A veces es necesario volver atrás, hasta la encrucijada. Recoger
las migajas derramadas en el camino y regresar, lentamente, con la certeza de que
retroceder es avanzar.
Quitar una a una las capas de la cebolla. Olvidarse de la punta del ovillo.
Dejar de pensar en los ojos de los otros, cada cual con su paisaje en la retina.
No pensar en absoluto. Olvidar la mirada soez, obsecuente, del rostro del mundo.
Recordar los ojos ardientes del gato.
Y no tener más ambición que un animal, un inocente perro de la calle después de
la lluvia, alegremente perdido, husmeando las veredas con más instinto que astucia.
Buscar sin esperar. Alimentarse del hambre.
Hay que apagar una a una las luces, recorrer la casa en penumbras, acostumbrar
el ojo a la oscuridad infinita del abismo. Confiar solamente en la temblorosa
luz de un cirio.
Ante todo, hay que saber abandonar. Subir a la barca silenciosa y alejarse de la orilla.
Recuperar la fe en la locura. Volver a creer en la noche benéfica; quitarse el calzado y
caminar sobre el asfalto hasta llegar al césped nocturno cubierto de rocío. Detenerse
allí donde la intemperie nos ofrezca cobijo.
Nada hay más pesado que arrastrar el cuerpo sin vida de
aquello que ya no somos. Lo remolcamos hasta que el peso nos rompe
los huesos de la nuca. Mientras no hiede, no somos capaces de dejar atrás nuestro propio cadáver irredento.
Sálvate a ti misma,
me dijo en un último intento por retenerme. Pero la mujer del otro lado del
espejo no sabe que no existe.
Tres días es un tiempo razonable. Hay que resucitar a tiempo
antes de morir.
Me levanto un momento para fumar arrumbada en el
ventanuco sobre los techos de Kreuzberg. No hace mucho frío y las
casas tienen calefacción del primer mundo. Me llevo la laptop y el chopito de
tequila 1800 que descubrí escondido en el mueble detrás
de los fideos.
Trato de escribir pero no hay caso. Dejo el teclado y
tomo el cuaderno negro. Las frases parecen ganchos indescifrables.
Lo segundo que se muere cuando se muere alguien amado,
son las palabras. Los tiempos verbales aparecen, de pronto, arbitrariamente
descalificados.
Es, era, fue,
será. Todo entreverado. La muerte no admite el relato en
tanto es el fin del tiempo verbal que lo hacía posible.
En este hecho se comprueba que el pretérito,
siempre es imperfecto, y el presente apenas un tiempo que se nos va de las
manos como la arena de la playa.
Me sirvo un tequila. Onhe
eins, pienso. Increíblemente,
cumplo. La nieve, casi fosforescente, se ha depositado sobre las pesadas ramas
de los árboles, sobre los coches y las bicicletas recostadas sobre las
entradas, los tejados reflejan la luz de la luna y cada tanto un transeúnte
atraviesa la madrugada a paso apurado.
A veces se escriben cuadernos enteros, varios tomos, invisibles
e indelebles, sin usar una sola palabra.
***
Los niños son sabios y curativos. Cuando lo supo dijo tranquilamente: hay que plantar un sáuco porque es el árbol de las hadas y Katrin es un hada.
***
No le temo a la muerte. Curiosamente compruebo, que la
gente que más miedo tiene de morir es la que más miedo de vivir tiene.
No le tengo miedo. Me enoja. Me humilla. Me hace sentir estúpida e
impotente, como si algunos se estuvieran burlando de algo alrededor tuyo, y vos
te reís también y al rato te das cuenta de que sos el chiste. Obstinación de
gallito ciego pegándole al vacío con el palo de escoba.
Vos respirabas un tiempo que, a su modo, era eterno. La
mayoría de las elecciones de tu vida fueron tomadas con la absurda e inevitable
certeza de que la vida es para siempre, entonces, vale la pena dedicarle todo
el tiempo del mundo a las pequeñas cosas.
Tengo tanto que aprender.
Vengo tratando de ejercitar el viejo instinto de la
oración, que al contrario de lo que se supone, es hacer silencio para escuchar.
Si lo logro, si logro callarlo todo, tal
vez escuche un día cómo hacer para
agradecer el haber vivido parte de la eternidad a tu lado.
***
Los conocí a los dos el mismo día. Pero esa noche yo no tenía ojos más
que para un hombre en el club Almagro, noche de tango, de luces cansinas y
mujeres vestidas de negro y rojo. “Cuidado con ese hombre”, me dijo en la
barra, ya después de un par de tragos y solidaridad de género. Tenía razón. Era para cuidarse. Me casé
con él.
Pensábamos envejecer juntos. No es un reproche. Bueno, un
poco sí. Ibamos a construir otra casa sobre pilotes en el bosque encantado. Ibamos
a criar canas rodeados del viento en los eucaliptus, y las olas rompiendo en la
orilla del sueño.
El plan no era complejo; dos cabañas: el que ronca duerme
solo (“ya sabes quién”), “habría que trasladar las bibliotecas”, “tener un auto
no es necesario”, “es indispensable un auto”, “una bicicleta, seguro” “un
seguro de salud y un combo de jubilaciones decentes para comprar vino bueno y
los libros, los medicamentos de la edad, mantener la banda ancha". El ejercicio
de caminata ida y vuelta a Piriápolis es sin costo. Yo paso, dije. Fui apoyada también en mis objeciones de urbanismo
libertario: mal que les pese, haría frecuentes excursiones a Montevideo y
Buenos Aires. Mucho aire puro termina
por malhumorarme.
Nada podía fallar. Qué absurdas somos las personas. Todo puede fallar.
***
Aquel sábado, después de un viaje interminable en la
agonizante Iberia, llegamos a Berlin con el pequeño Jedi. El cielo, primero
rosado, empezó a tornarse saturado de un blanco lechoso como si estuviera por
reventar.
