17.3.15

Ejercicio simple



Si  ha tenido un día de porquería, pruebe con el siguiente ejercicio. 
Conduzca por la rambla como habitualmente lo hace pero, esta vez, evite el informativo y clave el dial en una frecuencia romántica de calibre bizarro[1]. En pocos minutos emergerá del parlante una melodía como la que se adjunta más abajo a modo de ejemplo[2]. Suba el volumen e inmediatamente empiece a intensificar el pensamiento en torno a algún viejo amor del pasado[3]. Cuanto más lejano en el tiempo, más útil será. Asocie la idea del recuerdo de esa persona que alguna vez quiso o lo quiso a usted, con la canción que escucha. Pasados algunos segundos, abandónese a la emoción. Llore a discreción, según lo requiera su estado o la duración del viaje. No se preocupe por la letra de la canción; no es importante. Si usted realmente tuvo un día inmundo y realiza el ejercicio de manera comprometida, verá cómo más o menos, cualquier canción del estilo sirve para ilustrar el amor que usted eligió recordar. Si su pudor lo demanda, puede subir la ventanilla. Relájese, llore, respire[4]
Luego de experimentar una corta pero intensa sensación de desdicha irreparable,  y en la medida en que la música cambie o vaya llegando a destino, comience a regresar del estado de desconsuelo. Mire el horizonte, suénese los mocos, cambie a la radio pública o apague el aparato.
Verá que, sin más, de pronto se siente inesperadamente afortunado,  que valora el lugar donde vive y añora las minucias rutinarias que lo esperan al llegar. Si ha realizado correctamente el ejercicio, se habrá instalado en usted la saludable idea de que no todo tiempo pasado fue mejor; que usted ha tenido, efectivamente,  un día de mierda, pero que ha  habido peores, que ha estado rodeado de personas más pusilánimes, más tóxicas o que lo han querido peor, y que aún así ha sobrevivido. 
Si el ejercicio ha sido realizado de manera cabal, entonces usted sonreirá, estacionará frente a su casa, pensará en su día con cierto cinismo, en los otros con más piedad o indiferencia, y en sí mismo como una persona con suerte; y, después de todo, se mirará en el espejo y se dejará de pavadas.










[1] Metrópolis, Aspen, FM 100, Azul: no importa el lugar del planeta donde se encuentre, en su aparato habrá alguna señal de frecuencia modulada con este nombre.
[2] Es indispensable que la canción sea en español. El idioma portugués suele distorsionar el ejercicio debido a su naturaleza jubilar; el inglés, desconcentra y, a menos que se tenga un perfecto manejo del mismo, deja librados a la imaginación estrofas que podrían ser vitales para el efecto deseado. El alemán hace imposible la ejecución de la prueba.
[3] La elección del recuerdo debe ser espontánea, aunque puede planificarse de antemano su disponibilidad para estos casos. No conviene evocar grandes amores, al contrario. Se sugiere recurrir al pensamiento de algún amor de esos que pudieron haberse diluido en la coyuntura vincular de pequeñas mezquindades, bajezas y egoísmos;  detalles todos que, pasados los años, uno tiende a olvidar, dejando la aparente sensación de una pérdida irreparable.
[4] Tenga a bien no soltar el volante.

11.3.15

Invocación inicial

Abro el cierre. Las páginas traslúcidas ceden a las yemas de los dedos ¿Puede recordar un libro la piel de quién recorrió su piel de papel? 

Sé que es necesario buscar y ni siquiera sé cuál es el tiempo, si es ordinario o no. Acudo a san Google: descargar Oficio Divino para Android. Olvídalo. 

Tampoco era muy orientada entonces. Los dos tenían que esperar a que terminara de encontrar las partes. Se me caían las cosas, el libro se cerraba sin querer, se me enredaban las cintas de seda.
A. ponía cara de qué pesada; para S. el incordio parecía encerrar, como casi todas las cosas, cierta inocente comicidad. Secretamente, me gustaba molestar a A., llamar su atención con mi torpeza. Con los ojos a media asta y una paciencia resignada, me quitaba el libro de las manos, me miraba, hacía una mueca de fastidio simulado, ponía la cinta verde en el salterio, el rojo en el propio del tiempo, el blanco en el salmo y los demás. A ver si aprendés de una vez; pero no lo decía. Carraspeaba antes de empezar. 
Dios mío, ven en mi auxilio. Señor date prisa en socorrerme.
No es la memoria la que trae las palabras perdidas, es algo que sigue ahí, misteriosamente disponible. Cierro los ojos. Recupero el vago aroma a incienso y los susurros.
La imagen se desliza desde el vientre del breviario al piso. La alzo. No es una estampita, es una foto. La tomó Ricardo. Ella, sus ojos casi humanos, su hábito marrón. Milagro en blanco y negro, la vimos aparecer juntos en la batea de revelado, una de esas tardes de cuarto oscuro.
En agosto, solían sacarla y dejarla delante de la nave central, del lado izquierdo, con los brazos abiertos abrazando a la gente. Cuando se iban, y solo quedaba yo y la gotera invisible marcaba el tiempo eterno, me iba corriendo poco a poco de mi lugar, deslizando el traste por los listones lustrados del banco -ala izquierda, tercera fila, casi sobre el pasillo- para quedar justísimamente adelante de la mirada de yeso. Así me parecía que de veras Ella me miraba a mí.
Después de muchos años, volví a entrar y no estaba más. Di toda la vuelta, pero nada; solamente la del cuadro, la Laura Vicuña, el San Vito, el pobre y torturado Cristo yacente y los demás viejos conocidos. 
Dijeron que se la habían llevado a otra parte. Así debe ser envejecer: te van sacando las cosas, te las ponen en otro lugar y no te dicen dónde. Me prometí no entrar nunca más a ese templo de la virgen equivocada.
Como entonces, no doy con lo que busco pero una vez más, encuentro lo que necesito,
"La noche no interrumpe
su historia con el hombre,
la noche es tiempo
de salvación”.
Cantan los pájaros de la madrugada. No me molesta este insomnio, este estar en vela; tiene sentido.
Que la fe no es un sentimiento, me dijo una vez, con esa manera de gruñir en vez de hablar; que es un don, se tiene o no se tiene; y si se te pega no se puede evitar; y si no, se pide, y a veces se te da y otras, a aguantarse.
Hoy supe que murió. Pocos días después de cumplir setenta. No tengo tristeza ni ganas de llorar. Como si no sintiera nada. Debe ser como la fe.
Sostener este libro de cuero en las manos hasta el amanecer, es la única forma que tengo de despedirme y decirle qué equivocado que estaba.

8.11.14

Vivos los queremos, porque vivos estamos

  Peatonal Sarandí, Montevideo


La sensación que me provoca es amargamente familiar. Recorro las fotos de los carteles que los manifestantes de #43x43 enarbolan en estos días en su marcha de Iguala al D.F. para exigir justicia. Aparición con vida dicen las pancartas todavía después –o justamente, más que nunca, después- de la conferencia de prensa de la procuraduría que muestra las horrorosas evidencias del casi seguro pero parece que muy difícil de probar destino de los 43 muchachos de #ayotzinapa. Los desaparecieron.


