31.12.10

Existe

En su cama. Yo a la cabecera, él a los pies, cada uno leyendo su libro. Me lo pregunta derecho viejo, sin chance alguna de postergar la cosa, de huir por la tangente :
Mamá, vos sos Papá Noel, sí o no?
Levanto un poco el libro abierto para esconder la cara y la mueca, para darme una milésima de segundo de descuento, para responder sin tartamudear . Mamápapánoelmamápapánoelmamá... no pienso nada de nada, las palabras reverberan en círculos concéntricos como al tirar una piedra en un lago. De pronto sé que es un antes y un después, una línea de tiza en la rayuela del camino. Nadie te enseña. Escuchaste anécdotas de otros, juzgaste unas respuestas mejores que otras, te imaginaste vagamente qué harías; sin embargo, por alguna razón, estás completamente sola y sos la única, la primer madre o el primer padre del mundo en responder. Con el dedito me obliga a bajar el libro y mostrar la cara. Nos conocemos bien; la inteligencia emocional de este chico arremete como el Halcón Milenario, a la velocidad de la luz. Supongo que al descubrir mi expresión ya sabe la respuesta pero igual repite la pregunta. Y entonces sucede. Las palabras están ahí, guardadas prolijamente en un cajón que no sabía que existía, listas para decirlas por primera vez, para estrenarlas como un vestido nuevo: una vez que sepas la verdad no vas a ser el mismo de antes porque vas a poder elegir si creer o no. Se lo digo a él a la vez que me lo estoy diciendo a mí. Aprendo al mismo tiempo que enseño. No es la primera vez que me pasa en estos seis años de crianza, pero sí es la primera vez que me doy cuenta tan crudamente. Es claro que no se trata solamente del viejo de traje rojo que baja por la chimenea y deja regalos a cambio de ilusiones. Le pregunto si de veras quiere saber. El usa los ojos para asentir, como el que ha tomado la decisión mucho antes. Se acomoda frente a mí, las piernas huesudas cruzadas, apoyándose en sí mismo, el codo en la rodilla y el mentón sobre el puño. Entonces le cuento. Cruzo el umbral. Sí, tu papá y yo... los regalos. Comienza el interrogatorio, los detalles ineludibles: qué hacemos con las cartas (“se guardan en una caja como tesoros y no se pueden volver a ver hasta, por lo menos, los 20”), dónde escondemos los paquetes, si todo el rollo de subir a la terraza para ver si viene a las 12 es para poner los regalos. Mientras contesto (confieso), en otro plano, me recuerdo o me imagino –a veces creo que es lo mismo- a mí misma, bastante más grandulona, en el momento de saber. Estaba armando el árbol con Tonka, picando algodón con los dedos para hacer nieve y colocarla sobre las ramas de plástico. Pienso en mis padres cuando eran niños, en mis abuelos, en las épocas en las que Papá Noel traía manzanas lustradas y muñecas de trapo en vez de legos o playmobiles. Se me cruza la imagen del sueño que una vez me contó un amigo: trepaba a una duna con su hijo pequeño de la mano, pasaban junto a un montón de huesos que eran los de su padre y más adelante, su hijo se soltaba de la mano y cruzaba un alambrado que él no podía atravesar, y entonces su hijo lo dejaba atrás. Se volvió una costumbre: casi todas las noches, después de leer un rato, nos gusta quedarnos charlando otro poquito con la luz apagada, antes de dormir. Hablamos de todo. Es nuestro momento. Me lo dice susurrando, casi en secreto, pero con esa determinación que él tiene a veces: Ma, ahora que sé la verdad, quiero seguir creyendo. Yo también hijo, yo también quiero creer, lo digo en voz alta, le doy un beso y le digo ahora dormite, querés.
Con ese credo, esa esperanza y estos amores quiero cruzar hacia el nuevo año. Felicidad para todos. Aguanten Los Reyes.