Recordé a mi vieja y sus descripciones del cielo de Zagreb antes de
la nevada. Tal cual.
Dormí más de doce horas. Cuando abrí loso ojos, sobre la
ventana del tejado los primeros copos de nieve empezaban a caer sobre Berlin. Efectivamente,
como decía Tonka, los copos no caen, oscilan, van haciendo maniobritas en el
aire antes de posarse en donde les toque. Un poco como nosotros. Hay que ser
muy tonto para ver un solo copo. Lo que vale es la nevada. No pude dejar de
pensar en que es la versión europea del mar de fueguitos. Mar de copitos. Kreuzberg
nevado es una de las cosas más bellas que uno tiene la suerte de ver en la
vida.
Estabas tan presente en esa caminata blanca hasta el
parque, con los chiquilines y los trineos. Pensé que dirías, con la acidez que
te caracteriza –me niego aún al pretérito imperfecto- que pronto se iría la nieve y vendría la
llovizna, que todo lo convierte en lodo y piedritas. Tal cual, también.
Pensé en que tal vez mañana, cuando te llamara por
Navidad, te contaría eso mismo.
Más vale hoy que nunca.
¿Quién nos quita la belleza de la nieve
aunque dure un instante?
En eso nos parecemos. En mirar la eternidad de lo fugaz y
el lado bueno de las cosas. Oteando el otro lado, pero ninguneándolo un poco
para que, el que vale y es bello, dure más, aunque a veces ni siquiera exista.
Y en recurrir a lugares comunes para explicar las cosas.
***
La iglesia que ya no es iglesia se yergue bella y austera
en el cruce de calles. Entro y salgo. Igual con la otra. Inútil buscar una
iglesia en Berlin para llorar como la gente. Muchas de ellas se han convertido
en bares y no quiero caminar más.
Volvemos de la caminata hablando del horrible barro helado
que queda después de la nieve; vagaba en mi mente buscando una respuesta, cuando
alguien me trajo por azar la referencia de un libro amado y del cual hablamos largamente hace poco.
Fue en octubre. Se
perfilaba como una de esas largas noches de Jhonnie, pero habías llegado en el barco de
las 7 y estábamos agotadas del laburo. Apenas podíamos mantener los ojos
abiertos pero no queríamos renunciar a un rato más de charla y pusimos otro disco
de Nina.
El clima nos daba permiso para estar afuera y fumar. Qué estás leyendo, siempre fue una forma
de retomar el hilván de la conversación abandonada meses atrás. La amistad,
cuando es genuina, remienda el tiempo con su aguja y continúa como si nunca se
hubiera detenido el tejido de las cosas.
Yo había retomado la lectura de la Invención (nunca le
agarraste el gusto a ninguno de los dos, a pesar de mis intenciones) y trataba
de explicarte la trama, con ademanes y aspaveintos, en clave de Lost.
Vos te atoraste de risa cuando se me ocurrió ilustrarte el asunto diciendo que el protagonista es un venezolano medio loco, medio genio, con cruza de Silvio Rodríguez y Ben Linus.
“Chavez!” gritaste casi. Nos tapamos la boca con las manos para no despertar a
los vecinos con las carcajadas.
Me llevó como media hora contarte la relación entre Linus
y Morel, entre Kate, Faustine e Irene.
Después discutimos acerca de si el amor es
necesario para sobrevivir, si se puede amar algo que sabemos que no existe, si puede volver a existir por obra del amor, si la
creencia es creadora, si la creación no es en realidad, mera cuestión de fe y la fe, apariencia.
No habías leído el libro ni visto la serie pero usabas la información que te había dado, en mi contra. De pronto estuve atrapada en mi propia isla
inventada. Y era tarde y tenía que trabajar.
Tu paciencia para escuchar y reír con los amigos era parte de ese sentido tuyo del infinito y tu inteligencia no descansaría en la esgrima del debate ni siquiera al ver amanecer.
Esgrimí que es relativamente sencillo
destrozar a Bioy usando las razones opuestas para descalificar a Galeano. Pero
estaba cantado nomás que esa no era mi noche. Me estabas despedazando. Servimos
la última ronda. Fui a buscar dos piedras de hielo.
Cuando volví, jugando una última carta, me senté, tomé
el libro y te pedí que escucharas:
“Ya no estoy muerto, estoy
enamorado”.
Voilá. Abriste los ojos, inclinaste la cabeza, estiraste
el brazo y tomaste el ejemplar con los ojos entornados del que acepta cada
derrota como un reto a medida.
Nunca sabré si finalmente leíste
el libro.
Si pudiera pedir una sola cosa, sería una noche más.
***
Como no podía escribir, con las hilachas del asombro de
la palabra ausente, hice una lista minuciosa en el cuaderno negro de las cosas
que no quiero olvidar. Como si enumerarlas pudieran retenerte de algún
modo.
Cosas triviales, los actos más
insignificantes, como cortar un trozo de queso, hablar por celular, o el gesto de recogerte el
cabello en una trenza gruesa.
No voy a escribirlas, no solo porque la lista es más
interminable que la historia de Michael Ende; puedo resumirlas en una
sola.
Lo primero que pensé cuando supe que habías muerto es es no voy a olvidar tus manos. Orgánicas, en movimiento, con la palma abierta para dar y
recibir, pronta para agarrar las causas perdidas. Tus manos indispensables, las de pelear cada día, espada en
alto, lado a lado junto a Bastián Baltasar Bux para salvar Fantasía y curar a
la Emperatriz.
Si alguna vez olvido tus manos, significaría olvidar lo
bello, lo bueno y lo justo que hay en este mundo.
