Me levanto un momento para fumar arrumbada en el
ventanuco sobre los techos de Kreuzberg. No hace mucho frío y las
casas tienen calefacción del primer mundo. Me llevo la laptop y el chopito de
tequila 1800 que descubrí escondido en el mueble detrás
de los fideos.
Trato de escribir pero no hay caso. Dejo el teclado y
tomo el cuaderno negro. Las frases parecen ganchos indescifrables.
Lo segundo que se muere cuando se muere alguien amado,
son las palabras. Los tiempos verbales aparecen, de pronto, arbitrariamente
descalificados.
Es, era, fue,
será. Todo entreverado. La muerte no admite el relato en
tanto es el fin del tiempo verbal que lo hacía posible.
En este hecho se comprueba que el pretérito,
siempre es imperfecto, y el presente apenas un tiempo que se nos va de las
manos como la arena de la playa.
Me sirvo un tequila. Onhe
eins, pienso. Increíblemente,
cumplo. La nieve, casi fosforescente, se ha depositado sobre las pesadas ramas
de los árboles, sobre los coches y las bicicletas recostadas sobre las
entradas, los tejados reflejan la luz de la luna y cada tanto un transeúnte
atraviesa la madrugada a paso apurado.
A veces se escriben cuadernos enteros, varios tomos, invisibles
e indelebles, sin usar una sola palabra.
***
Los niños son sabios y curativos. Cuando lo supo dijo tranquilamente: hay que plantar un sáuco porque es el árbol de las hadas y Katrin es un hada.
***
No le temo a la muerte. Curiosamente compruebo, que la
gente que más miedo tiene de morir es la que más miedo de vivir tiene.
No le tengo miedo. Me enoja. Me humilla. Me hace sentir estúpida e
impotente, como si algunos se estuvieran burlando de algo alrededor tuyo, y vos
te reís también y al rato te das cuenta de que sos el chiste. Obstinación de
gallito ciego pegándole al vacío con el palo de escoba.
Vos respirabas un tiempo que, a su modo, era eterno. La
mayoría de las elecciones de tu vida fueron tomadas con la absurda e inevitable
certeza de que la vida es para siempre, entonces, vale la pena dedicarle todo
el tiempo del mundo a las pequeñas cosas.
Tengo tanto que aprender.
Vengo tratando de ejercitar el viejo instinto de la
oración, que al contrario de lo que se supone, es hacer silencio para escuchar.
Si lo logro, si logro callarlo todo, tal
vez escuche un día cómo hacer para
agradecer el haber vivido parte de la eternidad a tu lado.
***
Los conocí a los dos el mismo día. Pero esa noche yo no tenía ojos más
que para un hombre en el club Almagro, noche de tango, de luces cansinas y
mujeres vestidas de negro y rojo. “Cuidado con ese hombre”, me dijo en la
barra, ya después de un par de tragos y solidaridad de género. Tenía razón. Era para cuidarse. Me casé
con él.
Pensábamos envejecer juntos. No es un reproche. Bueno, un
poco sí. Ibamos a construir otra casa sobre pilotes en el bosque encantado. Ibamos
a criar canas rodeados del viento en los eucaliptus, y las olas rompiendo en la
orilla del sueño.
El plan no era complejo; dos cabañas: el que ronca duerme
solo (“ya sabes quién”), “habría que trasladar las bibliotecas”, “tener un auto
no es necesario”, “es indispensable un auto”, “una bicicleta, seguro” “un
seguro de salud y un combo de jubilaciones decentes para comprar vino bueno y
los libros, los medicamentos de la edad, mantener la banda ancha". El ejercicio
de caminata ida y vuelta a Piriápolis es sin costo. Yo paso, dije. Fui apoyada también en mis objeciones de urbanismo
libertario: mal que les pese, haría frecuentes excursiones a Montevideo y
Buenos Aires. Mucho aire puro termina
por malhumorarme.
