Mostrando entradas con la etiqueta Solís. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Solís. Mostrar todas las entradas

7.7.13

El enlace


La conversación dura pocos minutos.
Es domingo, mediatarde. Ambos esperamos junto a la caja para pagar y huir del restorán que es un infierno de gente queriendo salir y esperando por entrar. 

Un rato antes, desde mi mesa, me había llamado la atención la pinta aristocrática y distante de aquel hombre mayor, a la cabecera de la gran mesa, con mirada de príncipe distante y abrumado.

Él empieza. No sé qué ve en mí que lo anima a sincerarse. Tampoco sé por qué lo que me cuenta se me clava como una espina que no se quita, la semilla de una fruta atravesada en la garganta; como si me hubieran dado un papelito doblado con un mensaje invisible, encriptado, que no sé a quién debo entregar ni por qué.

-Yo soy del inframundo, soy el enlace.

Eso fue lo que dijo, y agregó: -Si usted supiera, pensaría que soy una porquería, un monstruo.

Le pregunto qué cosa puede ser tan grave, pero no me contesta. 

De repente su aspecto se vuelve frágil, como el de alguien que está a punto de desvanecerse y tiene urgencia por transmitir algo antes. Me extiende la mano pidiendo la mía y se la lleva a medio camino entre ambos. Caigo en la cuenta de que somos dos completos desconocidos, con medio siglo de diferencia, presos de las miradas de la familia que observa con inquietud, algunos desde la puerta y otros desde la mesa ya desvestida.

Debe haber sido un hombre escandalosamente guapo de joven, un dandy. Algo de eso conserva todavía en el cabello ceniciento cortado al filo de la nuca, la polera negra de cachemire, envuelto en un abrigo negro también, de cuero y piel, diseñado para alguien más joven. Se encorva un poco como para esconderse en alguna parte y se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

-Hoy hace un año que Elena se fue; estuvimos casados cincuenta y dos.

La vista se le empaña otra vez. Repite la cifra mirándome no a los ojos, a un punto dentro de mí, más allá de mí.

-A Elena no le corría sangre por las venas, fuego tenía en las venas.

Cuenta que la conoció en un baile en San José; que el salón del club estaba decorado con faroles de papel y lamparitas de colores. Que servían refrescos, garnacha y grapa.

-En aquel entonces yo vendía panteones y ella era modista.

Lo dice como si fuera lo más normal del mundo, y yo lo escucho de la misma manera; hasta parece más animado transportado por su propia memoria a un lugar y un tiempo más dichosos.

-Estaba muy pintada, vea -me dice-, pero bien vestida, aunque llevaba una pollera dos talles menor que el que debía haber usado.

Jura que era la mujer más linda que había visto en su vida y que nunca más vio otra igual aunque hayan pasado los años.

-Fue la casualidad, ¿sabe? Por más que uno se mate buscando el amor o el bienestar, siempre es la casualidad la que nos trae las mejores y las peores cosas.

Me cuenta que su Elena había acompañado a una amiga a la que le iban a presentar a un candidato, cosa que finalmente parece que no sucedió y se quedaron las dos muchachas de florero; y que primero se ocupó de encontrar a alguien que sacara a la amiga de la escena; que la sacó a bailar «así, con el dedo», y que ella aceptó.

-Cuando la vi venir, me pareció que era una ilusión encima de una nube -dice.

Bailaron toda la noche, les dolían los pies pero no querían parar porque si lo hacían «seguro que la vida seguiría su curso, el encargado del club apagaría la música, la empleada empezaría a barrer las serpentinas y a descolgar aquel collar de luces».

Se acordarían siempre de aquella noche inicial e interminable de milongas, tangos y valses mezclados con canciones de moda de Elvis y Billy Holliday. 

Cuenta que a veces, «cuando nos quedamos solos»  -baja la vista, aprieta los labios, corrige el tiempo verbal que la muerte siempre descompone- volvían a enhebrar cada imagen de esa noche, compitiendo por recordar qué canción fue primero y cuál después, quién dijo qué cosa y qué contestó el otro.

-Bailar con ella era soñar despierto -dice.  

Los dos sonreímos ignorando a la persona, tal vez su hija, que lo urge a terminar la charla desde la puerta del restorán.

-Imagínese, yo no sabía cómo reaccionar, se me acababa el tiempo; hubiese querido casarme al otro día. Lo único que se me ocurrió decirle es "no se pinte tanto señorita, que usted no necesita, y enseguida le pregunté si la podía volver a ver".

