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22.11.22

Fantasmas

Locos de alegría, gritados con desprolija felicidad y anulados por el VAR con precisión de semiautomática. Tres goles de un primer tiempo hacia un resultado inesperado. Así es el fútbol. ¿Así es el fútbol? No. El deporte más imperfecto, polvoriento y sorprendente ha sido secuestrado por la industria, intoxicado por la política y encadenado por la tecnología. ¿Se equivoca el VAR? Porque el fútbol, sí. La errata invisible es parte del juego amado por la especie más impredecible e imperfecta. El VAR es el disparo semiautomático al amor. Irrumpe en el espacio tiempo de un partido para trastornar las únicas fuerzas absolutas que sostienen ese universo de 90 minutos: la habilidad, el azar, la pasión. Irrumpe para descuartizar la sincronía, la celebración atonal, la fugacidad de un instante de gloria o de miseria. ¡Adiós, fútbol salvaje que nos mordiste el corazón, tigre atrapado en tu jaula verde! Aquí estás, campeonato mundial del offside, con tus once calamares contra once, avanzando vigilados por un robot de mil ojos. No te apures a gritar un gol, ni a festejar, ni a lamentarte, ni a proferir un insulto hasta que esa máquina de escupir macacos de Play4 te permita ser feliz o matarte de la desolación. Precisión milimétrica necesita la neurocirugía, la ingeniería aeroespacial, la óptica. Revisar cada decisión cambia completamente el juego, no lo hace necesariamente más justo, mucho menos más entretenido y sustrae el accidente, la duda, la acusación infundada. ¿Qué ha venido a mejorar ese párpado rectangular que patrulla el sueño absurdo y redondo del juego más bonito? No el fútbol. Juegue quien juegue. Gane quien gane. Pierda quien pierda. Cambiando el pasado en cada partido cambia el futuro del fútbol. Porque esos goles, durante un breve tiempo, cobraron vida. Millones se abrazaron, los gritaron y festejaron su existencia; millones lloraron y se agarraron la cabeza. Goles fantasmas en un limbo conducido por un calvo sinvergüenza, que concluye en el círculo infernal de la traición al fútbol. Gane quien gane, pierda quien pierda, muchos recordarán el día en el que un Alá desalmado amputó la mano de Dios.

30.7.11

Diez minutos

De no salir ni a la esquina, vengo de bar en bar.
Ayer, en pas de deux,  la vuelta al perro en Ciudad Vieja para terminar donde siempre al borde de un Alamos. Muy cerca, acá en el oído del alma, todavía repican las décimas curativas de José Hernández, no el de Fierro, sino el mozo más buen mozo y poeta mayor con quien cultivo una amistad forjada de a diez minutos de cigarros compartidos a la intemperie.
Hoy, el enjambre del Mercado. Don García a reventar. Andrés sudando la gota gorda al ras del fuego y cinco lugares en la barra. Los alemanes, obedientes, devoran lo que voy pidiendo y cuándo me preguntan qué es esto como un cañito les digo que prueben nomás, que después les cuento.
