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6.9.14

Beware of the dog



No sé qué pensar, vengo soñando con perritos de manera recurrente. No con perros, como otras veces, mastines esbeltos negros azulados bien formados, listos para atacar o defender, perros enormes parecidos a panteras. Sueño con cachorros indefensos que están expuestos a cualquier peligro o descuido y a merced de cualquier buena voluntad de ser salvados. A veces no son sueños completos, solamente retazos; despertar con el recuerdo fugaz de esas naricitas húmedas y unos ojos interrogantes, sin culpa ni deseo.

En uno de los sueños, el último, estoy parada en la esquina de un barrio donde hay una cantidad incontable de perritos recién nacidos desparramados en una avenida que podría ser Beiró o Agraciada. Una avenida ancha y desierta, de madrugada. Hay cientos de ellos. Tan recién paridos que no pueden correr, que reptan sin saber bien en dónde están, sin madre ni dueño. Se mueven en la avenida como puntitos, ciegos de nacer, olfateando el aire, no saben desplazarse todavía, tan frágiles patas tienen que algunos lo intentan y ruedan sobre sí mismos. Gimen en una sordina entrecortada. Algunos son marrones; otros, color canela o gris. Una camioneta blanca atraviesa de pronto la calle; no sé bien de marcas de autos pero es una de esas gigantescas camionetas tipo Nissan que acelera indolente y entonces saltan los perritos o pedazos de perritos ensangrentados que salpican la cámara. Hay partes de perritos desmembrados por todas partes. Me desespera y no puedo detener nada de lo que sucede. Gora aparece de repente con uno de ellos en los brazos. Tiene una expresión que es de ternura y de potestad, como de quien ha podido salvar y se apropia a la vez de lo salvado. Tomo el perrito de Gora en mis brazos. Es chiquito, mismo. Hundo la nariz en su cuello peludo, me relaja ese aroma a cachorro, mezcla de polvo y leche y sal de nacer. No quiero y no voy a devolverle el cachorro a Gora. Me lo voy a quedar. Es mío ahora. Sé que no tiene sentido, porque si realmente quisiera salvar a los perritos de la avenida, podría elegir otro, y al menos entre ambas, salvaríamos a dos, razono. Pero no. Yo quiero el perrito ese de Gora. Como Gora me molesta, porque no le va a gustar que le quite su perro, la desaparezco del sueño; chau Gora.
En la vereda de enfrente, hay un viejo que me mira con desaprobación. Está en camiseta y tiene lentes, es un viejo abandonado y medio sucio. Es Levrero. Lo miro mejor. Qué tipo horrible, pienso. Me fastidia su mirada displicente y su juicio mudo, distante. De pronto, no es más Levrero, es mi abuelo Humberto. Cómo se parecen los dos, Levrero y mi abuelo. Los dos me desaprueban, niegan con la cabeza, qué mal lo que estás haciendo. Pero enseguida, no es ni uno ni el otro: es Gospod Simic
, el veterano croata que me regaló la Lettera 22 para mis tres años; la que tenía rota la tecla de la hache.
Se parecen mucho los tres viejos, mirá vos lo que vengo a descubrir en este sueño. Son tres, o son uno, no tiene importancia; me miran con reproche y desprecio. Yo me llevo a mi perrito igual, qué me importan estos viejos de mierda.