Dio dos pasos lentos sin soltar mi mano, como apurando el relato y me contó que esa primera vez se despidieron bien pasada la medianoche, que ella le dijo en qué calles vivía y le dio a entender que no le molestaría que la visitara.

-Dos días después la fui a ver. Primero pasé, como se debe, por la vereda de enfrente y sin mirar.

Ella estaba, pero no sola. La reja de su casa estaba abierta, Elena salía seguida por un joven; se quedaron conversando, así que dobló la esquina y se ocultó de su vista.

-Traté de esconder el ramo de rosas y mantener la frente alta. El hermano no era -dice mirando el piso como si reviviera la amargura de aquel instante ínfimo sucedido hace medio siglo.

Se esforzó por no pasar demasiado rápido para que Elena pudiera verlo y -quién sabe- tal vez llamarlo, ni tampoco caminar muy torpe o lentamente para que, si ella decidía hacerlo sufrir con el desdén que corresponde a una dama, no se quedara con la idea de que tenía razón al ignorar a un tonto.

-Las flores no las quise tirar. Las entreveré en la corona de un muerto cualquiera, al día siguiente, cuando fui a levantar un pedido.Qué culpa tenían aquellas rosas.

En eso, regresa la hija al restorán, se acerca, lo reprende en voz baja. Es amable pero está visiblemente molesta con su padre y entiendo que también conmigo, y no sin cierta razón: el veterano y yo obstruimos el paso para todo el que quiera entrar o salir de la cocina o el baño del local. A nuestro lado se ha amontonado la gente que quiere pero no puede transitar y no se anima a interrumpir.

Él no se inmuta, me toma del codo y me guía hacia la salida.

-Pasé la mitad de mi vida con los muertos, pero nunca nada parece grave hasta que te toca

-¿Y la otra parte? -pregunto-. El contesta con liviandad: -La otra parte la paso leyendo todo lo que me llega a las manos.

Me cuenta que tuvieron cinco hijos, que prosperó, que son cuarenta y cinco en las fiestas.

-Lo que vino después se lo cuento un día, si la casualidad así lo quiere y nos volvemos a encontrar, lo cual sería un placer.

Antes de cruzar la puerta del brazo de su hija, se despide con una inclinación de otro tiempo y las mismas palabras cifradas:

-Yo soy el enlace; gracias, señorita, por escuchar.










30.1.13

Apuntes para las hadas



















Me levanto un momento para fumar arrumbada en el ventanuco sobre los techos de Kreuzberg. No hace mucho frío y las casas tienen calefacción del primer mundo. Me llevo la laptop y el chopito de tequila 1800  que descubrí escondido en el mueble detrás de los fideos.

Trato de escribir pero no hay caso. Dejo el teclado y tomo el cuaderno negro. Las frases parecen ganchos indescifrables.

Lo segundo que se muere cuando se muere alguien amado, son las palabras. Los tiempos verbales aparecen, de pronto, arbitrariamente descalificados.
Es, era, fue, será. Todo entreverado. La muerte no admite el relato en tanto es el fin del tiempo verbal que lo hacía posible.

En este hecho se comprueba que el pretérito, siempre es imperfecto, y el presente apenas un tiempo que se nos va de las manos como la arena de la playa.

Me sirvo un tequila. Onhe eins, pienso. Increíblemente, cumplo. La nieve, casi fosforescente, se ha depositado sobre las pesadas ramas de los árboles, sobre los coches y las bicicletas recostadas sobre las entradas, los tejados reflejan la luz de la luna y cada tanto un transeúnte atraviesa la madrugada a paso apurado.

A veces se escriben cuadernos enteros, varios tomos, invisibles e indelebles, sin usar una sola palabra.

***

Los niños son sabios y curativos. Cuando lo supo dijo tranquilamente: hay que plantar un sáuco porque es el árbol de las hadas y Katrin es un hada.

***


No le temo a la muerte. Curiosamente compruebo, que la gente que más miedo tiene de morir es la que más miedo de vivir tiene.

No le tengo miedo. Me enoja. Me humilla. Me hace sentir estúpida e impotente, como si algunos se estuvieran burlando de algo alrededor tuyo, y vos te reís también y al rato te das cuenta de que sos el chiste. Obstinación de gallito ciego pegándole al vacío con el palo de escoba.

Vos respirabas un tiempo que, a su modo, era eterno. La mayoría de las elecciones de tu vida fueron tomadas con la absurda e inevitable certeza de que la vida es para siempre, entonces, vale la pena dedicarle todo el tiempo del mundo a las pequeñas cosas.