Las familias de los estudiantes y los activistas insisten: #AparicionConVida. Si uno recorre las redes no es poca la gente que corrige el estatus ajeno con, total que ya se sabe que están todos muertos y algún diario local elige incluso informar sobre la “tragedia” en la que “los familiares se niegan a creer” hasta que haya pruebas. 

#AparicionConVida es un hashtag que conocemos muy bien en nuestra línea de tiempo de historia reciente en la que se ocuparon de desaparecer a generaciones enteras de jóvenes. Decenas de miles de desaparecidos en el marco del Plan Cóndor en América del Sur, 30 mil solo en Argentina, 45 mil en Guatemala, primer país en el que la desaparición forzada se empezó a usar como herramienta para aterrorizar a la población.

A diferencia del asesinato la desaparición forzada es un crimen  que supone la participación del Estado, el ocultamiento, la continuidad del delito y el sufrimiento. Un cuchillo que se sigue clavando en la espalda de la víctima que no está muerta, está desaparecida. La desaparición forzada no prescribe; el crimen no acaba hasta que no se conoce la verdad. El delito de desaparición forzada viola los derechos de las víctimas pero también de los familiares, los amigos, y no solo el derecho a la vida; el derecho a la justicia, a la identidad, a la reparación.

Hace treinta años, el reclamo absurdo de Aparición con Vida de unas viejas locas con pañuelo que caminaban de manera circular e interminable alrededor de una pirámide, enfureció a los militares de la dictadura argentina. Muchas también desaparecieron. Hoy son ellos quienes están tras las rejas.

Vivos los queremos es la trampa de la sociedad a la impunidad. Vivos los queremos cambia la lógica de las cosas y nos mantiene de pie y no llorando en los altares de resignación de los muertos, en donde somos tan fáciles de tratar.

Aparición con vida es el enroque de la sociedad al Estado para exigir, por ley, justicia y verdad por más absurda que pueda parecer la correlación de fuerzas. Es la única garantía de no repetición. Para los 43 militantes de Ayotzinapa, para los miles de desaparecidos en México y por todos nosotros. Porque sin aparición con vida, no hay nunca más.

Leo en los diarios que en muchos países se organizan en estos días manifestaciones en solidaridad por los muchachos de Ayotzinapa y los miles de desaparecidos en México.

Se los llevaron porque estaban vivos. ¿Lo estamos también nosotros?
















6.9.14

Beware of the dog



No sé qué pensar, vengo soñando con perritos de manera recurrente. No con perros, como otras veces, mastines esbeltos negros azulados bien formados, listos para atacar o defender, perros enormes parecidos a panteras. Sueño con cachorros indefensos que están expuestos a cualquier peligro o descuido y a merced de cualquier buena voluntad de ser salvados. A veces no son sueños completos, solamente retazos; despertar con el recuerdo fugaz de esas naricitas húmedas y unos ojos interrogantes, sin culpa ni deseo.

En uno de los sueños, el último, estoy parada en la esquina de un barrio donde hay una cantidad incontable de perritos recién nacidos desparramados en una avenida que podría ser Beiró o Agraciada. Una avenida ancha y desierta, de madrugada. Hay cientos de ellos. Tan recién paridos que no pueden correr, que reptan sin saber bien en dónde están, sin madre ni dueño. Se mueven en la avenida como puntitos, ciegos de nacer, olfateando el aire, no saben desplazarse todavía, tan frágiles patas tienen que algunos lo intentan y ruedan sobre sí mismos. Gimen en una sordina entrecortada. Algunos son marrones; otros, color canela o gris. Una camioneta blanca atraviesa de pronto la calle; no sé bien de marcas de autos pero es una de esas gigantescas camionetas tipo Nissan que acelera indolente y entonces saltan los perritos o pedazos de perritos ensangrentados que salpican la cámara. Hay partes de perritos desmembrados por todas partes. Me desespera y no puedo detener nada de lo que sucede. Gora aparece de repente con uno de ellos en los brazos. Tiene una expresión que es de ternura y de potestad, como de quien ha podido salvar y se apropia a la vez de lo salvado. Tomo el perrito de Gora en mis brazos. Es chiquito, mismo. Hundo la nariz en su cuello peludo, me relaja ese aroma a cachorro, mezcla de polvo y leche y sal de nacer. No quiero y no voy a devolverle el cachorro a Gora. Me lo voy a quedar. Es mío ahora. Sé que no tiene sentido, porque si realmente quisiera salvar a los perritos de la avenida, podría elegir otro, y al menos entre ambas, salvaríamos a dos, razono. Pero no. Yo quiero el perrito ese de Gora. Como Gora me molesta, porque no le va a gustar que le quite su perro, la desaparezco del sueño; chau Gora.
En la vereda de enfrente, hay un viejo que me mira con desaprobación. Está en camiseta y tiene lentes, es un viejo abandonado y medio sucio. Es Levrero. Lo miro mejor. Qué tipo horrible, pienso. Me fastidia su mirada displicente y su juicio mudo, distante. De pronto, no es más Levrero, es mi abuelo Humberto. Cómo se parecen los dos, Levrero y mi abuelo. Los dos me desaprueban, niegan con la cabeza, qué mal lo que estás haciendo. Pero enseguida, no es ni uno ni el otro: es Gospod Simic
, el veterano croata que me regaló la Lettera 22 para mis tres años; la que tenía rota la tecla de la hache.
Se parecen mucho los tres viejos, mirá vos lo que vengo a descubrir en este sueño. Son tres, o son uno, no tiene importancia; me miran con reproche y desprecio. Yo me llevo a mi perrito igual, qué me importan estos viejos de mierda.