En el otro sueño, unos días antes, vamos a la veterinaria a buscar unos perritos. Tengo ansiedad y dinero en el bolsillo. “Al fin llegó el momento”. La mujer me dice que cada uno cuesta setecientos pesos, le pido que me envuelva siete o seis. Los va seleccionando y embalando en las cajitas. Las cajitas son igualitas a las del helado de palito de La Cigale. Me da las cajitas con los perritos adentro y yo las pongo suavemente en la bolsa de tela muy satisfecha de mi compra. Enseguida me entra una urgencia de llegar a casa para sacarlos de la caja. Son setecientos pesos por cada uno, y mientras cuento apurada la plata, y pienso que capaz debería pagar con tarjeta por el descuento, la mujer de la veterinaria me dice al pasar que, claro, esos que llevo y que tanto me gustan, cuestan setecientos pero que los “Golden Blue” cuestan mil cuatrocientos cada uno. Pone cara de que obviamente es caro, pero parece que eso me animara y le pido que me ponga, además, un Golden Blue. “No vale la pena”, dice pero ante mi firmeza, la vendedora-veterinaria, silenciosamente embala un Golden Blue. Es el Black Label de los perritos, pienso o escucho que alguien dice, y me da la última cajita, igual a las otras pero con la tipografía en un lila claro, que acomodo junto a las otras.
Las personas que están conmigo, que vendrían a ser amigos o parientes, gente de confianza, no están de acuerdo. Muestran fastidio por mi actitud, pero no la expresan del todo, como si yo fuera una persona a la que no vale la pena tomarse el trabajo de convencer de otra cosa una vez que decidí pagar tanto por unos bichos cuando supuestamente no valen la pena; para qué, parecen decirse entre ellos sin palabras; no hay caso, que no habrá forma de convencerla, que es siempre igual. Salimos de la veterinaria. Voy decidida con mi bolsa de perritos y estos amigos-conocidos que toleran la situación, unos pasos detrás;  caminamos por una calle empedrada, repleta de gente y pequeños negocios y puestos.
El empedrado está lustrado, como recién llovido. Me parece una calle conocida; es la acera lateral de la iglesia de Sacré Coeur en Montmartre. Tengo que llegar a casa y abrir las cajas y sacar a los perritos, especialmente al Golden Blue. El pensamiento de que es igual a los otros pero más caro, no me abandona. La peatonal parece interminable, y sé que no va a ser fácil atravesarla para llegar adonde quiero ir. Aparentemente voy tranquila, mirando las cosas, pero tengo cierto temor de que los perritos se asfixien; temor que no quiero que se me note para no demostrar que capaz no fue buena idea someter a estos animales inocentes a esa situación. (Es muy parecida a la sensación que tengo siempre que me regalan o yo misma compro flores en el puesto de la esquina-triangulito del Club Malvín. La mujer te las pone en una bolsa de celofán tan bien atadas, y mientras le pago no veo la hora de liberarlas, sacarles todas esas hojas de adorno que huelen a velorio y ponerlas, solas, en agua fresca).
A los perritos los quiero para venderlos, no para tenerlos; eso lo sé de pronto. Camino mientras hago cálculos, a cuánto podría vender en Mercadolibre a los siete, y a cuánto al Golden Blue. Hago cálculos pero no llego a nada muy efectivo. La callecita que es corta pero se siente interminable como un túnel, está llena de puestos de artesanos, vendedores de frutas de plástico, monedas, discos, objetos de la China, vejestorios que normalmente me detendría a escudriñar pero que no me interesan porque mi única preocupación es llegar y liberar a los cositos. Reconozco de lejos el puesto de A. La periodista me saluda con su natural cordialidad y paz interior; le brilla la mirada. No sabía que tenía un puesto en esa feria, le digo, y me detengo un rato a mirar; no tiene muchas cosas ni son muy lindas; algunos atrapasueños, sahumerios, hornillos y aceites, unas varas o estecas de madera. A. me cuenta detalles de su último viaje al Líbano y algo sobre los niños sirios, me habla de uno en especial, pero yo no le presto mucha atención; en cambio, le cuento de mis perritos y como se interesa, decido sacar al de la caja de cartón que es distinta. Abro la pestaña de la caja y ahí está el Golden Blue, el cuello velludo acomodado en una moldura de cartón troquelado como la de la caja de las botellas de Zacapa del Duty Free Shop. Saco el perrito y, al alzarlo, me asombra el tamaño, que no se corresponde para nada con el de la cajita, porque es un cachorro de un par de meses bastante robusto. Es suave, pesado, marrón chocolate, sereno. Protege el hocico debajo de mi antebrazo, siento su respiración.
Llegamos al auto. La gente que me acompañaba ya no está; el auto está estacionado en una parte tranquila de la zona, una calle paralela de veredas angostas sin árboles. Tengo que sacar a todos los perritos y ponerlos en el asiento de atrás, pienso, porque no creo que sobrevivan en esas cajitas de cartón. Tendrán sed, o necesitarán aire. Mentalmente, calculo el tiempo del viaje, que es poco. Decido que es mejor conducir lo más rápidamente posible hasta casa. “Para qué someterlos a un doble trauma si falta poco para que esto se termine”. Apoyo suavemente la bolsa con las cajitas en el asiento trasero, y el Golden Blue, sin ayuda, se echa y enseguida se queda dormido. Está exhausto. Vuelve a aparecer, de pronto, acodada en la ventanilla del auto, la veterinaria-vendedora y me pregunta con tono burocrático “querés que le diga a Lil que los dope para que viajen más tranquilos?”. Le digo que no, que para qué, que esto ya se acaba. Arranco y me voy. La basílica se refleja en el espejo retrovisor, cada vez más alejada, hasta entrar por completo en el cristal como una postal.
Me doy cuenta de que al final, seguro no los voy a querer vender. Pero no sé qué voy a hacer con los cachorros. Siento angustia por la repentina idea de tener que responsabilizarme de ellos, en vez de venderlos. Pero no me arrepiento para nada. Por lo pronto, estoy decidida a sacarlos de ahí. Necesito llegar a casa de una vez, ya ya ya.






7.7.13

El enlace


La conversación dura pocos minutos.
Es domingo, mediatarde. Ambos esperamos junto a la caja para pagar y huir del restorán que es un infierno de gente queriendo salir y esperando por entrar. 