Ruego que no aparezcan los gauchos que cantan o aquellos otros bipolares  que la van de mariachis a murguistas y a los que más de una vez estuve tentada de pagarles para que se callen. Pero cuando lo veo a lo lejos con la guitarra al revés, colgando y midiendo la pinta de los locales por encima de los lentes, empiezo a desear que se acerque. El Zurdo nunca me recuerda aunque muchas veces le pedí canciones.  Indefectiblemente me mira como si le resultara familiar y después, derrotado, vuelve a preguntarme el nombre a cambio de un piropo. Esta vez es lo mismo. Escucho su voz acá en la nuca: "¿qué te puedo cantar, preciosa?". Sin darme vuelta del todo le pido alguna del Negro Juárez.
Arruga la boca,  dice que la única que sabe es muy triste y señala como excusa al ejército de mandíbulas que piden pan y circo. Me ofrece Naranjo en Flor, Sur. No negocio. Ya mi sábado es en extremo for export.
Se aclara la garganta y empieza a cantar con esa voz inmensa que tiene y que cubre como un manto la batahola del mercado. La canción es bella, pero decir que es triste, es menos que poco. Ni bien empieza me doy cuenta de que el sujeto de la historia no llegará vivo a la última estrofa.  A medida que cunde la voz y la letra transcurre las caras se deforman, la gente para de comer y abre grandes los ojos: “puse rosas negras sobre nuestra cama, sobre su memoria puse rosas blancas”.   Yo bajo la vista para no reirme: como estoy justo al lado, esos doscientos ojos también me apuntan a mí. El Zurdo canta con los ojos cerrados. El encargado nos mira, detenido, con una bandeja de papas fritas, los ojos a media asta y expresión de disgusto. Claro, los tristes comerán menos, pienso, y eso no conviene.
La onda suicida llega hasta el Medio y Medio porque empiezo a ver que desde ahí se estiran algunos cogotes para ver qué pasa. Los alemanes no entienden nada pero sienten que algo se ha suspendido y están atentos. “Yo lo puse todo, vida cuerpo y alma; ella, dios lo sabe, nunca puso nada”. Hay partes de la melodía que no le deben nada a una wagneriana. Y el tipo, como era de esperar, se mata ahí nomás, para no matarla.
Cuando termina, se hace una milésima de segundo de silencio antes del aplauso. El agradece y no se resiste al billete que le pongo en el bolsillo de la camisa. La gente sale del trance y vuelve a lo suyo, pero no es lo mismo. Entonces acerca su cabeza a la mía: “Ahora vení a arreglar el desastre que armaste y ayudá con Peor para el Sol, que no falla”. Mi pobre soprano es un ripio invisible alrededor de esa voz de gruta. Ahora sí, los comensales aplauden y piden otra. Pero él no quiere. Nos confesamos un par de asuntos que uno apenas le contaría a su almohada, me mira a los ojos, me besa la mano, agradece y se va. Apuesto lo que sea a que la próxima vez que me vea, no me reconoce.
Celebro los amores de los bares que duran diez minutos y siempre vuelven a empezar. Si su vigencia se midiera por la intensidad, serían amistades eternas.


