En uno de los sueños, el último, estoy parada en la esquina de un barrio donde hay una
cantidad incontable de perritos recién nacidos desparramados en una avenida que
podría ser Beiró o Agraciada. Una avenida ancha y desierta, de madrugada. Hay cientos
de ellos. Tan recién paridos que no pueden correr, que reptan sin saber bien en
dónde están, sin madre ni dueño. Se mueven en la avenida como
puntitos, ciegos de nacer, olfateando el aire, no saben desplazarse todavía, tan frágiles patas tienen que algunos lo intentan y ruedan sobre sí mismos. Gimen en
una sordina entrecortada. Algunos son marrones; otros, color canela o gris. Una
camioneta blanca atraviesa de pronto la calle; no sé bien de marcas de autos
pero es una de esas gigantescas camionetas tipo Nissan que acelera indolente y
entonces saltan los perritos o pedazos de perritos ensangrentados que salpican
la cámara. Hay partes de perritos desmembrados por todas partes. Me desespera y
no puedo detener nada de lo que sucede. Gora aparece de repente con uno de
ellos en los brazos. Tiene una expresión que es de ternura y de potestad, como
de quien ha podido salvar y se apropia a la vez de lo salvado. Tomo el perrito
de Gora en mis brazos. Es chiquito, mismo. Hundo la nariz en su cuello peludo, me
relaja ese aroma a cachorro, mezcla de polvo y leche y sal de nacer. No
quiero y no voy a devolverle el cachorro a Gora. Me lo voy a quedar. Es mío ahora.
Sé que no tiene sentido, porque si realmente quisiera salvar a los perritos de
la avenida, podría elegir otro, y al menos entre ambas, salvaríamos a dos, razono.
Pero no. Yo quiero el perrito ese de
Gora. Como Gora me molesta, porque no le va a gustar que le quite su perro, la
desaparezco del sueño; chau Gora.
En la vereda de enfrente, hay un viejo que me mira con desaprobación. Está en camiseta y tiene lentes, es un viejo abandonado y medio sucio. Es Levrero. Lo miro mejor. Qué tipo horrible, pienso. Me fastidia su mirada displicente y su juicio mudo, distante. De pronto, no es más Levrero, es mi abuelo Humberto. Cómo se parecen los dos, Levrero y mi abuelo. Los dos me desaprueban, niegan con la cabeza, qué mal lo que estás haciendo. Pero enseguida, no es ni uno ni el otro: es Gospod Simic, el veterano croata que me regaló la Lettera 22 para mis tres años; la que tenía rota la tecla de la hache.
Se parecen mucho los tres viejos, mirá vos lo que vengo a descubrir en este sueño. Son tres, o son uno, no tiene importancia; me miran con reproche y desprecio. Yo me llevo a mi perrito igual, qué me importan estos viejos de mierda.
En la vereda de enfrente, hay un viejo que me mira con desaprobación. Está en camiseta y tiene lentes, es un viejo abandonado y medio sucio. Es Levrero. Lo miro mejor. Qué tipo horrible, pienso. Me fastidia su mirada displicente y su juicio mudo, distante. De pronto, no es más Levrero, es mi abuelo Humberto. Cómo se parecen los dos, Levrero y mi abuelo. Los dos me desaprueban, niegan con la cabeza, qué mal lo que estás haciendo. Pero enseguida, no es ni uno ni el otro: es Gospod Simic, el veterano croata que me regaló la Lettera 22 para mis tres años; la que tenía rota la tecla de la hache.
Se parecen mucho los tres viejos, mirá vos lo que vengo a descubrir en este sueño. Son tres, o son uno, no tiene importancia; me miran con reproche y desprecio. Yo me llevo a mi perrito igual, qué me importan estos viejos de mierda.
En el otro sueño, unos días antes, vamos a la veterinaria a
buscar unos perritos. Tengo ansiedad y dinero en el bolsillo. “Al fin llegó el
momento”. La mujer me dice que cada uno cuesta setecientos pesos, le pido que
me envuelva siete o seis. Los va seleccionando y embalando en las cajitas. Las
cajitas son igualitas a las del helado de palito de La Cigale. Me da las
cajitas con los perritos adentro y yo las pongo suavemente en la bolsa de tela
muy satisfecha de mi compra. Enseguida me entra una urgencia de llegar a casa
para sacarlos de la caja. Son setecientos pesos por cada uno, y mientras cuento
apurada la plata, y pienso que capaz debería pagar con tarjeta por el
descuento, la mujer de la veterinaria me dice al pasar que, claro, esos que
llevo y que tanto me gustan, cuestan setecientos pero que los “Golden Blue”
cuestan mil cuatrocientos cada uno. Pone cara de que obviamente es caro, pero
parece que eso me animara y le pido que me ponga, además, un Golden Blue. “No vale
la pena”, dice pero ante mi firmeza, la vendedora-veterinaria, silenciosamente
embala un Golden Blue. Es el Black Label de los perritos, pienso o escucho que
alguien dice, y me da la última cajita, igual a las otras pero con la
tipografía en un lila claro, que acomodo junto a las otras.