Tus manos sigilosas de dedos,
medianos, sensatos en las dimensiones, las articulaciones como nudos de ramas
jóvenes de cerezo. Las uñas translúcidas, escamas de un pez antiguo, ovaladas y
lisas como la piel de la luna.
Tus manos que lavan los platos con parsimonia, que escriben
con delicadeza y con furia, que levantan banderas de causas perdidas –cuáles si
no-, manos que cambiaron pañales, que acunaron con amor, que cobijaron a las
chicas, manos que les dieron un empujón cómplice de libertad cuando llegó la
hora. Manos dispuestas a sembrar, a cosechar y repartir. A dejar partir. Tu mano en mi hombro.
¿Cómo hacer para soltarte? Espero que tus manos me enseñen el inverosímil ejercicio de decirte adiós.
***
Pero las cosas son
como son.
Tantas veces imprecamos sobre lo establecido. Llegabas
con tu pequeña maleta desde alguna parte del mundo pronta para gastar la
madrugada en charlas de nunca jamás. Uno de los clásicos era por qué no puede ser de otro modo.
Tantas veces en tantos años nos interrogamos, discutimos de política y de historia, apretamos los dientes frente a la injusticia, el dolor, la falta de esperanza de quienes están a la intemperie de la historia.
Yo no sé si lograremos entre lo muchos pocos que somos que algunos sean menos
pobres, que otros sean menos ricos, que seamos todos más sencillos, menos egoístas y
más felices; más buenos, más lúdicos y más niños.
Yo no sé si esta es la puerta o la ventana, si es el camino directo, el atajo o la encrucijada.
Yo no sé si lo lograremos porque es cierto que somos frágiles y porque ellos son los dueños de la pelota y son poderosos.
Yo no sé si podremos. Pero no voy a despedirme del timbre de tu voz recordándome a diario que vale la pena intentarlo.
En el sueño, un perro casi azul de tan negro y grande como un lobo se acercó. Traía una soga o correa en las fauces y la puso a mis pies, sobre la arena. Primero me observó. Sus ojos brillantes y cansados, casi humanos me recordaron a alguien que conocí hace algún tiempo. Me costaba sostenerle la mirada. El animal me habló: "Dejame libre", dijo, "lo prometiste". Asentí con la cabeza; aunque no recordaba a qué se refería exactamente, sabía que estaba diciendo la verdad. No se movió. Cuando me agaché para tomar la correa, su aliento en la mejilla me trajo aromas viejos, orgánicos; el del pan recién hecho, la brisa que entra por la ventana en verano, la sal marina y el marisco. Cada cual se fue por su lado. No miré para atrás pero supuse que caminó por la playa hasta perderse en el extremo de la bahía que da a Punta Gorda, más allá de las piedras. Yo subí la escalera y me fui. Después de un rato de cargarla, tiré la correa en el primer contenedor de basura.
Por más ingenuas
que parezcan, las cebollas no son hortalizas fáciles. Se ofrecen como esas
campesinas virginales -ceden a una caricia y se dejan quitar una o dos capas de
pollera- pero no es tan sencillo
conquistar su mayor virtud.
Me acerco a la canasta debajo de la ventana y tomo, de todas, una. Me gana el
malhumor al verificar en el vaho, la implacable evidencia de que –pasa con las
personas y con las cebollas- otra vez compré un kilo de lindas por fuera y buenas
para nada por dentro.
Apoyo el bulbo en el patíbulo; no está podrida pero ya no tiene la turgencia de
un vegetal joven. La miro con desidia
como a esas mosquitas muertas. Una vez más no me equivoco al presumir que el
tajo de acero dejará a la vista el centro verde rodeado por una virola marrón
que indica el paso prostibulario y obsceno por el frigorífico.
Lo mismo sucede con la siguiente, más grande, y con otra, mediana y engañosa
hasta la médula. No llego a embocar esta
última arrojada con desprecio al tacho de basura. El hedor ácido queda
suspendido en el aire y los ojos se me nublan.
Un rencor irracional me gana cuando las cebollas parecen lo que no son. Antes
no me pasaban estas desgracias. Tenía un
trabajo en el cual flotaba más o menos libremente a lo largo del tiempo; cumplía sí, un tiempo riguroso, de entrega casi siempre desmesurada porque no puedo con mi genio, pero
era la dueña del reloj. Podía trabajar
hasta la madrugada pero me organizaba para ir los viernes al puesto de Leo,
arrancaba una bolsa y procedía a tomarme el tiempo para elegir las
frutas, las lechugas, las cebollas.
Extraño ese instante de escudriñarlas, ponerlas debajo de la nariz y dejar que la memoria olfativa arroje su anzuelo hacia el pasado. Tal vez volvería a pescar la imagen de una anciana cosiendo a la luz de un farol de querosene; la radio de onda corta zumbando en un idioma incógnito y, a su lado, la niña, con los pies descalzos que cuelgan, el lazo rojo casi a punto de descolgarse de la trenza de todo el día, devorando cebollas con crema y pan y mirándose en el trozo triangular de un espejo roto que siempre está sobre la mesa.
A las cebollas, las elijo medianas, de piel oscura y firmes al tacto. Sin brote. Las buenas
cebollas, cerradas en su casco marrón, no tienen más que un desganado y lejano
aroma a polvo y a granero cerrado. Al alzarlas
cerca de la nariz uno experimenta la frescura de la tierra fértil, la calidez humilde
de cualquier atardecer, la promesa de un pan ardido en la lumbre. Una buena cebolla
despierta el deseo suave de la manteca y el crepitar del aceite esperando por
ella en la sartén.
Las cebollas viejas, en cambio, aunque no se vean mal, tienen urgencia por ser
descubiertas y emanan el efluvio amargo del tiempo que se les acaba. Sus
capas fantasmales permanecen separadas unas de otras, la carne porosa como los
huesos de las ancianas, el corazón hueco y reblandecido de las señoras
presumidas.
