31.10.07

Acción de gracias

Hoy al mediodía, vagaba yo por la plaza Matriz haciendo tiempo entre dos compromisos que tenía. A las 12 en punto, sonaron las campanas de la Catedral. Algo dentro de mí debe haber sonado también porque tuve la imperiosa necesidad de entrar. Dejé la chuchería que estaba mirando en la mesa de antigüedades, crucé la calle y subí la escalinata. El altar mayor estaba a oscuras, pero a la derecha, en un altar más pequeño iluminado por falsos candelabros con lamparitas de bajo consumo, había un grupo de fieles escuchando misa. Tocaba el salmo. Me quedé acodada en una columna, de costado, casi como espiando. Una mujer leía los versos, tenía algo más de sesenta años y el pelo completamente blanco; o era una monja de civil o bien podría haber sido una laica consagrada, vestida toda de gris y celeste. Leía las estrofas del salmo y el estribillo lo cantaban todos los fieles: "Yo confío en tu misericordia". No sé que salmo era el que leía, pero decía algo así como: "te agradezco Señor por haberme salvado de las garras de la muerte/ te agradezco por rodearme de amigos que me salvan de mis enemigos". De alguna manera, al escuchar estos versos del salmo, encontré sentido a esa especie de llamado que había sentido unos minutos antes. Como si alguien me hubiera dicho: "vení un momentito nomás, que esto lo tenés que escuchar". O era lo que necesitaba escuchar en estos días, nada más, y estaba en el momento indicado y el lugar indicado. (Y ahora que escribo estas líneas y recibo a la vez un mensaje de R. contándome lo que me contó, me doy cuenta de que hay mucho más para agradecer; en principio, nada más y nada menos que vivir para contarla). Cuando se acabó el salmo, vino el aleluia y después el cura se paró y leyó la parte esa donde dice que los últimos serán los primeros en entrar al reino de los cielos. Cuando el cura empezaba a dar el sermón, yo ya estaba de nuevo bajo cielo nublado de la plaza Matriz.

30.10.07

El hombre del bosque durmiente

Estábamos esperando que Cacho nos trajera la cuenta. Mi esposo se dormía casi sobre la mesa y Tino giraba como un trompo aburrido en el salón. En eso, entró al bodegón con toda su presencia movediza. Traía a upa un sapo de yeso, de esos de jardín. Me pareció de quince años, no más; pero sus manos descascaradas y temblorosas, de pasita de uva, eran las de un anciano, un hombre muy viejo. En cambio, su mirada era de seis o siete, a lo sumo ocho años. Estaba confundida. Ahora que lo pienso, Iñaqui -así se llama- es un reloj desajustado que debería marcar la hora que es pero marca otra diferente.

Detrás de él venía su padre como un paje, recogiendo y midiendo las miradas de los comensales con una sonrisa. Iñaqui se detuvo un segundo delante de mí y le dió unos besitos al sapo con un afecto desmesurado, después dió una vueltas sobre sí mismo. Me recordó a Laurel de Los dos Chiflados. -Te compraste un sapo de jardín? -se lo pregunté al niño de la mirada, no al anciano de las manos. Revoleó los ojos, buscó primero apartar al padre; se hacía espacio para hablar conmigo: -Me dejás, papá, un segundo... hablar con los clientes... gracias...

