me acompaña cuando meto la pata y me señala el agujero cuando estoy a punto de volver a meterla.

Lloró cada vez que me fui. Y aquí estamos, rompiendo las reglas de la geografía para extender el barrio, esa única patria sin vanagloria. Que dos barrios tengo, como dos besos, uno en cada mejilla del Plata.

La llamo y le digo que prepare la pista para el avión invisible y que tenga a mano el lazo de la verdad porque la charla va para largo y viene de confesiones. Le pido que vaya aprontando el mate, que llego en un rato. Mientras, le escribo estas líneas para recordarle una vez más que yo la inventé, y darle las gracias por creer en mí, y hacerme creer que puedo volver a inventarme todas las veces que quiera.



Montevideo
28.2.14



7.7.13

El enlace


La conversación dura pocos minutos.
Es domingo, mediatarde. Ambos esperamos junto a la caja para pagar y huir del restorán que es un infierno de gente queriendo salir y esperando por entrar. 

Un rato antes, desde mi mesa, me había llamado la atención la pinta aristocrática y distante de aquel hombre mayor, a la cabecera de la gran mesa, con mirada de príncipe distante y abrumado.

Él empieza. No sé qué ve en mí que lo anima a sincerarse. Tampoco sé por qué lo que me cuenta se me clava como una espina que no se quita, la semilla de una fruta atravesada en la garganta; como si me hubieran dado un papelito doblado con un mensaje invisible, encriptado, que no sé a quién debo entregar ni por qué.

-Yo soy del inframundo, soy el enlace.

Eso fue lo que dijo, y agregó: -Si usted supiera, pensaría que soy una porquería, un monstruo.

Le pregunto qué cosa puede ser tan grave, pero no me contesta. 

De repente su aspecto se vuelve frágil, como el de alguien que está a punto de desvanecerse y tiene urgencia por transmitir algo antes. Me extiende la mano pidiendo la mía y se la lleva a medio camino entre ambos. Caigo en la cuenta de que somos dos completos desconocidos, con medio siglo de diferencia, presos de las miradas de la familia que observa con inquietud, algunos desde la puerta y otros desde la mesa ya desvestida.

Debe haber sido un hombre escandalosamente guapo de joven, un dandy. Algo de eso conserva todavía en el cabello ceniciento cortado al filo de la nuca, la polera negra de cachemire, envuelto en un abrigo negro también, de cuero y piel, diseñado para alguien más joven. Se encorva un poco como para esconderse en alguna parte y se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

-Hoy hace un año que Elena se fue; estuvimos casados cincuenta y dos.

La vista se le empaña otra vez. Repite la cifra mirándome no a los ojos, a un punto dentro de mí, más allá de mí.

-A Elena no le corría sangre por las venas, fuego tenía en las venas.

Cuenta que la conoció en un baile en San José; que el salón del club estaba decorado con faroles de papel y lamparitas de colores. Que servían refrescos, garnacha y grapa.

-En aquel entonces yo vendía panteones y ella era modista.

Lo dice como si fuera lo más normal del mundo, y yo lo escucho de la misma manera; hasta parece más animado transportado por su propia memoria a un lugar y un tiempo más dichosos.

-Estaba muy pintada, vea -me dice-, pero bien vestida, aunque llevaba una pollera dos talles menor que el que debía haber usado.

Jura que era la mujer más linda que había visto en su vida y que nunca más vio otra igual aunque hayan pasado los años.

-Fue la casualidad, ¿sabe? Por más que uno se mate buscando el amor o el bienestar, siempre es la casualidad la que nos trae las mejores y las peores cosas.

Me cuenta que su Elena había acompañado a una amiga a la que le iban a presentar a un candidato, cosa que finalmente parece que no sucedió y se quedaron las dos muchachas de florero; y que primero se ocupó de encontrar a alguien que sacara a la amiga de la escena; que la sacó a bailar «así, con el dedo», y que ella aceptó.

-Cuando la vi venir, me pareció que era una ilusión encima de una nube -dice.

Bailaron toda la noche, les dolían los pies pero no querían parar porque si lo hacían «seguro que la vida seguiría su curso, el encargado del club apagaría la música, la empleada empezaría a barrer las serpentinas y a descolgar aquel collar de luces».