Ya en casa,  busco el nombre de aquel tema tan tortuoso googleando los pocos pero dramáticos versos que recuerdo. Del Negro no es, la canta Falcón y se le atribuye, cómo no, a Alberto Cortez.  Como era de esperar le puso Amor Desolado. La versión de youtube -ilustrada por uno de esos espantosos powerpoints que habría que prohibir- no es tan linda como la del Zurdo Darwin. El que quiere la busca o va un día y se la pide. No la pego acá por las dudas, a ver si encima provoco otro incidente.

2.11.08

Despertar imposible

Hoy en la madrugada desperté con las imágenes claras y transparentes de un sueño que me parecía sumamente importante. Era ese momento de la madrugada en que no es de día ni es de noche. Una brisa finísima se colaba por la ventana. Había un pájaro de esos que si los oyes, despiertas irremediablemente. Tengo que anotarlo, me dije. Estaba esa mujer de largo cabello castaño, una mujer a la que yo respetaba; supe que tenía que registrar lo que me había dicho. Pero me dio fiaca levantarme, buscar mi cuaderno verde, la birome que Tino había usado antes de dormirse e imaginaba tirada sobre la mesa del living o en la cocina o en el baño, quién sabe, me dije, cada vez con más sueño, dónde está la birome, la birome, dónde está; pero me voy a acordar, no me puedo olvidar jamás de este patio, con una escalera a la derecha, como las viejas casas de Palermo, la escalera que lleva a una terraza donde hay una piecita que… y yo subí a… pero no hace falta anotarlo porque me voy a acordar y sin embargo… me ha quedado esta isla de olvido infectado de una imagen inasible perseguida durante todo el día, como si nunca me hubiese terminado de despertar. Había una mujer, y un patio, y yo tenía algo que hacer allá arriba; yo subí y descubrí que… Cuando desperté, la birome estaba sobre la mesa de luz sobre el cuaderno verde y jamás recordé esta anotación inquietante, un garabato hecho aparentemente en un estado sonámbulo:“Abro y hay una mujer que sueña dormida sobre un cuaderno verde; es bella pero ha envejecido sin moverse; parece que duerme hace tanto tiempo que las arañas han tejido una tela sobre ella y ya no podrá subir a la azotea a abrir la puerta de la pieza donde duerme una mujer igual a ella recostada sobre un cuaderno verde”.

