4.12.07

Homero en la bolsa

Yo tenía doce, mi hermana casi seis. Mis viejos se habían ido de viaje a Europa en barco. De repente, de un día para el otro, nos encontramos viviendo con la nona y el nono. A veces también venía a cuidarnos la hermana de mi abuela, la tía J., enfermera, solterona, de risa fácil y bolsillo generoso con mis caprichos. Vivimos con ellos un par de meses; el viaje no había sido planeado así, pero el barco de mis padres quedó fondeado en el puerto varios días y no llegaron a casa hasta después de Navidad. Aquel no fue un tiempo de libertad, era puro libertinaje. No recuerdo haber extrañado a mis padres pero no sé si es así o es que la memoria, para preservar la autoestima, suprime cierta clase de episodios dolorosos. Sí recuerdo, en cambio, dormirme en la cama grande, con la flaca de la mano, chiquita ella, andaba siempre despeinada y con la cara sucia porque mamá no estaba para hacer la colita. Todo era un relajo. Si no quería ir a la escuela, no iba. Me dormía cada noche con el televisor encendido hasta que hablaba el cura y pitaba la señal de ajuste. Mis padres jamás me hubiesen dejado. Comíamos lo que queríamos, si no teníamos ganas, no nos bañábamos; pero no había estado de infracción ni reprimenda; yo era una especie de dictador omnipotente, una escolar maquiavélica y arbitraria contra la cual mis abuelos no podían hacer nada. Teníamos dos gatos. Una gata blanca, llamada La Gata, que tenía un ojo celeste y el otro verde, y Homero, un enorme gato, albino también, huesudo y cabezón, de pelo tan corto que se le veía la piel transparente. Homero era viejo y manso, maullaba ronco como un gangster reblandecido, casi no se le oía; un gato muy educado, excepto porque adoraba mear donde no debía. Un día, la tía J. vino de visita con mi madrina Coca. Me dijeron que buscara la bolsa de las compras, que íbamos de paseo con Homero. A mi debe haberme resultado divertido llevar al gato en la bolsa. Fuimos para el lado de la facultad de Agronomía, era de tarde, nochecita más bien, verano. Ellas conversaban y yo lo llevaba con la manija al hombro. Homero se había acomodado muy orondo en el pliegue inferior de la bolsa de plástico a rayas, tan dócil era, tanta confianza me tenía. No sé cuántas cuadras caminamos, pero me dolían los pies y pedía por volver. De pronto la tía J. me dijo, "juguemos, dale vueltas". "Calesita!", dijo con su voz chillona. Yo lo hamaqué un poco, todavía me parecía cómico verlo perder estabilidad o, al menos, eso creo; pero entonces ella me dijo "dejá, yo lo hago". La estoy viendo. La tía J. giraba como loca con la bolsa agarrada con las dos manos, se curvaba en un ángulo agudo y la hacía volar casi horizontal de tan rápido que iba. La Coca se reía, "dale más, dale más!", decía. A través del tejido de la bolsa ví los ojos aterrados de Homero. Creo que recién entonces entendí. Grité para que parara, pero ya era tarde. Cuando la tía J. paró en seco y dejó la bolsa en la vereda, Homero salió disparado a toda velocidad, cruzó la avenida en zig zag, mareado, borracho, en pánico. Me habían llevado para perder a mi gato meón, al bueno de Homero, y yo no me avivé hasta el final. Me lancé detrás de él pero no lo pude detener. Corrí de vuelta a casa, lloraba, las viejas quedaron atrás, "ya se te va a pasar", me dijo la tía J, "este gato no jode más". Ahora que lo pienso, no sé si mi veta de tirana resentida con la tercera edad durante ese tiempo de orfandad, no fue más que una respuesta impotente a la tortura moral que me aplicaron obligándome a abandonar a mi gato. No sé tampoco dónde habrá ido a parar la culpa que habré sentido en ese momento. Ni recuerdo tampoco haber acusado a la tía J. cuando llegaron mis padres. O tal vez lo hice, pero no tengo registro de que haya habido castigo para la torturadora. Aquello fue en diciembre. Nunca más lo volví a ver. Ni siquiera volví a ver a un gato parecido. Ayer lo soñé, me miraba sin rencor desde una medianera. Movía la cola finita. Perdón, Homero. A veces no nos damos cuenta cuando dejamos que otros nos hagan perder lo importante, hasta que es demasiado tarde.

5 comentarios:

Cecilia dijo...

Qué dolor!!! No puedo creer pobre Homero...hoy seguro soñaré con ese gato.
El relato lindísimo Vesna,como siempre es un placer leerte. Pobre Homero me muero de tristeza.
Un beso
Nos vemos el sábado
La niña grande malcriada.

Eleuterio dijo...

Creo que la tía J. se merece un espacio fijo en este blog...Me encantó el relato; en la mitad pensé que ella se había brotado; en vez de tener un plan para perder a Homero.

VESNA KOSTELIĆ dijo...

La tía J. merece uan novela completa!! Tengo tanto de ella para contar. Una vez, en un almuerzo con uno de mis mejores amigos, F. (ella ya estaba viviendo en la casa de salud y había venido de visita), le tomó la mano y le preguntó: "disculpe, usted se masturba?". Mi amigo, casi se atraganta con la papa frita, mientras ella seguía, muy naturalmente, explicándole lo sano que es para el organismo y bla bla bla. No sé si te conté esta anécdota alguna vez, Eleuterio... :)

Anónimo dijo...

Ay, cómo te dejó la Menta Piperita!

GONZALO dijo...

pobre Homero, el relato me produjo una extraña sensaciòn mezcla de indignaciòn y rabia, quizà porque todos hemos perdido y seguiremos perdiendo cosas importantes en nuestras vidas sin querer y/o queriendo