Se acordarían siempre de aquella noche inicial e interminable de milongas, tangos y valses mezclados con canciones de moda de Elvis y Billy Holliday. 

Cuenta que a veces, «cuando nos quedamos solos»  -baja la vista, aprieta los labios, corrige el tiempo verbal que la muerte siempre descompone- volvían a enhebrar cada imagen de esa noche, compitiendo por recordar qué canción fue primero y cuál después, quién dijo qué cosa y qué contestó el otro.

-Bailar con ella era soñar despierto -dice.  

Los dos sonreímos ignorando a la persona, tal vez su hija, que lo urge a terminar la charla desde la puerta del restorán.

-Imagínese, yo no sabía cómo reaccionar, se me acababa el tiempo; hubiese querido casarme al otro día. Lo único que se me ocurrió decirle es "no se pinte tanto señorita, que usted no necesita, y enseguida le pregunté si la podía volver a ver".

Dio dos pasos lentos sin soltar mi mano, como apurando el relato y me contó que esa primera vez se despidieron bien pasada la medianoche, que ella le dijo en qué calles vivía y le dio a entender que no le molestaría que la visitara.

-Dos días después la fui a ver. Primero pasé, como se debe, por la vereda de enfrente y sin mirar.

Ella estaba, pero no sola. La reja de su casa estaba abierta, Elena salía seguida por un joven; se quedaron conversando, así que dobló la esquina y se ocultó de su vista.

-Traté de esconder el ramo de rosas y mantener la frente alta. El hermano no era -dice mirando el piso como si reviviera la amargura de aquel instante ínfimo sucedido hace medio siglo.

Se esforzó por no pasar demasiado rápido para que Elena pudiera verlo y -quién sabe- tal vez llamarlo, ni tampoco caminar muy torpe o lentamente para que, si ella decidía hacerlo sufrir con el desdén que corresponde a una dama, no se quedara con la idea de que tenía razón al ignorar a un tonto.

-Las flores no las quise tirar. Las entreveré en la corona de un muerto cualquiera, al día siguiente, cuando fui a levantar un pedido.Qué culpa tenían aquellas rosas.

En eso, regresa la hija al restorán, se acerca, lo reprende en voz baja. Es amable pero está visiblemente molesta con su padre y entiendo que también conmigo, y no sin cierta razón: el veterano y yo obstruimos el paso para todo el que quiera entrar o salir de la cocina o el baño del local. A nuestro lado se ha amontonado la gente que quiere pero no puede transitar y no se anima a interrumpir.

Él no se inmuta, me toma del codo y me guía hacia la salida.

-Pasé la mitad de mi vida con los muertos, pero nunca nada parece grave hasta que te toca

-¿Y la otra parte? -pregunto-. El contesta con liviandad: -La otra parte la paso leyendo todo lo que me llega a las manos.

Me cuenta que tuvieron cinco hijos, que prosperó, que son cuarenta y cinco en las fiestas.

-Lo que vino después se lo cuento un día, si la casualidad así lo quiere y nos volvemos a encontrar, lo cual sería un placer.

Antes de cruzar la puerta del brazo de su hija, se despide con una inclinación de otro tiempo y las mismas palabras cifradas:

-Yo soy el enlace; gracias, señorita, por escuchar.










22.3.13

Notas al margen de la hoja en blanco


A veces es necesario volver atrás, hasta la encrucijada. Recoger las migajas derramadas en el camino y regresar, lentamente, con la certeza de que retroceder es avanzar.
Quitar una a una las capas de la cebolla. Olvidarse de la punta del ovillo. Dejar de pensar en los ojos de los otros, cada cual con su paisaje en la retina. No pensar en absoluto. Olvidar la mirada soez, obsecuente, del rostro del mundo. Recordar los ojos ardientes del gato.
Y no tener más ambición que un animal, un inocente perro de la calle después de la lluvia, alegremente perdido, husmeando las veredas con más instinto que astucia. Buscar sin esperar. Alimentarse del hambre.
Hay que apagar una a una las luces, recorrer la casa en penumbras, acostumbrar el ojo a la oscuridad infinita del abismo. Confiar solamente en la temblorosa luz de un cirio.
Ante todo, hay que saber abandonar. Subir a la barca silenciosa y alejarse de la orilla.
Recuperar la fe en la locura. Volver a creer en la noche benéfica; quitarse el calzado y caminar sobre el asfalto hasta llegar al césped nocturno cubierto de rocío. Detenerse allí donde la intemperie nos ofrezca cobijo.