Las personas que están conmigo, que vendrían a ser amigos o parientes, gente de confianza, no están de acuerdo. Muestran fastidio por mi actitud, pero no la expresan del todo, como si yo fuera una persona a la que no vale la pena tomarse el trabajo de convencer de otra cosa una vez que decidí pagar tanto por unos bichos cuando supuestamente no valen la pena; para qué, parecen decirse entre ellos sin palabras; no hay caso, que no habrá forma de convencerla, que es siempre igual. Salimos de la veterinaria. Voy decidida con mi bolsa de perritos y estos amigos-conocidos que toleran la situación, unos pasos detrás; caminamos por una calle empedrada, repleta de gente y pequeños negocios y puestos.
El empedrado está lustrado, como recién llovido. Me parece una calle conocida; es la acera lateral de la iglesia de Sacré Coeur en Montmartre. Tengo que llegar a casa y abrir las cajas y sacar a los perritos, especialmente al Golden Blue. El pensamiento de que es igual a los otros pero más caro, no me abandona. La peatonal parece interminable, y sé que no va a ser fácil atravesarla para llegar adonde quiero ir. Aparentemente voy tranquila, mirando las cosas, pero tengo cierto temor de que los perritos se asfixien; temor que no quiero que se me note para no demostrar que capaz no fue buena idea someter a estos animales inocentes a esa situación. (Es muy parecida a la sensación que tengo siempre que me regalan o yo misma compro flores en el puesto de la esquina-triangulito del Club Malvín. La mujer te las pone en una bolsa de celofán tan bien atadas, y mientras le pago no veo la hora de liberarlas, sacarles todas esas hojas de adorno que huelen a velorio y ponerlas, solas, en agua fresca).
A los perritos los quiero para venderlos, no para tenerlos; eso lo sé de pronto. Camino mientras hago cálculos, a cuánto podría vender en Mercadolibre a los siete, y a cuánto al Golden Blue. Hago cálculos pero no llego a nada muy efectivo. La callecita que es corta pero se siente interminable como un túnel, está llena de puestos de artesanos, vendedores de frutas de plástico, monedas, discos, objetos de la China, vejestorios que normalmente me detendría a escudriñar pero que no me interesan porque mi única preocupación es llegar y liberar a los cositos. Reconozco de lejos el puesto de A. La periodista me saluda con su natural cordialidad y paz interior; le brilla la mirada. No sabía que tenía un puesto en esa feria, le digo, y me detengo un rato a mirar; no tiene muchas cosas ni son muy lindas; algunos atrapasueños, sahumerios, hornillos y aceites, unas varas o estecas de madera. A. me cuenta detalles de su último viaje al Líbano y algo sobre los niños sirios, me habla de uno en especial, pero yo no le presto mucha atención; en cambio, le cuento de mis perritos y como se interesa, decido sacar al de la caja de cartón que es distinta. Abro la pestaña de la caja y ahí está el Golden Blue, el cuello velludo acomodado en una moldura de cartón troquelado como la de la caja de las botellas de Zacapa del Duty Free Shop. Saco el perrito y, al alzarlo, me asombra el tamaño, que no se corresponde para nada con el de la cajita, porque es un cachorro de un par de meses bastante robusto. Es suave, pesado, marrón chocolate, sereno. Protege el hocico debajo de mi antebrazo, siento su respiración.
Llegamos al auto. La gente que me acompañaba ya no está; el auto está estacionado en una parte tranquila de la zona, una calle paralela de veredas angostas sin árboles. Tengo que sacar a todos los perritos y ponerlos en el asiento de atrás, pienso, porque no creo que sobrevivan en esas cajitas de cartón. Tendrán sed, o necesitarán aire. Mentalmente, calculo el tiempo del viaje, que es poco. Decido que es mejor conducir lo más rápidamente posible hasta casa. “Para qué someterlos a un doble trauma si falta poco para que esto se termine”. Apoyo suavemente la bolsa con las cajitas en el asiento trasero, y el Golden Blue, sin ayuda, se echa y enseguida se queda dormido. Está exhausto. Vuelve a aparecer, de pronto, acodada en la ventanilla del auto, la veterinaria-vendedora y me pregunta con tono burocrático “querés que le diga a Lil que los dope para que viajen más tranquilos?”. Le digo que no, que para qué, que esto ya se acaba. Arranco y me voy. La basílica se refleja en el espejo retrovisor, cada vez más alejada, hasta entrar por completo en el cristal como una postal.
Me doy cuenta de que al final, seguro no los voy a querer vender. Pero no sé qué voy a hacer con los cachorros. Siento angustia por la repentina idea de tener que responsabilizarme de ellos, en vez de venderlos. Pero no me arrepiento para nada. Por lo pronto, estoy decidida a sacarlos de ahí. Necesito llegar a casa de una vez, ya ya ya.