6.10.10

Caperucita Feroz*

Ya no se oyen los aullidos de la manada. La luz es cada vez más turbia pero aún le resta un buen trozo de bosque por cruzar. Su cuerpo avanza sigiloso y mudo a través de la nieve. Cada tanto el crujido de una rama lo alerta; se detiene y tantea el aire con esa nariz como de cuero húmedo que tienen los lobos. Lo hace para orientarse y también para beber el aroma de la madera de los álamos que exhiben, inofensivas, sus garras desnudas. Con cada exhalación una nube de vapor se forma en el aire gélido sobre su cabeza y se desvanece; parece que lo persiguiera un fantasma. Las patas desmesuradas dejan un hilván de huellas a través de los troncos negros y pelados como rejas. De pronto la ve allí, como si hubiera salido de la nada. Está de pie a corta distancia, revelada a medias detrás de un árbol. Con una contracción imperceptible, el lobo baja un poco la cabeza y apenas retrocede sin dejar de mirarla a los ojos. Su instinto lo sosiega: no es un cazador, es solo una niña, una hembra humana, cachorra, como él, cruzando el bosque en sentido contrario. No quiere asustarla ni quiere huir. Algo hay en ella que lo deslumbra y lo desespera a la vez: formas que nunca ha visto, sensaciones y olores que no sabía que existían. Sin gestos ni palabras aquel organismo lo desafía a perder la cautela y acercarse más. Tal vez sea por el presentimiento de esa piel nacarada y fina como la de una muñeca de porcelana; tal vez por la inocencia salvaje de su mirada. Al acortar la distancia, la fragante acidez de sus axilas y el vaho de un pubis infantil que de lejos intuye poblado de un vello incipiente y rizado, le adormece los sentidos. Su naturaleza astuta y prudente cede ante el anhelo de una caricia. Se acerca a la niña haciendo un rodeo; agita la cola manso pero con tanta convicción que el movimiento le nace de las costillas; los últimos pasos hacia ella los da doblegando las patas delanteras y ofreciendo el tupido pescuezo en señal de entrega. Pero como en todo gesto de sumisión, su cuerpo declina la pretensión de ver de cerca aquello a lo que por amor se ha sometido. Por eso no ve la daga desde siempre engarzada en la pequeña mano lampiña. Y no reconoce en el pecho el calor de la sangre sino la tibia caricia; y en la nieve humeante que se tiñe cree ver solo el gorro rojo que su niña ha dejado caer. Por eso el lobo no entiende, por eso no puede levantarse, por eso no sobrevive. *El título del relato es el mismo del taller que lo motivó y del cual participé el pasado septiembre: "Caperucita Feroz, arquetipos femeninos e historia personal", dictado por Gabriela Onetto y Gabriela Palma, el cual recomiendo con énfasis.

1.9.10

ANTES Y DESPUES DE SANTA ROSA

Desde el balcón de casa, imágenes del mismo paisaje, de anteayer y de hoy. El viento es tan poderoso que el edificio oscila, vibra el doble ventanal y el piso tiembla bajo mis pies. Hay un zumbido permanente; una música afónica de erkes invisibles afinando a través de todas las cosas. El cartel de chapa en la azotea aporta los bajos cóncavos al heavy metal de esta tarde. Las gaviotas -parece que les encanta el clima- hacen breves vuelos rasantes sobre las olas y luego detienen las alas contra el ventarrón que las arranca y las lanza con ferocidad hacia arriba como a decenas de pequeños parapentes emplumados. No sé nada de pájaros, pero juraría que están jugando. Playa no hay, ni rocas, ni Isla de las Gaviotas nos queda ya en Malvín. A no confundir la tormenta de Santa Rosa con la melancolía de cualquier lluviecita invernal. La tempestad contagia una euforia interior torrencial, una súbita arrogancia que te hace sentir poderosa, soberana, capaz de todo. Voy a aprovechar este breve estado tormentoso para hacerme otro café y escribir un poco, a ver qué sale. No la veo, pero sé que pronto, a la vuelta de esa nube negra, se asoma una nueva e inofensiva primavera.
Lo cómico es este extracto del pronóstico meteorológico que salió en el diario:
“(...) Pero el mal tiempo, sin embargo, cambiará el lunes. Se anuncia nubosidad variable, vientos moderados a leves del sector este con una mínima de 5 grados y una máxima de 21, por lo que el "veranito" de los últimos días iniciará una nueva semana”.