11.12.07

historia doméstica

Cuando I. se despertó esa mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertida en un moderno electrodoméstico hogareño. Al principio creyó que se trataba de un sueño y que el pinchazo en la cadera era nada más que el nervio ciático que molestaba de vuelta. Pero cuando estiró el brazo - lo que ella todavía creía que era brazo- vio un aparato de cocina de esos que sirven para picar, licuar y batir. En el lugar del hombro tenía una articulación plástica muy estilizada que continuaba en un apéndice metálico rematado por una bocha semicircular con dos cuchillas. I. estaba aturdida; no pensó que fuera imposible que una mujer se convirtiese en robot de cocina así nomás, lo descabellado era que le estuviera sucediendo a ella. Hizo el gesto de tocar a su marido para despertarlo pero temió lastimarlo con las cuchillas afiladas. Entonces quiso levantarse para lavarse la cara. Cuando apoyó los pies descubrió que en lugar de ellos debía incorporarse -no sin cierta dificultad inicial- sobre un tubo de metal encastrado a otro tubo que terminaba en el pico de una aspiradora. La cabeza le resultaba liviana en posición vertical, aunque se bamboleaba un poco y le hacía perder su ya precaria estabilidad. Corrió hasta el baño –más bien, rodó- sobre las ruedas de su pie izquierdo curiosamente transformado en una lustradora de piso, y se miró en el espejo. En vez del rostro y la melena castaña sobre los hombros tenía un balde color celeste, sin mango, claro, para qué, si lo llevaba puesto. En el sitio del vientre había una puerta de vidrio circular en la cual podía colocarse ropa para lavar. Del lado donde debería estar el seno derecho, tenía una libreta con una birome colgada y, del otro, un almanaque con las fechas de cumpleaños, aniversarios y vencimiento de los servicios de agua, luz y teléfono. Nuevamente, intentó llamar a su esposo que aún dormía en la cama matrimonial; pero en vez de su voz, salió el pitido monótono y agudo de una lustradora. De la nuca le habían nacido una serie de cables extensibles multicolores con sus tomas eléctricas –desenchufadas- como un manojo de trenzas rastafaris. Giró un poco por encima del hombro (la bola plástica de la multiprocesadora) para mirarse en el espejo del baño. En la espalda, de un metal opaco muy moderno, colgaban simpáticos percheros. Imaginó que serían útiles para hacer las compras en la feria o cargar la mochila de la escuela de su hijo (la verde con vivos rojos, la de la piscina y la valijita de la merienda). El cambio en su fisonomía era tan abrupto que, en vez de desesperarse, se sentó en el sanitario a pensar –porque el balde le permitía eso, al parecer- qué hacer de ahora en más. Es cierto que en esos días ella se había estado preguntando casi obsesivamente cuál era su verdadera misión en la vida. ¿Ser un ama de casa vocacional a tiempo completo o perseguir la loca pasión que sentía por la escritura? ¿Quedarse encerrada en una vida hecha de pequeños detalles higiénicos o extender las alas de su talento hacia los cielos negros de la creación literaria? Jamás pensó que la respuesta le llegaría de un modo tan brutal. Algún extraño designio se había pronunciado esa noche, uno que le hacía saber de un modo categórico, que su destino era ser madre y esposa devota, preparar almuerzos celestiales y cenas lujuriosas, limpiar la casa hasta dejarla brillante y aireada como la de un sultán. En un gesto típico de ella quiso rascarse la palma derecha con la mano izquierda y casi gritó de alegría cuando vio que allí seguían, en perfecto estado de humanidad, sus cinco dedos de piel blanca y uñas cortas, con el índice mocho de la cicatriz y la alianza de plata en el anular. De lo que ella había sido alguna vez, sólo quedaba esa mano boba, la torpe, la del corazón. Pensó que, en cierta forma, la utilidad de ese miembro era vital para enchufar y poner en marcha sin ayuda externa todos los aparatos que tenía integrados en su nuevo organismo. También -se consoló- podría volver a acariciar a su hijo, saludar de lejos al bus escolar, quitar las malezas del jardín y todo lo que, en fin, puede hacerse con una mano. En eso, su esposo se despertó; pasó de largo junto a ella y siguió hasta la ducha farfullando un buendía enroscado en la lengua. No se había dado cuenta del cambio. A I. no le llamó la atención ni le molestó porque no era la primera vez y porque sabía que los hombres suelen ver solo lo que quieren ver y, el trabajo doméstico, en general, les resulta invisible. Por el solo hecho de que estuviese todo tan claro, I. casi empezó a sentirse a gusto con su destino. Estaba a punto de empezar con las tareas de aquella casa enorme cuando, de pronto, por detrás de la lluvia de la ducha, escuchó el canto de un pájaro en la terraza de su casa. Le pareció un trino diferente, afinado. Rodó sobre el piso de parquet hasta la ventana y allí lo vio, picoteando con fruición los pastitos tiernos de la maceta de los geranios. No era un gorrión ni una gaviota, muy comunes en ese vecindario. Era un canario, un manojito emplumado y nervioso de color amarillo. Por el modo entusiasta y algo tímido de moverse se notaba que el ave gozaba de una libertad repentina, fruto, tal vez, de la puerta mal cerrada de una jaula. Cada tanto, levantaba la cabeza por el borde de la maceta y miraba a los costados como diciendo “aquí estoy, finalmente, quién lo hubiera dicho”. I. se quedó inmóvil en el umbral pensando que al pajarito le asustaría ver a esa especie de armadura viviente con accesorios en la que se había convertido. Pero el ave no se alarmó, al contrario, le dedicó una mirada chiquita y piadosa, y siguió con lo suyo. Entonces algo en ella se desconectó. Inexplicablemente, en vez de seguir el mandato del balde que tenía sobre los hombros, rodó derecho a su escritorio. Cerró la puerta, encendió la computadora y, siempre con la mano izquierda pero con una destreza aumentada por la discapacidad, olvidó toda la mugre y el desorden del mundo y empezó a escribir una historia cualquiera, una que empezaba con un canario amarillo fugado de una jaula.

