P.R.
Argumenta con pasión erguido en su estatura, alzando y agitando los brazos, el tenedor en una mano y la cuchilla en la otra, en un tono de voz siempre un poco más alto que el nuestro, con mansa autoridad, nada más lejos del grito que su voz.
Con el parrillero detrás como un altar de carne y de fuego, agitando a esa grey
de amigos hambrientos, me parece un apóstol o un Cicerón ante el modesto foro que
somos. Le hubiera gustado ser maestro, decía, y practicaba con nosotros más de
una vez.
«Mis amigos son todos superhéroes»
profirió en uno de aquellos tradicionales sietes de diciembre, con el vaso en
alto. Sonreía satisfecho cada vez que le recordaba su propia definición de la amistad,
ese Batman del asado y el Jack Daniels, nuestro superhéroe, el más humano de
todos.
El abrazo, la mirada, la voz. Aunque lo que más extraño es
discutir. Esa forma suya de responderte, “eh?” en un gesto de aparente interés en
lo que estás diciendo, que le permite enrollar el hilo de la conversación para su
propio ovillo.
En esas escaladas de argumentos políticos o filosóficos de
sobremesa, a veces te dabas cuenta de que hacía un buen rato que estábamos de acuerdo, diciendo lo mismo, pero nadie quería largar la batalla, el
dulce sabor de la sangre del debate. Extraño la forma de putear, las citas históricas
inauditas, las acusaciones de que eso te lo estás inventando, las listas de razones,
los no seas malo, la risa. Discutir. Rabiar y sonreír porque mientras le estás
hablando te das cuenta de que la mitad de él te escucha y la otra no, porque el tipo está
pensando en lo que va a responder.
No se sabe cómo, pero en un par de horas podíamos pasar de hablar -con vehemencia, siempre con vehemencia- sobre equis asunto político local, a un sketch de Álvarez y Borges, a la anécdota del día en que Einstein visitó La Plata, llegando a Carl Sagan y el episodio tal de Cosmos, pasando por la ley de gravedad o algún agujero negro, para ir cerrando con una exégesis de Blowing in the Wind o Blackbird y terminar con los Redondos, irrevocables como un amén.
«¿Quién es más loco: el loco o el loco que lo sigue?».
Una vez fuimos a ver a Charly al Charrúa. Teníamos entradas
baratas, detrás de la rampa. Era la época en la que Charly estaba más liquidado,
así que además de empezar tarde, salió atravesado
por los reflectores rojos y verdes como si todo él fuera transparente, encaró algunos
temas incompletos remendados con tarareos, vagando sobre el escenario, hinchado
y extendiendo los brazos de uñas negras al público como un mártir. Nosotros, cantando
con la banda, los codos apoyados en la baranda metálica, observando con
reverencia a ese dios habitando el mismo cuerpo que su propia frágil criatura. Salimos
felices del breve concierto en vivo del sobreviviente. Caminando hasta el auto,
le conté que desde chica había tomado la decisión poco racional de que empezaría
a envejecer solamente cuando Charly palmara. «¿Eh? Y claro, elegiste bien. Charly es indestructible». Alrededor, algunos se retiraban
frustrados. JP dijo algo que no voy a olvidar: que Charly ya había compuesto y cantado
todo lo que tenía que cantar en la historia y que ahora estábamos nosotros para
cantarle a él sus canciones. Recordaba ese día hoy de mañana, calentándome las
manos con el café, y sonriendo al leer la inscripción de mi taza que indica lo mismo: “Una amiga escucha la canción de mi corazón y me la canta cuando
mi memoria falla”.
Para JP la música es una religión, pienso mientras
escribo y viceversa, y me doy cuenta de que el tiempo verbal que uso en este texto está todo mal, chupo
un mate y recorro con la mano la textura del estampado de iniciales rojas sobre el negro de la camiseta
que traigo puesta. Es difícil para el corazón aprender el pretérito
imperfecto. Lo mismo con mi viejo: la mente lo sabe pero el corazón no se
entera. Precisa tiempo. El duelo -ahora lo sé - está hecho de pequeños
filamentos, ínfimos detalles que nos van explicando lo que sucede, y que a la
vez celebran esa vida y su huella y nos la devuelven transformada.
Pasó un año. Los superhéroes andamos desorientados, mirando al cielo,
incrédulos, esperando que surja de algún lado, parado en un pretil con su aspecto Stark. Pero no está ahí el tipo. Sí en los ojos de quienes más amó, sus soles, su reina de dragones. Ahí está. Mirando adentro nuestro está. Y en las madrugadas de la memoria, donde canta
el mirlo del ala rota, sanando, desde la rama
desnuda de un roble.