22.11.22
Fantasmas
30.7.11
Diez minutos
Ayer, en pas de deux, la vuelta al perro en Ciudad Vieja para terminar donde siempre al borde de un Alamos. Muy cerca, acá en el oído del alma, todavía repican las décimas curativas de José Hernández, no el de Fierro, sino el mozo más buen mozo y poeta mayor con quien cultivo una amistad forjada de a diez minutos de cigarros compartidos a la intemperie.
Hoy, el enjambre del Mercado. Don García a reventar. Andrés sudando la gota gorda al ras del fuego y cinco lugares en la barra. Los alemanes, obedientes, devoran lo que voy pidiendo y cuándo me preguntan qué es esto como un cañito les digo que prueben nomás, que después les cuento.
Se aclara la garganta y empieza a cantar con esa voz inmensa que tiene y que cubre como un manto la batahola del mercado. La canción es bella, pero decir que es triste, es menos que poco. Ni bien empieza me doy cuenta de que el sujeto de la historia no llegará vivo a la última estrofa. A medida que cunde la voz y la letra transcurre las caras se deforman, la gente para de comer y abre grandes los ojos: “puse rosas negras sobre nuestra cama, sobre su memoria puse rosas blancas”. Yo bajo la vista para no reirme: como estoy justo al lado, esos doscientos ojos también me apuntan a mí. El Zurdo canta con los ojos cerrados. El encargado nos mira, detenido, con una bandeja de papas fritas, los ojos a media asta y expresión de disgusto. Claro, los tristes comerán menos, pienso, y eso no conviene.
La onda suicida llega hasta el Medio y Medio porque empiezo a ver que desde ahí se estiran algunos cogotes para ver qué pasa. Los alemanes no entienden nada pero sienten que algo se ha suspendido y están atentos. “Yo lo puse todo, vida cuerpo y alma; ella, dios lo sabe, nunca puso nada”. Hay partes de la melodía que no le deben nada a una wagneriana. Y el tipo, como era de esperar, se mata ahí nomás, para no matarla.
Cuando termina, se hace una milésima de segundo de silencio antes del aplauso. El agradece y no se resiste al billete que le pongo en el bolsillo de la camisa. La gente sale del trance y vuelve a lo suyo, pero no es lo mismo. Entonces acerca su cabeza a la mía: “Ahora vení a arreglar el desastre que armaste y ayudá con Peor para el Sol, que no falla”. Mi pobre soprano es un ripio invisible alrededor de esa voz de gruta. Ahora sí, los comensales aplauden y piden otra. Pero él no quiere. Nos confesamos un par de asuntos que uno apenas le contaría a su almohada, me mira a los ojos, me besa la mano, agradece y se va. Apuesto lo que sea a que la próxima vez que me vea, no me reconoce.
Celebro los amores de los bares que duran diez minutos y siempre vuelven a empezar. Si su vigencia se midiera por la intensidad, serían amistades eternas.
Ya en casa, busco el nombre de aquel tema tan tortuoso googleando los pocos pero dramáticos versos que recuerdo. Del Negro no es, la canta Falcón y se le atribuye, cómo no, a Alberto Cortez. Como era de esperar le puso Amor Desolado. La versión de youtube -ilustrada por uno de esos espantosos powerpoints que habría que prohibir- no es tan linda como la del Zurdo Darwin. El que quiere la busca o va un día y se la pide. No la pego acá por las dudas, a ver si encima provoco otro incidente.
2.11.08
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historia doméstica
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30.10.07
El hombre del bosque durmiente
Detrás de él venía su padre como un paje, recogiendo y midiendo las miradas de los comensales con una sonrisa. Iñaqui se detuvo un segundo delante de mí y le dió unos besitos al sapo con un afecto desmesurado, después dió una vueltas sobre sí mismo. Me recordó a Laurel de Los dos Chiflados. -Te compraste un sapo de jardín? -se lo pregunté al niño de la mirada, no al anciano de las manos. Revoleó los ojos, buscó primero apartar al padre; se hacía espacio para hablar conmigo: -Me dejás, papá, un segundo... hablar con los clientes... gracias...
El padre asintió, siempre sonriendo. Iñaqui esperó a comprobar que su padre se sentaba en una mesa al otro extremo, para volverse a mí y contestarme con algo de frivolidad y desinterés teatrales: -No los compro, mi reina, los vendo. -Vendés sapos de jardín? Qué interesante. -Por qué? -se apuró- pensás comprar un sapo? A mí, los sapos de jardín no me gustan y menos de ese tamaño, pero había algo en él que me hacía rogar por el favor de su atención. -Puede ser, según sea el precio... -Cien. Me lo dijo retirando un poco el sapo hacia atrás con las dos manos y la cabeza hacia adelante, provocativo -Bueno, quiero uno, entonces. Para mi jardín. Iñaqui se rió con la astucia de quien sabe que sorprenderá con el as de espada en un truco: -No tengo más... este era el último, y es para Walter. Y agregó en sordina: -Pero te puedo dar mi teléfono y me llamás, así salimos a alguna parte, vos y yo solitos, y te llevo un batracio... Mi marido se despertó de pronto, enarcó las cejas, lo saludó con la cabeza y se puso de pie. "Te espero en el auto..." Iñaqui lo vió salir con el mentón en alto y se volvió hacia mí, confidente: -Si supiera lo que pienso de él... - dijo, dejando caer una mirada de desperecio y cansancio sobre mi compañero, como si no nos hubiésemos conocido tres minutos antes, como si él se hubiera pasado la vida entera disputándole la mina al otro. Entonces me dió la espalda y se fue a buscar el lápiz a la barra para anotarme su direccción de mail. Tino me pedía que lo alzara y le dí el gusto. Entonces, el padre de Iñaqui se paró y se acercó a mi mesa. Un hombre agradable, con la paciencia calcada en la expresión. Me saludó amablemente y me contó que su hijo había tenido meningitis a los seis años. Estuvo en coma profundo durante otros seis. Seis años en coma. Lo había llevado a todas partes, a Argentina, a Chicago. Nada. Iñaqui dormía. Los médicos lo daban por muerto. Un día, contra todos los pronósticos, despertó. Le llevó cuatro años más ponerse de pie. Ahora Iñaqui tiene veintiocho y vende sapos de yeso para pagarle al padre una computadora portátil que no quiere aceptar como regalo. Ya vendió cuarenta sapos. Tiene un retraso leve que lo hace pasar por un excéntrico, un artista desbocado, un seductor con patente. Un minuto después, Iñaqui se acercaba con el papel en una mano y el sapo siempre bajo el brazo. Esta vez en silencio, despidió nuevamente a su padre de mi lado dibujando con la mirada el trayecto del hombre de vuelta a su mesa. -Reina -me dijo y me tomó la mano- un placer. -Y la besó, con una reverencia. Después me acompañó hasta el auto y me abrió la puerta. Para mí que los relojes, a veces, atrasan siglos. Para mí que Iñaqui es un príncipe desclasado y vagabundo, un caballero andante con armadura verde bajo el brazo. Un rey sin corona. El elegido de un reino invisible e infinito en donde el tiempo no importa. Y yo, al menos por un rato, fui su reina.
21.9.07
poemSMS
14.9.07
La noche boca arriba