En el otro sueño, unos días antes, vamos a la veterinaria a buscar unos perritos. Tengo ansiedad y dinero en el bolsillo. “Al fin llegó el momento”. La mujer me dice que cada uno cuesta setecientos pesos, le pido que me envuelva siete o seis. Los va seleccionando y embalando en las cajitas. Las cajitas son igualitas a las del helado de palito de La Cigale. Me da las cajitas con los perritos adentro y yo las pongo suavemente en la bolsa de tela muy satisfecha de mi compra. Enseguida me entra una urgencia de llegar a casa para sacarlos de la caja. Son setecientos pesos por cada uno, y mientras cuento apurada la plata, y pienso que capaz debería pagar con tarjeta por el descuento, la mujer de la veterinaria me dice al pasar que, claro, esos que llevo y que tanto me gustan, cuestan setecientos pero que los “Golden Blue” cuestan mil cuatrocientos cada uno. Pone cara de que obviamente es caro, pero parece que eso me animara y le pido que me ponga, además, un Golden Blue. “No vale la pena”, dice pero ante mi firmeza, la vendedora-veterinaria, silenciosamente embala un Golden Blue. Es el Black Label de los perritos, pienso o escucho que alguien dice, y me da la última cajita, igual a las otras pero con la tipografía en un lila claro, que acomodo junto a las otras.
Las personas que están conmigo, que vendrían a ser amigos o parientes, gente de confianza, no están de acuerdo. Muestran fastidio por mi actitud, pero no la expresan del todo, como si yo fuera una persona a la que no vale la pena tomarse el trabajo de convencer de otra cosa una vez que decidí pagar tanto por unos bichos cuando supuestamente no valen la pena; para qué, parecen decirse entre ellos sin palabras; no hay caso, que no habrá forma de convencerla, que es siempre igual. Salimos de la veterinaria. Voy decidida con mi bolsa de perritos y estos amigos-conocidos que toleran la situación, unos pasos detrás;  caminamos por una calle empedrada, repleta de gente y pequeños negocios y puestos.
El empedrado está lustrado, como recién llovido. Me parece una calle conocida; es la acera lateral de la iglesia de Sacré Coeur en Montmartre. Tengo que llegar a casa y abrir las cajas y sacar a los perritos, especialmente al Golden Blue. El pensamiento de que es igual a los otros pero más caro, no me abandona. La peatonal parece interminable, y sé que no va a ser fácil atravesarla para llegar adonde quiero ir. Aparentemente voy tranquila, mirando las cosas, pero tengo cierto temor de que los perritos se asfixien; temor que no quiero que se me note para no demostrar que capaz no fue buena idea someter a estos animales inocentes a esa situación. (Es muy parecida a la sensación que tengo siempre que me regalan o yo misma compro flores en el puesto de la esquina-triangulito del Club Malvín. La mujer te las pone en una bolsa de celofán tan bien atadas, y mientras le pago no veo la hora de liberarlas, sacarles todas esas hojas de adorno que huelen a velorio y ponerlas, solas, en agua fresca).
A los perritos los quiero para venderlos, no para tenerlos; eso lo sé de pronto. Camino mientras hago cálculos, a cuánto podría vender en Mercadolibre a los siete, y a cuánto al Golden Blue. Hago cálculos pero no llego a nada muy efectivo. La callecita que es corta pero se siente interminable como un túnel, está llena de puestos de artesanos, vendedores de frutas de plástico, monedas, discos, objetos de la China, vejestorios que normalmente me detendría a escudriñar pero que no me interesan porque mi única preocupación es llegar y liberar a los cositos. Reconozco de lejos el puesto de A. La periodista me saluda con su natural cordialidad y paz interior; le brilla la mirada. No sabía que tenía un puesto en esa feria, le digo, y me detengo un rato a mirar; no tiene muchas cosas ni son muy lindas; algunos atrapasueños, sahumerios, hornillos y aceites, unas varas o estecas de madera. A. me cuenta detalles de su último viaje al Líbano y algo sobre los niños sirios, me habla de uno en especial, pero yo no le presto mucha atención; en cambio, le cuento de mis perritos y como se interesa, decido sacar al de la caja de cartón que es distinta. Abro la pestaña de la caja y ahí está el Golden Blue, el cuello velludo acomodado en una moldura de cartón troquelado como la de la caja de las botellas de Zacapa del Duty Free Shop. Saco el perrito y, al alzarlo, me asombra el tamaño, que no se corresponde para nada con el de la cajita, porque es un cachorro de un par de meses bastante robusto. Es suave, pesado, marrón chocolate, sereno. Protege el hocico debajo de mi antebrazo, siento su respiración.
Llegamos al auto. La gente que me acompañaba ya no está; el auto está estacionado en una parte tranquila de la zona, una calle paralela de veredas angostas sin árboles. Tengo que sacar a todos los perritos y ponerlos en el asiento de atrás, pienso, porque no creo que sobrevivan en esas cajitas de cartón. Tendrán sed, o necesitarán aire. Mentalmente, calculo el tiempo del viaje, que es poco. Decido que es mejor conducir lo más rápidamente posible hasta casa. “Para qué someterlos a un doble trauma si falta poco para que esto se termine”. Apoyo suavemente la bolsa con las cajitas en el asiento trasero, y el Golden Blue, sin ayuda, se echa y enseguida se queda dormido. Está exhausto. Vuelve a aparecer, de pronto, acodada en la ventanilla del auto, la veterinaria-vendedora y me pregunta con tono burocrático “querés que le diga a Lil que los dope para que viajen más tranquilos?”. Le digo que no, que para qué, que esto ya se acaba. Arranco y me voy. La basílica se refleja en el espejo retrovisor, cada vez más alejada, hasta entrar por completo en el cristal como una postal.
Me doy cuenta de que al final, seguro no los voy a querer vender. Pero no sé qué voy a hacer con los cachorros. Siento angustia por la repentina idea de tener que responsabilizarme de ellos, en vez de venderlos. Pero no me arrepiento para nada. Por lo pronto, estoy decidida a sacarlos de ahí. Necesito llegar a casa de una vez, ya ya ya.






23.5.14

Amurados 





Artículo publicado
en 
Replicante, en agosto de 2011




En poco tiempo, millones de personas pegamos el salto desde 
el mero mail y el chat a otras zonas más complejas 
de la comunicación vía internet: Facebook, Twitter y sucedáneos.  La buena noticia: podemos vincularnos con nuestros lejanos seres queridos, conocer otras personas, intercambiar información 
o encontrar entretenimiento. La mala: la gran cantidad de tiempo que, de pronto, insume en nuestra vida y la tangencialidad 
y el carácter compulsivo que suele caracterizar el intercambio. Esta nota trata de este espacio vincular nuevo que aún no comprendemos del todo, de la adicción y las secuelas que este paradigma de relación social imprime en nuestra vida.






“¿Cómo? ¿Todavía no estás en Feisbuc?”. La frase se la escuché a una de 60 dicha a otra de la misma generación, ambas esperando a sus nietos en la puerta de una escuela.
No importa la clase social ni la edad, cada vez es más raro estar fuera de las redes sociales.

Algunos usuarios se entusiasman con los beneficios de la comunicación horizontal en pos de la divulgación de un emprendimiento, una convocatoria o un negocio.  Otros, en cambio, nos regodeamos en el placer de tener con quién compartir música o viejas películas, hallazgos de YouTube, esa bendita caja de Pandora en la que siempre hay la esperanza de encontrar lo que creíamos perdido en las brumas del olvido.

Muchos nos abandonamos al tsunami emocional de recuperar el vínculo diario con personas que estaban -ya no- lejos en el espacio o el tiempo. Hay quienes se entusiasman participando de campañas o ejercitando el músculo intelectual en debates de índole política o cultural, o intercambian información o lecturas como figuritas de un preciado álbum de historia personal. Están los fanáticos de la broma fácil, los políticos que dicen buenos días desde el Twitter, los que que desvisten o trasvisten su alma,  los que dictan cátedra, los del lenguaje críptico o hiperbólico, los que navegan para pescar algún romance.
Como es mucha la tela para cortar, es indispensable delimitar el retazo que nos ocupa (la aclaración, por otra parte, podría aplicarse a cualquier tema en el cual al pararnos en medio perdiéramos de vista los bordes). Por eso, aunque sea de suma relevancia, no vamos a tratar aquí la democratización de la información que facilitan las nuevas plataformas, ni lo revolucionario y masivo del sistema  (aunque lo verdaderamente revolucionario, conservador o, sencillamente, estúpido, es el modo en que la gente lo utiliza). Tampoco es tema de este ejercicio el retroceso o no del periodismo clásico en pos de una mayor circulación horizontal de la información ni la incertidumbre acerca de quién y por qué la produce.