Antes, como dije, solía
elegirlas con esa dedicación que siempre es recompensada en la tabla de
picar. Ahora no tengo tiempo para bobadas como elegir cebollas. Tomo una bolsa de red completa en la que sé
que habrá vírgenes mezcladas con zorras engañadoras, y me atengo a las consecuencias con una desilusión anticipada y esa indiferencia urbana hacia el propio despilfarro.
No obstante mi decepción, la cuarta que corto -una cebollita alargada y de cutis liso y
opaco- está simplemente apta para servir al apetito.
Corto con el cuchillo el brote de la cabeza, otro corte limpio en la base y
otro más, longitudinal de lado a lado para sacar con los dedos la primer y
segunda capa, junto con la tela que como una gasa las separa de las demás. La
miro un instante, desnuda e inocente sobre la madera. De los extremos sangra una leche astringente. No
es una cebolla perfecta pero no la desecho, la doy por buena, y si no fuera
porque se trata de un reflejo orgánico, diría que su entrega me emociona.
La parto al medio, la fileteo sin reproches, giro el punto cardinal y la vuelvo
a cortar, ahora en finísimos cubos.
El cuchillo danza feliz sobre la tabla. Una
vez que la arroje sobre el aceite, ella y yo habremos olvidado que no era lo
suficientemente fresca para una ensalada.
Temblará en la sartén, regalando el
aroma de una muerte servicial a la espera del ají y la carne que se suman. El
ajo, totalitario, llegará al final, poderoso patrón de la última palabra, con
la complicidad del laurel y el vino impune ahogando al proscenio en un
silencio que apenas dura.
Los tomates, imbéciles e irreverentes, llegan en patota y se apropian de todos
los aromas y los sabores. En la hornalla de al lado, el agua bulle eficaz y
recibe los fideos.
La sal, la pimienta, el orégano. Nada conserva su cifra. Ningún ingrediente es
lo que era después del fuego. Todo es pasado ante la inmanencia de la salsa.
Todo excepto el hambre, que evocará agradecido a aquella cebolla buena e imperfecta -la
única posible- y solo durante el breve tiempo que tarde en desaparecer, también
él, saciado bajo el manto de la siesta.
Estábamos en Buenos Aires en la fecha inicial planeada para el homenaje de María Teresa Trotta, mamá de Verito y militante que junto
a su esposo Roberto Castelli, fuera asesinada y desaparecida después de pasar por el centro clandestino el
Vesubio. Teresa estaba embarazada de seis meses y llevaba en la panza a una bebé, robada y entregada en adopción a través de una organización católica, según tengo entendido. En julio de 2011, después de la derogación de las leyes de impunidad y un largo y doloroso juicio, varios asesinos del terrorismo de Estado argentino del Vesubio fueron sentenciados por estos y más de 150 crímenes de lesa humanidad, solamente cometidos en ese tenebroso claustro de terror del
Plan Cóndor.
Pero aquella vez el homenaje a Teresa se suspendió; creo que por lluvia o por algún otro factor.
Más de un mes después, el fin de semana pasado, cuando se organizó nuevamente la movida en la escuela de Merlo donde Tere fue
alumna, militante y maestra, yo estaba en Buenos Aires de casualidad. Ah, el azar, ese
duende porfiado.
Y allá fuimos. Hay que estar donde hay que estar, que es donde uno quiere estar, si es que puede.
Merlo es lejos,
dijo Iva no sin razón mientras nos veía averiguar con el ceño fruncido qué
transportes y qué combinaciones tomar. Muy gentilmente se ofreció
a prestarnos el auto al cual agregó la novedad del GPS, que puso en mis manos
un poco trémulas por la primicia. Ella
escribió nomás la dirección y del artefacto surgió, enseguida arrancar el motor, una
voz de Robocop indicando hacia dónde doblar con todo y dibujito en la pantalla.
Hay que decir que una tarde de sábado conduciendo hacia Merlo por la
General Paz con toda parsimonia no es algo que uno experimenta todos los días. Para los que no conocen el paño, esta avenida es la aorta de una Buenos Aires con varios by pass y a punto de
estallarle el corazón. La General Paz es, además, el surco que divide a los porteños del resto del planeta. La delgada
línea roja. La cesárea del parto socio cultural de Buenos Aires. La división entre (los) ellos y nosotros. La avenida de la primera
y sangrienta batalla de Juan Salvo en la que el gran Favalli descubre que los
cascarudos eran la mera herramienta de fierro de un asesino más grande, más peligroso y de una escabrosa y letal inteligencia. (Está visto que algo había hecho Oesterheld para merecer también el infierno del Vesubio).
Aunque habíamos salido sobre la hora, gracias al aparatito llegamos
suavemente sin repetir y sin soplar: ahora
doble por aquí, quinientos metros más allá agarre tal avenida, ahora a la
izquierda en tal calle, decía la modulada voz de un señor que, con
esfuerzo, pronunció, finalmente: llegando
aMerlou.
Al bajar de la autopista del Buen Ayre, la pantalla mostraba el torpe ícono
de un auto muy cerca de un círculo colorado, como se suele señalar el punto
de llegada en los videojuegos. Pero de pronto, otra voz, -no la del robot
disléxico que nos condujo- sino una diferente, surgió del artefacto. Una voz de
mujer, afelpada que invariable y alarmada indicaba: “cuidado, entrando en zona peligrosa”. Quedamos atónitos, mirando por la ventana y sin
atinar a descubrir a qué se refería la tipa. Tal vez fue mi fantasía la que imaginó en el
tono de la mujer-robot, un dejo de fastidio ante la insistencia en dirigirnos
hacia el destino elegido.