Nada hay más pesado que arrastrar el cuerpo sin vida de aquello que ya no somos. Lo remolcamos hasta que el peso nos rompe los huesos de la nuca. Mientras no hiede, no somos capaces de dejar atrás nuestro propio cadáver irredento.

Sálvate a ti misma, me dijo en un último intento por retenerme. Pero la mujer del otro lado del espejo no sabe que no existe.

Tres días es un tiempo razonable. Hay que resucitar a tiempo antes de morir.




30.1.13

Apuntes para las hadas



















Me levanto un momento para fumar arrumbada en el ventanuco sobre los techos de Kreuzberg. No hace mucho frío y las casas tienen calefacción del primer mundo. Me llevo la laptop y el chopito de tequila 1800  que descubrí escondido en el mueble detrás de los fideos.

Trato de escribir pero no hay caso. Dejo el teclado y tomo el cuaderno negro. Las frases parecen ganchos indescifrables.

Lo segundo que se muere cuando se muere alguien amado, son las palabras. Los tiempos verbales aparecen, de pronto, arbitrariamente descalificados.
Es, era, fue, será. Todo entreverado. La muerte no admite el relato en tanto es el fin del tiempo verbal que lo hacía posible.

En este hecho se comprueba que el pretérito, siempre es imperfecto, y el presente apenas un tiempo que se nos va de las manos como la arena de la playa.

Me sirvo un tequila. Onhe eins, pienso. Increíblemente, cumplo. La nieve, casi fosforescente, se ha depositado sobre las pesadas ramas de los árboles, sobre los coches y las bicicletas recostadas sobre las entradas, los tejados reflejan la luz de la luna y cada tanto un transeúnte atraviesa la madrugada a paso apurado.

A veces se escriben cuadernos enteros, varios tomos, invisibles e indelebles, sin usar una sola palabra.

***

Los niños son sabios y curativos. Cuando lo supo dijo tranquilamente: hay que plantar un sáuco porque es el árbol de las hadas y Katrin es un hada.

***


No le temo a la muerte. Curiosamente compruebo, que la gente que más miedo tiene de morir es la que más miedo de vivir tiene.

No le tengo miedo. Me enoja. Me humilla. Me hace sentir estúpida e impotente, como si algunos se estuvieran burlando de algo alrededor tuyo, y vos te reís también y al rato te das cuenta de que sos el chiste. Obstinación de gallito ciego pegándole al vacío con el palo de escoba.

Vos respirabas un tiempo que, a su modo, era eterno. La mayoría de las elecciones de tu vida fueron tomadas con la absurda e inevitable certeza de que la vida es para siempre, entonces, vale la pena dedicarle todo el tiempo del mundo a las pequeñas cosas.

Tengo tanto que aprender.

Vengo tratando de ejercitar el viejo instinto de la oración, que al contrario de lo que se supone, es hacer silencio para escuchar.  Si lo logro, si logro callarlo todo, tal vez  escuche un día cómo hacer para agradecer el haber vivido parte de la eternidad a tu lado.

***

Los conocí a los dos el mismo día. Pero esa noche yo no tenía ojos más que para un hombre en el club Almagro, noche de tango, de luces cansinas y mujeres vestidas de negro y rojo. “Cuidado con ese hombre”, me dijo en la barra, ya después de un par de tragos y solidaridad de género. Tenía razón. Era para cuidarse. Me casé con él.

Pensábamos envejecer juntos. No es un reproche. Bueno, un poco sí. Ibamos a construir otra casa sobre pilotes en el bosque encantado. Ibamos a criar canas rodeados del viento en los eucaliptus, y las olas rompiendo en la orilla del sueño.