Los párrafos que siguen son un hilván de fotografías recién reveladas y colgadas de una cuerda. Postales enviadas durante una travesía a través de las redes sociales, particularmente, en el territorio virtual del Facebook. Muchas de ellas, si no todas, surgen de apuntes tomados durante semanas y meses -en un principio, sin sistematicidad alguna- a partir de reflexiones y preguntas propias y de amigos, usuarios regulares o auto diagnosticados adictos al Facebook.

Pero, ¿qué es lo adictivo? ¿Qué se pone en juego en el acto del intercambio personal en internet? ¿Cuál es la calidad de las relaciones en esta nueva fábrica de vínculos? ¿Cuál es el impacto de las redes sociales en nuestra vida cotidiana?

Partimos del supuesto de que las redes sociales llegan con un formato ideado para dar (se) permiso, para conceder (se) deseos, para soplar la herida que a nuestra existencia infringe el sablazo del estilo de vida contemporáneo en las clases medias occidentales. Esto es, la imposición cultural e inamovible de una estructura clásica de familia; la postergación de la realización personal en pos de la supervivencia o el progreso; la rutina y el tedio que nos condena, a la larga, al ayuno de vínculos significativos; el siempre latente pero paradójicamente postergado apetito por la belleza.

Como última advertencia vale aclarar una toma de posición: desde la invención de la rueda hace seis milenios al contemporáneo “Me Gusta” de Facebook, es un error pensar que una herramienta tecnológica viene a instalar necesidades que antes no existían.  En este trabajo se parte de la suposición de que las redes sociales no inventan nada; que, en cambio, interpretan, son emergentes de una época y facilitan el resurgimiento de formas de vincularnos con nosotros mismos y con los otros.


I– Un millón de amigos

¿Qué necesita cada uno para considerar a otro, un amigo? Alguien en un Muro dijo, con razón, que la pregunta tiene tantas respuestas como personas la formulen.

En los vínculos virtuales el perfil de las identidades se conforma con apenas algunas imágenes, un par de referencias biográficas y algunos comentarios. Mostramos la punta del iceberg de nuestra forma de vivir y de ver el mundo. Esta configuración es suficiente para dejar sentadas las bases de la afinidad e iniciar una relación. Habrá quien se rasgue las vestiduras por tamaña frivolidad, pero resulta que la fórmula no es otra que la aggiornada versión analógica del “¿trabajás o estudiás?”, proferida tantas veces para hacer contacto en la oscuridad de un boliche o una fiesta, al amparo de la madrugada.

Dejando de lado a los coleccionistas de contactos –todo un tema aparte que refiere al asunto borgiano de los abominables espejos que como la cópula multiplican el número de los hombres, es decir, del propio ego-  la primer cuestión es que la red social, de pronto, nos propone convivir con personas cuyo nombre y foto nos acostumbramos a ver al pie de la pantalla y con los que cambiamos opiniones.

Amigos cercanos, lejanos, conocidos y desconocidos. Personas que por un instante nos emocionan, nos enriquecen, nos hacen pensar o reír, nos provocan, nos enfurecen por su estupidez o nos inspiran sueños eróticos. Sujetos con los que llegamos a compartir la misma sensibilidad hacia la música, el arte o la literatura, similar afinidad ideológica o una entrañable hermandad en el sentido del humor.

La selección de algunos, en la incalculable paleta de gustos, marca las reglas del juego. Invocando a Bourdieu
[1]: por mis gustos me distingo y tengo un rol en el juego y por sus gustos sé para dónde patea el otro. El gusto es la vara sagrada que divide las aguas. Buen gusto, mal gusto, gusto a poco, mucho gusto. Me gusta. He aquí el campo de batalla del Facebook. Una cancha delimitada por la intersección de los gustos y la complicidad. Lo interesante del deporte depende de los declives, los baches y las proezas de cada atleta. El tamaño de la apuesta depende del capital simbólico y emocional que cada uno ponga en juego.

En Facebook se conforman guetos inofensivos, multitudes que observan, apretadas rondas, círculos de distinción: “All in all it's just another brick in the wall”. Y si alguien desentona demasiado, lo quitamos de la vista en el Muro, o lo borramos sin culpa con un solo clic.

A diferencia de la vida real, no hace falta mucho más para alejar a quienes consideramos o nos consideran imbéciles. El gusto es el rifle sanitario del Facebook. Y disparar puede volverse un inesperado deporte cotidiano.

II.  (No) me gusta cuando callas

En la mayor red social del planeta, el Me Gusta inclusivo, el que habilita y distingue, tiene varias modalidades: aplicar un Me Gusta, comentar, compartir o “robar” el post para el propio Muro, enviar un mensaje privado o dar un Toque, ese gran enigma semántico. 

Es paradigmático, en cambio, el reclamo de muchos de los usuarios de la plataforma ante la no tan sencilla posibilidad de distinguirse con un No me gusta excluyente. Si así fuera, sería aburridísimo. Para expresar disgusto en el Facebook no alcanza con un clic. Una manera usual de excluir al otro es ignorarlo sistemáticamente. Si es un ser realmente despreciable o fastidioso, su Muro se convertirá muy pronto en un páramo solitario de tristes mensajes a sí mismo.

Lo interesante es que, para expresar un No me Gusta inclusivo -sin duda el más apetitoso del hambre de vínculos-, hay que trabajar, poner de uno mismo, pensar y debatir, decir, al menos una pavada, un emoticón hecho de puntos y corchetes. Recién entonces la plataforma le da al usuario la opción del dis-gusto.

Pero casi nadie usa el botón Ya no me gusta. Hacerlo –lo cual no estaría nada mal- supondría que el sujeto se entregó seriamente a un intercambio: escuchar, argumentar, volver a escuchar, hacer una devolución, volver a escuchar y, al fin, si no hay consenso, disentir o disgustarse: ya no me gusta. Pero la profundidad en las discusiones no es algo, ni de lejos, característico de la red social.

Por otra parte, los disparos de este juego no son otros que la munición gruesa de las palabras, lo cual aumenta el riesgo de lesiones, heridas graves y tarjetas rojas. La palabra escrita dista mucho de la diáfana oralidad, y los malentendidos y disputas completamente inútiles son el alimento preferido del monstruo que habita en el centro del Facebook. En esto, quienes dominamos un poco más la herramienta escrita, tenemos una pequeñísima ventaja. El otro lado de la moneda es que, confiados en ella, damos rienda suelta a la compulsividad en el decir, el decir de más y el leer entre líneas discursos que muchas veces no fueron dichos con la intención que creemos estar escuchando.