Un rato antes, desde mi mesa, me había llamado la atención la pinta aristocrática y distante de aquel hombre mayor, a la cabecera de la gran mesa, con mirada de príncipe distante y abrumado.

Él empieza. No sé qué ve en mí que lo anima a sincerarse. Tampoco sé por qué lo que me cuenta se me clava como una espina que no se quita, la semilla de una fruta atravesada en la garganta; como si me hubieran dado un papelito doblado con un mensaje invisible, encriptado, que no sé a quién debo entregar ni por qué.

-Yo soy del inframundo, soy el enlace.

Eso fue lo que dijo, y agregó: -Si usted supiera, pensaría que soy una porquería, un monstruo.

Le pregunto qué cosa puede ser tan grave, pero no me contesta. 

De repente su aspecto se vuelve frágil, como el de alguien que está a punto de desvanecerse y tiene urgencia por transmitir algo antes. Me extiende la mano pidiendo la mía y se la lleva a medio camino entre ambos. Caigo en la cuenta de que somos dos completos desconocidos, con medio siglo de diferencia, presos de las miradas de la familia que observa con inquietud, algunos desde la puerta y otros desde la mesa ya desvestida.

Debe haber sido un hombre escandalosamente guapo de joven, un dandy. Algo de eso conserva todavía en el cabello ceniciento cortado al filo de la nuca, la polera negra de cachemire, envuelto en un abrigo negro también, de cuero y piel, diseñado para alguien más joven. Se encorva un poco como para esconderse en alguna parte y se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

-Hoy hace un año que Elena se fue; estuvimos casados cincuenta y dos.

La vista se le empaña otra vez. Repite la cifra mirándome no a los ojos, a un punto dentro de mí, más allá de mí.

-A Elena no le corría sangre por las venas, fuego tenía en las venas.

Cuenta que la conoció en un baile en San José; que el salón del club estaba decorado con faroles de papel y lamparitas de colores. Que servían refrescos, garnacha y grapa.

-En aquel entonces yo vendía panteones y ella era modista.

Lo dice como si fuera lo más normal del mundo, y yo lo escucho de la misma manera; hasta parece más animado transportado por su propia memoria a un lugar y un tiempo más dichosos.

-Estaba muy pintada, vea -me dice-, pero bien vestida, aunque llevaba una pollera dos talles menor que el que debía haber usado.

Jura que era la mujer más linda que había visto en su vida y que nunca más vio otra igual aunque hayan pasado los años.

-Fue la casualidad, ¿sabe? Por más que uno se mate buscando el amor o el bienestar, siempre es la casualidad la que nos trae las mejores y las peores cosas.

Me cuenta que su Elena había acompañado a una amiga a la que le iban a presentar a un candidato, cosa que finalmente parece que no sucedió y se quedaron las dos muchachas de florero; y que primero se ocupó de encontrar a alguien que sacara a la amiga de la escena; que la sacó a bailar «así, con el dedo», y que ella aceptó.

-Cuando la vi venir, me pareció que era una ilusión encima de una nube -dice.

Bailaron toda la noche, les dolían los pies pero no querían parar porque si lo hacían «seguro que la vida seguiría su curso, el encargado del club apagaría la música, la empleada empezaría a barrer las serpentinas y a descolgar aquel collar de luces».

Se acordarían siempre de aquella noche inicial e interminable de milongas, tangos y valses mezclados con canciones de moda de Elvis y Billy Holliday. 

Cuenta que a veces, «cuando nos quedamos solos»  -baja la vista, aprieta los labios, corrige el tiempo verbal que la muerte siempre descompone- volvían a enhebrar cada imagen de esa noche, compitiendo por recordar qué canción fue primero y cuál después, quién dijo qué cosa y qué contestó el otro.

-Bailar con ella era soñar despierto -dice.  

Los dos sonreímos ignorando a la persona, tal vez su hija, que lo urge a terminar la charla desde la puerta del restorán.

-Imagínese, yo no sabía cómo reaccionar, se me acababa el tiempo; hubiese querido casarme al otro día. Lo único que se me ocurrió decirle es "no se pinte tanto señorita, que usted no necesita, y enseguida le pregunté si la podía volver a ver".

Dio dos pasos lentos sin soltar mi mano, como apurando el relato y me contó que esa primera vez se despidieron bien pasada la medianoche, que ella le dijo en qué calles vivía y le dio a entender que no le molestaría que la visitara.

-Dos días después la fui a ver. Primero pasé, como se debe, por la vereda de enfrente y sin mirar.

Ella estaba, pero no sola. La reja de su casa estaba abierta, Elena salía seguida por un joven; se quedaron conversando, así que dobló la esquina y se ocultó de su vista.