El plan no era complejo; dos cabañas: el que ronca duerme solo (“ya sabes quién”), “habría que trasladar las bibliotecas”, “tener un auto no es necesario”, “es indispensable un auto”, “una bicicleta, seguro” “un seguro de salud y un combo de jubilaciones decentes para comprar vino bueno y los libros, los medicamentos de la edad, mantener la banda ancha". El ejercicio de caminata ida y vuelta a Piriápolis es sin costo. Yo paso, dije. Fui apoyada también en mis objeciones de urbanismo libertario: mal que les pese, haría frecuentes excursiones a Montevideo y Buenos Aires.  Mucho aire puro termina por malhumorarme.

Nada podía fallar. Qué absurdas somos las personas. Todo puede fallar.

***

Aquel sábado, después de un viaje interminable en la agonizante Iberia, llegamos a Berlin con el pequeño Jedi. El cielo, primero rosado, empezó a tornarse saturado de un blanco lechoso como si estuviera por reventar. 

Recordé a mi vieja y sus descripciones del cielo de Zagreb antes de la nevada. Tal cual.

Dormí más de doce horas. Cuando abrí loso ojos, sobre la ventana del tejado los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Berlin. Efectivamente, como decía Tonka, los copos no caen, oscilan, van haciendo maniobritas en el aire antes de posarse en donde les toque. Un poco como nosotros. Hay que ser muy tonto para ver un solo copo. Lo que vale es la nevada. No pude dejar de pensar en que es la versión europea del mar de fueguitos. Mar de copitos. Kreuzberg nevado es una de las cosas más bellas que uno tiene la suerte de ver en la vida.

Estabas tan presente en esa caminata blanca hasta el parque, con los chiquilines y los trineos. Pensé que dirías, con la acidez que te caracteriza –me niego aún al pretérito imperfecto-  que pronto se iría la nieve y vendría la llovizna, que todo lo convierte en lodo y piedritas. Tal cual, también.
Pensé en que tal vez mañana, cuando te llamara por Navidad, te contaría eso mismo.

Más vale hoy que nunca.

¿Quién nos quita la belleza de la nieve aunque dure un instante?

En eso nos parecemos. En mirar la eternidad de lo fugaz y el lado bueno de las cosas. Oteando el otro lado, pero ninguneándolo un poco para que, el que vale y es bello, dure más, aunque a veces ni siquiera exista.

Y en recurrir a lugares comunes para explicar las cosas.

***

La iglesia que ya no es iglesia se yergue bella y austera en el cruce de calles. Entro y salgo. Igual con la otra. Inútil buscar una iglesia en Berlin para llorar como la gente. Muchas de ellas se han convertido en bares y no quiero caminar más.

Volvemos de la caminata hablando del horrible barro helado que queda después de la nieve; vagaba en mi mente buscando una respuesta, cuando alguien me trajo por azar la referencia de un libro amado  y del cual hablamos largamente hace poco. 

Fue en octubre. Se perfilaba como una de esas largas noches de Jhonnie, pero habías llegado en el barco de las 7 y estábamos agotadas del laburo. Apenas podíamos mantener los ojos abiertos pero no queríamos renunciar a un rato más de charla y pusimos otro disco de Nina.

El clima nos daba permiso para estar afuera y fumar. Qué estás leyendo, siempre fue una forma de retomar el hilván de la conversación abandonada meses atrás. La amistad, cuando es genuina, remienda el tiempo con su aguja y continúa como si nunca se hubiera detenido el tejido de las cosas.

Yo había retomado la lectura de la Invención (nunca le agarraste el gusto a ninguno de los dos, a pesar de mis intenciones) y trataba de explicarte la trama, con ademanes y aspaveintos, en clave de Lost

Vos te atoraste de risa cuando se me ocurrió ilustrarte el asunto diciendo que el protagonista es un venezolano medio loco, medio genio, con cruza de Silvio Rodríguez y Ben Linus. 

“Chavez!” gritaste casi. Nos tapamos la boca con las manos para no despertar a los vecinos con las carcajadas.

Me llevó como media hora contarte la relación entre Linus y Morel, entre Kate, Faustine e Irene. 

Después discutimos acerca de si el amor es necesario para sobrevivir, si se puede amar algo que sabemos que no existe, si puede volver a existir por obra del amor, si la creencia es creadora, si la creación no es en realidad, mera cuestión de fe y la fe, apariencia.