Nada podía fallar. Qué absurdas somos las personas. Todo puede fallar.
***
Aquel sábado, después de un viaje interminable en la
agonizante Iberia, llegamos a Berlin con el pequeño Jedi. El cielo, primero
rosado, empezó a tornarse saturado de un blanco lechoso como si estuviera por
reventar.
Recordé a mi vieja y sus descripciones del cielo de Zagreb antes de
la nevada. Tal cual.
Dormí más de doce horas. Cuando abrí loso ojos, sobre la
ventana del tejado los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Berlin. Efectivamente,
como decía Tonka, los copos no caen, oscilan, van haciendo maniobritas en el
aire antes de posarse en donde les toque. Un poco como nosotros. Hay que ser
muy tonto para ver un solo copo. Lo que vale es la nevada. No pude dejar de
pensar en que es la versión europea del mar de fueguitos. Mar de copitos. Kreuzberg
nevado es una de las cosas más bellas que uno tiene la suerte de ver en la
vida.
Estabas tan presente en esa caminata blanca hasta el
parque, con los chiquilines y los trineos. Pensé que dirías, con la acidez que
te caracteriza –me niego aún al pretérito imperfecto- que pronto se iría la nieve y vendría la
llovizna, que todo lo convierte en lodo y piedritas. Tal cual, también.
Pensé en que tal vez mañana, cuando te llamara por
Navidad, te contaría eso mismo.
Más vale hoy que nunca.
¿Quién nos quita la belleza de la nieve
aunque dure un instante?
En eso nos parecemos. En mirar la eternidad de lo fugaz y
el lado bueno de las cosas. Oteando el otro lado, pero ninguneándolo un poco
para que, el que vale y es bello, dure más, aunque a veces ni siquiera exista.
Y en recurrir a lugares comunes para explicar las cosas.
***
La iglesia que ya no es iglesia se yergue bella y austera
en el cruce de calles. Entro y salgo. Igual con la otra. Inútil buscar una
iglesia en Berlin para llorar como la gente. Muchas de ellas se han convertido
en bares y no quiero caminar más.
Volvemos de la caminata hablando del horrible barro helado
que queda después de la nieve; vagaba en mi mente buscando una respuesta, cuando
alguien me trajo por azar la referencia de un libro amado y del cual hablamos largamente hace poco.
Fue en octubre. Se
perfilaba como una de esas largas noches de Jhonnie, pero habías llegado en el barco de
las 7 y estábamos agotadas del laburo. Apenas podíamos mantener los ojos
abiertos pero no queríamos renunciar a un rato más de charla y pusimos otro disco
de Nina.
El clima nos daba permiso para estar afuera y fumar. Qué estás leyendo, siempre fue una forma
de retomar el hilván de la conversación abandonada meses atrás. La amistad,
cuando es genuina, remienda el tiempo con su aguja y continúa como si nunca se
hubiera detenido el tejido de las cosas.
Yo había retomado la lectura de la Invención (nunca le
agarraste el gusto a ninguno de los dos, a pesar de mis intenciones) y trataba
de explicarte la trama, con ademanes y aspaveintos, en clave de Lost.
Vos te atoraste de risa cuando se me ocurrió ilustrarte el asunto diciendo que el protagonista es un venezolano medio loco, medio genio, con cruza de Silvio Rodríguez y Ben Linus.
“Chavez!” gritaste casi. Nos tapamos la boca con las manos para no despertar a
los vecinos con las carcajadas.
Me llevó como media hora contarte la relación entre Linus
y Morel, entre Kate, Faustine e Irene.
Después discutimos acerca de si el amor es
necesario para sobrevivir, si se puede amar algo que sabemos que no existe, si puede volver a existir por obra del amor, si la
creencia es creadora, si la creación no es en realidad, mera cuestión de fe y la fe, apariencia.
