17.3.15

Ejercicio simple



Si  ha tenido un día de porquería, pruebe con el siguiente ejercicio. 
Conduzca por la rambla como habitualmente lo hace pero, esta vez, evite el informativo y clave el dial en una frecuencia romántica de calibre bizarro[1]. En pocos minutos emergerá del parlante una melodía como la que se adjunta más abajo a modo de ejemplo[2]. Suba el volumen e inmediatamente empiece a intensificar el pensamiento en torno a algún viejo amor del pasado[3]. Cuanto más lejano en el tiempo, más útil será. Asocie la idea del recuerdo de esa persona que alguna vez quiso o lo quiso a usted, con la canción que escucha. Pasados algunos segundos, abandónese a la emoción. Llore a discreción, según lo requiera su estado o la duración del viaje. No se preocupe por la letra de la canción; no es importante. Si usted realmente tuvo un día inmundo y realiza el ejercicio de manera comprometida, verá cómo más o menos, cualquier canción del estilo sirve para ilustrar el amor que usted eligió recordar. Si su pudor lo demanda, puede subir la ventanilla. Relájese, llore, respire[4]
Luego de experimentar una corta pero intensa sensación de desdicha irreparable,  y en la medida en que la música cambie o vaya llegando a destino, comience a regresar del estado de desconsuelo. Mire el horizonte, suénese los mocos, cambie a la radio pública o apague el aparato.
Verá que, sin más, de pronto se siente inesperadamente afortunado,  que valora el lugar donde vive y añora las minucias rutinarias que lo esperan al llegar. Si ha realizado correctamente el ejercicio, se habrá instalado en usted la saludable idea de que no todo tiempo pasado fue mejor; que usted ha tenido, efectivamente,  un día de mierda, pero que ha  habido peores, que ha estado rodeado de personas más pusilánimes, más tóxicas o que lo han querido peor, y que aún así ha sobrevivido. 
Si el ejercicio ha sido realizado de manera cabal, entonces usted sonreirá, estacionará frente a su casa, pensará en su día con cierto cinismo, en los otros con más piedad o indiferencia, y en sí mismo como una persona con suerte; y, después de todo, se mirará en el espejo y se dejará de pavadas.










[1] Metrópolis, Aspen, FM 100, Azul: no importa el lugar del planeta donde se encuentre, en su aparato habrá alguna señal de frecuencia modulada con este nombre.
[2] Es indispensable que la canción sea en español. El idioma portugués suele distorsionar el ejercicio debido a su naturaleza jubilar; el inglés, desconcentra y, a menos que se tenga un perfecto manejo del mismo, deja librados a la imaginación estrofas que podrían ser vitales para el efecto deseado. El alemán hace imposible la ejecución de la prueba.
[3] La elección del recuerdo debe ser espontánea, aunque puede planificarse de antemano su disponibilidad para estos casos. No conviene evocar grandes amores, al contrario. Se sugiere recurrir al pensamiento de algún amor de esos que pudieron haberse diluido en la coyuntura vincular de pequeñas mezquindades, bajezas y egoísmos;  detalles todos que, pasados los años, uno tiende a olvidar, dejando la aparente sensación de una pérdida irreparable.
[4] Tenga a bien no soltar el volante.

11.3.15

Invocación inicial

Abro el cierre. Las páginas traslúcidas ceden a las yemas de los dedos ¿Puede recordar un libro la piel de quién recorrió su piel de papel? 

Sé que es necesario buscar y ni siquiera sé cuál es el tiempo, si es ordinario o no. Acudo a san Google: descargar Oficio Divino para Android. Olvídalo. 

Tampoco era muy orientada entonces. Los dos tenían que esperar a que terminara de encontrar las partes. Se me caían las cosas, el libro se cerraba sin querer, se me enredaban las cintas de seda.
A. ponía cara de qué pesada; para S. el incordio parecía encerrar, como casi todas las cosas, cierta inocente comicidad. Secretamente, me gustaba molestar a A., llamar su atención con mi torpeza. Con los ojos a media asta y una paciencia resignada, me quitaba el libro de las manos, me miraba, hacía una mueca de fastidio simulado, ponía la cinta verde en el salterio, el rojo en el propio del tiempo, el blanco en el salmo y los demás. A ver si aprendés de una vez; pero no lo decía. Carraspeaba antes de empezar. 
Dios mío, ven en mi auxilio. Señor date prisa en socorrerme.
No es la memoria la que trae las palabras perdidas, es algo que sigue ahí, misteriosamente disponible. Cierro los ojos. Recupero el vago aroma a incienso y los susurros.
La imagen se desliza desde el vientre del breviario al piso. La alzo. No es una estampita, es una foto. La tomó Ricardo. Ella, sus ojos casi humanos, su hábito marrón. Milagro en blanco y negro, la vimos aparecer juntos en la batea de revelado, una de esas tardes de cuarto oscuro.
En agosto, solían sacarla y dejarla delante de la nave central, del lado izquierdo, con los brazos abiertos abrazando a la gente. Cuando se iban, y solo quedaba yo y la gotera invisible marcaba el tiempo eterno, me iba corriendo poco a poco de mi lugar, deslizando el traste por los listones lustrados del banco -ala izquierda, tercera fila, casi sobre el pasillo- para quedar justísimamente adelante de la mirada de yeso. Así me parecía que de veras Ella me miraba a mí.
Después de muchos años, volví a entrar y no estaba más. Di toda la vuelta, pero nada; solamente la del cuadro, la Laura Vicuña, el San Vito, el pobre y torturado Cristo yacente y los demás viejos conocidos. 
Dijeron que se la habían llevado a otra parte. Así debe ser envejecer: te van sacando las cosas, te las ponen en otro lugar y no te dicen dónde. Me prometí no entrar nunca más a ese templo de la virgen equivocada.
Como entonces, no doy con lo que busco pero una vez más, encuentro lo que necesito,
"La noche no interrumpe
su historia con el hombre,
la noche es tiempo
de salvación”.
Cantan los pájaros de la madrugada. No me molesta este insomnio, este estar en vela; tiene sentido.
Que la fe no es un sentimiento, me dijo una vez, con esa manera de gruñir en vez de hablar; que es un don, se tiene o no se tiene; y si se te pega no se puede evitar; y si no, se pide, y a veces se te da y otras, a aguantarse.
Hoy supe que murió. Pocos días después de cumplir setenta. No tengo tristeza ni ganas de llorar. Como si no sintiera nada. Debe ser como la fe.
Sostener este libro de cuero en las manos hasta el amanecer, es la única forma que tengo de despedirme y decirle qué equivocado que estaba.