27.8.10

NOCHE DE PARAGUAS

Homenaje a Mario Levrero lunes 30/8, de 20 a 22 hs en Pacharán, San José 1186 (e/ Michelini y Gutiérrez Ruiz) Escribo desde toda la vida, sin embargo, de un modo que me llevaría más tiempo y espacio explicar, Levrero me enseñó a escribir de nuevo. Cuando me partí la cabeza con El Discurso Vacío, hacia fines de 2005, no sabía que era un libro de alguien que había muerto hacía tan poquito: corrí a internet a googlear más información sobre el tal Levrero porque lo quería conocer inmediatamente (y supe que nos cruzamos por un pelito); a partir de ahí empecé a tirar y tirar de un hilo que sigo ovillando y tejiendo hasta el día de hoy. Este lunes 30 nos reunimos para celebrar la vida de Levrero como a él seguramente le hubiera gustado, escribiendo y brindando con una copita de vino. Y digo la vida, porque aunque sea la fecha de su muerte la que nos reune, el día en que al señor Varlotta se le ocurrió pasar a mejor vida, el escritor Mario Levrero acabó de parirse a sí mismo. La invitación es abierta y gratuita a todos quienes admiran su obra y lo han conocido a través de su persona o de sus libros. No hace falta ser experto en escritura ni mucho menos para participar. Solamente, traer lapicera, papel y espíritu lúdico para entrarle a una de las consignas de este gran maestro. Por cuestiones de organización, hay que confirmar asistencia a nochedeparaguas@gmail.com. Los que están lejos y quieren participar escribiendo y enviando su texto, pueden pedir instrucciones de la consigna al mismo mail. Por las dudas traer paraguas, porque el lunes 30 también es la célebre tormenta de Santa Rosa -no confundir con Chacel- no sea que nos agarre la lluvia a la salida, y no precisamente la de letras, que con esa mejor andar a la intemperie saltando charcos.

25.8.10

Apostillas a una receta

Sentada a la mesa de la cocina espero su respuesta como un caballo la señal de largada. Tengo el lápiz en la mano y un pedazo de papel adelante, el cuerpo inclinado sobre la mesa esperando que Tonka, de pie, empiece a dictar. Hago pequeños círculos en el papel, garabatos, mosquitas de tinta, no nerviosa, pero sí atenta; pedirle cualquier receta a mi madre –y tan luego ésta- es como consultar el oráculo de Delfos o sentarse a aguardar que el Dalai Lama transmute un pan de manteca en un lingote de titanio; sucede, pero lleva su tiempo. Levanta la vista, sus ojos de un celeste translúcido buscan los ingredientes en algún lugar suspendido entre el techo y mi cabeza. El gesto grave, las yemas de los diez dedos apoyadas apenas sobre la superficie de la mesa como animales agazapados a punto de saltar. No es una exageración decir que se trata de un momento histórico en la genealogía familiar: ha llegado la hora de apuntar la receta legendaria. La hemos probado cien veces y la centésima es la mejor; la que piden los amigos, los yernos y los ex, las consuegras y las ex consuegras para un cumpleaños, las compañeras de yoga para el fin de año, los vecinos cualquier rato y hasta algún conocido lejano, con la caradurez y la impunidad que da la gula. Ella siempre y a todos nos da el gusto; va a buscar lo que le falta a lo de los chinos y se pone a batir y a amasar. Al