“Cuidado, entrando en zona peligrosa”,
volvió a advertir un par de veces la emisaria de los Ellos, antes de que apagáramos la cosa y
decidiéramos preguntarle a un verdulero para dónde quedaba la escuela 14.
Es un barrio trabajador, de casas bajas y vereda ancha,
algunas de material y otras de ladrillo a la vista. Rejas, perros ladradores, arbolitos
y malvones, segundos pisos con escalera caracol a medio construir y kioskos sobre la ventana de lo
que alguna vez fue un living o la pieza de la abuela. Doblamos por una calle de tierra, doscientos metros,
volvimos a preguntarle a unos pibes en una esquina. Llegamos al lugar sin
problemas. Dejamos el auto a una cuadra
y caminamos hacia donde estaban los papelitos de colores y la gente.
La calle estaba cortada por los agentes de tránsito municipales; una
murga escolar de bombo y platillo y a patada limpia empezaba a desfilar ante la escuela.
Enfrente, los equipos de sonido y las guirnaldas con los nombres de Tere y otro
compañero desaparecido hechos en papel maché competían con los puestos de
choripán y las pancartas colgadas de los árboles. Uno recitó una poesía, una
bandita hizo un muy buen toque del Juntos a la Par de Pappo; hubieron algunos
breves discursos, palabras de la señora directora, avisos por altoparlante de que todavía había empanadas, más murgas y festejos. Una
enfermera muy profesional hacía bailar a un señor muy viejito en su silla de ruedas. El hombre
estaba feliz, apenas se movía pero con la mano hacía bailar la foto en blanco y
negro del joven que llevaba
colgada del cuello.
Pasamos un buen rato con los amigos. Disfrutando, festejando, emocionados,
haraganeando distraídos también, como se está en una fiesta callejera. Cerca del cierre y
antes de la celebración de los vecinos libres de las bridas de la institución, se
descubrieron las placas de Teresa y su compañero, desaparecidos de la escuela. Dos grandes imágenes con sus rostros sonrientes en la pared de la entrada del colegio.
Alguien gritó sus nombres, alguien dijo nuestros, alguien gritó presente,
muchos dijeron, ahora y siempre.
Abracé a mi amiga Verito con la intensidad y la belleza que solo una mujer bella e intensa como ella provocan. Cantamos y bailamos un poco. El sol caía sobre los
trajes anaranjados de la última murga y la fiesta todavía tenía para largo
cuando nos fuimos yendo. Sentí un calor fuerte acá adentro; a la vez la conocida brasa del dolor país y la luz de una alegría mansa pero muy honda.
No hizo falta encender el GPS para encontrar la
autopista; solo teníamos que recordar, volver sobre nuestros pasos.
Recién entonces me di cuenta: la voz de mujer que nos había
indicado alarmada “cuidado, entrando en zona peligrosa”, tenía toda la razón.
No sé cómo hacen estos
tipos para programarlos, pero el robot había dicho una verdad fundamental. La memoria es peligrosa. Vaya si la justicia también lo es. Pero mucho, muchísimo más peligrosa, es la alegría.
Este pequeño ensayo fue originalmente publicado en la Revista Replicante. Leerlo de su fuente original tiene la gran ventaja de acceder a los muy interesantes comentarios de algunos lectores sobre el mismo.
Este artículo comenzó siendo una caminata de primavera con un viejo
amigo por la rambla de Montevideo. Me propuso escribir el guión cinematográfico
sobre la historia que relato a continuación para presentar a los fondos
concursables del Instituto Nacional de Cine Argentino. El cuento, de parte de
mi amigo, venía con el sabor de la primera mano porque hace casi dos décadas
conoció al protagonista. El tema siguió con días febriles de escritura del
susodicho guión y la respectiva auto censura antes de ser presentado, entre
otras razones, porque parte del suceso ya había salido a la luz en una especie
de ensayo documental.
La historia es real. Si no me creen, basta buscar en Internet, si es que
confían en todo lo que allí se publica.
I. Entrevista por
fax
Buenos Aires. Verano del 91. Arde el asfalto y el humor de los porteños.
Un joven entra a la redacción de El Cronista Comercial, periódico
de orientación liberal y circulación nacional. El muchacho no es alto, tiene el
rostro manso y una mirada oscura de fiereza mal domesticada. Lleva la tierra en
la piel y calza sandalias. Parece no ser consciente de que es portador de una
estampa mezcla —valga el pleonasmo— de Che Guevara y ángel caído. Camina lento
pero sin timidez.
Golpea la puerta y entra al escritorio del director justo en el momento
en que éste mantiene una conversación alterada con la jefa de redacción.
Es una mañana miserable en el periódico. La nota principal del
suplemento cultural acaba de hacerse añicos y no hay con qué reemplazarla. Una
tapa y una doble es mucho espacio para llenar. Hacen llamadas, barajan
soluciones, todas opacas.
Se presenta con la digna humildad de un cacique desterrado. El nombre
ayuda al hombre: Nahuel Maciel. Llegado desde el hondo desierto patagónico a
las fauces de la gran ciudad. El director puede verificar los datos que
acreditan su trayectoria en ascenso a través de las fotocopias de algunas
colaboraciones suyas en Le Monde Diplomatique y National
Geographic, entre otros medios. Es activista en el campo de los
derechos humanos e indígenas. Ha participado en campañas y ha sido vocero y
orador en actos multitudinarios.
Viene a ofrecer la entrevista que le hizo, por fax, a Mario Vargas Llosa
y trae, además, una carta de recomendación de su amigo y mentor Eduardo Galeano.
Conoce bien al uruguayo porque tradujo al mapuche una parte de Las
venas abiertasde América Latina.
Por lo demás, en la situación en la que están, la llegada de un indio
mapuche que trae una larga entrevista al autor de La ciudad y los
perros es un regalo de Dios —el cual, como dice el manual, es
argentino.