No habías leído el libro ni visto la serie pero usabas la información que te había dado, en mi contra. De pronto estuve atrapada en mi propia isla inventada. Y era tarde y tenía que trabajar.

Tu paciencia para escuchar y reír con los amigos era parte de ese sentido tuyo del infinito y tu inteligencia no descansaría en la esgrima del debate ni siquiera al ver amanecer. 

Esgrimí que es relativamente sencillo destrozar a Bioy usando las razones opuestas para descalificar a Galeano. Pero estaba cantado nomás que esa no era mi noche. Me estabas despedazando. Servimos la última ronda. Fui a buscar dos piedras de hielo.

Cuando volví, jugando una última carta, me senté, tomé el libro y te pedí que escucharas:

“Ya no estoy muerto, estoy enamorado”.

Voilá. Abriste los ojos, inclinaste la cabeza, estiraste el brazo y tomaste el ejemplar con los ojos entornados del que acepta cada derrota como un reto a medida.

Nunca sabré si finalmente leíste el libro.

Si pudiera pedir una sola cosa, sería una noche más.

***

Como no podía escribir, con las hilachas del asombro de la palabra ausente, hice una lista minuciosa en el cuaderno negro de las cosas que no quiero olvidar. Como si enumerarlas pudieran retenerte de algún modo.  

Cosas triviales, los actos más insignificantes, como cortar un trozo de queso, hablar por celular, o el gesto de recogerte el cabello en una trenza gruesa.

No voy a escribirlas, no solo porque la lista es más interminable que la historia de Michael Ende; puedo resumirlas en una sola.

Lo primero que pensé cuando supe que habías muerto es es no voy a olvidar tus manos. Orgánicas, en movimiento, con la palma abierta para dar y recibir, pronta para agarrar las causas perdidas. Tus manos indispensables, las de pelear cada día, espada en alto, lado a lado junto a Bastián Baltasar Bux para salvar Fantasía y curar a la Emperatriz.

Si alguna vez olvido tus manos, significaría olvidar lo bello, lo bueno y lo justo que hay en este mundo. 

Tus manos sigilosas de dedos, medianos, sensatos en las dimensiones, las articulaciones como nudos de ramas jóvenes de cerezo. Las uñas translúcidas, escamas de un pez antiguo, ovaladas y lisas como la piel de la luna.

Tus manos que lavan los platos con parsimonia, que escriben con delicadeza y con furia, que levantan banderas de causas perdidas –cuáles si no-, manos que cambiaron pañales, que acunaron con amor, que cobijaron a las chicas, manos que les dieron un empujón cómplice de libertad cuando llegó la hora. Manos dispuestas a sembrar, a cosechar y repartir. A dejar partir. Tu mano en mi hombro. 

¿Cómo hacer para soltarte? Espero que tus manos me enseñen el inverosímil ejercicio de decirte adiós.

***
Pero las cosas son como son.

Tantas veces imprecamos sobre lo establecido. Llegabas con tu pequeña maleta desde alguna parte del mundo pronta para gastar la madrugada en charlas de nunca jamás. Uno de los clásicos era por qué no puede ser de otro modo.

Tantas veces en tantos años nos interrogamos, discutimos de política y de historia, apretamos los dientes frente a la injusticia, el dolor, la falta de esperanza de quienes están a la intemperie de la historia.

Yo no sé si lograremos entre lo muchos pocos que somos que algunos sean menos pobres, que otros sean menos ricos, que seamos todos más sencillos, menos egoístas y más felices; más buenos, más lúdicos y más niños.

Yo no sé si esta es la puerta o la ventana, si es el camino directo, el atajo o la encrucijada.

Yo no sé si lo lograremos porque es cierto que somos frágiles y porque ellos son los dueños de la pelota y son poderosos. 

Yo no sé si podremos. Pero no voy a despedirme del timbre de tu voz recordándome a diario que vale la pena intentarlo.



17.10.12

El sueño, el perro y la canción

En el sueño, un perro casi azul de tan negro y grande como un lobo se acercó.
Traía una soga o correa en las fauces y la puso a mis pies, sobre la arena. Primero me observó. Sus ojos brillantes y cansados, casi humanos me recordaron a alguien que conocí hace algún tiempo.
Me costaba sostenerle la mirada.
El animal me habló:  "Dejame libre", dijo, "lo prometiste". Asentí con la cabeza; aunque no recordaba a qué se refería exactamente, sabía que estaba diciendo la verdad. 