fin, empiezan a gotear las palabras, dichas con un carraspeo inicial y en el mismo tono de un conjuro: “Doscientos gramos de harina leudante; si no hay leudante, usar harina común; una cucharadita de bicarbonato; otra de Royal y una pizca de sal”. Su mirada medio sargentona busca la mía para cerciorarse: “anotaste sal? No te olvides la sal; una siempre olvida la sal en las tortas”. Sal en las tortas y en el café a la turca: la marca en el orillo de los Kostelich (y la cebolla, pero eso es otro cuento). Ella va contando, mechando alguna anécdota en el medio, algún recuerdo, una variante, "mamá le ponía canela en vez de cascarita"; yo escucho y escribo todo. Sin dejar de verla veo a la baba Lucija, vieja y luminosa, a mi hermana y a mí misma, con una trencita finísima y blanca, con los hombros y las caderas anchas, percheronas, los ojos chiquitos y vivos por el peso de los párpados, las manos como el mapa de un tesoro perdido. ¿Tendré las manos de mi madre cuando envejezca?, pienso mientras escribo de corrido ingredientes, artes y chismes, en automático como queriendo capturar -si pudiera, ay, si pudiera- la fonética suspendida entre los renglones. (Pensé en grabarla, no lo niego; luego abominé de mi propia codicia de querer quedarme con todo, secuestrar letra y música de su voz; algo en mí no quiso conservar más de la cuenta en la memoria; así es como se crían los ídolos que tanto cuesta romper después, por la ambición de conservarlo todo; por la pretensión de ganarle a la muerte con algún truco pueril que solo serviría para embalsamar, no para devolver la vida. No, una receta hay que anotarla y punto). “Y con la masa que sobra de los recortes del molde, hacés galletitas; las ponés en el horno y aprovechás el último calorcito para que se terminen de hacer. Y ya está”. Hasta ahora, jamás hice la mitológica torta de ricota de Tonka, no solo porque no soy cortesana del reino de los dulces, sino porque este es aún el tiempo de mi madre, no es mi tiempo. (Pensaba lo mismo el otro día, hincada sobre las plantas, podando a destajo cada arbusto, cerco y arbolito, con la sangre fría de un samurái y la brutalidad de un asesino serial; mi madre, en cambio, dedo verde, lo hace con tanto amor, parsimonia y talento, hablándoles y acariciando las hojas una por una; lo mío es apenas un gesto haragán de mantenimiento sin el cual las pobres plantas no sobrevivirán el verano; pero ya me llegará el tiempo a mí también, me digo). Alguna vez, cuando ella no esté -dentro de mucho pero mucho tiempo, una eternidad- y cuando el teléfono no sirva para pedirle las recetas, voy a abrir este cuaderno y a seguir con el índice las líneas que fui copiando. Y voy a sacar los huevos un rato antes para que se templen, y voy a tamizar la harina y tener la sal a la vista para no olvidarla, y haré galletitas con los restos de masa y también voy a agregar como una pócima ("¿de veras mamá solo era eso?”) el secreto-de-los-secretos de la torta de ricota el cual, por supuesto, únicamente será revelado a la próxima o próximo en la posta generacional. A la noche, llamo a mi hermana: “¿Sabés? Hoy anoté la receta de la torta de ricota de mamá”. Y porque entiende, me dice: “Uy, pero qué día nena”.