La dirección lo acepta sin muchas más pruebas de vida. Aún no lo saben,
pero se convertirá en el nuevo periodista estrella. Como aquellos indígenas
guaraníes que tocaban el violín para los jesuitas en Europa, Nahuel Maciel
será, por un breve lapso, la curiosidad, el número vivo del ambiente. El aura
primitivista que lo rodea sirve para contrastar todavía más el permiso que este
niño tiene de meter el dedo en la crema y nata progresista de la cultura
latinoamericana.
Las mujeres, muchas de ellas colegas de la redacción, sudan por ganarse
su mirada negra y, si es posible, un lugar en su lecho.
Y si el apuro y la oportunidad fueron los motivos de haber obviado el
rigor periodístico que obligaba a la redacción a cerciorarse de los datos de
aquella primera colaboración, no hay explicaciones contundentes respecto del
haber pasado por alto la veracidad de las notas que siguieron. Muchas.
A la entrevista inicial, Nahuel añade reportajes a Carl Sagan,
Rigoberta Menchú, Ray Bradbury, Umberto Eco y Gabriel García Márquez, entre
otros.
Hay quienes dudan, sobre todo algunos colegas de la redacción. El blanco
manto de sospecha estará manchado, sin duda, por una gota de racismo y otra de
envidia.
Pero la dirección de El Cronista no se va en
pequeñeces. Disfruta sus quince minutos de gloria mirando por encima del hombro
a la competencia gráfica local que supura una envidia amarilla y desconfiada.
Nahuel Maciel se vuelve una pequeña celebridad del estrecho pero ruidoso
planeta del periodismo porteño. Abandona en parte su talante de nativo con
quinientos años de resistencia en la espalda y se deja llevar por los vientos
del abanico de los conquistadores.
Por ese entonces también es enviado por El Cronista a
seguir el rumor de la existencia del Museo de la Subversión en la provincia de
Tucumán. Viaja solo y regresa con documentación escrita y un rollo de fotos
tomadas a un escabroso y secreto muestrario militar con galardones de la dictadura,
sus infamias y aberraciones. Las imágenes muestran partes humanas cercenadas,
rótulos de NN en frascos con órganos, fetos, huesos.
El nombre del diario que da la primicia es catapultado a los cables de
agencias internacionales: El Cronista Comercial. Chan.
Días después, el gobernador tucumano Ramón “Palito” Ortega (sí, el que
en los 60`cantaba “La felicidad ja ja ja já”) niega la existencia del lugar
alegando animosidad opositora en su contra. Los organismos de derechos humanos
de la provincia también están azorados y declaran que todo el asunto es un
delirio. El Cronista Comercial, que ha hecho volar muchas
plumas en el gallinero, de pronto, guarda silencio. No hacerse cargo: Costumbres
argentinas, tomo II.
Por esos días, cuando la dirección de El Cronista insinúa
la posibilidad de publicar un libro con la tremendamente-larga-qué-pena-que-no-es-más-larga-todavía entrevista
al Gabo, Maciel acepta y sugiere para el libro un prólogo de lujo:
Eduardo Galeano. No se habla más. Manos a la obra.
En marzo de 1992 Maciel redobla la apuesta de aquella primera entrevista
al autor de Cien años de soledad con más material listo para editar
entre tapa y tapa.
En la Feria del Libro, y ante un notable público cultural, El
Cronista presenta Elogio de la Utopía. El libro del
periodista mapuche, íntegramente realizado vía fax, con prólogo de Galeano y
doce secciones con introducciones filosóficas de adivinen quién.
Aquel día, ante más de quinientas almas y con gran pompa y emoción,
Nahuel lee una carta muy elogiosa de García Márquez hacia esas intervenciones y
hacia su persona. No puede negarse que todo es a lo grande en Buenos Aires, la
gloria y la vergüenza ajenas.
Dicen que alguien vio que alguien más vio que había visto tal vez, a
Eduardo Galeano saludando a Maciel en medio de la gente en la Feria del Libro.
Se dijo también que un colega periodista osó ir más allá de las sospechas
iniciales preguntando cómo era posible preguntar y repreguntar tan alegremente
y en un texto tan largo… vía fax. O a nadie le convenía escucharlo
u optaron por matar al mensajero. Costumbres argentinas, ambas, tomo
III.
Hay que decir que el libro ostenta una escritura muy elíptica y mal
podada, pero digna. En aquel momento parecía ser una publicación necesaria,
urgente. El aire fresco de la utopía para una militancia quebrada luego de una
dictadura atroz que dejó treinta mil desaparecidos, una primera democracia
pusilánime y el menemismo de los noventa que, como un elefante rabioso, terminó
de aplastar lo poco bueno, útil y público que quedaba.
No obstante, sucedió lo predecible. Días más tarde, como las fichas de
un dominó, las demandas empiezan a caer.
La voz de Galeano suena en el auricular. Denuncia, atónito, que jamás
prologó el volumen, que todo es un fraude y que no conoce ni de mentas al tal
Maciel.
Créase o no, después de eso, El Cronista publica una última y extensa
entrevista central al escritor Juan Carlos Onetti realizada por Nahuel Maciel,
aun cuando existía la advertencia de un escritor santafesino que aseguraba que
el reportaje era idéntico a otro de la uruguaya María Esther
Gillio.
Días después llega la demanda legal de un tal Mamerto Menapace, abad
trapense y escritor de varios libros de cuentos de estilo campestre e intención
catequística. La demanda llega junto con las fotocopias de su propia obra de la
cual Nahuel Maciel plagió cada palabra. Cada palabra, menos una.
Fundida la cera de las alas, Ícaro cae en picada y se estrella en el
duro mar de la verdad.