Tengo tanto que aprender.

Vengo tratando de ejercitar el viejo instinto de la oración, que al contrario de lo que se supone, es hacer silencio para escuchar.  Si lo logro, si logro callarlo todo, tal vez  escuche un día cómo hacer para agradecer el haber vivido parte de la eternidad a tu lado.

***

Los conocí a los dos el mismo día. Pero esa noche yo no tenía ojos más que para un hombre en el club Almagro, noche de tango, de luces cansinas y mujeres vestidas de negro y rojo. “Cuidado con ese hombre”, me dijo en la barra, ya después de un par de tragos y solidaridad de género. Tenía razón. Era para cuidarse. Me casé con él.

Pensábamos envejecer juntos. No es un reproche. Bueno, un poco sí. Ibamos a construir otra casa sobre pilotes en el bosque encantado. Ibamos a criar canas rodeados del viento en los eucaliptus, y las olas rompiendo en la orilla del sueño.

El plan no era complejo; dos cabañas: el que ronca duerme solo (“ya sabes quién”), “habría que trasladar las bibliotecas”, “tener un auto no es necesario”, “es indispensable un auto”, “una bicicleta, seguro” “un seguro de salud y un combo de jubilaciones decentes para comprar vino bueno y los libros, los medicamentos de la edad, mantener la banda ancha". El ejercicio de caminata ida y vuelta a Piriápolis es sin costo. Yo paso, dije. Fui apoyada también en mis objeciones de urbanismo libertario: mal que les pese, haría frecuentes excursiones a Montevideo y Buenos Aires.  Mucho aire puro termina por malhumorarme.

Nada podía fallar. Qué absurdas somos las personas. Todo puede fallar.

***

Aquel sábado, después de un viaje interminable en la agonizante Iberia, llegamos a Berlin con el pequeño Jedi. El cielo, primero rosado, empezó a tornarse saturado de un blanco lechoso como si estuviera por reventar. 

Recordé a mi vieja y sus descripciones del cielo de Zagreb antes de la nevada. Tal cual.

Dormí más de doce horas. Cuando abrí loso ojos, sobre la ventana del tejado los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Berlin. Efectivamente, como decía Tonka, los copos no caen, oscilan, van haciendo maniobritas en el aire antes de posarse en donde les toque. Un poco como nosotros. Hay que ser muy tonto para ver un solo copo. Lo que vale es la nevada. No pude dejar de pensar en que es la versión europea del mar de fueguitos. Mar de copitos. Kreuzberg nevado es una de las cosas más bellas que uno tiene la suerte de ver en la vida.

Estabas tan presente en esa caminata blanca hasta el parque, con los chiquilines y los trineos. Pensé que dirías, con la acidez que te caracteriza –me niego aún al pretérito imperfecto-  que pronto se iría la nieve y vendría la llovizna, que todo lo convierte en lodo y piedritas. Tal cual, también.
Pensé en que tal vez mañana, cuando te llamara por Navidad, te contaría eso mismo.

Más vale hoy que nunca.

¿Quién nos quita la belleza de la nieve aunque dure un instante?

En eso nos parecemos. En mirar la eternidad de lo fugaz y el lado bueno de las cosas. Oteando el otro lado, pero ninguneándolo un poco para que, el que vale y es bello, dure más, aunque a veces ni siquiera exista.

Y en recurrir a lugares comunes para explicar las cosas.

***

La iglesia que ya no es iglesia se yergue bella y austera en el cruce de calles. Entro y salgo. Igual con la otra. Inútil buscar una iglesia en Berlin para llorar como la gente. Muchas de ellas se han convertido en bares y no quiero caminar más.

Volvemos de la caminata hablando del horrible barro helado que queda después de la nieve; vagaba en mi mente buscando una respuesta, cuando alguien me trajo por azar la referencia de un libro amado  y del cual hablamos largamente hace poco. 

Fue en octubre. Se perfilaba como una de esas largas noches de Jhonnie, pero habías llegado en el barco de las 7 y estábamos agotadas del laburo. Apenas podíamos mantener los ojos abiertos pero no queríamos renunciar a un rato más de charla y pusimos otro disco de Nina.

El clima nos daba permiso para estar afuera y fumar. Qué estás leyendo, siempre fue una forma de retomar el hilván de la conversación abandonada meses atrás. La amistad, cuando es genuina, remienda el tiempo con su aguja y continúa como si nunca se hubiera detenido el tejido de las cosas.