El padre asintió, siempre sonriendo. Iñaqui esperó a comprobar que su padre se sentaba en una mesa al otro extremo, para volverse a mí y contestarme con algo de frivolidad y desinterés teatrales: -No los compro, mi reina, los vendo. -Vendés sapos de jardín? Qué interesante. -Por qué? -se apuró- pensás comprar un sapo? A mí, los sapos de jardín no me gustan y menos de ese tamaño, pero había algo en él que me hacía rogar por el favor de su atención. -Puede ser, según sea el precio... -Cien. Me lo dijo retirando un poco el sapo hacia atrás con las dos manos y la cabeza hacia adelante, provocativo -Bueno, quiero uno, entonces. Para mi jardín. Iñaqui se rió con la astucia de quien sabe que sorprenderá con el as de espada en un truco: -No tengo más... este era el último, y es para Walter. Y agregó en sordina: -Pero te puedo dar mi teléfono y me llamás, así salimos a alguna parte, vos y yo solitos, y te llevo un batracio... Mi marido se despertó de pronto, enarcó las cejas, lo saludó con la cabeza y se puso de pie. "Te espero en el auto..." Iñaqui lo vió salir con el mentón en alto y se volvió hacia mí, confidente: -Si supiera lo que pienso de él... - dijo, dejando caer una mirada de desperecio y cansancio sobre mi compañero, como si no nos hubiésemos conocido tres minutos antes, como si él se hubiera pasado la vida entera disputándole la mina al otro. Entonces me dió la espalda y se fue a buscar el lápiz a la barra para anotarme su direccción de mail. Tino me pedía que lo alzara y le dí el gusto. Entonces, el padre de Iñaqui se paró y se acercó a mi mesa. Un hombre agradable, con la paciencia calcada en la expresión. Me saludó amablemente y me contó que su hijo había tenido meningitis a los seis años. Estuvo en coma profundo durante otros seis. Seis años en coma. Lo había llevado a todas partes, a Argentina, a Chicago. Nada. Iñaqui dormía. Los médicos lo daban por muerto. Un día, contra todos los pronósticos, despertó. Le llevó cuatro años más ponerse de pie. Ahora Iñaqui tiene veintiocho y vende sapos de yeso para pagarle al padre una computadora portátil que no quiere aceptar como regalo. Ya vendió cuarenta sapos. Tiene un retraso leve que lo hace pasar por un excéntrico, un artista desbocado, un seductor con patente. Un minuto después, Iñaqui se acercaba con el papel en una mano y el sapo siempre bajo el brazo. Esta vez en silencio, despidió nuevamente a su padre de mi lado dibujando con la mirada el trayecto del hombre de vuelta a su mesa. -Reina -me dijo y me tomó la mano- un placer. -Y la besó, con una reverencia. Después me acompañó hasta el auto y me abrió la puerta. Para mí que los relojes, a veces, atrasan siglos. Para mí que Iñaqui es un príncipe desclasado y vagabundo, un caballero andante con armadura verde bajo el brazo. Un rey sin corona. El elegido de un reino invisible e infinito en donde el tiempo no importa. Y yo, al menos por un rato, fui su reina.

11.10.07

Tristes comparaciones

Cuando yo estoy triste soy ese armatoste desajustado que trata de esconder la tristeza bajo la alfombra. En cambio, cuando ella está triste, es como un vendaval del cual uno no puede protegerse con un paraguas. Cuando estoy triste, dejo que mi tristeza gotee aquí y allá, sobre cosas irrelevantes que se contagian, que se humedecen, gotitas nimias y maniáticas como grititos de colegialas tontas. Mi tristeza es absurda, pero no por ella, por mí, que la visto de rosa y moña como a la hija única de una madre posesiva. Pero cuando ella está triste, truena y relampaguea. Uno puede ver en sus ojos las raíces de los árboles a la intemperie, arrancados para siempre por la tormenta. Ella se desviste, se rasga, se descompone, se acaba. Se incendia, transmuta, tiembla, amenaza. Cuando estoy triste, cocino, escribo, hago lo mismo que haría si no estuviera tan triste. Pero ella secuestra al resto del mundo con su tristeza, le pone un cerrojo ajustado y nadie más puede salir, clausura las salidas, derriba las puertas y no se puede pasar. Su tristeza es la de una diosa que agoniza aunque se sabe inmortal. Mi tristeza se acaba con el tiempo que pasa. La de ella, con la resurreción de las cenizas. Mi tristeza envejece sin ver la luz, llora por los rincones; su tristeza, la de ella, se pinta una boca desmesurada y se corre el rojo en los labios para que se vea la sangre. La mía es una tristeza que está siempre por nacer. La de ella, está a punto de morir. Sin embargo, hay que decirlo, ni a mí ni a ella es fácil consolarnos.