¿Qué estás pensando?, propone el sistema.  Las discusiones que se suceden debajo de una barra de estado nunca son muy largas. ¿Podrían serlo, acaso? Los Muros no están pensados con la dinámica de un Foro habilitado para construir un sentido sobre los retazos de sentido de los demás y en el que es posible buscar un tema, retroceder, retomarlo.  (Curiosamente, en Buenos Aires, y aproximadamente desde los ´80, cuando queremos decir que alguien pretende ser lo que no es, decimos que hace face.  Un book, por otra parte, es el nombre que se le da al catálogo con fines de venta de las top models. No solo, pero también por esa asociación de ideas, el Facebook me resulta más parecido a un beauty contest que al brainstorming en el que pretendemos transformarlo).

Algunos debates pueden ser intensos pero suelen ser tangenciales y, sobre todo, fugaces. Si algo bueno pasó, lo hizo rápidamente. Los intercambios de ideas que únicamente están atados a los Muros –y no a otros enlaces menos efímeros- son material descartable. Lastimosamente, las más largas cadenas de comentarios suelen rondar alrededor de los temas más irrelevantes. Ni más ni menos que como en la vida misma.

No obstante, la gracia –en sus múltiples y hondos sentidos-  del juego está menos en ese Me Gusta superficial anque bipolar, que en el volcarme por lo que no conozco, por lo desigual. Lo que Me gusta pero me invita al intercambio. Lo que No me gusta pero me hace ceder a la tentación de rozar nuestras diferencias, de tocarnos y, a veces, sacarnos chispas.  Lo que me gusta es lo que me completa y no me sobra, dijo una amiga en su Muro.

Y aunque esta funcionalidad no sea altamente adictiva y, mucho menos, mortal, es también una dulce droga a la que nos gusta someternos en las redes sociales.


III. Todas las voces todas

N.B., el amigo más real que tengo en la vida real me dijo, antes de convertirse en adicto al Facebook, “es lo más parecido a morirse e irse al infierno: tu pasado, tu presente y tu futuro están vigentes al mismo tiempo ante tus ojos”.

La configuración de las redes sociales nos permiten ser coleccionistas de personas. Tener, sin mayores problemas, la fantasía de pertenecer a un grupo que supera el tiempo, la distancia, el grupo etario y social y otras variables menos definitivas pero que se articulan de un modo diferente fuera de la red: el estado civil, la orientación política, la profesión.

El roce con el otro puede ser insignificante. Hay siempre una presencia latente, agazapada. A veces, en el silencio de la noche, cuando veo aparecer tres, cinco, diez pequeños globos de diálogo rojos sobre el ícono de un mundito azul, me siento un poco como Damiel, Cassiel o Rafaela sentados en la estatua de la Siegessäule sobre Berlín escuchando los pensamientos de la humanidad. Si se aguza el oído, se pueden oír los devaneos de las personas en la soledad de sus hogares, en la soledad de unos pasos sobre el empedrado, en la soledad del bus lleno de gente. Esas conversaciones internas ven la luz por un instante, son ofrendas fugaces a otros ángeles urbanos caídos, fantasmas taciturnos que también están solos, suspendidos en esa franja del blanco y negro, separados de la manzana roja y jugosa de la vida real.

En ese umbral confortable de ver sin ser visto, de escuchar sigilosamente y estar no estando, a salvo, del lado inmaterial de los ángeles, está la adicción.

IV. El caballero inexistente

En la novela homónima de la trilogía de Calvino[2] hay un legionario que no existe pero cree que existe; la voz sale de la armadura del caballero Agilulfo como de una gruta porque la armadura está vacía. No obstante, Agilulfo es el primero en levantarse al amanecer y se dedica a lustrar su armazón hasta que el brillo de su yelmo ciega al mismísimo sol. Es el más valiente en la batalla. Jamás retrocede. Los principios que lo guían son inquebrantables. Los demás lo siguen, lo admiran. Su condición es digna del elogio -léase Me gusta- del mismísimo Carlomagno. Pero, atención: su presencia es tan verosímil que casi llegamos a olvidar que el hidalgo Agilulfo no existe, que se mantiene en pie gracias al acero de su voluntad y la creencia de los otros.

La repetición minuciosa de las mismas cosas, los idénticos pequeños detalles de su forma de ser y hacer las cosas, lo convencen de su presencia en el mundo.   Por eso –y solo por eso- Agilulfo no es un cretino. Es noble y leal. No miente: cree en su existencia porque cree fervientemente en los protocolos que la confirman.

A veces sucede que en las redes sociales, la materia que forma al amigo, así sea un desconocido o una compañera de escuela que no vemos hace dos décadas, está formada por la armadura de los pocos datos que delinean su perfil, unos vagos comentarios y un par de gustos.

El resto, la mayor parte de la sustancia de ese otro, suele convertirse en carne por obra y gracia de nuestras proyecciones, nuestra fantasía y nuestra voluntad. Cuántos nos hemos preguntado alguna vez como el Mario Levrero de La Novela Luminosa echado en la cama junto a su amada: “¿este vínculo es cierto  o lo estoy imaginando todo?”.  La duda no es fortuita, porque necesito que ese otro sea tal y como lo imagino. No importa que, efectivamente, lo sea porque la tangencial relación con ese amigo o amiga no es real, no tiene impacto en mi vida (¿no es real?, ¿no tiene impacto?). Eso queremos creer.

Cuando nos damos cuenta de que la huella de ese otro virtual deja una marca real en nuestra vida, pasan dos cosas: o enloquecemos de euforia y ansiedad -como si nos diéramos cuenta de que vivimos con un fantasma- o, paranoicos, empezamos a quitar amigos compulsivamente de la lista hasta verificar que cada uno de los nombres tiene un sentido.  Tal vez Facebook hubiera salvado a Levrero al demostrarle que no estaba solo, que varios millones de personas viven alimentando conexiones íntimas, invisibles, aparentemente ilusorias, de un alto grado de espiritualidad.

En el Caballero Inexistente de Calvino hay al menos otro personaje que interesa al zoológico de las redes sociales. Se trata de Gurdulú, escudero de Agilulfo; un sujeto que sí existe pero que no sabe que existe. Y como desconoce su propia existencia se identifica con todo aquello que ve: cree que es una pera al ver rodar por el prado los frutos de un peral, se cree rey al ver pasar revista a Carlomagno. Me recuerda a tantos de nosotros, usuarios de las redes sociales, los seguidores de, los que no saben –hasta que lo descubren y ahí sucede la magia-  que tienen tanta existencia para ofrecer.

¿Qué provoca más movimiento interior, el vacío o la plenitud? 


Los muros de Facebook están habitados por Agilulfos y Gurdulús. Aunque muy pocos quisiéramos admitir que a veces, en la vida o en la red, vivimos como armaduras vacías o no sabemos quiénes somos en realidad.  La red social nos habilita y nos motiva a completarnos unos a otros, a seguir y ser seguidos con devoción; a rellenar, a veces, lo inexistente con la cabal materia de nuestra fantasía.