Yo había retomado la lectura de la Invención (nunca le agarraste el gusto a ninguno de los dos, a pesar de mis intenciones) y trataba de explicarte la trama, con ademanes y aspaveintos, en clave de Lost

Vos te atoraste de risa cuando se me ocurrió ilustrarte el asunto diciendo que el protagonista es un venezolano medio loco, medio genio, con cruza de Silvio Rodríguez y Ben Linus. 

“Chavez!” gritaste casi. Nos tapamos la boca con las manos para no despertar a los vecinos con las carcajadas.

Me llevó como media hora contarte la relación entre Linus y Morel, entre Kate, Faustine e Irene. 

Después discutimos acerca de si el amor es necesario para sobrevivir, si se puede amar algo que sabemos que no existe, si puede volver a existir por obra del amor, si la creencia es creadora, si la creación no es en realidad, mera cuestión de fe y la fe, apariencia.

No habías leído el libro ni visto la serie pero usabas la información que te había dado, en mi contra. De pronto estuve atrapada en mi propia isla inventada. Y era tarde y tenía que trabajar.

Tu paciencia para escuchar y reír con los amigos era parte de ese sentido tuyo del infinito y tu inteligencia no descansaría en la esgrima del debate ni siquiera al ver amanecer. 

Esgrimí que es relativamente sencillo destrozar a Bioy usando las razones opuestas para descalificar a Galeano. Pero estaba cantado nomás que esa no era mi noche. Me estabas despedazando. Servimos la última ronda. Fui a buscar dos piedras de hielo.

Cuando volví, jugando una última carta, me senté, tomé el libro y te pedí que escucharas:

“Ya no estoy muerto, estoy enamorado”.

Voilá. Abriste los ojos, inclinaste la cabeza, estiraste el brazo y tomaste el ejemplar con los ojos entornados del que acepta cada derrota como un reto a medida.

Nunca sabré si finalmente leíste el libro.

Si pudiera pedir una sola cosa, sería una noche más.

***

Como no podía escribir, con las hilachas del asombro de la palabra ausente, hice una lista minuciosa en el cuaderno negro de las cosas que no quiero olvidar. Como si enumerarlas pudieran retenerte de algún modo.  

Cosas triviales, los actos más insignificantes, como cortar un trozo de queso, hablar por celular, o el gesto de recogerte el cabello en una trenza gruesa.

No voy a escribirlas, no solo porque la lista es más interminable que la historia de Michael Ende; puedo resumirlas en una sola.

Lo primero que pensé cuando supe que habías muerto es es no voy a olvidar tus manos. Orgánicas, en movimiento, con la palma abierta para dar y recibir, pronta para agarrar las causas perdidas. Tus manos indispensables, las de pelear cada día, espada en alto, lado a lado junto a Bastián Baltasar Bux para salvar Fantasía y curar a la Emperatriz.

Si alguna vez olvido tus manos, significaría olvidar lo bello, lo bueno y lo justo que hay en este mundo. 

Tus manos sigilosas de dedos, medianos, sensatos en las dimensiones, las articulaciones como nudos de ramas jóvenes de cerezo. Las uñas translúcidas, escamas de un pez antiguo, ovaladas y lisas como la piel de la luna.

Tus manos que lavan los platos con parsimonia, que escriben con delicadeza y con furia, que levantan banderas de causas perdidas –cuáles si no-, manos que cambiaron pañales, que acunaron con amor, que cobijaron a las chicas, manos que les dieron un empujón cómplice de libertad cuando llegó la hora. Manos dispuestas a sembrar, a cosechar y repartir. A dejar partir. Tu mano en mi hombro. 

¿Cómo hacer para soltarte? Espero que tus manos me enseñen el inverosímil ejercicio de decirte adiós.

***
Pero las cosas son como son.

Tantas veces imprecamos sobre lo establecido. Llegabas con tu pequeña maleta desde alguna parte del mundo pronta para gastar la madrugada en charlas de nunca jamás. Uno de los clásicos era por qué no puede ser de otro modo.

Tantas veces en tantos años nos interrogamos, discutimos de política y de historia, apretamos los dientes frente a la injusticia, el dolor, la falta de esperanza de quienes están a la intemperie de la historia.

Yo no sé si lograremos entre lo muchos pocos que somos que algunos sean menos pobres, que otros sean menos ricos, que seamos todos más sencillos, menos egoístas y más felices; más buenos, más lúdicos y más niños.