4.12.07

Homero en la bolsa

Yo tenía doce, mi hermana casi seis. Mis viejos se habían ido de viaje a Europa en barco. De repente, de un día para el otro, nos encontramos viviendo con la nona y el nono. A veces también venía a cuidarnos la hermana de mi abuela, la tía J., enfermera, solterona, de risa fácil y bolsillo generoso con mis caprichos. Vivimos con ellos un par de meses; el viaje no había sido planeado así, pero el barco de mis padres quedó fondeado en el puerto varios días y no llegaron a casa hasta después de Navidad. Aquel no fue un tiempo de libertad, era puro libertinaje. No recuerdo haber extrañado a mis padres pero no sé si es así o es que la memoria, para preservar la autoestima, suprime cierta clase de episodios dolorosos. Sí recuerdo, en cambio, dormirme en la cama grande, con la flaca de la mano, chiquita ella, andaba siempre despeinada y con la cara sucia porque mamá no estaba para hacer la colita. Todo era un relajo. Si no quería ir a la escuela, no iba. Me dormía cada noche con el televisor encendido hasta que hablaba el cura y pitaba la señal de ajuste. Mis padres jamás me hubiesen dejado. Comíamos lo que queríamos, si no teníamos ganas, no nos bañábamos; pero no había estado de infracción ni reprimenda; yo era una especie de dictador omnipotente, una escolar maquiavélica y arbitraria contra la cual mis abuelos no podían hacer nada. Teníamos dos gatos. Una gata blanca, llamada La Gata, que tenía un ojo celeste y el otro verde, y Homero, un enorme gato, albino también, huesudo y cabezón, de pelo tan corto que se le veía la piel transparente. Homero era viejo y manso, maullaba ronco como un gangster reblandecido, casi no se le oía; un gato muy educado, excepto porque adoraba mear donde no debía. Un día, la tía J. vino de visita con mi madrina Coca. Me dijeron que buscara la bolsa de las compras, que íbamos de paseo con Homero. A mi debe haberme resultado divertido llevar al gato en la bolsa. Fuimos para el lado de la facultad de Agronomía, era de tarde, nochecita más bien, verano. Ellas conversaban y yo lo llevaba con la manija al hombro. Homero se había acomodado muy orondo en el pliegue inferior de la bolsa de plástico a rayas, tan dócil era, tanta confianza me tenía. No sé cuántas cuadras caminamos, pero me dolían los pies y pedía por volver. De pronto la tía J. me dijo, "juguemos, dale vueltas". "Calesita!", dijo con su voz chillona. Yo lo hamaqué un poco, todavía me parecía cómico verlo perder estabilidad o, al menos, eso creo; pero entonces ella me dijo "dejá, yo lo hago". La estoy viendo. La tía J. giraba como loca con la bolsa agarrada con las dos manos, se curvaba en un ángulo agudo y la hacía volar casi horizontal de tan rápido que iba. La Coca se reía, "dale más, dale más!", decía. A través del tejido de la bolsa ví los ojos aterrados de Homero. Creo que recién entonces entendí. Grité para que parara, pero ya era tarde. Cuando la tía J. paró en seco y dejó la bolsa en la vereda, Homero salió disparado a toda velocidad, cruzó la avenida en zig zag, mareado, borracho, en pánico. Me habían llevado para perder a mi gato meón, al bueno de Homero, y yo no me avivé hasta el final. Me lancé detrás de él pero no lo pude detener. Corrí de vuelta a casa, lloraba, las viejas quedaron atrás, "ya se te va a pasar", me dijo la tía J, "este gato no jode más". Ahora que lo pienso, no sé si mi veta de tirana resentida con la tercera edad durante ese tiempo de orfandad, no fue más que una respuesta impotente a la tortura moral que me aplicaron obligándome a abandonar a mi gato. No sé tampoco dónde habrá ido a parar la culpa que habré sentido en ese momento. Ni recuerdo tampoco haber acusado a la tía J. cuando llegaron mis padres. O tal vez lo hice, pero no tengo registro de que haya habido castigo para la torturadora. Aquello fue en diciembre. Nunca más lo volví a ver. Ni siquiera volví a ver a un gato parecido. Ayer lo soñé, me miraba sin rencor desde una medianera. Movía la cola finita. Perdón, Homero. A veces no nos damos cuenta cuando dejamos que otros nos hagan perder lo importante, hasta que es demasiado tarde.