En el movimiento hacia lo que no soy y quiero ser, y lo que el otro no es y quiero que sea, en esa maravillosa operación de supervivencia de la voluntad, también está la adicción de las redes sociales.

V. La enamorada del Muro

¿De qué sustancias químicas se componen los deseos? ¿Cuál es el motor que lo pone en marcha y lo mantiene encendido? ¿Qué hace que personas a las que no conocemos en absoluto excepto por una cantidad limitada de caracteres, se vuelvan deseables?

El deseo, como el gusto o el apetito, no se teje de abstracciones ni enunciados. El deseo es algo primitivo. Deleuze afirma que uno nunca desea a una persona sino al paisaje que la envuelve. Uno desea el paisaje que ve reflejado en la mirada ajena. Esa mirada está amueblada de pensamientos, de viejas canciones, de palabras y de silencios que pueden ser tan densos como la corporeidad. Pero no se trata de una naturaleza muerta. En el centro de ese paisaje está, sobre todo, uno mismo, transformado e incluido en la mirada del otro.  El lente miope de la cotidianeidad convierte a las personas que nos rodean, -amigos, familia, pareja y a nosotros mismos- en personas sin paisaje. Nos volvemos invisibles por el hechizo de la costumbre.

Así como un alcohólico no bebe porque desea la bebida ni un escritor escribe febril porque desea la escritura, deseamos a una persona para crearnos un nuevo lugar en el mundo, real o imaginario, una región distinta, una zona liberada. Deseamos al otro por esa zona del nosotros hecha de planicies visibles e iluminadas, pero mucho más lo deseamos por los sombríos socavones llenos de presagios que ese nosotros supone. El valor de esa operación interior del deseo en movimiento es incalculable y a veces no importa qué tan real sea el destinatario. Lo que importa es el viaje a esa nueva geografía.

La recuperación del propio deseo es lo más adictivo de las redes sociales. Y, hay que advertirlo, nadie con una cuenta en Facebook, libertad para elegir y tiempo para robarle al día o la noche, está libre de una sobredosis.

VI. I want to believe

Desde el ´93, cada martes durante 8 años, el canal Fox ponía los X Files.  Éramos varios los acólitos del cínico y sufrido –infalible fórmula seductora- agente Fox Mulder y. otros tantos. los que se ratoneaban con el cerebro hiperdesarrollado de la astuta -y robusta, para qué negarlo- Dana Scully. En la saga, los agentes enfrentan cantidad de casos de abducción, misterios paranormales y experimentos del FBI.

Mulder y Scully se admiran mutuamente y son capaces de dar la vida el uno por el otro, se cuidan, se aman en silencio, con ternura y haraganería. En cada minuto de la serie se mantiene, tensa, la cuerda del erotismo. Cuando la fibra amenaza con romperse y el auditorio está por colgarse del ventilador de techo de los nervios,  la agonía amorosa entre Mulder y Scully se derrama, no en una buena cama con resortes como debe ser, sino en el inmaculado lecho de la ironía:

Mulder:-Oye, Scully…
Scully: -¿Si?
Mulder: -Te amo.
Scully: Ah,  ahora esto.


Chris Carter, el dueño del kiosco de los deseos insatisfechos y los aliens, lo sabía perfectamente. Aquello que mantenía inamovible la columna de fieles no eran ni las conspiraciones de la CIA, ni la telepatía, ni el cáncer negro, ni las clonaciones, ni los zombis, ni las posesiones de vientres fertilizados por extraterrestres o los monstruos salidos de los sumideros. No. Lo que nos tuvo en vilo durante más de 500 capítulos fue la dulce y dolorosa tensión de ese único beso que Mulder y Scully no se daban. Un beso siempre al borde del presentimiento, un beso perfecto instalado en el por-venir.

Se dice que hasta hubieron manifestaciones de seguidores de los X Files -gente prosaica sin sentido lúdico ni resto para la fantasía- frente a la casa de Carter.  Le exigían con todo y pancartas, que hiciera algo acerca del maldito beso. El tipo, muy hábil, sabía que la serie y sus finanzas dependían de ello y, en más de una oportunidad hizo trampa con algunos memorables capítulos de besos falsos: o Scully tenía un ataque de amnesia cósmica y olvidaba que él la había besado, o Mulder no era él sino su clon, o todo había sido un sueño. Besos de engaña pichanga. Foja cero. A la semana siguiente, los protagonistas seguían arrastrando la nostalgia del amor no consumado y, mientras tanto, resolvían algún que otro misterio. El recurso literario se usó muchas veces después de los X Files, pero en su momento, el truco tuvo su costado novedoso.

¿Qué es más poderosa, la esperanza de un beso o el beso mismo? ¿Qué es más cautivante, la certeza o el presentimiento? El poeta ebrio tiene su opinión formada: no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.

Ahora, vuelva a leer todo lo anterior pero olvídese de los ovnis y mueva los argumentos a las relaciones humanas de afinidad en las redes sociales. Ahí descubrirá la naturaleza de la más deliciosa y perversa de todas las adicciones del Facebook.

VII. El planeta invisible

“No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella”, afirma Borges en su Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Allá por el año 94, bauticé mi primer cuenta de mail con ese nombre: tlon, seguido de la arroba -que costaba encontrar en el teclado- y signada por el nombre de un pequeño servidor casi artesanal.

Hoy, la red social más grande del mundo es, cómo dudarlo, ese planeta en sí mismo. Un mundo sin accidentes orográficos ni abismos. Un orbe redondo y rumoroso. Hasta las instituciones, los ministerios, los organismos públicos o privados están obligados a ponerse a la misma altura que todos los demás. Todos eligen, nadie gobierna; excepto la deliciosa tiranía de la adicción. Los usuarios somos una llama unida a otras, pocas o muchas sin vocación de fogata. El mar de fueguitos de Galeano, pero al revés.

El Facebook es ese laberinto separado por muros y calles laterales, una anarquía de Estados
individuales, un infinito planeta en donde cada uno es dueño de una porción de mapa, y en donde los mapas solo sirven para perderse alegremente. Es una ciudad, una más, la más colosal de las ciudades invisibles de Calvino, en donde cada uno posee la partitura de una estrofa de esa gran canción de las tribus de Chatwin, la letanía interminable y atonal del planeta.


¿Adónde va todo ese universo de ideas, de filosofía barata, de estupideces, de amores y rencores? ¿En qué fuego se cuece tanta carne puesta en el asador? ¿Cuál es el servidor que contiene el alma y la vida de 500[3] millones de personas?

Somos nosotros y no una oficina de Palo Alto los servidores de esta nuestra Matrix de pantalla plana. Somos los anfitriones y los esclavos del fragmento de maravilla que nos toca, que nos cambia en algo la vida, que nos quema por dentro, nos ilumina o nos quiebra. Una de estas cosas, o todas a la vez.