No se movió. Cuando me agaché para tomar la correa, su aliento en la mejilla me trajo aromas viejos, orgánicos; el del pan recién hecho, la brisa que entra por la ventana en verano, la sal marina y el marisco. Cada cual se fue por su lado. No miré para atrás pero supuse que caminó por la playa hasta perderse en el extremo de la bahía que da a Punta Gorda, más allá de las piedras.
Yo subí la escalera y me fui. Después de un rato de cargarla, tiré la correa en el primer contenedor de basura.




22.9.12

Receta para cualquier domingo

Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Miguel Hernández


Por más ingenuas que parezcan, las cebollas no son hortalizas fáciles. Se ofrecen como esas campesinas virginales -ceden a una caricia y se dejan quitar una o dos capas de pollera-  pero no es tan sencillo conquistar su mayor virtud.
Me acerco a la canasta debajo de la ventana y tomo, de todas, una. Me gana el malhumor al verificar en el vaho, la implacable evidencia de que –pasa con las personas y con las cebollas- otra vez compré un kilo de lindas por fuera y buenas para nada por dentro.
Apoyo el bulbo en el patíbulo; no está podrida pero ya no tiene la turgencia de un vegetal joven.  La miro con desidia como a esas mosquitas muertas. Una vez más no me equivoco al presumir que el tajo de acero dejará a la vista el centro verde rodeado por una virola marrón que indica el paso prostibulario y obsceno por el frigorífico.
Lo mismo sucede con la siguiente, más grande, y con otra, mediana y engañosa hasta la médula.  No llego a embocar esta última arrojada con desprecio al tacho de basura. El hedor ácido queda suspendido en el aire y los ojos se me nublan.
Un rencor irracional me gana cuando las cebollas parecen lo que no son. Antes no me pasaban estas desgracias.  Tenía un trabajo en el cual flotaba más o menos libremente a lo largo del tiempo; cumplía sí, un tiempo riguroso, de entrega casi siempre desmesurada porque no puedo con mi genio, pero era la dueña del reloj.  Podía trabajar hasta la madrugada pero me organizaba para ir los viernes al puesto de Leo, arrancaba una bolsa y procedía a tomarme el tiempo para elegir las frutas, las lechugas, las cebollas. 
Extraño ese instante de escudriñarlas, ponerlas debajo de la nariz y dejar que la memoria olfativa arroje su anzuelo hacia el pasado. Tal vez volvería a pescar la imagen de una anciana cosiendo a la luz de un farol de querosene; la radio de onda corta zumbando en un idioma incógnito y, a su lado, la niña, con los pies descalzos que cuelgan, el lazo rojo casi a punto de descolgarse de la trenza de todo el día, devorando cebollas con crema y pan y mirándose en el trozo triangular de un espejo roto que siempre está sobre la mesa.
A las cebollas, las elijo medianas, de piel oscura y firmes al tacto. Sin brote. Las buenas cebollas, cerradas en su casco marrón, no tienen más que un desganado y lejano aroma a polvo y a granero cerrado.  Al alzarlas cerca de la nariz uno experimenta la frescura de la tierra fértil, la calidez humilde de cualquier atardecer, la promesa de un pan ardido en la lumbre. Una buena cebolla despierta el deseo suave de la manteca y el crepitar del aceite esperando por ella en la sartén.
Las cebollas viejas, en cambio, aunque no se vean mal, tienen urgencia por ser descubiertas y emanan el efluvio amargo del tiempo que se les acaba. Sus capas fantasmales permanecen separadas unas de otras, la carne porosa como los huesos de las ancianas, el corazón hueco y reblandecido de las señoras presumidas.
Antes, como dije, solía elegirlas con esa dedicación que siempre es recompensada en la tabla de picar. Ahora no tengo tiempo para bobadas como elegir cebollas.  Tomo una bolsa de red completa en la que sé que habrá vírgenes mezcladas con zorras engañadoras, y me atengo a las consecuencias con una desilusión anticipada y esa indiferencia urbana hacia el propio despilfarro.
No obstante mi decepción, la cuarta que corto  -una cebollita alargada y de cutis liso y opaco- está simplemente apta para servir al apetito.
Corto con el cuchillo el brote de la cabeza, otro corte limpio en la base y otro más, longitudinal de lado a lado para sacar con los dedos la primer y segunda capa, junto con la tela que como una gasa las separa de las demás. La miro un instante, desnuda e inocente sobre la madera.  De los extremos sangra una leche astringente. No es una cebolla perfecta pero no la desecho, la doy por buena, y si no fuera porque se trata de un reflejo orgánico, diría que su entrega me emociona.
La parto al medio, la fileteo sin reproches, giro el punto cardinal y la vuelvo a cortar, ahora en finísimos cubos. 
El cuchillo danza feliz sobre la tabla. Una vez que la arroje sobre el aceite, ella y yo habremos olvidado que no era lo suficientemente fresca para una ensalada. 
Temblará en la sartén, regalando el aroma de una muerte servicial a la espera del ají y la carne que se suman. El ajo, totalitario, llegará al final, poderoso patrón de la última palabra, con la complicidad del laurel y el vino impune ahogando al proscenio en un silencio que apenas dura.
Los tomates, imbéciles e irreverentes, llegan en patota y se apropian de todos los aromas y los sabores. En la hornalla de al lado, el agua bulle eficaz y recibe los fideos.
La sal, la pimienta, el orégano. Nada conserva su cifra. Ningún ingrediente es lo que era después del fuego. Todo es pasado ante la inmanencia de la salsa.
Todo excepto el hambre, que evocará agradecido a aquella cebolla buena e imperfecta -la única posible- y solo durante el breve tiempo que tarde en desaparecer, también él, saciado bajo el manto de la siesta.