30.10.07

El hombre del bosque durmiente

Estábamos esperando que Cacho nos trajera la cuenta. Mi esposo se dormía casi sobre la mesa y Tino giraba como un trompo aburrido en el salón. En eso, entró al bodegón con toda su presencia movediza. Traía a upa un sapo de yeso, de esos de jardín. Me pareció de quince años, no más; pero sus manos descascaradas y temblorosas, de pasita de uva, eran las de un anciano, un hombre muy viejo. En cambio, su mirada era de seis o siete, a lo sumo ocho años. Estaba confundida. Ahora que lo pienso, Iñaqui -así se llama- es un reloj desajustado que debería marcar la hora que es pero marca otra diferente.

Detrás de él venía su padre como un paje, recogiendo y midiendo las miradas de los comensales con una sonrisa. Iñaqui se detuvo un segundo delante de mí y le dió unos besitos al sapo con un afecto desmesurado, después dió una vueltas sobre sí mismo. Me recordó a Laurel de Los dos Chiflados. -Te compraste un sapo de jardín? -se lo pregunté al niño de la mirada, no al anciano de las manos. Revoleó los ojos, buscó primero apartar al padre; se hacía espacio para hablar conmigo: -Me dejás, papá, un segundo... hablar con los clientes... gracias...

El padre asintió, siempre sonriendo. Iñaqui esperó a comprobar que su padre se sentaba en una mesa al otro extremo, para volverse a mí y contestarme con algo de frivolidad y desinterés teatrales: -No los compro, mi reina, los vendo. -Vendés sapos de jardín? Qué interesante. -Por qué? -se apuró- pensás comprar un sapo? A mí, los sapos de jardín no me gustan y menos de ese tamaño, pero había algo en él que me hacía rogar por el favor de su atención. -Puede ser, según sea el precio... -Cien. Me lo dijo retirando un poco el sapo hacia atrás con las dos manos y la cabeza hacia adelante, provocativo -Bueno, quiero uno, entonces. Para mi jardín. Iñaqui se rió con la astucia de quien sabe que sorprenderá con el as de espada en un truco: -No tengo más... este era el último, y es para Walter. Y agregó en sordina: -Pero te puedo dar mi teléfono y me llamás, así salimos a alguna parte, vos y yo solitos, y te llevo un batracio... Mi marido se despertó de pronto, enarcó las cejas, lo saludó con la cabeza y se puso de pie. "Te espero en el auto..." Iñaqui lo vió salir con el mentón en alto y se volvió hacia mí, confidente: -Si supiera lo que pienso de él... - dijo, dejando caer una mirada de desperecio y cansancio sobre mi compañero, como si no nos hubiésemos conocido tres minutos antes, como si él se hubiera pasado la vida entera disputándole la mina al otro. Entonces me dió la espalda y se fue a buscar el lápiz a la barra para anotarme su direccción de mail. Tino me pedía que lo alzara y le dí el gusto. Entonces, el padre de Iñaqui se paró y se acercó a mi mesa. Un hombre agradable, con la paciencia calcada en la expresión. Me saludó amablemente y me contó que su hijo había tenido meningitis a los seis años. Estuvo en coma profundo durante otros seis. Seis años en coma. Lo había llevado a todas partes, a Argentina, a Chicago. Nada. Iñaqui dormía. Los médicos lo daban por muerto. Un día, contra todos los pronósticos, despertó. Le llevó cuatro años más ponerse de pie. Ahora Iñaqui tiene veintiocho y vende sapos de yeso para pagarle al padre una computadora portátil que no quiere aceptar como regalo. Ya vendió cuarenta sapos. Tiene un retraso leve que lo hace pasar por un excéntrico, un artista desbocado, un seductor con patente. Un minuto después, Iñaqui se acercaba con el papel en una mano y el sapo siempre bajo el brazo. Esta vez en silencio, despidió nuevamente a su padre de mi lado dibujando con la mirada el trayecto del hombre de vuelta a su mesa. -Reina -me dijo y me tomó la mano- un placer. -Y la besó, con una reverencia. Después me acompañó hasta el auto y me abrió la puerta. Para mí que los relojes, a veces, atrasan siglos. Para mí que Iñaqui es un príncipe desclasado y vagabundo, un caballero andante con armadura verde bajo el brazo. Un rey sin corona. El elegido de un reino invisible e infinito en donde el tiempo no importa. Y yo, al menos por un rato, fui su reina.

21.9.07

poemSMS

Copio unos versos, curiosa y accidentalmente escritos con una amiga a través del servicio de mensajería del móvil. Un poema, no a dos manos, sino a dos dedos, por decirlo de algún modo. Cuando estaba por borrar los mensajes, hoy a la noche, ví que estos tenían -si no talento- al menos cierto sentido. Yo, que odio estos aparatos y los uso únicamente como alarma maternal a la distancia, ahora me vengo a dar cuenta de que pueden servir para jugar a los heikus, acrósticos y artefactos literarios de ese tipo. Claro, todavía soy de la generación en la cual los teléfonos eran aparatos que servían para hablar. (Y, quién te dice, G, la vida es rara... por ahí no nos dimos cuenta y abrimos una brecha en la lírica digital...) madres celulares tres mochilas, unas alas de mariposa, otros elementos del disfraz y un niño ¿Cómo hacemos para sobrevivir? una armadura de viento y un espejo para que la sonrisa, no se transforme en mueca ¿Cómo haremos para sobrevivir? Ps: ahora, antes de protestar por el título, mandame un sms con uno digno... :)

14.9.07

La noche boca arriba

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. (Julio Cortázar, "Final del Juego") *Ahora se puede ver de dónde he calcado -no deliberadamente pero no quise cambiarlo porque es un homenaje y una paradoja a la vez- el formato del relato Mae, ese acerca del parto.