Como en las redes sociales, las cosas en Tlön tienen también la inevitable tendencia  a desaparecer y a perder los detalles cuando los habitantes de esa región las olvidan.  Los Muros pasan en videoclip, los temas de inaplazable tratamiento son suplantados por otros, los pensamientos circulan veloces hacia ninguna parte. Es imposible asirlos, se van como arena entre las manos.  Y con ellos, se nos va la vida y el tiempo.

¿Tenemos el poder de elegir sobre nuestro retazo de maravilla? La decisión oscila, pendular, entre la adicción del deseo pendiente o la piel del deseo. Es nuestra la mano que pone leña al fuego y mantiene encendida esa pequeña llama de belleza aun sabiendo que es efímera. Es nuestra la decisión de ser un ladrillo más en la pared o saltar olímpicamente los muros. Las redes sociales pueden ser un techo estrellado para nuestro desamparo -lo cual en sí es perfecto- o un simulador de lo que podemos ser y hacer con nuestro mundo interior en la vida real.

Podemos seguir escuchando los susurros por encima de todo, cerca de los seres celestiales y la eternidad o elegir el camino de Damiel y dejar caer la armadura que nos sostiene, solamente para sentir el crepitar de la manzana roja y fresca en la boca. Nadie más que nosotros mismos tiene la soberanía de elegir entre el romántico estertor de una carcasa vacía o el toque de un ángel amigo con una sonrisa en 4D. 

Los platos de la balanza se equilibran y en la palma de la mano están esos gramos de plomo que la inclinan suavemente. No hay juicios sobre qué lado de la vida elegir porque ambos son, a su manera, valiosos. Pero quisiera no olvidar que tenemos el poder de hacer crecer una flor verdadera de una semilla imaginaria. 

En las redes sociales, como en el Tlön de Borges, el contrapeso que podríamos poner para que la belleza y la amistad existan en toda su dimensión puede ser ínfima, pero decisiva: “es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro”.



Amurado / de Julio Sosa / Carlos Gardel


Ilustración:
Los Muros de Jericó cayendo, de Gustavo Doré.






[1] [1] “La Distinción, Criterio y Bases Sociales del gusto”, Pierre Bourdieu, 1988, Edit. Taurus.
[2] El Caballero Inexistente, Italo Calvino
[3] En 2014, fecha de la publicación de esta nota, Facebook cuenta con más de 1.200 millones de usuarios y usuarias.

4.3.14

La soledad de Diana Prince (o Qué absurdo sería el mundo sin mi hermana)

La pedí. Insistí. Porfiada. Dicen que hice todo lo que estaba a mi alcance. Mandé cartas a los Reyes y sus secuaces, recé todas las noches, se lo pedí a Pipo Pescador por el micrófono, pregunté si venían de semillas y se podían plantar; incluso cuentan que traté de sembrar uno en el jardín de tres por tres que da a la calle:

-¿Qué hacés?
-Planto.
-¿Qué cosa?
-Un hermanito.
-Los hermanitos no se plantan.
-Ah, ¿no?  Entonces ¿qué?

Pensé que me lo negaban por gusto.  Llegó cuando ya casi había perdido las esperanzas.

Como hasta los tres, mal que le pese, era gorda. Una niñita fornida que mordía de lo lindo. Exclusivamente a mí. Avanzaba como R2D2, un tanquecito imparable listo para atacar. A veces también le hincaba el diente al gato, pero el Negro era peludo y tiraba el tarascón; y ella prefería morderme la nariz mientras dormía (yo), o algún miembro desnudo si escribía o dibujaba y no le prestaba atención.

El doctor Nieri dijo que la niña mordía por cariño.

Una vez, en un saludable reflejo de autodefensa, intenté inculparla mordiéndome con ferocidad a mí misma el brazo y denunciando el hecho ante la autoridad materna con la evidencia de las marcas de los dientes en mi piel amoratada.

Cinco veces mentí en mi infancia y todas me atraparon: esa fue una. A causa de una pelea en la escuela me había roto los incisivos, por eso las marcas de la mordida, en vez de dos rayitas eran dos puntitos, morse delator que provocó el castigo de esa Hipólita, mi madre, y la burla familiar durante años.

No solía jugar con muñecas. Lo mío eran los cuadernos, cualquier porquería legible que llegara a mis manos, los bichos bolita y las rodillas arañadas de trepar, sacar sapos de su agujero con paciencia zen, las carreras de caracoles y autos con cucharita, mirar correr los barquitos de papel en el caudal del desagüe en la vereda después de la lluvia. Fuera de la escuela, andaba bastante sola, o con compinches varones, la amazona de la cuadra.

La única muñeca que pedí, -una Lucy, que traía un disquito y decía Hola Soy Tu Amiga en español y en coreano al apretar un botón en la panza-  llegó una Navidad demasiado tardía. La quise un poco, igual, pero una tarde la puse en fila con otros muñecos, les lavé el pelo con champú y los pelé a todos al ras en una disciplinada peluquería penal.

Años antes que aquella absurda muñeca de plástico, el último día de un febrero no bisiesto, llegó esa milagrosa muñeca de carne y hueso que se dejaba convertir de manera aleatoria en paciente operada de urgencia, niña perdida, princesa muda lista para ser rescatada, perro, cowboy de once pasos, león de domadora, modelo vivo, muerta destripada, policía, clienta en un almacén.  (También pasó por mi peluquería, la pobre; y me sentí culpable cada día hasta que más o menos le empezó a crecer el pelo).

Llegó para redimirme de la tiranía del número impar, del agobio tardío de las muñecas y de la soledad de la Mujer Maravilla.




Como tanto la pedí, la deseé tanto y hasta el nombre le puse, hasta hoy no abandono del todo la idea de que yo inventé a mi hermana.

Me seguía a todas partes, me miraba hacer, con esos ojazos de gato con botas, de un azul oceánico, y una carcajada explosiva que todavía sigue inalterable. Era una niña bastante terca, hay que decir, y tenía esa malevolencia de la cual carecemos los primogénitos. Pero yo la adoraba, le justificaba todo y creía fervientemente que necesitaba mi protección.

De pronto, a los cinco años, se estiró; parecía más grande, y a la vez le empezó a dar miedo todo. Se puso como esos personajes de Tim Burton, puro ojo y ojeras, brazo y piernas largas, con cara de susto, como si cualquier viento fuerte se la pudiera llevar; ni hablar del temor al mar abierto.

Ignoro si mi afición a contar historias terroríficas a los pibes más chicos colaboró en algo con esa traumática etapa de pánico de mi hermana. Es posible. Lo cierto es que su transitorio miedo a la oscuridad combinado con las ganas de hacer pis de madrugada, me obligaban a acompañarla de la mano los cinco metros de la cama al baño, caminando dormida, pero aparentemente útil como ángel de la guarda.