11.9.12

Zona de peligro

                                                                                    








                                                 Para Verito y su hermana


Estábamos en Buenos Aires en la fecha inicial planeada para el homenaje de María Teresa Trotta,  mamá de Verito y militante que junto a su esposo Roberto Castelli, fuera asesinada y desaparecida después de pasar por el centro clandestino el Vesubio. Teresa estaba embarazada de seis meses y llevaba en la panza a una bebé, robada y entregada en adopción a través de una organización católica, según tengo entendido. En julio de 2011, después de la derogación de las leyes de impunidad y un largo y doloroso juicio, varios asesinos del terrorismo de Estado argentino del Vesubio fueron sentenciados por estos y más de 150 crímenes de lesa humanidad, solamente cometidos en ese tenebroso claustro de terror del Plan Cóndor. 

Pero aquella vez el homenaje a Teresa se suspendió; creo que por lluvia o por algún otro factor.

Más de un mes después, el fin de semana pasado, cuando se organizó nuevamente la movida en la escuela de Merlo donde Tere fue alumna, militante y maestra, yo estaba en Buenos Aires de casualidad.  Ah, el azar, ese duende porfiado.

Y allá fuimos. Hay que estar donde hay que estar, que es donde uno quiere estar, si es que puede.

Merlo es lejos, dijo Iva no sin razón mientras nos veía averiguar con el ceño fruncido qué transportes y qué combinaciones tomar. Muy gentilmente se ofreció a prestarnos el auto al cual agregó la novedad del GPS, que puso en mis manos un poco trémulas por la primicia.  Ella escribió nomás la dirección y del artefacto surgió, enseguida arrancar el motor, una voz de Robocop indicando hacia dónde doblar con todo y dibujito en la pantalla.

Hay que decir que una tarde de sábado conduciendo hacia Merlo por la General Paz con toda parsimonia no es algo que uno experimenta todos los días. Para los que no conocen el paño, esta avenida es la aorta de una Buenos Aires con varios by pass y a punto de estallarle el corazón.  La General Paz es, además, el surco que divide a los porteños del resto del planeta. La delgada línea roja. La cesárea del parto socio cultural de Buenos Aires. La división entre (los) ellos y nosotros. La avenida de la primera y sangrienta batalla de Juan Salvo en la que el gran Favalli descubre que los cascarudos eran la mera herramienta de fierro de un asesino más grande, más peligroso y de una escabrosa y letal inteligencia. (Está visto que algo había hecho Oesterheld para merecer también el infierno del Vesubio).