13.8.07

Choques

L. chocó con el auto. Tenía que suceder. El domingo volvió de un cumpleaños por otro camino; trató de evitar la rambla porque a esa hora hacen las espirometrías y ella sabía que estaba pasadísima de alcohol. Se llevó puesto un bus de Copsa en Rivera, a cinco cuadras de su casa. No se hizo nada, ni una marca. Cosa difícil de creer después de ver cómo quedó el coche, estacionado en la vereda de la seccional de la calle Velsen. “Es un aviso”, se lo íbamos diciendo todos, a medida que llegábamos a visitarla a su casa. Yo recién fui a verla a la nochecita. Estaba en la cama, con una camiseta de hombre y el pelo revuelto. Linda, irreverente, desamparada. El rimel desteñido le pintaba un antifaz de humo alrededor de los ojos. El rectángulo resplandeciente de la estufa eléctrica me encandilaba y tuve que sentarme medio de costado para no quedarme ciega. La abracé, le dije que era una forra. Sé que le gusta escucharme decir ese insulto, tan porteño. Y se puso contenta cuando olió desde la cama el guiso de lentejas recién hecho. Nos quedamos hablando un rato acerca de cómo encarar lo que se viene. Terapia y demás; suerte que nadie se lastimó; "Suerte que ya no tiene auto", dijo R. En la puerta de su casa, los amigos nos quedamos pensando en cómo ayudar. Yo no lo dije, pero pensaba que nosotros hablamos mucho pero después L. se queda sola. Nos sentimos buenos amigos y buenas personas al decirle qué hacer y cómo hacerlo. Pero después, cada uno a su casa. A repechar cada cual su propia soledad. Y L recorre a solas el sendero congelado del invierno. Tiene a sus hijos, pero hablo de otro tipo de soledad. Sola con el sobrepeso, con los años que pasan, con las cosas que se van rompiendo; sola para encarar la quematutti sin leña, sola haciendo equilibrio en la humedad que resbala por las paredes, sola con el olor a media vieja que tiene el fracaso. "Todos estamos un poco solos", "Hay que hacerse cargo de uno mismo", me dirán, y esto también es verdad. Me costó muchísimo llegar a casa de L. y más todavía, regresar. Justo antes de salir, la rambla se había cubierto de una niebla lechosa y espesa, apenas transitable. Apenas podía ver unos metros más adelante del auto. "Cuesta llegar a algunos lugares y cuesta salir también", pensé. También pensé que sería un mal chiste que yo chocara en el camino hacia la casa de mi amiga recién accidentada.

10.8.07

Recuerdos de un camaleón

Estoy esperando a que el Henna haga efecto con un plástico en la cabeza y una toalla alrededor. Después, me toca terminar de forrar el baúl de pirata y cocinar la carne para los burritos. (Aunque podría descongelar el locro. Hay suficiente para un ejército de mutantes hambrientos; lo pensaré mientras cambio de color). Al menos no me pica. Tengo aproximadamente 15 minutos más de espera. No estoy muy segura de cómo va a quedar el color; se supone que, efectivamente, me voy a deshacer de las canas por unas semanas, detrás de unos reflejos castaños parecidos a los míos. Eso dijo la empleada de la farmacia. Le creí, aunque ella misma tenía un espantoso color anaranjado. La duda sigue ahí, enroscada en mi cabeza como la toalla. Lo que pasa es que la mezcla de Henna –es la segunda vez que uso esta, la anterior usé otra marca- no se veía castaña en el pote de vidrio al mezclarla con agua hirviendo. Era de un verde musgo, casi fosforescente. Acerqué mi nariz y realmente olía a verdín o a esos líquenes de los bosques que se reproducen al pie de los pinos. Me pregunto si el pelo me va a quedar de ese color. No es que tenga temor, sonará raro, pero no me preocupa que el pelo quede, por ejemplo, fucsia. Si no me gusta, me lo corto a la nuca como en el ´91. Me acuerdo de aquella vez, fue cuando terminé mi relación con P. Necesitaba un cambio. Y creo que también, necesitaba expresar mi sufrimiento interior de manera visible, cruenta. Cortarme la melena de hada de medio metro fue un acto de violencia. Fue arrancarme la feminidad estúpida, ponerle corte al duelo, acabar con la ilusión de una vez. Me acuerdo que, entonces, cuando salí de la peluquería, caminando por Santa Fe, sentía la falta de peso, el hueco en la espalda. Recuerdo también que disfruté con cada una de las exclamaciones de espanto de los conocidos cuando me vieron casi pelada. Y, desde ya, fue glorioso ver la cara que puso P. cuando me vió. Sus ojos decían: “¿Por qué me hiciste esto? ¿Ese cabello no era tuyo, creció ante mis ojos todo este tiempo, no te pertenece, como todo el resto, es mío”. Mejor me voy a sacar el Henna. Ya voy con cinco minutos de retraso y no tengo planeado cortarme el pelo esta vez. P.S.: Uno, no es mi color, pero tampoco quedó verde. Es de un castaño más claro en las puntas que en la raíz; me hacer acordar a un pastor irlandés que tenía mi tía Olga, al que llamaban Fleco. Al acercarme al sol de la ventana, ví mi imagen reflejada en el dibujo de Luisa Lane. Juraría que mi nuevo color vira un poco al rojo. Pero el efecto sólo se ve en el reflejo del vidrio de ese cuadrito, no en el espejo. Veremos. Dos, me quedo con la opción de los burritos que se comen con las manos más fácilmente y no hay que lavar cazuelas.