Yo no sé si esta es la puerta o la ventana, si es el camino directo, el atajo o la encrucijada.

Yo no sé si lo lograremos porque es cierto que somos frágiles y porque ellos son los dueños de la pelota y son poderosos. 

Yo no sé si podremos. Pero no voy a despedirme del timbre de tu voz recordándome a diario que vale la pena intentarlo.



25.5.12

En el medio de mi pecho



La patria no me cabe adentro de un mapa.

Su cartografía es apenas un boceto a lápiz, un dibujo concéntrico que empieza en el caracol de las calles de Agronomía, donde la ciudad deviene campo y contar cometas es tan inagotable como contar estrellas. Apenas dos cuadras más allá, en las coordenadas de mi patria, te encontrás con la subida de Malvín, barriada sin fin escrita en los papeles de la arena, poema donde gorrión rima con gaviota. Mi patria tiene la piel multicolor como los cantos rodados de la playa de Solís y las laderas sombrías de la Sierra de las Animas.

Mi patria se llama Juan y María, Jonhatan y Jennifer.

Y los chinos Rosa y Mario y Flora, de Oruro a Pueyrredón, Analía la cubana y Cosme el polaco.  Mi patria se llama Ivan y huele a chucrut con sarma, a rakia y ginebra Bols; a Nona la del tuco que ni te cuento, a vino patero, a ristra de ajo y silpancho y rocoto. Tiene los nombres de los avatares de verano que vienen de Berlín, el acento tirando a Bahía, el viento reseco del desierto patagónico, los ojos gitanos que ven el futuro en la borra del café. 

Mi patria, partida al medio por un río como una cicatriz.

Tiempo atrás, la vinieron a buscar de noche los cobardes. Se la llevaron encapuchada, le rompieron los huesos y la dejaron caer desde lo alto de un avión, a merced de la intemperie del terror y la mala memoria. Era peligrosa, mi patria. Llevaba un sueño en las entrañas y era peligrosa.  Por eso idearon un modo de hundirla en el fondo del mar y allí alternó con las algas y los bagres durante años. Pero ellos, los sueños de la patria, tercos y buenos nadadores, salieron a flote. Llegaron a la playa como las botellas al mar de los náufragos, con un mensaje intacto y ensordecedor.
  
Mi patria resucitó al tercer día.

Empezó a moverse lentamente. Se estiró y escupió al polvo el mal aliento de las pesadillas. Primero se hizo un mate. Después se miró al espejo y se dijo, voy a vivir. Y miró a sus enemigos a los ojos. Algunos se escondieron abajo de las piedras y otros permanecen agazapados detrás de ellas, y esperan el momento para saltarle encima. Cuando lo hacen, la patria, que no es tonta ni novata, se defiende. A veces la gana, otras la empata;  termina agotada de esas luchas pero es fuerte y tiene una polenta descomunal.

Mi patria anda más contenta que de costumbre.

Usa ruleros y canta debajo de la ducha. Baila con viejas melodías y hace pogo con las nuevas; canciones que brotan como hongos después de la lluvia, cantadas debajo de un farol, al cordón de la vereda, en el medio de la pampa, con guitarra y bandoneón.  Y se gasta las cuerdas vocales con León y con Jaime; con el Polaco, con el Negro y con don Carlos; con La Negra, Fander y el Darno, con Cabrera, los Redondos y el Flaco.

Mi patria anda de a pie y viene de muy lejos, muy atrás en el tiempo, por eso aunque corre, tarda.

Viene descalza y a la intemperie; se abriga con las banderas raídas. Se ha tomado el trabajo de remendarlas para que vuelvan a flamear. No son banderas nuevas, son nuevos los brazos que las alzan. Son brazos que habían olvidado todo, cómo trabajar, como abrazar, cómo alzar las banderas. Muy de a poco están recuperando la memoria. La patria levanta y agita las banderas para decir aquí estoy, mirá para este lado, la historia pasa por acá. Muchos andan codo a codo con la patria. Otros más atrás o tan adelante que ya se fueron. Qué se le va a hacer.

Todos nosotros hacemos la patria en marcha.

¿Qué país, qué fronteras? Esta patria se derrama de los mapas. El mundo cabe en ella, pero mi patria no cabe en el mundo.  Me tiene a maltraer, sin dormir. La lleno de reproches pero me lleva enamorada.  La siento latir como al corazón en cada paso que falta. La llevo puesta como a mi nombre, en el medio de mi pecho. Como se lleva un talismán, una herida, como se lleva puesto el destino. 