El director del periódico agita la evidencia en su rostro y lo
interpela: “Es verdad, todo es un plagio”, dicen que respondió, “uno a veces tiene
impulsos que no controla. Como los que se sienten impulsados a matar. La verdad
es que no sé por qué hago estas cosas”.
Se ha descubierto el relleno agusanado del pastel. Maciel es el único
que marcha al horno, aunque -hay que decirlo- han sido más los que batieron los
huevos y añadieron la mantequilla para lubricar un éxito impostor vendido en
porciones durante meses y cobrado en efectivo.
Maciel no se defiende, casi como si hubiese llegado un momento esperado. No
insiste, no da más explicaciones. Desaparece. Su silencio es estertóreo. Y lo
que en Buenos Aires no hace ruido, no existe.
Los responsables del diario, a su tiempo, balbucen explicaciones de lo
inexplicable. El de Nahuel Maciel no fue un artículo publicado por
error. Su mitomanía vino como anillo al dedo para avalar una vertiginosa
carrera periodística en ascenso adobada con la rutilante presentación de un
libro a cobrar en cash. Y recordemos que la -relativa- fugacidad del plagiario no fue obra del
rigor periodístico del diario sino de la intervención y la denuncia de los
autores.
Para resarcimiento de los plagiados, la justicia determinó que era
suficiente la quema pública de la edición completa de Elogio de la
Utopía (aunque no el ejemplar que tengo en mi estante).
Tiempo después, la demanda legal cursada por Eduardo Galeano es
desestimada por la jurisprudencia argentina alegando que aquel prólogo no
constituye propiedad literaria digna de protección puesto que no había sido
escrito por él, y que tampoco existía defraudación pues no perjudicaba de
manera alguna el patrimonio de Galeano.
No es para reírse. Aun cuando este tomo del manual se llame Costumbres
argentinas, la justicia en los `90 como broma pesada.
Pero la biografía del que todavía vamos a llamar, un rato más, Nahuel
Maciel, no termina aquí.
En 2007 se presenta una especie de documental, un ensayo en tono de
burla al colectivo ecologista entrerriano que generó un largo y penoso corte del
puente internacional entre Argentina y Uruguay. La protesta fue a propósito de
la instalación de una planta de celulosa en el río lindero entre ambos países.
Hasta hace unos años fue un conflicto doloroso, con aristas puntiagudas y pendiente de
resolución durante mucho tiempo. La película se estrenó, sin éxito alguno, en
Uruguay pero no en Argentina.
El realizador, Eduardo Montes-Bradley, tomó la historia de Maciel como
eje de su trabajo ya que Nahuel fue uno de los voceros del movimiento a través de
su trabajo periodístico en un diario local. Hay que decir que la biografía de Nahuel Maciel fue ridiculizada y utilizada por Montes-Bradley de forma humillante, igual que la de
otros personajes, para fundamentar la mirada del realizador. Por lo demás, el
filme no aporta información confiable ni de la industria papelera, ni de la
ciudadanía que estaba a favor o en contra de la instalación de la misma.
II. Un Robin Hood de
las ideas
Lo que hace años me sedujo de la historia de Nahuel Maciel no fue la
arista fundamental del derecho a la información, la transparencia y el insoslayable
respeto al contrato de lectura con la ciudadanía. Aun cuando la biografía de Maciel es valiosa en moralejas y también su
arrepentimiento y la madurez al dar la cara en entrevistas posteriores e,
incluso, en la citada película, ni de lejos me atrevo a pensar que es el único
caso de plagio, material apócrifo o lisa y llana malversación de fuentes y
datos en la prensa argentina y ainda mais. Ni en aquellos años 90` ni ahora, en un contexto
político de movimientos singulares en la distribución de la riqueza, con plataformas tectónicas multimedia de pretendida imparcialidad pero con intereses parciales y atados al poder por sórdidos lazos históricos.
Pero no fue este el carozo de mi apetito por la historia. Mi interés en Nahuel Maciel se encendió con el fósforo de
un dato que tal vez ha pasado inadvertido y que mi amigo me contó por primera vez, en aquella caminata por la rambla.
En el
libro publicado sobre la entrevista a Gabriel García Márquez, Maciel transcribe cada
párrafo del texto del abad Menapace; copia cada palabra menos una, la única palabra de
su autoría: donde dice Dios, Nahuel Maciel escribe Utopía.
Si lo único y verdaderamente importante es la información, la literatura
y el pensamiento y no la mano que la escribe, esta reflexión podría terminar
aquí mismo. También si, como afirma Valery, la historia de la literatura podría
contarse sin mencionar un solo escritor.
¿Sería lícito entonces, dejarse llevar por el declive de cierto
ecumenismo creativo, al menos en ciertos ámbitos y géneros?
Confieso que desde el primer momento, y en contradicción con los
principios que defiendo, no pude dejar de ver en Maciel a una especie de Robin
Hood de las ideas. Un ladrón no exento de picardía empática que engañó a la
nobleza para derramar las monedas de la cultura entre el pueblo, sin intención
de enriquecerse seriamente.
No voy a atribuirle intenciones que él mismo no ha manifestado pero, en
primer lugar, no creo que la voluntad principal del plagiario fuera la de la
propia gloria. Esto hace la diferencia entre un mentiroso y un mitómano.
El periodista apócrifo sentía que tenía un rol en la transmisión de un
mensaje. Al carecer, aparentemente, de otras herramientas psíquicas y
personales, puso su propio cuerpo como pararrayos entre la palabra de los
dioses y el destinatario. Y vaya si se quemó.
En segundo lugar, no quiero olvidar que Nahuel Maciel hizo lo propio
para engañar a un medio de comunicación que se dejó engatusar para bien del
negocio. La mentira no le fue ajena a El Cronista. No hay excusas
sustentables para afirmar lo contrario.