-Traté de esconder el ramo de rosas y mantener la frente alta. El hermano no era -dice mirando el piso como si reviviera la amargura de aquel instante ínfimo sucedido hace medio siglo.

Se esforzó por no pasar demasiado rápido para que Elena pudiera verlo y -quién sabe- tal vez llamarlo, ni tampoco caminar muy torpe o lentamente para que, si ella decidía hacerlo sufrir con el desdén que corresponde a una dama, no se quedara con la idea de que tenía razón al ignorar a un tonto.

-Las flores no las quise tirar. Las entreveré en la corona de un muerto cualquiera, al día siguiente, cuando fui a levantar un pedido.Qué culpa tenían aquellas rosas.

En eso, regresa la hija al restorán, se acerca, lo reprende en voz baja. Es amable pero está visiblemente molesta con su padre y entiendo que también conmigo, y no sin cierta razón: el veterano y yo obstruimos el paso para todo el que quiera entrar o salir de la cocina o el baño del local. A nuestro lado se ha amontonado la gente que quiere pero no puede transitar y no se anima a interrumpir.

Él no se inmuta, me toma del codo y me guía hacia la salida.

-Pasé la mitad de mi vida con los muertos, pero nunca nada parece grave hasta que te toca

-¿Y la otra parte? -pregunto-. El contesta con liviandad: -La otra parte la paso leyendo todo lo que me llega a las manos.

Me cuenta que tuvieron cinco hijos, que prosperó, que son cuarenta y cinco en las fiestas.

-Lo que vino después se lo cuento un día, si la casualidad así lo quiere y nos volvemos a encontrar, lo cual sería un placer.

Antes de cruzar la puerta del brazo de su hija, se despide con una inclinación de otro tiempo y las mismas palabras cifradas:

-Yo soy el enlace; gracias, señorita, por escuchar.










5.9.11

Too much love will kill you



feliz cumpleaños
amor de mi vida




Oh yes I’m the great pretender
Just laughing and gay like a clown
I seem to be what I’m not, you see,
I’m wearing my heart like a crown
Pretending that you’re
still around.


6.10.10

Caperucita Feroz*

Ya no se oyen los aullidos de la manada. La luz es cada vez más turbia pero aún le resta un buen trozo de bosque por cruzar. Su cuerpo avanza sigiloso y mudo a través de la nieve. Cada tanto el crujido de una rama lo alerta; se detiene y tantea el aire con esa nariz como de cuero húmedo que tienen los lobos. Lo hace para orientarse y también para beber el aroma de la madera de los álamos que exhiben, inofensivas, sus garras desnudas. Con cada exhalación una nube de vapor se forma en el aire gélido sobre su cabeza y se desvanece; parece que lo persiguiera un fantasma. Las patas desmesuradas dejan un hilván de huellas a través de los troncos negros y pelados como rejas. De pronto la ve allí, como si hubiera salido de la nada. Está de pie a corta distancia, revelada a medias detrás de un árbol. Con una contracción imperceptible, el lobo baja un poco la cabeza y apenas retrocede sin dejar de mirarla a los ojos. Su instinto lo sosiega: no es un cazador, es solo una niña, una hembra humana, cachorra, como él, cruzando el bosque en sentido contrario. No quiere asustarla ni quiere huir. Algo hay en ella que lo deslumbra y lo desespera a la vez: formas que nunca ha visto, sensaciones y olores que no sabía que existían. Sin gestos ni palabras aquel organismo lo desafía a perder la cautela y acercarse más. Tal vez sea por el presentimiento de esa piel nacarada y fina como la de una muñeca de porcelana; tal vez por la inocencia salvaje de su mirada. Al acortar la distancia, la fragante acidez de sus axilas y el vaho de un pubis infantil que de lejos intuye poblado de un vello incipiente y rizado, le adormece los sentidos. Su naturaleza astuta y prudente cede ante el anhelo de una caricia. Se acerca a la niña haciendo un rodeo; agita la cola manso pero con tanta convicción que el movimiento le nace de las costillas; los últimos pasos hacia ella los da doblegando las patas delanteras y ofreciendo el tupido pescuezo en señal de entrega. Pero como en todo gesto de sumisión, su cuerpo declina la pretensión de ver de cerca aquello a lo que por amor se ha sometido. Por eso no ve la daga desde siempre engarzada en la pequeña mano lampiña. Y no reconoce en el pecho el calor de la sangre sino la tibia caricia; y en la nieve humeante que se tiñe cree ver solo el gorro rojo que su niña ha dejado caer. Por eso el lobo no entiende, por eso no puede levantarse, por eso no sobrevive. *El título del relato es el mismo del taller que lo motivó y del cual participé el pasado septiembre: "Caperucita Feroz, arquetipos femeninos e historia personal", dictado por Gabriela Onetto y Gabriela Palma, el cual recomiendo con énfasis.