Lejos de subestimarla, le tomé respeto. Tenía un carácter irreductible; era cagona en la diaria, pero valiente en la adversidad. Sus temores nocturnos no le impidieron oficiar de cómplice en un planeado asalto a la farmacia de la esquina, con una secuaz tres años mayor. La operación se realizó con todo éxito. Mientras una -5, femenino, alias Ojitos de Gato con Botas- le pedía ayuda al gordo Geniol que, de rodillas y con ese culazo XXL en alto buscaba el anillito supuestamente perdido de la niña, la otra -8, femenino, alias Speedy- se afanaba los esmaltes, labiales y joyitas de fantasía de las canastas de ofertas del farmacéutico. Brillante. Lástima que las descubrieran días después por ostentar demasiado pronto su botín.

Ibamos a la Agronomía a andar en bici y corretear por los campos de alfalfa con Almendra que ladraba como loca y corría al trencito; yo me trepaba a colectar moras o subía al árbol, el de las vías del lado de acá, que tiene un brazo extendido paralelo al suelo, a contar vagones. Cuando tuve una especie de primer novio, me la endosaban en esas salidas; supongo que para amortiguar el riesgo de algún beso dado con mayor efusividad que la recomendable para la edad.



Cuando los viejos se fueron de viaje, disfracé mi sentimiento de abandono detrás de una faceta de anarquía rebelde hacia mis abuelos, un consumo compulsivo de TV hasta el cierre del Padre Lombardero y una sobreprotección a mi hermanita. Pero cuando todo estaba en silencio y el terror y el insomnio eran solamente míos, me gustaba escucharla respirar, ese mantra redondo y protector que fabrican los niños pequeños cuando duermen me tranquilizaba y tomarla de la mano me ayudaba a conciliar el sueño.

El año nuevo que pasamos solas hicimos fiesta en la cocina: hamburguesas y coca cola, chatarra igualita a la del Pumper Nic, pero hecha por mis propias manos. Miramos Rey de Reyes, oteando el reloj cada tanto, pero las doce tardaban en llegar y nos moríamos de sueño. El viejo reloj de loza verde de la cocina siempre tuvo el cristal roto y las manecillas giraban libres y juntaban polvo. Y si adelantamos el tiempo, dijo mi hermana, se subió a un banquito, corrió la manecilla y se hizo el año nuevo, chin chin, el más lindo que recuerdo y el último antes de irme de casa.

Como regalo para sus 18 nos fuimos solas a Mar del Plata, con el único objetivo de ir al Casino y la certeza de que nos convertiríamos en multimillonarias. Por las dudas que fallara el plan, descubrimos que mamá nos había puesto un pan y un salame en el fondo del bolso.

En esa edad, para seguirle el tren a una amiga, quiso ser modelo por un tiempo. Atributos le sobraban. Por esas cosas de mi trabajo ligado entonces a la publicidad, hicimos un book con el mejor productor, el mejor fotógrafo y el maquillador de la más célebre estrella de la tele. La intención de modelar le duró menos que lo que tardaron las fotos en ser reveladas. Pero las imágenes siguen ahí, testimonio de la belleza élfica de mi hermana.

Tiempo después, en medio de una carrera y con dos empleos, dio a luz a un sujeto maravilloso. No paró de estudiar ni de trabajar durante el embarazo. Llegué a contarle trece bondis en un mismo día. Cuando la panza creció, la usaba, echada en el sofá, de atril para las fotocopias.

El día anterior al parto, se habían probado unos disfraces de duende que yo tenía para la presentación a la prensa de un perfume de Avon. Saltaron sobre el sofá, eufóricos, vestidos de dorado con sombreros de punta y cascabeles.

De mañana muy temprano, la radio bajita en el informativo, planchaba yo mi camisa para la cosa con la prensa, y ella viene y me dice, doblada como un junco, me duele la espalda. Le doy un mate sin levantar la vista y le pregunto dónde te duele. Me duele y me para, me duele y me para, es raro, dice.

Desenchufo la plancha y agarro el reloj: regulares cada cuatro. Llamo a papá. Le digo hay que apurarse. El, por no correr riesgos no logra acelerar a más de, yo qué sé, iba lentísimo. Mi hermana en el asiento de atrás, aferrada con una mano a la mano del padre del sujeto maravilloso a punto de nacer, y la otra, atajándose la entrepierna.

Una barrera de tren, dos, agitando un pañuelo por la ventana veía pasar los restoranes cerrados de Corrientes, practicando (yo) la respiración de parto, y exclamando (ella) le estoy tocando la cabeza, y razonando (yo) que, si nos agarraba el tren y no llegábamos al hospital, lo mejor sería parar en un restorán, que es un lugar en el que seguro tienen a) manteles impecables de lavandería, b)agua muy caliente -aunque no sepa bien para qué pero siempre hay en las películas- y, c)un adminículo afilado para cortar un cordón umbilical, acto previo al feliz chillido natal.

No hizo falta. Llegamos a la emergencia y se armó tremendo jaleo. A los pocos minutos de entrar, abrí la puerta vaivén adonde la habían llevado en una camilla y ahí estaban: el joven padre, mi hermana de espaldas, las rodillas flexionadas, alzando al bebé, un renacuajo alargado color morado unido a ella por un grueso piolín como un barrilete.

Como en Hollywood, llegamos al borde mismo del borde mismo de la llegada del sujeto maravilloso, que sigue siendo, hasta hoy, un tipo apurado. Cualidad que lo ha convertido, entre otras cosas, en un golero asombroso, pesadilla de cualquier delantero, que atrapa la pelota con la destreza entrenada de esa prisa por llegar que trae desde nacido.

Esa mujer me enseñó todo sobre ser madre;  su hijo -que masticaba mi celular-ladrillo, rompía mis libros y hacía de mí lo que quería-  fue mi primer maestro Jedi, mi Qui-Gon Jinn. Por ese gurí aprendí todas las señas y muestras de los trucos que hay que saber y no están en ningún libro. Por ella supe lo que hace falta para lograr mantener a un ser humano con vida, contento y medianamente civilizado.




Mi hermanita cumple 39. La pequeña caníbal que quería devorarme por amor. La que se hizo obrero de la constru conmigo para limpiar, rasquetear y derrocar décadas de abandono en las paredes y los pisos de mi primer apartamento. La que en cada uno de sus pacientes ve a un ser humano irreemplazable. La primera heredera del elfo de oro del clan ultra secreto. La persona adulta con quien más me río. La que me alcanza los anteojos de ver lo mejor de mí. La que me acompaña cuando meto la pata y me señala el agujero cuando estoy a punto de volver a meterla.

Lloró cada vez que me fui. Y aquí estamos, rompiendo las reglas de la geografía para extender el barrio, esa única patria sin vanagloria. Que dos barrios tengo, como dos besos, uno en cada mejilla del Plata.

La llamo y le digo que prepare la pista para el avión invisible y que tenga a mano el lazo de la verdad porque la charla va para largo y viene de confesiones. Le pido que vaya aprontando el mate, que llego en un rato. Mientras, le escribo estas líneas para recordarle una vez más que yo la inventé, y darle las gracias por creer en mí, y hacerme creer que puedo volver a inventarme todas las veces que quiera.



Montevideo
28.2.14