No habías leído el libro ni visto la serie pero usabas la información que te había dado, en mi contra. De pronto estuve atrapada en mi propia isla
inventada. Y era tarde y tenía que trabajar.
Tu paciencia para escuchar y reír con los amigos era parte de ese sentido tuyo del infinito y tu inteligencia no descansaría en la esgrima del debate ni siquiera al ver amanecer.
Esgrimí que es relativamente sencillo
destrozar a Bioy usando las razones opuestas para descalificar a Galeano. Pero
estaba cantado nomás que esa no era mi noche. Me estabas despedazando. Servimos
la última ronda. Fui a buscar dos piedras de hielo.
Cuando volví, jugando una última carta, me senté, tomé
el libro y te pedí que escucharas:
“Ya no estoy muerto, estoy
enamorado”.
Voilá. Abriste los ojos, inclinaste la cabeza, estiraste
el brazo y tomaste el ejemplar con los ojos entornados del que acepta cada
derrota como un reto a medida.
Nunca sabré si finalmente leíste
el libro.
Si pudiera pedir una sola cosa, sería una noche más.
***
Como no podía escribir, con las hilachas del asombro de
la palabra ausente, hice una lista minuciosa en el cuaderno negro de las cosas
que no quiero olvidar. Como si enumerarlas pudieran retenerte de algún
modo.
Cosas triviales, los actos más
insignificantes, como cortar un trozo de queso, hablar por celular, o el gesto de recogerte el
cabello en una trenza gruesa.
No voy a escribirlas, no solo porque la lista es más
interminable que la historia de Michael Ende; puedo resumirlas en una
sola.
Lo primero que pensé cuando supe que habías muerto es es no voy a olvidar tus manos. Orgánicas, en movimiento, con la palma abierta para dar y
recibir, pronta para agarrar las causas perdidas. Tus manos indispensables, las de pelear cada día, espada en
alto, lado a lado junto a Bastián Baltasar Bux para salvar Fantasía y curar a
la Emperatriz.
Si alguna vez olvido tus manos, significaría olvidar lo
bello, lo bueno y lo justo que hay en este mundo.
Tus manos sigilosas de dedos,
medianos, sensatos en las dimensiones, las articulaciones como nudos de ramas
jóvenes de cerezo. Las uñas translúcidas, escamas de un pez antiguo, ovaladas y
lisas como la piel de la luna.
Tus manos que lavan los platos con parsimonia, que escriben
con delicadeza y con furia, que levantan banderas de causas perdidas –cuáles si
no-, manos que cambiaron pañales, que acunaron con amor, que cobijaron a las
chicas, manos que les dieron un empujón cómplice de libertad cuando llegó la
hora. Manos dispuestas a sembrar, a cosechar y repartir. A dejar partir. Tu mano en mi hombro.
¿Cómo hacer para soltarte? Espero que tus manos me enseñen el inverosímil ejercicio de decirte adiós.
***
Pero las cosas son
como son.
Tantas veces imprecamos sobre lo establecido. Llegabas
con tu pequeña maleta desde alguna parte del mundo pronta para gastar la
madrugada en charlas de nunca jamás. Uno de los clásicos era por qué no puede ser de otro modo.
Tantas veces en tantos años nos interrogamos, discutimos de política y de historia, apretamos los dientes frente a la injusticia, el dolor, la falta de esperanza de quienes están a la intemperie de la historia.
Yo no sé si lograremos entre lo muchos pocos que somos que algunos sean menos
pobres, que otros sean menos ricos, que seamos todos más sencillos, menos egoístas y
más felices; más buenos, más lúdicos y más niños.
Yo no sé si esta es la puerta o la ventana, si es el camino directo, el atajo o la encrucijada.
Yo no sé si lo lograremos porque es cierto que somos frágiles y porque ellos son los dueños de la pelota y son poderosos.
Yo no sé si podremos. Pero no voy a despedirme del timbre de tu voz recordándome a diario que vale la pena intentarlo.