En tercer lugar, me resisto a suponer que Nahuel Maciel creyera en la
sostenibilidad de su ardid. Tampoco parece ser una persona enferma (a menos que
alguien me asegure que todos los que poseemos una o varias personalidades en
internet no lo somos, también, en parte).
Por último, es improbable sostener que una mente brillante como la de Maciel y una devoción a cierta línea de pensamiento progresista creyera que
sus mentiras, en realidad, tendrían patas largas.
III. La literatura
y el plagio
Como borgiana devota me gusta pensar que la literatura es parte de un
gran canto sin fin erigido por todos los artistas de la historia y del cual
todos los artistas de todas las épocas abrevan.
El plagio, no obstante no deja de ser un error y un recurso cobarde, absurdo y
reprobable.
No me tiren piedras los defensores del derecho de autor, que no a la detracción
de este me refiero, sino a la
bienvenida de la circulación cada vez más colectiva del pensamiento, la
literatura, la música y los contenidos en general y a los cambios en los
parámetros de propiedad intelectual.
Basta con hacer la prueba de sacar en un tris y un solo clic una
cuenta en una red social —y pasar cinco minutos o cinco horas, todo depende del
estado mental, el objetivo y las ganas de navegar— para dedicarse a dar voz a
distintas facetas de la propia personalidad, ser el escritor negro de sí mismo
o -y vaya si sucede- replicar el pensamiento de otros como propio.
Avatar, así se llama el nombre de un usuario en Twitter. La piedra que un
avatar tira en las redes sociales puede provocar ondas expansivas de intensidad
relativa, de acuerdo a su creatividad e imaginación y al número de seguidores
que tenga. La mayoría de las personas todavía no comprendió qué significa el Twitter.
Es notable observar la fruición y la furia con la que algunos usuarios
denuncian las ideas robadas, recicladas a veces, y devueltas como propias a la
red. En otra acepción, son avatares de la red, circunstancias que
vale la pena saber antes de colectivizar una idea, un texto o un poema en el
mar de la web.
Se trata de aguas virtuales mal iluminadas en las que, por lo demás, es
muy fácil tirar la piedra y esconder la mano. Aguas en donde el plagio nada
libremente por ser el líquido virtual conductor por excelencia de la
electricidad del pensamiento global.
Curiosamente, un avatar es también el nombre que en el hinduismo se le
da a la encarnación terrestre de un dios, en particular
Visnú, que junto con Brahama y Siva forman la tríada creadora cuyos atributos
son la bondad, la pasión y la ignorancia.
La asociación libre tiene su coherencia: Internet es paradigma de
creación original de múltiples autores, de intercambio solidario, apasionados
lazos virtuales y, también, un propalador divino de la estupidez y la ignorancia.
IV. Errores reales, virtudes virtuales
El gran error de Nahuel Maciel fue intervenir en la historia del
pensamiento vía fax.
Su equivocación fue del tipo 1.0. Su insensatez, llegar antes de tiempo
a la fiesta de confusión de lenguas en la Torre de Babel de internet. Como el invitado que
acude vestido de pingüino a una fiesta de gala y al que siguen recordando,
llorando de risa, años después y disfrazados, los mismos invitados de entonces.
El punto no es la mediación tecnológica en sí sino sus consecuencias en
el contrato de lectura y el capital simbólico del que da cuenta. Lo que en los
90`escandalizó de Nahuel Maciel y su particular modo de mentir para
decir su verdad hoy suele ser pan de todos los días, en el
trinar del pajarito de Twitter tanto como en el amplificado clarín del gran
diario argentino. No con el mismo modus operandi, pero sí con
los mismos resultados.
Defiendo la propiedad intelectual y el amparo de la obra cuya creación
costó ese 99% de transpiración. Pero me pregunto qué es lo propio y lo ajeno en
un mundo de creaciones que se repiten y pasan de mano en mano como una
antorcha, de avatares e identidades extendidas, un mundo que va demasiado
rápido en la línea de tiempo y donde todo se olvida tan fácilmente.
El otro error de Nahuel Maciel fue decir a través del periodismo lo que
debería haber intentado a través de la creación literaria. Mentir es condición
de la literatura; los escritores somos embusteros por naturaleza.
La escritura altera la rutina de la vida, la enjaeza, le da una
dimensión fantástica, absurda u onírica. Por eso escribir es un ejercicio
curativo y transformador que puede cambiar la vida.
Apuesto a que un hombre que pudo recrear una ficción de tales
dimensiones podrá crear las mismas historias —siempre son las mismas— de su
propia mano. Me alegró mucho saber que a esto se dedica actualmente.
Por mi parte, la sola esperanza de tratar de recuperar la propia voz que entonces no llegó a
oír y que ahora intentaría conquistar le otorga los cien años de perdón.
Por último, debo decir que el protagonista de esta historia no es mapuche.
Que nació en Corrientes y allí fue criado. Nahuel Maciel es, a su vez, un
seudónimo, un avatar elegido por el muchacho que fue anotado en el registro
civil bajo el nombre de Arquímedes Benjamín.
Algo parecido a lo que sucede con una servidora, Vesna Kostelić. No soy
croata aunque es cierto que fui criada por abuelos balcánicos. Desde adolescente utilizo mi
segundo nombre y mi segundo apellido para firmar cualquier tipo de intervención
literaria. Mi avatar es @bradamante. Al respecto, también debería decir “No sé por qué hago estas cosas”.
Del hombre a quien elijo seguir llamando Nahuel Maciel aprendí que
el alter ego de una persona es a veces una forma de ser más
fiel a la propia identidad y no a la que impone la cédula, la rutina y la
supervivencia. Es el verdadero nombre escondido en el nombre.
A veces los avatares son como esas muñecas rusas, huecas, tramposas y
ocultas una dentro de la otra. Hace falta la voluntad de abrirlas una por una
para llegar a la verdad.