15.5.10

Procesos y procesos

La semana pasada, en Buenos Aires, fuimos a cenar con dos queridos amigos. La Cabrera de Palermo Viejo nos ofreció su mejor bife de chorizo y una mesa junto a la ventana que fue la última en vaciarse. “Mis amigos son todos superhéroes”, llegué a decirles, repitiendo lo que dice otro amigo mío. Pero W me asegura que no, que solamente son abogados. El, alemán, un hermano, con su media sonrisa de malevo y su sempiterna campera de cuero negra (que no siempre lleva pero con la cual lo pienso); el otro, que parece un vikingo pero es un porteño incorregible con un corazón varios talles más grande que el normal. Ambos trabajan con el Atlántico de por medio y a destajo junto a organizaciones sociales y familiares en los juicos por desaparición forzada de la dictadura argentina. Durante años curtieron una laboriosa tarea jurídica de gota que horada la piedra, con alto nivel de militancia, paciencia y sano escepticismo. Pero hace poco, desde la abolición de las leyes de punto final, obediencia debida e indulto, son más de 500 los militares procesados y cerca de 60 las condenas por desaparición forzada, torturas, robo de bebés y otras cosas por el estilo impunes hasta ahora. La catarata de testimonios judiciales, causas reabiertas y juicios orales y públicos no se puede parar. Las tapas de los grandes multimedios aplacan pero no logran silenciar del todo lo inédito de lo que está pasando hoy en la Argentina al nivel de los derechos humanos. Esa noche, brindamos por la justicia, no digo con alegría, pero sí con la emoción de comprobar que conviene no dejar de creer en lo imposible. Terminamos con el bolsillo agobiado por tantas botellas de malbec y nos despedimos en la placita, sin lograr hacer el 4. No fue hasta volver a Montevideo que consulté la libreta negra grande, con páginas y páginas de escritura apretada, fechas que van de diciembre pasado a febrero de este año y un título de trabajo que no llegó a consumarse hasta hoy: procesos/notas para el blog. I. En diciembre del 83 acababa de cumplir 15. Flor de pánfila. No es necesario invocar el testimonio de los que me conocen de entonces para asegurarlo. Qué se yo, buena piba, medio monja (quería ser Santa, cuestión a la que dedicaré un post completo más adelante, supongo que a modo de exorcismo. Hay, incluso, documentos escritos comprometedores). Creía que podía salvar al mundo (al mío, no digo a todo) munida de un lápiz, un papel y una única verdad; era justiciera, voluntariosa y naif pero con ínfulas de chica ilustrada. Procuraba dejar marcada mi presencia con frases inteligentes y de relevancia fundamental para el interlocutor. Derecho que me atribuía secretamente por haber devorado un par de libros más que la media. Las siete maravillas de Borges, a la cabeza, algo de Cortázar, Rulfo y Arlt y, luego, todo Hesse, Tolkien y Castañeda a los que tendría que agregar, para ser del todo sincera, la obra completa de Lobsang Rampa y dos anaqueles completos del Selecciones del Reader`s Digest, obras estas que no considera yo a un nivel inferior que el resto. Quiero decir, era una paparula encerrada en mi globo de papel. Hasta que algo empezó a chamuscarlo, abrasarlo y convertirlo en cenizas. Era el domingo siguiente a la asunción de Alfonsín. Lo recuerdo cuadro a cuadro, como una película en slow motion. Fue el día en que me contaron que en Argentina había desaparecidos. Estábamos en la terraza, mi viejo hacía un asado de los suyos; C. (un amigo de la familia que luego se convertiría en enemigo) y yo, le hacíamos el aguante. Tomaban cerveza. Yo, supongo que agua. Llevaba el atuendo típico de esa época; una especie de disfraz de “próximamente religiosa de clausura o profesión similar que implique retirarse del mundo y huir de la condición femenina”: jeans talle G de varón, remera ídem a rayas celestes y blancas, tipo preso o pirata, pelo de loca desatada, otra que frizz y lentes de marco cuadrado, casi sin aumento (que usaba y había logrado que me recetaran deletreando mal a-d-r-e-d-e la última fila del cartel del oftalmólogo, todo para parecer más madura y lista). Debe haber alguna foto por ahí, seguro mamá tiene una; algún día me ocuparé de destruirla. Lo de los desaparecidos me lo dijo C. ese día, antes del asado. Me mató. Lo soltó con un dejo burlón. Yo lo admiraba, mucho. Digamos que llegó a estar un par de escalones más abajo que el Che Guevara; pero en el fondo era un cretino con carné de izquierda, tuve que golpearme y perder perder perder, para verlo. C lo contó con detalles, disfrutando el poder enseñarle algo a alguien que cree que se las sabe todas. Con el ceño fruncido, que ahora me parece sobreactuado pero entonces no, C. me describía los horrores del pasado reciente. Yo lo escuchaba, y de a poco me iba queriendo escapar por debajo de las sillas de hierro blanco de la terraza, hacerme líquida como la cerveza, escurrirme por la rejilla de la terraza y desaparecer. Lo que escuché me provocó tristeza y vergüenza; además, quedé asustada (“Pero ¿de verdad-de verdad los secuestros se acabaron?”). Un año antes, en el 82, mi viejo, electricista naval, había