8.10.07

El triángulo de Montevideo

Salí del café Brasilero pensando en tomarme el siguiente cortado en el Bacacay. Acababa de inscribirme en el taller del día de Muertos y seguía con el tubo de láminas bajo el brazo: el local de marcos de Sarandí estaba cerrado, clausurado, ni rastros del viejo y su galería. La mediatarde ventosa me empujó suavemente por la cintura hacia la Plaza Matriz. Los ojos viajaron a otros tiempos y se metieron en la piel de otras gentes sobre las mesas de los anticuarios. Espejitos, monóculos, anteojos, broches antiguos. Todo llamaba mi atención. Libros, carteritas, largavistas, viejos sacapuntas con formas industriales. Busqué sin éxito unas láminas porno de los años 20 para regalarle a R en su cumpleaños. Las había visto hace meses con L, pero fue en un día sábado, cuando toda la plaza estaba llena de mesas de antigüedades. También quería unos caireles para usar de pesitas en el ruedo de la cortina azul. Cada vez que el viento la infla, la cortina araña la mesa del escritorio y ya por segunda vez se llevó la taza de café al desinflarse, armando un relajo de borra y loza rota sobre el piso de madera. Los caireles, los encontré, pero estaban muy caros. Me habrán visto cara de gringa. Perdí del todo la esperanza de conseguir las láminas porno y entonces, un poco frustrada, pensé que sería buena idea retomar el plan y sentarme en el Bacacay para pensar en otro regalo. Antes de llegar al bar, me detuve en la Lupa a conversar con el librero. Le conté de las láminas para enmarcar y me dijo que fuera al taller de un tal Washington, frente al almacén de Bartolomé Mitre. No necesito muchas indicaciones para ir a esa zona, que viene a ser como mi ombligo montevideano. Pasé frente al ombligo mismo, el Hotel Palacio, y crucé la calle hacia el local atiborrado de cuadros. El olor a aserrín y polvo me hizo estornudar al entrar. Desde el fondo del local, escuché un "salú" de bienvenida. La voz precedió a la estampa del hombre que avanzaba hacia mí sosteniendo un marco gigantesco que lo dejaba, justamente, enmarcado; un cuadro con patas. El retrato de Washington Delgado cobró vida cuando me extendió la mano a través del marco. Le mostré las láminas que traía para enmarcar y le expliqué qué clase de marco quería, pero enseguida me convenció de comprar otros más caros y más bellos, aunque no tanto más caros como para no dejarme convencer. Una de las láminas que llevé a enmarcar es un mapa de estrellas. Cuando el tipo lo vió, sonrió de costado. Enseguida sacó una tarjeta azul oscura del bolsillo que tenía escrito lo que me dijo al entregarla: Embajador de la Luna. La tarjeta tiene además una leyenda en latín: PARVA DOMUS MAGNA QUIES. Yo también sonreí pero no me dieron ganas de explicarle que no me parecía tan raro que me siguieran pasando cosas insólitas en esa cuadra umbilical. Si hasta hace poco no sabía que Levrero vivía ahí, a pocos umbrales del Palacio como había sospechado al leer la Luminosa. (En una época, R y yo llamábamos a esa zona "el triángulo de Montevideo", el lugar donde nos perdíamos juntos o solos, formado por los vértices del Hotel Palacio, el Bacacay y el Mephisto, un bar de vinos que ya no existe). Sigo con la crónica. Entonces pasó lo realmente raro de la tarde. El Embajador de la Luna abrió el cajón de una cómoda. Del cajón sacó un fajo grueso de láminas que puso con las dos manos sobre la mesa. El polvo (de estrellas?) volvió a excitar mis narinas y volví a estornudar, salud, estornudo, salud de nuevo. Fotos de mujeres antiguas, pequeñas tetas en sepia, damas posando desnudas o semidesnudas, con risitas locas o miradas extraviadas, ojos tiznados de nostalgia, brazaletes egipcios apretados en los antebrazos, grandes culos italianos y ligas negras con moño de gasa alrededor de las piernas de musa, al límite de lo que hoy llamaríamos obesidad. Adorables. Mis láminas porno de los años 20! El tipo me había leído la mente o yo le había estado mandado señales? Cómo saberlo? Me preguntó con aparente desidia, si no me interesaba también "alguna de esas". Aunque me daba cuenta de que que cada gramo de efusividad de mi parte frente a las láminas iría sumando el precio del botín, me tomé el tiempo para elegir dos de ellas y usé el resto del rato para rogarle que me bajara el precio, cosa que logré relativamente, porque es imposible sacarle a un Embajador más ventaja de la que en el fondo, él tiene planeado entregar de antemano. Mientras me tomaba el segundo cortado del día en el Bacacay, me pregunté si los lugares mágicos nos eligen a nosotros, o somos nosotros los que, involuntariamente, hacemos la magia. Y también, una vez más, me pregunté qué significa. Quién sabe. En averiguarlo se me va la vida y no me quejo.

29.9.07

sobre el pasado

Pelar la piel de un chancho mientras aun está vivo; eso es perder la inocencia, y no, dejar caer un lienzo de lino blanco en la mugre.