23.8.11

Sobre dónde poner el alma

mi mesa en el Seddon de 25 de mayo.
Ahora vigila la esquina de Chile y Defensa.


















A veces, escribir no es suficiente.

Cuando el alma está agobiada, furiosa o cargada como un arma, repele el gesto catártico de la escritura y amenaza con aplastar como una mosca cualquier intento de volcarla en un papel. Como el agua, el humor se acomoda en los resquicios, se amontona en los diques de la autocomplacencia, en las drogas y los psiquiatras o desemboca suave en un bar.


Si tenemos suerte, el destino nos concede la gracia de tener uno.

Los boliches de mi vida siempre tienen estantes libres, una alacena, un lugar en el fondo de un cajón para guardar esos trozos de alma que se me desprenden como la piel de los lagartos, escombros que sé que tienen algún sentido -aunque ignoro cuál- y que debo guardar hasta tanto lo comprenda.

En los bares dejé en salvaguarda los deseos que las estrellas fugaces ignoraron sistemáticamente, algún que otro fantasma reincidente, todos los dolores sin consuelo.

El jueves pasado conocí el Museo del Vino llevada por la entusiasta y muy postergada intención de volver a bailar tango. Le pregunté a la profesora si algún día me sería posible relajarme en el vaivén de una milonga sin pensar en qué lado del cuerpo está el peso, olvidando la pisada y el firulete. "Puede suceder -dijo Felicidad, así se llama ella- pero a veces pasan años de años y solo es posible si hay verdadera conexión con el compañero" (Digresión: no fue esta la única indicación técnica con aristas ontológicas de la clase: "tenés que escuchar lo que su cuerpo te dice para poder decidir sobre el tuyo", "ella no tiene ojos en la espalda, no la culpes si se choca con alguien, vos la tenés que cuidar").

Mientras mi alma se acomoda y aprende, disfruto del error, ejercito el músculo del volver a empezar, voy ganando pista.

Un local con una barra, diez mesas, una radio y una maquina de café puede ser un hospital para el espíritu.

¿Tendrán registro los bolicheros de que no se trata solo, ni de lejos, de comer y beber?

Se trata de la sonrisa de gato de Cheshire de Michel del Garní que flota alrededor para hacerte bien; del perfil de Ani que uno no ve pero adivina detrás del aroma a canela y cilantro, de las mejillas de bienvenida de Daniel encendidas como el fuego al fondo de su horno de barro.  ¿Sabrá Jose que una sola de sus décimas, cada línea recitada en una vuelta de sacacorchos, es una pócima curativa? Si ando negativa, Regina me levanta el ánimo mostrándome las pruebas de que todo puede ser y es, de hecho, un poco peor. Edu seguro sí sabe que el filo de su ironía corta en rebanadas la más dura de mis tristezas. Pero tal vez Pamela ya no se acuerde que me salvó la vida, hace veinte años, cuando aquella madrugada sin clientes se sentó a compartir la última medida de Johnnie y me dijo: mirá Caperucita que si una da tanto, un día mete la mano en la canasta y, de pronto, no queda nada.



Yo trato de convencerlos de la superstición de que los bares son salvadores, que redimen a esa porción de humanidad inmolada en los altares de la noche.
Pero, sin excepción, se ríen, no hacen caso. Tienen cosas más importantes entre manos: revisar que haya pan, cerrar la caja, lidiar con un proveedor. A veces me miran como verdaderos amigos que son; otras como los piadosos profesores de un psiquiátrico a una paciente, que no sabe que lo es y alegremente delira, lo cual es probable.
Es poco decir que tengo buena estrella con los bares, el azar y los amigos. No en ese orden, aunque por ahí sí. Sucede cuando los bares se vuelven amigos, los amigos mensajeros del azar y el azar un lugar seguro donde se puede habitar en una noche de soledad.

Echado en una esquina de mis diecisiete persiste el Tigre, sitio al que los varones de 5°B se rateaban y al que el preceptor más bueno del mundo iba a buscar cuando la Directora llamaba a su oficina, porque sabía que no estaban en el colegio. Andy corría como loco las varias cuadras desde ahí al bar (¿dónde podían estar si no?) para traerlos de vuelta. Llevaba en el bolsillo una corbata de repuesto de esas falsas, con elástico, por las dudas.