Las personas que están conmigo, que vendrían a ser amigos o parientes, gente de confianza, no están de acuerdo. Muestran fastidio por mi actitud, pero no la expresan del todo, como si yo fuera una persona a la que no vale la pena tomarse el trabajo de convencer de otra cosa una vez que decidí pagar tanto por unos bichos cuando supuestamente no valen la pena; para qué, parecen decirse entre ellos sin palabras; no hay caso, que no habrá forma de convencerla, que es siempre igual. Salimos de la veterinaria. Voy decidida con mi bolsa de perritos y estos amigos-conocidos que toleran la situación, unos pasos detrás; caminamos por una calle empedrada, repleta de gente y pequeños negocios y puestos.
El empedrado está lustrado, como recién llovido. Me parece una calle conocida; es la acera lateral de la iglesia de Sacré Coeur en Montmartre. Tengo que llegar a casa y abrir las cajas y sacar a los perritos, especialmente al Golden Blue. El pensamiento de que es igual a los otros pero más caro, no me abandona. La peatonal parece interminable, y sé que no va a ser fácil atravesarla para llegar adonde quiero ir. Aparentemente voy tranquila, mirando las cosas, pero tengo cierto temor de que los perritos se asfixien; temor que no quiero que se me note para no demostrar que capaz no fue buena idea someter a estos animales inocentes a esa situación. (Es muy parecida a la sensación que tengo siempre que me regalan o yo misma compro flores en el puesto de la esquina-triangulito del Club Malvín. La mujer te las pone en una bolsa de celofán tan bien atadas, y mientras le pago no veo la hora de liberarlas, sacarles todas esas hojas de adorno que huelen a velorio y ponerlas, solas, en agua fresca).
A los perritos los quiero para venderlos, no para tenerlos; eso lo sé de pronto. Camino mientras hago cálculos, a cuánto podría vender en Mercadolibre a los siete, y a cuánto al Golden Blue. Hago cálculos pero no llego a nada muy efectivo. La callecita que es corta pero se siente interminable como un túnel, está llena de puestos de artesanos, vendedores de frutas de plástico, monedas, discos, objetos de la China, vejestorios que normalmente me detendría a escudriñar pero que no me interesan porque mi única preocupación es llegar y liberar a los cositos. Reconozco de lejos el puesto de A. La periodista me saluda con su natural cordialidad y paz interior; le brilla la mirada. No sabía que tenía un puesto en esa feria, le digo, y me detengo un rato a mirar; no tiene muchas cosas ni son muy lindas; algunos atrapasueños, sahumerios, hornillos y aceites, unas varas o estecas de madera. A. me cuenta detalles de su último viaje al Líbano y algo sobre los niños sirios, me habla de uno en especial, pero yo no le presto mucha atención; en cambio, le cuento de mis perritos y como se interesa, decido sacar al de la caja de cartón que es distinta. Abro la pestaña de la caja y ahí está el Golden Blue, el cuello velludo acomodado en una moldura de cartón troquelado como la de la caja de las botellas de Zacapa del Duty Free Shop. Saco el perrito y, al alzarlo, me asombra el tamaño, que no se corresponde para nada con el de la cajita, porque es un cachorro de un par de meses bastante robusto. Es suave, pesado, marrón chocolate, sereno. Protege el hocico debajo de mi antebrazo, siento su respiración.
Llegamos al auto. La gente que me acompañaba ya no está; el auto está estacionado en una parte tranquila de la zona, una calle paralela de veredas angostas sin árboles. Tengo que sacar a todos los perritos y ponerlos en el asiento de atrás, pienso, porque no creo que sobrevivan en esas cajitas de cartón. Tendrán sed, o necesitarán aire. Mentalmente, calculo el tiempo del viaje, que es poco. Decido que es mejor conducir lo más rápidamente posible hasta casa. “Para qué someterlos a un doble trauma si falta poco para que esto se termine”. Apoyo suavemente la bolsa con las cajitas en el asiento trasero, y el Golden Blue, sin ayuda, se echa y enseguida se queda dormido. Está exhausto. Vuelve a aparecer, de pronto, acodada en la ventanilla del auto, la veterinaria-vendedora y me pregunta con tono burocrático “querés que le diga a Lil que los dope para que viajen más tranquilos?”. Le digo que no, que para qué, que esto ya se acaba. Arranco y me voy. La basílica se refleja en el espejo retrovisor, cada vez más alejada, hasta entrar por completo en el cristal como una postal.
Me doy cuenta de que al final, seguro no los voy a querer vender. Pero no sé qué voy a hacer con los cachorros. Siento angustia por la repentina idea de tener que responsabilizarme de ellos, en vez de venderlos. Pero no me arrepiento para nada. Por lo pronto, estoy decidida a sacarlos de ahí. Necesito llegar a casa de una vez, ya ya ya.