vuelto de Malvinas. De ahí venía la conversación en la terraza ese día. Papá dijo "a los que no se los chuparon los mandaron a la guerra y se cagaron muriendo de frío". C. arrugó el ceño ante mi gesto de interrogación: “Pibes. Y pibas como vos, un par de años más grandes y con alguito más de compromiso político. O te creés que la pesada les cayó encima porque eran ovejitas de algodón como vos, pendex; qué se creen que van a salvar al mundo tocando la guitarrita en un geriátrico o yendo a la villa a hacer los deberes con los guachos”. Entonces empecé a preguntar y a recibir respuestas que jamás hubiera imaginado antes. ("Uno no se podía imaginar semejante cosa, me dijo una vez una amiga diez años más grande que yo") C. no ahorró pormenores. La picana, el submarino, las ratas en la vagina y la carne a la parrilla, los estudiantes secundarios (“de tu edad, pendeja”)- arrancados de sus casas, torturados y desaparecidos; que la masacre de Trelew y la cancioncita, y las monjas francesas, y el Padre Mujica y los curas Palotinos ejecutados ("esos sí que no iban a tocar la guitarrita nomás, como vos"); que los cuerpos de los “marineros chinos” que las corrientes del Río de la Plata -esa gran tumba colectiva- devolvía a la orilla. Y los bebés arrancados de los brazos de sus padres. "Los bebés, los bebés, los bebés...", creo que dejé de escuchar ahí. Pregunté, cuántos eran. Miles, me dijo, miles. No se sabe. Sentí que nada de lo que había vivido hasta ese momento era real. Que esos jóvenes sí habían tenido una vida y una muerte reales. ¿Y ustedes, dónde estaban? No recuerdo el detalle del discurso que hizo C. pero sí el silencio y la tristeza en los ojos de papá. Empecé a atar cabos. A la vuelta, la casa de las mellis, por ejemplo; se decía que una noche sus viejos se escaparon por los techos y nunca volvieron a buscar a las nenas que al final quedaron al cuidado de una vecina (qué malnacidos esos padres, pensaba yo hasta entonces). En esa casa después, sobre la calle Navarro, funcionó durante años la veterinaria y hogar de MAPA, el Movimiento Argentino de Protección Animal. Yo iba siempre para pasar un rato con Quasimoda, la perrita beagle malformada y paralítica que tenían en una canastita en la puerta de entrada. Entendí también lo inexplicable de aquel recuerdo absurdo mío, de muy chica, el de una noche que los milicos entraron a mi cuarto y encendieron la luz pasando junto a nosotras con violencia. Resulta que en mi cama dormía la tía Julieta que se había quedado esa noche y yo en un colchón en el suelo. Levantaron el colchón con la tía arriba! Los pies desnudos se le salieron de la frazada y ella chilló sobresaltada. Después apagaron la luz y se fueron. Buscaban a alguien. Sumé uno más a mi colección de silencios de la dictadura cuando le pregunté a mamá a quién buscaban. O la locura que significó en realidad aquella otra vez, cuando ella, mi madre, que había escuchado pasos en la terraza, encaró hacia arriba vestida solo con combinación y gritando desde el patio “Identifíquese o disparo”. O los colimbas sentados en la vereda de la vuelta, con sus fusiles y sus viandas, esperando para volver l trabajo de levantar las paredes de lo que sería la casa parroquial de San José, que estaba enfrente de la mía. “¿Por qué usan soldados en vez de albañiles? Qué tendrá que ver?” pensábamos con mis amigos de la primaria. Todo empezó a cerrarse esa tarde en la terraza. O, más bien, a abrirse. El terror había estado en mi barrio. No exagero ni un milímetro al decir que lo que supe ese día, me cambió la vida. Lo que pasa es que me sigue dando inexplicable vergüenza la nimiedad de mi biografía justo al borde y por fuera de la historia. Porque aunque era tan perejila (o justamente por eso), tuve la certeza de que, con tres o cuatro años más, estaría flotando en el fondo del río atada a un balde de cemento o enterrada en una fosa común. La idea me aterrorizó. Tuve pesadillas todas las noches. ¿Preguntaba y preguntaba a mis viejos y a sus amigos, ¿Y ustedes, dónde estaban? Supe que tenía que hacer algo para pagar esa falta mía de no haber hecho nada, de no haber sido lo suficientemente mayor para hacer algo. Pobre tonta. Tan presuntuosa era que creía que podía apropiarme de semejante culpa, la de no haber llegado a tiempo para tomar la autopista a la santidad. En aquellos días, C. me trajo un libro de regalo. “Con un oído en el evangelio y el otro en el pueblo”, de Antonio Puijané. Justito para mí. El resto fue la ira de recordar las clases de historia de “la Noly” de ese tercer curso, en el sempiterno y egregio Instituto San Vicente de Paul, del cual logré huir ese mismo año. Pero este será tema de otro post; al menos eso sugieren las (cuántas!) páginas que me falta releer de la libreta negra de este verano en el que "no escribí nada", aunque en realidad lo que no pude es procesar ni hacer visible el trabajo interior que significaron. Lo que sí sé, es que estas líneas del todo biográficas y lo que queda en el cuaderno negro despertó a la lumbre del post anterior a este y que debería haberse llamado: nunca hay que perder la esperanza en lo imposible.