Años después, con L., nos refugiábamos en el Moliere a leer desenfrenadamente a Borges, a Vallejo y a Cortázar. Por esa época fuimos también feligresas del bar de Guido, que un día cambió de dueño y le pusieron -vaya paradoja- Café de los Ángeles. Explicar esta historia podría llevarme la extensión de una novela.
Sobrevive, aunque solo en mi memoria, el Pernambuco de la Avenida Corrientes donde Ulises Dumont reinaba cada noche en la mesa del centro y en cuyo depósito me ocultaron los mozos, una extraña madrugada de humor negro. Enfrente, el Astral, angosto y habitado por sátiros y faunos jubilados y en el que décadas más tarde imaginé ver entrar, lento como un dromedario, a un Jorge Varlotta que jamás conocí. La Academia y la Opera tuvieron su minuto de gloria cuando cambiar de noviete significaba cambiar rigurosamente de establecimiento, de trago y de género musical.

También sobre Corrientes -caminar mucho nunca ha sido mi fuerte-, er mío el café de Liberarte sobre cuyas paredes, una vez, no hace tanto, apoyé el oído para cerciorarme de que la voz del Polaco no hubiese quedado atrapada como el mar adentro de los caracoles.

En Montevideo, en el ángulo del pasaje y Buenos Aires, está el eterno Bacacay, extensión del living de mi alma y espejo del Seddon justo al otro lado de ese mar. Al Seddon lo vi morir y volver a nacer como un fénix y doy fe de que sus cimientos también se sostienen sobre los cascotes de mi corazón hecho pedazos.

Mucho después llegaron el Gallo para Esculapio, segado joven como un poeta tuberculoso y bello, y el café Homero que sigue habitado por el espectro blanco de un bandoneón. Tan lejos y tan cerca, en la asombrosa ciudad de La Paz vuelvo en sueños al Socavón que tiene esculpidos en la entrada un querubín y un demonio porque dicen que, como en las minas, necesitarás la ayuda de dios y del diablo para salir de allí, asunto del que soy testigo, aunque no en un estado del todo lúcido.

Como en cada cielo y cada infierno, el Edén de mis bares tiene un centinela. Un bar caído, un ángel condenado injustamente por un dios incompetente: vigilando la placita, sobre la esquina de Serrano y Honduras, el Taller era la prueba de que seríamos jóvenes por siempre. Mentira. Hace un par de semanas, cuando doble la esquina y levanté la vista, ya no estaba ahí. Ni él ni mi juventud.

¿Adónde habrán ido a parar los retazos de vida que dejé en sus mesas, adónde los besos furtivos? ¿En qué estante quedaron las trampas, las promesas, los tragos de más? Busqué los graffitis de los baños, pero una mano impecable de pintura los había borrado.

Cuando se muere un bar, cuando un bar se rompe, el alma de quienes le tuvimos devoción se derrama como a través de una tumba rajada.



Y andá a cantarle a Gardel. No hay nada que hacer, los bares no resucitan ni reencarnan ni despiertan con un beso. Si en algún lugar siguen viviendo es en el medio del pecho. Son la escarapela de ese barrio inventado que llevamos puesto.

Ahí es donde, algunas veces, la escritura regresa y es útil para volver a rescatarlos y juntar, del alma, poco a poco los pedazos.



Yo simplemente te agradezco la poesía
que la escuela de tus noches
le enseñaron a mis días.

