22.11.22

Fantasmas

Locos de alegría, gritados con desprolija felicidad y anulados por el VAR con precisión de semiautomática. Tres goles de un primer tiempo hacia un resultado inesperado. Así es el fútbol. ¿Así es el fútbol? No. El deporte más imperfecto, polvoriento y sorprendente ha sido secuestrado por la industria, intoxicado por la política y encadenado por la tecnología. ¿Se equivoca el VAR? Porque el fútbol, sí. La errata invisible es parte del juego amado por la especie más impredecible e imperfecta. El VAR es el disparo semiautomático al amor. Irrumpe en el espacio tiempo de un partido para trastornar las únicas fuerzas absolutas que sostienen ese universo de 90 minutos: la habilidad, el azar, la pasión. Irrumpe para descuartizar la sincronía, la celebración atonal, la fugacidad de un instante de gloria o de miseria. ¡Adiós, fútbol salvaje que nos mordiste el corazón, tigre atrapado en tu jaula verde! Aquí estás, campeonato mundial del offside, con tus once calamares contra once, avanzando vigilados por un robot de mil ojos. No te apures a gritar un gol, ni a festejar, ni a lamentarte, ni a proferir un insulto hasta que esa máquina de escupir macacos de Play4 te permita ser feliz o matarte de la desolación. Precisión milimétrica necesita la neurocirugía, la ingeniería aeroespacial, la óptica. Revisar cada decisión cambia completamente el juego, no lo hace necesariamente más justo, mucho menos más entretenido y sustrae el accidente, la duda, la acusación infundada. ¿Qué ha venido a mejorar ese párpado rectangular que patrulla el sueño absurdo y redondo del juego más bonito? No el fútbol. Juegue quien juegue. Gane quien gane. Pierda quien pierda. Cambiando el pasado en cada partido cambia el futuro del fútbol. Porque esos goles, durante un breve tiempo, cobraron vida. Millones se abrazaron, los gritaron y festejaron su existencia; millones lloraron y se agarraron la cabeza. Goles fantasmas en un limbo conducido por un calvo sinvergüenza, que concluye en el círculo infernal de la traición al fútbol. Gane quien gane, pierda quien pierda, muchos recordarán el día en el que un Alá desalmado amputó la mano de Dios.

5.6.22

Time to arise


Cuando la noche es más oscura
se viene el día en tu corazón.

P.R.


Argumenta con pasión erguido en su estatura, alzando y agitando los brazos, el tenedor en una mano y la cuchilla en la otra, en un tono de voz siempre un poco más alto que el nuestro, con mansa autoridad, nada más lejos del grito que su voz.

Con el parrillero detrás como un altar de carne y de fuego, agitando a esa grey de amigos hambrientos, me parece un apóstol o un Cicerón ante el modesto foro que somos. Le hubiera gustado ser maestro, decía, y practicaba con nosotros más de una vez.

«Mis amigos son todos superhéroes» profirió en uno de aquellos tradicionales sietes de diciembre, con el vaso en alto. Sonreía satisfecho cada vez que le recordaba su propia definición de la amistad, ese Batman del asado y el Jack Daniels, nuestro superhéroe, el más humano de todos.

El abrazo, la mirada, la voz. Aunque lo que más extraño es discutir. Esa forma suya de responderte, “eh?” en un gesto de aparente interés en lo que estás diciendo, que le permite enrollar el hilo de la conversación para su propio ovillo.

En esas escaladas de argumentos políticos o filosóficos de sobremesa, a veces te dabas cuenta de que hacía un buen rato que estábamos de acuerdo, diciendo lo mismo, pero nadie quería largar la batalla, el dulce sabor de la sangre del debate. Extraño la forma de putear, las citas históricas inauditas, las acusaciones de que eso te lo estás inventando, las listas de razones, los no seas malo, la risa. Discutir. Rabiar y sonreír porque mientras le estás hablando te das cuenta de que la mitad de él te escucha y la otra no, porque el tipo está pensando en lo que va a responder.

No se sabe cómo, pero en un par de horas podíamos pasar de hablar -con vehemencia, siempre con vehemencia- sobre equis asunto político local, a un sketch de Álvarez y Borges, a la anécdota del día en que Einstein visitó La Plata, llegando a Carl Sagan y el episodio tal de Cosmos, pasando por la ley de gravedad o algún agujero negro, para ir cerrando con una exégesis de Blowing in the Wind o Blackbird y terminar con los Redondos, irrevocables como un amén.

«¿Quién es más loco: el loco o el loco que lo sigue?».

Una vez fuimos a ver a Charly al Charrúa. Teníamos entradas baratas, detrás de la rampa. Era la época en la que Charly estaba más liquidado, así que además de empezar tarde, salió  atravesado por los reflectores rojos y verdes como si todo él fuera transparente, encaró algunos temas incompletos remendados con tarareos, vagando sobre el escenario, hinchado y extendiendo los brazos de uñas negras al público como un mártir. Nosotros, cantando con la banda, los codos apoyados en la baranda metálica, observando con reverencia a ese dios habitando el mismo cuerpo que su propia frágil criatura. Salimos felices del breve concierto en vivo del sobreviviente. Caminando hasta el auto, le conté que desde chica había tomado la decisión poco racional de que empezaría a envejecer solamente cuando Charly palmara. «¿Eh? Y claro, elegiste bien. Charly es indestructible». Alrededor, algunos se retiraban frustrados. JP dijo algo que no voy a olvidar: que Charly ya había compuesto y cantado todo lo que tenía que cantar en la historia y que ahora estábamos nosotros para cantarle a él sus canciones. Recordaba ese día hoy de mañana, calentándome las manos con el café, y sonriendo al leer la inscripción de mi taza que indica lo mismo: “Una amiga escucha la canción de mi corazón y me la canta cuando mi memoria falla”.

Para JP la música es una religión, pienso mientras escribo y viceversa, y me doy cuenta de que el tiempo verbal que uso en este texto está todo mal, chupo un mate y recorro con la mano la textura del estampado de iniciales rojas sobre el negro de la camiseta que traigo puesta. Es difícil para el corazón aprender el pretérito imperfecto. Lo mismo con mi viejo: la mente lo sabe pero el corazón no se entera. Precisa tiempo. El duelo -ahora lo sé - está hecho de pequeños filamentos, ínfimos detalles que nos van explicando lo que sucede, y que a la vez celebran esa vida y su huella y nos la devuelven transformada.

Pasó un año. Los superhéroes andamos desorientados, mirando al cielo, incrédulos, esperando que surja de algún lado, parado en un pretil con su aspecto Stark. Pero no está ahí el tipo. Sí en los ojos de quienes más amó, sus soles, su reina de dragones. Ahí está. Mirando adentro nuestro está. Y en las madrugadas de la memoria, donde canta el mirlo del ala rota, sanando, desde la rama desnuda de un roble.