25.9.07

Diagnóstico

Hoy desperté con dolor de cabeza y así seguí todo el día, transportando ese dolor. Un dolor insistente y tozudo, implacable. Traté con paracetamol y después con algo más fuerte, pero no resultó. Miles de pinchacitos en las sienes siguieron molestándome y la luminosidad de este día de primavera me hizo arder los ojos. ¿Será el dolor de haberme puesto a trabajar? No digo a escribir, digo a trabajar en algo real y concreto, con divisas por delante, ni siquiera muy deseadas. Es que estuve dos o tres horas revisando un sitio de internet y un plan de comunicación X, poniendo en juego esa parte de mi cerebro adormecida por el año sabático. Esa parte que no deseaba despertar todavía, que estaba bien donde estaba, hibernando, dejando soñar a la otra parte, la que está incrustada en el alma y vive feliz en la punta de mis dedos. Paradójicamente, recién, de noche, mientras me regodeaba en un ejercicio chiquito y divertido para el taller de escritura, me descubrí sin más dolor. Eso fue hace un rato. Aunque estoy agotada, escribir un poco me aflojó las mandíbulas y me suavizó la espalda. Dedicarme a pergeñar esos tres retacitos de literatura trivial y lúdica, resultó el analgésico más fuerte. Escribir me cura; la escritura me lame las heridas como el perro de un mendigo. ¿Y si este año sabático hubiese inoculado en mí una especie de anticuerpo al trabajo? ¿Y si el volver a trabajar en mi profesión seria y oficial antes de lo planeado encendiera dentro de mí el relojito indolente de una bomba de tiempo? Hoy estoy cercada por el terrorismo de la realidad.

21.9.07

poemSMS

Copio unos versos, curiosa y accidentalmente escritos con una amiga a través del servicio de mensajería del móvil. Un poema, no a dos manos, sino a dos dedos, por decirlo de algún modo. Cuando estaba por borrar los mensajes, hoy a la noche, ví que estos tenían -si no talento- al menos cierto sentido. Yo, que odio estos aparatos y los uso únicamente como alarma maternal a la distancia, ahora me vengo a dar cuenta de que pueden servir para jugar a los heikus, acrósticos y artefactos literarios de ese tipo. Claro, todavía soy de la generación en la cual los teléfonos eran aparatos que servían para hablar. (Y, quién te dice, G, la vida es rara... por ahí no nos dimos cuenta y abrimos una brecha en la lírica digital...) madres celulares tres mochilas, unas alas de mariposa, otros elementos del disfraz y un niño ¿Cómo hacemos para sobrevivir? una armadura de viento y un espejo para que la sonrisa, no se transforme en mueca ¿Cómo haremos para sobrevivir? Ps: ahora, antes de protestar por el título, mandame un sms con uno digno... :)

14.9.07

Rituales

Con la laptop en la mesada de la cocina, y mientras se asan las berenjenas y se maceran los keppe para la cena con amigos, dejo caer un post en este día de cumpleaños. Se trata de compartir un cuento, uno de Cortazar, La noche boca arriba. Sin exagerar, creo que desde el 89 o el 90 cumplo en regalarme la lectura de este relato en el día de mi cumpleaños. Considerando el tiempo transcurrido, lo he leído casi veinte veces. No quiero explayarme en el por qué me gusta tanto (porque sí?) o por qué la lectura de este relato cada 14/9 se ha convertido en un ritual impostergable y esperado. Junto al Annais Annais de Cacharel que recibo cada año de mi querido amigo R., La noche boca arriba es parte de esta constelación misteriosa de fuerzas que sólo se da una vez al año. El mismo cuento en el mismo sitio. Un ingrediente más del caldero. Una estaca clavada para recordar el paso por un lugar sagrado. Es una manera muy mía de atarme un pañuelo en el dedo. Una forma de hacerme acordar -por las dudas- de que por mucho que me tiente la fantasía plácida de pensar que el destino pueda ser un encadenamiento accidental de sucesos más o menos elegidos, no soy otra cosa que una ofrenda de guerra, un cuerpo maniatado por el destino, una prisionera que ya tiene su corazón prometido a los dioses desde el mismo día de su nacimiento. Alrededor de algunos otros extraños regalos -venidos del pasado- que recibí en este día, podría escribir una novela. (De hecho, ahora que lo pienso, algo de eso hay). Son regalos de las hadas. Es decir, no son del todo regalos; son pistas, retos y talismanes a la vez. No voy a desperdiciarlos.

La noche boca arriba

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. (Julio Cortázar, "Final del Juego") *Ahora se puede ver de dónde he calcado -no deliberadamente pero no quise cambiarlo porque es un homenaje y una paradoja a la vez- el formato del relato Mae, ese acerca del parto.

9.9.07

Retazo de G

Me lo dijo alguien que la conoce cuando era más joven; pero mientras me lo decía, yo lo pensaba de otra manera y ahora lo apunto antes de que se escape porque me sigue dando vueltas en la cabeza como un sueño: Su pelo era un chaparrón rojo debajo del cual tantos hombres hubiesen querido detenerse sin paraguas.