Cacho Castaña / Polaco Goyeneche


15.9.09

Al borde de la primavera

Lo planeamos hace tiempo y al final se armó: fin de semana de escritura en Solís. No faltó ni una. Nueve musas. Nueve reinas. Ligeras de equipaje y consignas preestablecidas, asistimos al encuentro con papel y lápiz, (o laptop), una caja de buen vino y las ganas volver a enhebrar el hilo de la escritura. El sol acompañó, ensayando una primavera anticipada. Llegamos, nos acomodamos, algunas ya desde el viernes. El sábado, cada cual se había apropiado sigilosamente de su rincón. Un rato de esos, levanto la vista ensimismada de mi propia pantalla y las veo, esparcidas por la vegetación como enanos de jardín. Una, estirada en una lona entre el castaño y las azaleas, otra en la hamaca bajo la palmera riendo sola frente a la hoja de papel o dormitando encima del cuaderno en la terraza; cerca del naranjo, al rayo del sol, una en la reposera, mirando concentrada a un punto fijo más allá del cerco de jazmines. Hubo también, el par que prefirió antes que nada el amparo de la estufa a leña y el futón. Yo me quedé en el quincho, gentilmente oscuro para la pantalla y no tan a la intemperie. De a poco, fui vichando primero un par de capítulos, fotos, información y me pude ir reencontrando con el proyecto de la novela postergado, sin pena ni gloria, desde hacía más de dos meses. Cerca del mediodía y después de un par de horas intensas de concentración, me pasó algo raro. Estaba mirando unas fotos de wikipedia que guardé hace tiempo para trabajar un tramo de la historia y lo que vi me comprometió tanto emocionalmente, tanto me sumergí a bucear en el argumento, que empecé a sentir primero un mareo leve, después, mucho asco, y cuando me paré a buscar agua, ya era tarde y tuve que correr al baño a vomitar (¡!). Quienes me conocen desde la adolescencia, saben que –sin bulimia de por medio, al menos sin diagnóstico- yo solía ser una chica de arcada fácil. Nervios, ansiedad, parciales, amores rotos: yo bajaba la pelota vomitando. No es nada elegante ni glamoroso, ya sé, pero qué le voy a hacer, no lo puedo evitar. Por interpósita ayuda de mi analista, San Carlos V., dejé de expulsar mis problemas de un modo tan -por llamarlo de algún modo- naturalista. Hacía muchísimo tiempo que no me pasaba y jamás, que yo recuerde, me había pasado en maniobras (o descarrilamientos) con la escritura. El encuentro del fin de semana me sirvió, entre otras cosas, para darme cuenta que, a veces, los obstáculos de un proyecto literario pueden no ser de orden externo (falta de tiempo, mucho trabajo, poca intimidad) aunque a simple vista así parezca. Puede ser que ese estar trancado, en blanco venga más de cuestiones viscerales (y en mi caso no es metáfora!) del proyecto mismo, de la relación del autor con el proyecto. Siempre, de algún modo, nos escribimos o nos tachamos a nosotros mismos. Claro, se puede escribir más tangencialmente y no tocar fondo, mirar de reojo y no arrojarse vértigo del abismo. Tengo decenas de páginas muy bien escritas de ese modo. No es que sean una porquería, pero son letras muertas, inventos intelectuales (una porquería, sí). No me interesan. Es más, aunque nunca había encarado un proyecto de tan largo aliento y esta novela me está costando mucho más sudor del que imaginaba (los vanidosos y autosuficientes caemos de más alto) cuando me toque el glorioso momento de corregir todo el mamotreto, sospecho que estos lindos textos bien escritos, serán puestos de nuevo en el asador o irán a parar a la papelera de reciclaje. (Por ahora me dan un poco de pena y ahí quedan, como muestra de que el infierno (literario) también está empedrado de buenas intenciones). En fin, todo esto tan importante gracias a que me di (nos dimos) el permiso de dedicarle a la escritura tanto tiempo como a las otras cosas importantes de la vida: la familia, el amor, el trabajo. Bien a tono con la época del año, el equinoccio de primavera, momento en el cual la noche se iguala al día, para luego ir retrocediendo ante la temporada más fértil del año. Restaría decir, para terminar esta breve crónica, que quedaron defraudados aquellos (compañeros y amigos, varones, casualmente) que manifestaron sus dudas acerca de si la célebre locuacidad y espíritu fiestero del grupo B&T sería más tentadora que la introspección creativa y el aparente silencio de la letra. Pues, no. Tal como cuento aquí, hubo recreos ruidosos y corrieron las botellas de Alamos malbec junto al fuego la noche del sábado; pero el resto del tiempo fue pura maravilla creativa (y alguna siesta larga). Habrá que mejorar, para la próxima, la capacidad de compartir y leer lo escrito bajo la sombra de los eucaliptus, pero podemos festejar un muy buen primer tramo de la experiencia que nos habíamos propuesto. Próxima estación: equinoccio de otoño.

12.2.08

Postales del verano

"Hay vivos, muertos y... marineros." Joseba Beobide
Gracias G. por la gráfica del poster (y por la valentía de salir en la foto del barquito con R!). A vos, Gaby, por prestarme el epígrafe, el libro y regalarme tu amistad que es también, la amistad de los elfos y los gigantes. Gracias a mi familia amadísima y a las amigas y amigos que pasaron a dejarnos su abrazo y su compañía este verano en Solís, pueblito de río y mar, diría Gieco, en nuestra Uwa Wasi, la casita de las uvas, el vino y el brindis. Veranos como este y gente como ustedes, entibian el alma para todo el año.