Aunque habíamos salido sobre la hora, gracias al aparatito llegamos suavemente sin repetir y sin soplar: ahora doble por aquí, quinientos metros más allá agarre tal avenida, ahora a la izquierda en tal calle, decía la modulada voz de un señor que, con esfuerzo, pronunció, finalmente: llegando a  Merlou.

Al bajar de la autopista del Buen Ayre, la pantalla mostraba el torpe ícono de un auto muy cerca de un círculo colorado, como se suele señalar el punto de llegada en los videojuegos. Pero de pronto, otra voz, -no la del robot disléxico que nos condujo- sino una diferente, surgió del artefacto. Una voz de mujer, afelpada que invariable y alarmada indicaba: “cuidado, entrando en zona peligrosa”. Quedamos atónitos, mirando por la ventana y sin atinar a descubrir a qué se refería la tipa.  Tal vez fue mi fantasía la que imaginó en el tono de la mujer-robot, un dejo de fastidio ante la insistencia en dirigirnos hacia el destino elegido.

“Cuidado, entrando en zona peligrosa”, volvió a advertir un par de veces la emisaria de los Ellos, antes de que apagáramos la cosa y decidiéramos preguntarle a un verdulero para dónde quedaba la escuela 14.

Es un barrio trabajador, de casas bajas y vereda ancha, algunas de material y otras de ladrillo a la vista. Rejas, perros ladradores, arbolitos y malvones, segundos pisos con escalera caracol a medio construir y kioskos sobre la ventana de lo que alguna vez fue un living o la pieza de la abuela. Doblamos por una calle de tierra, doscientos metros, volvimos a preguntarle a unos pibes en una esquina. Llegamos al lugar sin problemas.  Dejamos el auto a una cuadra y caminamos hacia  donde estaban los papelitos de colores y la gente.

La calle estaba cortada por los agentes de tránsito municipales; una murga escolar de bombo y platillo y a patada limpia empezaba a desfilar ante la escuela. Enfrente, los equipos de sonido y las guirnaldas con los nombres de Tere y otro compañero desaparecido hechos en papel maché competían con los puestos de choripán y las pancartas colgadas de los árboles. Uno recitó una poesía, una bandita hizo un muy buen toque del Juntos a la Par de Pappo; hubieron algunos breves discursos, palabras de la señora directora, avisos por altoparlante de que todavía había empanadas, más murgas y festejos. Una enfermera muy profesional hacía bailar a un señor muy viejito en su silla de ruedas. El hombre estaba feliz, apenas se movía pero con la mano hacía bailar la foto en blanco y negro del joven que llevaba colgada del cuello.

Pasamos un buen rato con los amigos. Disfrutando, festejando, emocionados, haraganeando distraídos también, como se está en una fiesta callejera. Cerca del cierre y antes de la celebración de los vecinos libres de las bridas de la institución, se descubrieron las placas de Teresa y su compañero, desaparecidos de la escuela. Dos grandes imágenes con sus rostros sonrientes en la pared de la entrada del colegio. 

Alguien gritó sus nombres, alguien dijo nuestros, alguien gritó presente, muchos dijeron, ahora y siempre.

Abracé a mi amiga Verito con la intensidad y la belleza que solo una mujer bella e intensa como ella provocan. Cantamos y bailamos un poco. El sol caía sobre los trajes anaranjados de la última murga y la fiesta todavía tenía para largo cuando nos fuimos yendo. Sentí un calor fuerte acá adentro; a la vez la conocida brasa del dolor país y la luz de una alegría mansa pero muy honda.

No hizo falta encender el GPS para encontrar la autopista; solo teníamos que recordar, volver sobre nuestros pasos.

Recién entonces me di cuenta: la voz de mujer que nos había indicado alarmada “cuidado, entrando en zona peligrosa” , tenía toda la razón. 

No sé cómo hacen estos tipos para programarlos, pero el robot había dicho una verdad fundamental.  

La memoria es peligrosa. Vaya si la justicia también lo es.  Pero mucho, muchísimo más peligrosa, es la alegría.